BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











sábado, 3 de noviembre de 2012

El desorden cotidiano (34)

Cayo era el mejor amigo de Casandra. Había estudiado la carrera con ella y con Camila. Los tres eran como uña y carne, y así los había conocido Augusto. Así había aparecido él en sus vidas y ellos, en la suya. Y lo cierto es que Cayo no dejaba indiferente a nadie: tal era la peculiaridad de su carácter y de su forma de ser.

Cayo era la personificación de lo políticamente correcto. Jamás se decantaba por ninguna opción. Jamás tomaba partido. En su afán por agradar a todo el mundo, todo le parecía bien. Esto sucedía, muy especialmente, en relación con su trato con las mujeres. En este sentido, siempre le parecía bien lo que dijeran, pensaran o hicieran sus queridas Casandra y Camila. Ellas eran su auténtica debilidad. Y ellas se lo agradecían dándole consejos, especialmente sobre cómo conquistar a otras mujeres, pero también sobre otros muchos asuntos, como estilismo o normas de cortesía. Y, por supuesto, cuando tocaba, le hacían sus regalitos: cuando era su cumpleaños, cuando era su santo, y en cualquier ocasión que ellas consideraran oportuno o les apeteciera. Porque ambas, y especialmente Casandra, eran unas amantes de las sopresas, de los regalos y de las fiestas. Más de darlas que de recibirlas, por cierto. Tal era la generosidad de estas adorables mujeres.

 La gratitud que Augusto sentía por ser el novio de una de ellas estaba más que justificada. También la sentía por la amistad que le unía a Cayo desde que había empezado su relación con Casandra. Augusto admiraba mucho a Cayo. Le consideraba una de las personas más cultas que él conocía. No en vano, el entrañable Cayo tenía dos carreras universitarias en su haber: la común de sus amigos filólogos y, además, la de periodismo, que era la que él había querido estudiar desde el principio, pero en la que no pudo ingresar inicialmente porque no le llegaba la nota de corte. Logró acceder a ella a partir del segundo ciclo, a través de su licenciatura en filología. Y no se puede decir de su caso que se tratara de otro brote de titulitis, pues, como hemos comentado, su cultura estaba a la altura de las titulaciones académicas que había obtenido.

Dentro del conjunto de sus entrañables peculiaridades, había una que era la que mejor le definía, y que estaba relacionada con su manera de hablar. Casandra decía de él que era "un circunloquio con patas". Y no le faltaba razón a la novia de Augusto: Cayo nunca iba al grano cuando tenía que comunicar una noticia. Siempre se andaba con rodeos, cosa que, además, se le daba muy bien. De hecho, era un auténtico virtuoso de la perífrasis, dada la gran riqueza del léxico que él, gracias a a amplitud de sus conocimientos, manejaba, y en la que se recreaba con autentica fruición, como buen amante de las palabras, sobre todo de las más hermosas, pues también han que decir que su sensibilidad se situaba a la altura de todo ese gran refinamiento intelectual del que hacía gala, y con la gran virtud de no resultar pedante: antes bien, divertido, ameno y, una vez más, profundamente entrañable. Y lo más gracioso del caso es que, cuanto más importante era la noticia que tenía que comunicar, más vueltas le daba a ese torbellino de alusiones y de maneras de decir lo que quería decir con cuantas más palabras mejor, porque para eso están las palabras, pensaba él: para usarlas y gozar de su forma, de su sonoridad, de cada letra y de cada sílaba.

A Augusto le encantaba este gusto por el rodeo verbal que tanto practicaba Cayo, porque él también era, como buen filólogo, un gran amante de las palabras, y, en sus conversaciones con Cayo, hacía uso de palabras hermosas que él ya conocía, y, en ocasiones, también aprendía palabras y conceptos nuevos gracias a Cayo, que poseía una labia exquisita. Pero, también, había ocasiones en que estos rodeos de Cayo le sacaban de quicio, sobre todo cuando Augusto se impacientaba por saber lo que Cayo quería decir. A veces, Cayo anunciaba novedades sobre una amiga con la que había quedado o con la que iba a quedar. Y Cayo adornaba de tal modo el verbo y el complemento de la oración, que el meollo de su mensaje se diluía en un tamiz retórico que sacaba de sus casillas a sus tres amigos: Casandra, Camila y Augusto. "¡Al grano, coño!" "¿Qué?, ¿quién, ¿cuándo?, ¿cómo?" "¿Te la has ligado o te la vas a ligar?" "¿Qué tal te fue la cita, campeón?"

Todos querían mucho a Cayo. Querían lo mejor para él. Querían que fuera feliz. Y su felicidad se cifraba en dos objetivos: el primero era encontrar trabajo, y el segundo, echarse una novia. Tal como estaban las cosas, el segundo objetivo se les antojaba mucho más factible que el primero. Y Augusto estaba particularmente empeñado en que lograra esto último. Quería ver a su amigo con pareja lo antes posible. Pensaba que ese podría ser el principio de una larga lista de éxitos consecutivos, el segundo de los cuales sería, obviamente, el de conseguir un empleo. Augusto estaba seguro de ello.