BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 28 de agosto de 2012

El desorden cotidiano (25)

Cuando era pequeño, a Augusto le gustaban mucho los animales. Pasó por una etapa de vocación ecologista. De hecho, él había tenido muchas mascotas en casa de sus padres. Menos perros y gatos, casi todo tipo de animales domésticos  se había visto bajo los cuidados del pequeño Augusto. Si no lo recordaba mal, lo primero que tuvo fue un gorrión que había cuidado la señora que iba a limpiar a casa. La criaturilla se llamaba Pichí, y había sido adiestrada para piar cada vez que alguien la llamara por su nombre. Augusto lo hacía constantemente mientras le daba migajas de pan con leche, que es lo que el pequeño gorrión comía.

También había tenido Augusto un canario al que había llamado Delfi por el dibujo animado que salía en televisión, aunque este último fuera un delfín, y no un pájaro. No le había puesto ese nombre por el tipo de animal que era el dibujo, sino porque el nombre le gustaba. Y el caso es que el pequeño llegó a desarrollar una garganta digna de la orquesta filarmónica de Viena, tal era de elegante y fino el despliegue sonoro del que hacía gala el animal cada vez que abría el pico. A la madre de Augusto le resultaba muy agradable el canto de Delfi, cuya jaula estaba colgada en una de las paredes del jardín de la casa, de modo que no era nada de extrañar que la mascota se inspirara cada vez que le daba la luz del sol, o cuando sentía la caricia del viento o de la brisa en su plumaje.

También había tenido Augusto peces en un acuario, cobayas, gusanos de seda, tortugas... no recordaba en qué orden cronológico se había producido la acogida de cada uno de estos, pero sí recordaba, por ejemplo, que el agua del acuario estaba casi siempre sucia. De hecho, un tío suyo de Madrid que fue a su casa de visita le había dicho un día, de broma, que el acuario de los peces estaba "más sucio que el río Manzanares". Y no le faltaba razón. La verdad es que Augusto nunca supo hacerse cargo adecuadamente de su acuario, que requería muchas atenciones. No recordaba nuestro personaje cuánto tiempo llegó a durarle el acuario, pero seguramente no habría sido demasiado, pensaba él. Lo que sí recordaba lo largo que se le había hecho era el periodo de preparación y adaptación de todos los elementos del acuario antes de meterle los primeros peces.

De la cobaya, Augusto guardaba recuerdos más frescos. Se trataba de un hermoso roedor de color gris que se llamaba "Daisy". No recordaba Augusto si el nombre se lo puso él o si lo habían hecho sus primos, que fueron quienes le habían regalado su nueva mascota. De todos modos, para ser exactos, hemos de aclarar que Daisy era propiedad del hermano mayor de Augusto, que era a quien realmente iba dirigido el obsequio familiar. Pero Augusto acabó acaparando el cuidado de la criatura ante el creciente desinterés de su hermano. Cuando Daisy murió, los dos hermanos se pusieron tristes.

También había habido reptiles en la infancia de Augusto. Había tenido pequeños galápagos en varias ocasiones, con tan mala suerte que nunca le duraban mucho. En cuanto a los gusanos de seda, todo iba muy bien hasta que estos fabricaban los capullos y se metían dentro para convertirse en mariposas. Ahí terminaba el experimento zoológico.

Por último, siendo ya adulto, Augusto había recuperado su afición por los animales domésticos, que compartía con Casandra, su novia. Con ella tenía dos tortugas y un hámster, siendo este último de una satisfactoria longevidad, teniendo en cuenta la corta vida de la que suele disfrutar este tipo de roedores: no más de dos años (Augusto había adquirido a Stewie, que así se llamaba el pequeñajo, el verano en que aprobó las oposiciones, y dos años después seguía el chiquitín llenando el piso con los chirridos nocturnos de la rueda de su jaula cada vez que se subía en ella para hacer ejercicio). Hay que decir que también habían vuelto a intentarlo Casandra y Augusto con otro acuario, pero la experiencia había resultado desastrosa, y por partida doble: primero metieron peces de agua templada, pero no duraron ni un mes. No se rindió Augusto, de quien había sido la idea de poner el acuario, y lo intentaron, una vez más, con peces de agua fría. Y, como suele decirse, salieron de Guatemala para meterse en Guatepeor: los pequeños, resbaladizos y coloreados nadadores no llegaron la las dos semanas de vida sin que un gravísimo error de Augusto causara su asfixia al poner demasiada agua en el acuario, por una parte, y darles demasiada comida, por otra. Casandra se lo dijo a Augusto: "peces, nunca más. A nosotros las tortugas, que es lo que se nos da bien."

Y no le faltaba razón: Spice, la más grande, llevaba con Casandra catorce años, y Marx, la pequeña, se la había regalado Casandra a Augusto con motivo del primer cumpleaños de éste en su relación amorosa, y llevaba ya cinco años con ellos. A ambas, tanto Casandra como Augusto las querían mucho y se les caía la baba con ellas. Stewie también era una ricura, y tenía la ventaja de que era muy independiente: se le ponía su pajita, su comidita, su agua y su rueda, y el pequeño iba a su aire perfectamente durante varios días.

El hecho de haber retomado el contacto con animales domésticos había enriquecido la sensibilidad y la afectividad de Augusto, quien había descubierto en los animales una especie de ternura especial que le hacía sentir por ellos un cariño muy similar al que suelen sentir los humanos unos por otros. Esto lo sentía él con una certeza absoluta, porque sabía que si se moría alguna de sus tortugas o su hámster, el día en que eso sucediera él iba a sentir una tristeza muy profunda. Pero Casandra le decía que no pensara en eso, aunque sus sentimientos fueran los mismos que los de Augusto. De momento, los dos eran muy felices con sus tres mascotas.


domingo, 26 de agosto de 2012

El desorden cotidiano (24)

Augusto odiaba que a los escritores que publican artículos en los periódicos se les llame "creadores de opinión". Pensaba que ésta es una forma de que los escritores se endiosen  y crean que no existe vida ni otras opiniones más allá de la suya propia, y que, por tanto, el lector debe acudir a él para estar bien informado sobre el asunto sobre el que trate la columna del día, o de la semana, o del mes.

Augusto pensaba que todo el mundo tiene una opinión sobre cualquier asunto, independientemente de lo informado que esté sobre él, y que la función de dicha clase de periodistas consiste en informar y en ofrecer un punto de vista respecto al cual el lector puede estar de acuerdo o discrepar, pero nada más. Esa imagen del intelectual iluminado que va guiando a las masas no le gustaba nada a Augusto, que era muy partidario del poder de las masas, precisamente porque creía en ellas, en su capacidad de reflexionar, de alcanzar un criterio propio y no impuesto desde fuera. Eso es ser un auténtico demócrata, según creía Augusto. Todo lo que no fuera esto sería como aquel lema de la Ilustración que rezaba: "todo para el pueblo, pero sin el pueblo". Pues no, señores. Para Augusto, el lema debía ser " todo para el pueblo, y con el pueblo como protagonista, porque el pueblo es el dueño de su vida, de su destino y, sobre todo, del fruto de su trabajo".

Creer que el pueblo, que la gente, que las personas no son capaces de pensar por sí mismas y asumir una postura para defenderla con solidez, con criterio y con autoridad es lo que conduce, pensaba Augusto, a que los intelectuales se consideren la única clase de individuos que son capaces de tener una visión sobre las cosas, y que el resto de los mortales son unos ignorantes y lo seguirán siendo hasta que compren el periódico en el que escribe Fulanito y lean su columna para escapar de las tinieblas de la ignorancia.

En suma, se puede decir que Augusto detestaba el elitismo intelectual, porque, para él, el conocimiento no debía ser algo elitista, o sea, de unos pocos. Ahí están las bibliotecas llenas de libros para todo aquel que quiera aprender, adquirir conocimientos y formarse una opinión propia sobre las cosas sin tener que recurrir a los mal llamados "creadores de opinión". El problema, pensaba Augusto, sin embargo, no radica en el acceso al conocimiento, que está al alcance de cualquiera. El problema está en el conocimiento en sí, que se ha vuelto elitista y minoritario, pero porque resulta aburrido a la mayoría y solo sigue interesando a una minoría de gente que tiene inquietudes y vocación por saber cómo funcionan las cosas, cuál es su origen y en qué consiste su naturaleza. Se trata de una actitud admirable y fascinante que, en un mundo lógico y razonable, debería ser el modelo a seguir, y, sin embargo, ocurre justo lo contrario: las personas que aman el conocimiento están cada vez peor consideradas. Se las ve como bichos raros que ocupan su tiempo en cuestiones que no tienen ninguna utilidad, entendiendo, por utilidad, el afán de lucro.

El propio Augusto afirmaba muchas veces que uno de sus sueños consistía en convertirse, él también, en periodista de opinión y escribir artículos diarios, semanales o mensuales en algún periódico o revista de contenidos políticos y culturales. Sin embargo, llegado el caso de que este sueño suyo se cumpliera, él no querría que le pusieran la etiqueta de "creador de opinión" , pues no consideraba que lo fuera. En todo caso, él tendría una determinada opinión sobre una cuestión en concreto que él expresaría en su artículo de turno, y sus lectores podrían compartir esa opinión o discrepar de ella, y desde la seriedad, el rigor y la solidez de su propio criterio, el de sus lectores.

En definitiva, Augusto pensaba que considerar a los articulistas como "creadores de opinión" implica tener una consideración muy pobre hacia quienes leyeran sus textos, lo cual resulta injusto y muy ofensivo para el lector, a quien siempre se debe el escritor, quien, por ese mismo motivo, debe tener mucho cuidado para no caer en la soberbia, la prepotencia y el endiosamiento, así como procurar tratar siempre a sus lectores en condiciones de igualdad. Porque, sin lectores, la labor del escritor carece de sentido, y porque la única diferencia que existe entre el escritor y el lector está en el egocentrismo de uno frente a la humildad del otro.