BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











domingo, 27 de octubre de 2013

El desorden cotidiano (93)

Augusto había llegado a extremos de patetismo realmente enfermizos (la adolescencia es una etapa muy difícil). Uno de esos extremos duró unos cuantos años: los del instituto, donde Augusto se juntaba con tres compañeros de recreo (Ignacio, Samuel y Francisco) que se sentían tan marginados y tan acomplejados como él... ¿o, acaso, el único realmente marginado y acomplejado de ellos era él mismo? Es muy posible que se tratara de esto último.

Augusto no se enorgullecía de esto. En absoluto. Lo pasaba muy mal, y necesitaba recurrir a mecanismos de defensa. Y uno de esos mecanismos consistía, durante esa época, en utilizar a sus compañeros para ir con ellos al cine y a tomar un refresco de vez en cuando, con la intención de fingir una vida social que no tenía, y que, no solo no tenía, sino que, además, realmente no le interesaba. Hacía eso para que sus padres estuvieran más tranquilos y menos preocupados respecto a su hijo.

En realidad, aunque todo fuera un paripé, un disimulo y una farsa, Augusto se lo pasaba bien. Habían llegado a hacer unas cuantas cosas juntos. Habían ido a ver películas (Armageddon, Mohammed Ali, La amenaza fantasma, Nadie conoce a nadie, Independence Day...), a comer, a cenar... Luego hubo problemas entre uno de ellos y la hermana de otro, y el grupo se disolvió.

Lo último que había sabido Augusto de uno de ellos, Ignacio, que había sido compañero suyo de clase, era que se había metido en Derecho, y que tenía muchos amigos y amigas. Habían sido casi vecinos, porque la casa de Augusto estaba en una urbanización muy cercana a la urbanización en la que se encontraba la casa de su amigo.

Con otro de ellos, Francisco, Augusto se estuvo viendo de vez en cuando.... muy a su pesar. Porque a Augusto tampoco le enorgullecía reconocer que este tipo era un pesado, un coñazo (entre otras cosas que hacía, se presentaba en casa de Augusto, primero, sin avisar, y, segundo, a horas intempestivas, como en pleno mes de agosto a las cuatro de la tarde, montado en su bicicleta y sudando a chorros), y, sobre todo, muy, muy, muy raro. Eran opiniones crueles y despiadadas, sí, pero Augusto también tenía derecho a que este chico no le cayera bien y que, en consecuencia, no quisiera verlo ni en pintura.

Por último, de Samuel hacía años que no había vuelto a saber nada. Seguramente habría salido adelante, porque, en opinión de Augusto, Samuel era un chico inteligente. Le gustaban mucho los ordenadores y los videojuegos. Posiblemente, habría encontrado trabajo como administrador de redes informáticas, o algo así.

Pero hay que insistir en que Augusto se avergonzaba profundamente de haber utilizado a sus compañeros para sentirse más popular y más sociable. Quizá ellos también lo habían utilizado a él... No, ¡qué va! El mismo Ignacio le ofreció varias veces salir de juerga con sus amigos, y Augusto no quiso ir. Incluso estuvo presente Ignacio en el funeral de su madre. Augusto le había llamado el día anterior para comunicarle la noticia, después de varias temporadas que habían pasado ambos sin haberse visto las caras. Augusto les deseaba lo mejor a los tres. Si volviera a verlos alguna vez, seguramente les daría la mano y les preguntaría "qué  te va todo"... o eso quería pensar.

El desorden cotidiano (92)

Augusto se había sacado la carrera in extremis. Tenía que presentar dos trabajos escritos, y le suspendieron los dos. El profesor trató de compensarle aprobándole uno de ellos: el que Augusto eligiera. No sabemos cuál fue, porque ni siquiera Augusto lo recordaba, pero lo que sí recordaba es que el profesor le había dicho que estaba en su derecho de presentar una reclamación para que se pusiera en marcha una comisión especial de corrección del trabajo, al tratarse, como se trataba en este caso, de las últimas asignaturas de la carrera.

Las razones por las cuales el profesor había decidido que esos trabajos no merecían ser aprobados fueron las siguientes: en el caso de la redacción titulada "Erotismo y terror en La Regenta" (correspondiente a la asignatura "La novela española del siglo XIX"), según el profesor, Augusto no había manejado la edición de la obra de Clarín que era más adecuada y que había indicado el profesor en el apartado de la bibliografía. Augusto intentó hacerle entender, por activa y por pasiva, que había estado buscando esa edición por todas partes sin haberla encontrado, y que se había tenido que conformar con las dos ediciones que Augusto tenía en su casa: la de Cátedra y la de Círculo de Lectores. Pero no hubo manera.

En cuanto a la otra redacción, titulada "Panorama del teatro medieval peninsular" (de la asignatura Teatro Medieval), el profesor decía que no podía aprobar un trabajo en el que se daba por sentado que España ya era una nación durante la Edad Media (el señor catedrático era un hombre de izquierdas, y los hombres de izquierdas creen que es sacrilegio afirmar la existencia de la nación española tan pronto, o sea, desde la Edad Media... ¡pero es que Augusto también era de izquierdas!). Y Augusto no salía de su asombro por varias razones. En primer lugar, él ni daba por sentado ese hecho histórico o pseudohistórico, ni así lo había plasmado en las páginas de su trabajo. Él se había dedicado a escribir sobre los autores más importantes del teatro "peninsular" (no "español") desde la alta Edad Media (Auto de los Reyes Magos- obra anónima- y Representación del nacimiento de Nuestro Señor, de Gómez Manrique) hasta los albores del Renacimiento (La Celestina, de Fernando de Rojas). Es más: la última parte, la que trataba de La Celestina, es la que más le había satisfecho a Augusto, pues, en su opinión, en ese pasaje del trabajo él se había lucido bastante.

Augusto estaba asustado, porque le acongojaba eso de que ser tuviera que formar una comisión de revisión del trabajo, en la que, además, él debía estar presente. De hecho, la administrativa que le ayudó a solicitar la reclamación le dijo que ya le avisarían por teléfono para que pudiera asistir a dicha comisión, aunque ya se sabe que esto es más verborrea burocrática que otra cosa.

El caso es que Augusto regresó a Sevilla con la mente y el corazón plagados de incertidumbres. Se había llevado todo el verano con la impaciencia de no saber si estaba a punto, o no, de licenciarse, y ahora comprobaba, con gran decepción, que no, que la licenciatura tendría que esperar, quién sabría cuánto tiempo más... para un solo trabajo que le quedaba. Sin embargo, a los pocos días de su regreso a Sevilla, le llamaron por teléfono desde la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid para darle la gran noticia: la comisión se había reunido (¿pero no tenía que estar él presente? ¡Qué más da!) y habían decidido aprobarle el trabajo. El resultado era... ¡que había terminado la carrera! ¡Por fin!

Augusto no cabía en sí de gozo, y, cuando su padre volvió del trabajo y se lo contó, también a él se le hizo pequeño el pellejo de pura satisfacción. Augusto le contó cómo había sucedido todo.

-Se podría decir que he aprobado en los despachos... ¡Caray, qué feo suena eso, ¿no? De todos modos, ¡qué narices! ¡Esos trabajos merecían, al menos, un aprobado! ¡Que me lo he currado mucho!

-Lo sé, lo sé... Tranquilo, chinito- así le llamaba su padre-. Bien está lo que bien acaba. Me siento muy orgulloso de ti, ¡señor licenciado!- y le abrazó, lleno de alegría.