BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 20 de agosto de 2013

El desorden cotidiano (91)

Marxista, en la teoría y keynesiano, en la práctica. Socialdemócrata de cabeza y comunista de corazón. Así le gustaba definirse Augusto cuando le preguntaban sobre ideologías políticas. Se trata de una postura intermedia con una mezcla de elementos radicales y moderados. Utopía y realidad, con una irremediable tendencia a la resignación ante lo que la mayoría de las veces la realidad acaba dando de sí, que es la decepción casi asegurada, ante unas expectativas demasiado exigentes que Augusto solía formarse ante lo que él consideraba que debe ser un modelo de justicia, igualdad y libertad.

Augusto no creía que el marxismo hubiera fracasado, en la medida en que, según él, dicho modelo político nunca se había llegado a poner en práctica realmente. Porque el marxismo no es tiranía, ni represión, ni pobreza. El marxismo es otra cosa totalmente distinta. El marxismo es libertad, democracia y prosperidad. Y el día en que el marxismo muestre a la luz su verdadero rostro, pensaba Augusto, todos los tiranos que han tiranizado a su pueblo (valga la redundancia) en nombre del marxismo, se levantarán de sus tumbas para, llenos de lágrimas, pedir perdón a sus víctimas y al mundo entero.

La cuestión es la siguiente: ¿ese día llegaría?Augusto era muy pesimista al respecto, pero no perdía la fe. Él sabía que sus ideas no estaban equivocadas, porque desear libertad, igualdad y justicia para todo el mundo no puede ser un planteamiento equivocado, ni malvado, ni perverso. Si acaso, ingenuo. Eso Augusto no lo negaba.

Sin embargo, tampoco pensaba él que el carácter ingenuo de sus opiniones constituyera un defecto, sino todo lo contrario. En la medida en que éstas eran ingenuas, también se hallaban apartadas del mal, porque la ingenuidad es inocencia, y la inocencia es el bien absoluto. Por esta razón, Augusto estaba seguro de que no podía estar equivocado en esto.

La cuestión está en quién se atribuye históricamente el patrimonio de esas buenas intenciones. Para algunos, la izquierda, o sea, las fuerzas progresistas. Para otros, son las fuerzas conservadoras las que, sobre todo a través de la doctrina cristiana y el libre mercado, han alcanzado todas las fórmulas de justicia, igualdad y libertad que hasta el momento se han manifestado sobre la faz de la tierra, y en la medida en que lo han hecho.

Obviamente, Augusto era de los que piensan que el progreso es mérito de la izquierda, del ateísmo y de la lucha contra la tiranía del mercado libre.

viernes, 9 de agosto de 2013

El desorden cotidiano (90)

Augusto había leído, en los Monólogos de la vagina, de Eve Ensler, el caso de unas niñas que, estando el la etapa de la preadoelscencia, estaban deseando tener el periodo para, de ese modo, convertirse en "mujeres". Y Augusto veía cierto paralelismo entre el deseo de esas niñas por tener su primera regla para alcanza la condición biológica de la mujer, y el deseo que él había tenido por que le saliera la barba.

De hecho, este asunto de la barba, como símbolo de virilidad, de madurez y de hombría, le había estado obsesionando mucho durante gran parte de su adolescencia tardía y, también, durante sus primeros años como adulto oficial, es decir, una vez rebasada esa mayoría de edad que la ley fija a partir de los dieciocho años. Anteriormente a esto, Augusto había querido que le salieran pelos en las axilas.

El caso es que le saliera pelo. Eso es lo que quería Augusto, porque el pelo, en los hombres, al menos hace algunos años, era símbolo de esas anteriormente mencionadas supuestas virtudes o si no virtudes, al menos, rasgos estéticos de género masculino. Además, y esto influía en estos planteamientos suyos, ya a bastantes compañeros del instituto les había empezado a salir la barba, y no una pelusilla, sino una barba dura, consolidada, de esas que, aunque uno se afeite, le dejan sombras permanentes. Para Augusto, esos compañeros suyos del instituto ya eran hombres, y, como tales, se encontraban un peldaño por encima de él, o así lo consideraba. Y esto era un motivo más para alimentar sus complejos de inferioridad.

Durante los últimos tiempos, sin embargo se había extendido una moda, no se sabe si de influencias metrosexuales, por la cual se le había declarado la guerra al vello corporal, no solo en la mujer, que esto había sido siempre, sino también en el hombre. Ahora estaba mal visto que un señor tuviera pelos en el pecho. Podría llegar a considerarse, incluso, como falta de higiene, lo cual supone una evidente exageración.

Por desgracia, en la medida en que una cuestión tan banal pueda suponer una desgracia, a Augusto nunca le salió la barba que él había querido tener y cultivar. A él le había quedado una cosa rara, a medio camino entre el bozo adolescente y la barba del Che Guevara, o sea, un engendro amorfo que más parecía un churrete de haber bebido chocolate caliente sin haberse pasado después la servilleta, que una barba de verdad, cerrada y tupida, con el suficiente grado de espesura como para poder dejarse una perilla y que eso no pareciera la cara de un desollinador, sino el símbolo estético de una reafirmación de personalidad orgullosa de sus rasgos faciales.

Aun así, la imagen habitual de Augusto incluía la barba, en mayor o menor grado de descuido o mantenimiento, ya fuera en forma de barba entera, perilla con bigote o perilla sin bigote. El problema era que, como era una barba tan rara, tan blanda y con tantas zonas vacías sobre el mapa de su piel, resulta que cuando quería experimentar con ella, el abanico de posibilidades quedaba muy reducido, porque cualquier modificación que hiciera le quedaba muy mal. Así que, en muchas ocasiones, empezaba afeitándose con la intención de dejarse un poco de barba, pero se le iba la mano, y ya tenía que afeitarse el rostro entero si no quería quedar raro o, directamente, feo y hortera.

Casandra, por su parte, lo tenía muy claro: "nido de bichos, foco de infecciones", le decía a su novio cada vez que éste, con el rostro sin afeitar, se le acercaba para comérsela a besitos. Claro que él, naturalmente, hacía oídos sordos a las tiernas protestas de su novia y se dedicaba a elegir uno de sus mofletes para engullirlo con fruición. A ella le pinchaban los pelos de Augusto. Sobre todo, los del bigote. Sin embargo, se dejaba hacer tan ricamente, porque la dulzura y el cariño que Augusto ponía en tan entrañable cometido, a ella le compensaban, sentimiento que Casandra manifestaba exteriormente dibujando, de puro gustirrinín, una sonrisa de oreja a oreja.