BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











viernes, 28 de junio de 2013

El desorden cotidiano (47)

Augusto tenía veinte años cuando se emborrachó por primera vez. Fue en la Feria de Sevilla, con su padre, y se le abrió un mundo nuevo de sensaciones. Fue, casi, como haber perdido la virginidad, como haber descubierto el orgasmo. Y no por el orgasmo en sí, sino por la importancia que el hecho tenía para Augusto. Era una sensación de dejadez física, de amodorramiento corporal y mental. Uno se sentía flotar en una especie de burbuja de placidez y euforia. Es lo que, al menos en Andalucía, se denomina "el puntito", que consiste, precisamente, en ese estado de bienestar físico que es resultado de una ingestión moderada de bebidas alcohólicas como el vino o la cerveza. En el caso de Augusto, el caldo que le había abierto las puertas de la percepción etílica fue el famoso "rebujito" de la Feria de Sevilla: una mezcla de Seven Up con manzanilla que suele entrar en el cuerpo con tanta suavidad y discreción que, cuando uno quiere darse cuenta, resulta que se ha tomado diez chupitos de la sustancia en cuestión, de manera que, cuando quiere levantarse, normalmente para ir al servicio a descargar el depósito de la entrepierna, repara en la ebriedad que le invade.

Aquella tarde, Augusto compartió con su padre su estreno en esas lides. Si hubiera sido un chico normal, no habría esperado a tener veinte años para emborracharse, y, desde luego, no tendría a su padre, como testigo de la hazaña, sino a sus amigos. Pero Augusto no tenía amigos entonces, ni los había tenido antes, porque era muy tímido. Ahora estaba despertando a la vida. Y a la vida se despierta experimentando uno mismo las cosas que tiene a su alcance. Y, puesto que ya no tenía a su alcance a su madre para protegerle, decidió empezar a experimentar, cosa que, por otra parte y para ser justos, también su madre había querido que él hiciera. En vida, ella le había animado a salir a la calle para relacionarse con gente de su edad, pero a él le daba miedo.

El caso es que, si Augusto se emborrachó por primera vez a los veinte años, fue a los veinticuatro o veinticinco cuando se cogió su gran cogorza, que también le sirvió como gran experiencia aleccionadora, porque fue entonces cuando adquirió conciencia de sus propios límites en este terreno.

Sucedió la noche antes de regresar a Madrid para retomar sus estudios universitarios (año 2004 o 2005). Era septiembre. Había quedado con algunos primos suyos para cenar una pizza y luego tomar unas copas por la zona de su barrio. Augusto recordaba haberse metido, entre pecho y espalda, dos vasos enormes de cerveza (de dos tipos distintos de cerveza, cuyas marcas recordaba: Paulaner, y Murphy) y un vodka con limón. Recordaba haber pagado la cuenta (sí, había invitado él, el muy pardillo), y también recordaba haberse bajado a Sevilla capital con sus primos para seguir con la juerga. También recordaba haberse quedado dormido en un banco después de haber vomitado,y, después de eso, haber regresado al coche con sus primos, y, por último, haberse bajado del coche junto a la puerta de su casa, haber tenido que saltar la valla de la urbanización y haber tenido que llamar al timbre por no encontrar sus llaves, con la consiguiente molestia para su hermano mayor, que fue quien le abrió la puerta.

También recordaba Augusto, esto último con enternecedora evocación, que, al día siguiente, tenía que ir con su padre y sus hermanos a un estudio de fotografía para renovar el carnet de familia numerosa (se puede imaginar el lector con qué pintas salió Augusto en la nueva foto de familia). Y también recordaba que, minutos antes de acudir a ese menester, había vuelto a vomitar, con el consiguiente enfado de su padre, quien le preguntó, en forma de reproche, si, después de aquello, se sentía más hombre, más importante... Y lo curioso es que Augusto respondió, para sus adentros, afirmativamente, porque era la verdad: realmente, después de aquello, se sentía más hombre y más maduro. Y es que había resultado una experiencia sumamente útil... de lo que no se debe hacer si no quiere uno sentirse como un trapo, como un despojo, o, expresado sin ambajes, como una puñetera mierda.

Resulta curioso cómo haber hecho algunas tonterías en algún momento de la vida otorga prestigio ante los demás, aunque se trate de una estupidez. Eso da a entender que a uno le gusta vivir la vida y ponerse al límite de vez en cuando, siempre que estos extremos no perjudiquen a los demás. Y Augusto, puede que, en este sentido, fuera un estúpido, pero se sentía orgulloso de haber rozado esos límites en aquel momento. Porque no era simplemente un orgullo de macho atrevido y temerario que pone a prueba su hombría y sale vivo del experimento, sino que también se trataba, como se ha comentado antes, de experimentar por uno mismo, lo cual conlleva equivocarse uno mismo, cometer tus propios errores y aprender de ellos. Y no existe forma más útil y eficaz de aprendizaje que esa: la que es consecuencia directa del ejercicio de la libertad.