BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











sábado, 1 de diciembre de 2012

El desorden cotidiano (36)

Augusto no había sido un buen estudiante. Ni siquiera cuando empezaron a gustarle los estudios, ya en época universitaria. Siempre había sido muy flojo a la hora de cumplir por las tardes con sus obligaciones académicas y escolares, lo cual, unido a que, por ser tan tímido, nunca preguntaba las dudas que le surgían ante las explicaciones que daban los profesores en clase, que eran muchas, fue la causa de que, ya desde prácticamente la infancia, su madre le tuviera rodeado de profesores particulares. Especialmente, las asignaturas de Matemáticas y Lengua (quién se lo iba a decir a él, aunque estas cosas pasan) eran las que más se le atragantaban. Y, en general, cualquier cuestión que estuviera remotamente relacionada con números y con operaciones lógicas como aquellas que incluían enunciados en los que se indicaba que un tren que sale de tal sitio a tal hora se tiene que encontrar con otro que sale de tal otro a una hora distinta y con una velocidad de tantos kilómetros por hora, y qué en qué punto del trayecto se debían cruzar teniendo en cuenta la velocidad a la que iban circulando los dos vehículos, etcétera, etcétera...

Augusto lo intentaba de verdad, y se esforzaba mucho para resolver esa clase de problemas. De hecho, en algunos exámenes de Matemáticas, la misma profesora, haciendo la ronda de vigilancia para asegurarse de que los alumnos no se copiaban, de vez en cuando echaba un vistazo a lo que iban haciendo y cómo lo hacían. En una de esas ocasiones, se pasó por el pupitre de Augusto y comprobó que el planteamiento lo tenía bien, pero fallaba en la solución del problema. "Lo haces demasiado complicado", le decía la profesora. O sea, que, supuestamente, la cosa era más fácil de cómo Augusto la concebía, y se complicaba la vida con la operación, y por eso le salía mal el resultado. El sentimiento que las Matemáticas causaban en el ánimo de Augusto era de total y absoluta impotencia, frustración, rabia y, por último, odio, un odio que ya no le abandonaría hasta mucho tiempo después, si bien es cierto que, al llegar al bachillerato y poder darse el gustazo de decirles adiós a los números, a las sumas, restas, ecuaciones, y demás misterios insondables de la naturaleza, a cambio de recibir con los brazos abiertos al latín, al griego, a la filosofía y a la historia del arte, experimentó un principio de reconciliación con la disciplina de Euclides.

Y lo curioso del caso es que el problema era, sobre todo, con las mates, porque las demás asignaturas de ciencias, como Biología o Física y Quiḿica, de vez en cuando las aprobaba, y alguna que otra vez, incluso, con nota. Pero con Matemáticas no había manera. Augusto pensaba, y todavía lo piensa, que de la ESO al Bachillerato le pasaron la mano con las Matemáticas. Y no se avergonzaba de reconocerlo, ni de reconocer que había necesitado la ayuda de profesores particulares y de academias privadas para ir aprobando los cursos, primero de la EGB, luego de la ESO y, finalmente, del Bachillerato, aunque con este último, al elegir la rama de letras puras, le supuso mucha menos dificultad. De hecho, gran parte del ciclo preuniversitario lo estudió sin la ayuda de profesores particulares debido a que, efectivamente, había encontrado su lugar dentro del mundo académico: las letras.

Los idiomas se le daban muy bien. Tenía muchísima facilidad para aprenderse las cosas a la primera, y no solo eso, sino que, además, tenía la capacidad de extrapolar ejemplos y aplicarlos a los diferentes paradigmas y niveles gramaticales, lo cual, por medio de su intuición, le hacía anticiparse mentalmente en algunas materias. Por ejemplo, si en una clase de francés le enseñaban los usos de un verbo, o las desinencias correspondientes, él mentalmente y por deducción lógica, aplicaba esos principios a otros elementos del sistema (en este caso, las terminaciones de un verbo a las raíces de otro verbo de la misma conjugación).

Como le lector habrá adivinado, Augusto tenía, para los idiomas, todas las facilidades que no tenía para los números y las operaciones matemáticas. Estaba muy bien dotado para resolver operaciones lógicas en unas disciplinas, y era infinitamente torpe para llevar a cabo esas mismas operaciones en disciplinas distintas porque se presentaban bajo aspectos distintos: las palabras frente a los números.

Con la asignatura de Lengua, el asunto era peculiar. Esta materia se le estuvo atragantando bastante hasta que una profesora le hizo entender la sintaxis y, por tanto, la diferencia entre el complemento directo y el indirecto, la forma de identificar el sujeto y el predicado y todas esas cuestiones que a los adolescentes les suelen traer de cabeza con esta asignatura. Después de este gran descubrimiento, siguió teniendo problemas con esta disciplina, pero esta vez debido a su flojera para los estudios, porque la parte de literatura era de estudiar y de leer, y a Augusto no le gustaba leer, y siempre se estudiaba los temas la noche antes del examen. De modo que iba al límite del precipicio con las notas. Tan al límite, que fueron muchas, demasiadas, las ocasiones en que se cayó por el acantilado. Cuando no suspendía, muy pocas veces pasaba de un cinco o cinco y medio. Alguna vez obtuvo un seis, y solo una vez, en segundo de bachillerato, cogió una buena racha que le condujo a un notable, pero aquello solo era un espejismo, pues en el siguiente examen volvió a las andadas habituales y sacó un cuatro y medio.

El caso es que llegó a la selectividad, que superó con cierta brillantez (si bien en el examen de Lengua y Literatura no pasó de un cinco y medio), pero fue en la convocatoria de septiembre por controversias habidas con la asignatura de Historia, y no pudo matricularse en Periodismo, que era la carrera que él quería estudiar. Como le gustaba mucho el inglés, decidió intentarlo con Filología Inglesa, pero no tardó en desengañarse y abandonar la licenciatura para ingresar al año siguiente, y de manera definitiva, en Filología Hispánica. Su perspectiva era ya la de hacerse escritor, y se planteaba esos estudios como una escuela de literatos, con la paradoja de que a él la lectura seguía sin entusiasmarle, pero precisamente esa fue una de las razones que le llevaron a esa rama de la filología: quería obligarse (es decir, que los profesores le obligaran) a leer a los clásicos españoles (La Regenta, El Cid, La Celestina, etc.).

Pero su actitud frente a los estudios seguía siendo la misma. Trabajaba muy poco, aunque sí era bastante cumplidor con las lecturas obligatorias. Lo que sí que había empezado a leer con bastante interés era poesía española, del 27 (en la antología del bachillerato) y de Miguel D`Ors, recomendado por sus compañeros de la Facultad. Era el género que mejor encajaba con la personalidad de Augusto, debido a su brevedad, su intensidad y a la importancia que tiene la inspiración a la hora de componer poesía. Todo ello iba mucho con el carácter todavía inestable e inmaduro de Augusto, quien no tenía nada claro, con sus dieciocho o diecinueve años, qué quería hacer con su vida. Y siguió sin tenerlo hasta que se fue a Madrid para aclararse las ideas y, de paso, terminar la carrera. Fue allí donde nació el Augusto estudioso y lector entusiasta cuya vida venimos narrando desde que estas líneas comenzaron a escribirse. En Madrid se configuró su personalidad con una solidez y unos perfiles definitivos, si bien, a su vuelta a Sevilla, le esperaban algunos altibajos emocionales de cierta gravedad, pero que fueron subsanados a tiempo y con las terapias adecuadas.

En la capital de España fue donde Augusto se centró definitivamente y obtuvo su licenciatura, pero el hecho de que él no estaba hecho para estudiar lo confirmaron las tres o cuatro carreras en las que, posteriormente y de forma voluntaria, se matriculó, tan solo para abandonarlas y dejarse el dinero de la matrícula en el intento. Fue entonces cuando Augusto descubrió que lo que a él le gustaba realmente era leer, leer con tranquilidad y reflexionar sobre sus lecturas, y escribir sobre lo que sus lecturas le sugerían. Eso, como decía Casandra, era muy diferente de estudiar, porque el estudio implica una planificación, un orden y una serie de procedimientos que no casaban con la personalidad caótica, dispersa y bohemia de Augusto, a quien le gustaba ponerse a cada momento con la materia que en ese momento le apeteciera.

Augusto llegó a la conclusión de que ser un amante del conocimiento no es lo mismo que ser un estudioso. Él era un amante del conocimiento, pero no se consideraba un estudioso. Ya, no. No quería seguir engañándose a sí mismo. Tampoco tenía ninguna necesidad de hacerlo. Él era algo mejor, según su opinión: era un lector. Un lector vocacional. Decidió que, si quería saber de ciencias políticas, en vez de matricularse en la licenciatura correspondiente, como había hecho, la próxima vez que le entrara el gusanillo se cogería un libro de ciencias políticas y se lo leería. Ese sí que era su terreno. A él le encantaba leerse los tochazos que todo el mundo detestaba. "A dónde vas con ese ladrillo", le decían muchas veces. Le encantaba enfrascarse en la lectura de uno de esos ladrillos de contenido denso, que le hacían pensar y reflexionar, rumiar los asuntos tratados y que, al final de su lectura, le otorgaban una base mínima a partir de la cual enriquecía sus reflexiones y su percepción de la realidad.

En cuanto a esto último, solo tenía un inconveniente: el formato del libro. Hay libros que son intragables solo por su tamaño, tanto en lo relativo al número de las páginas como de las letras. Esto, para Augusto, era fundamental. Odiaba los libros de más de veinte centímetros de largo y de letra excesivamente pequeña, porque los formatos editados en esos tamaños le hacían la lectura excesivamente lenta y cansada, además de transmitirle la impresión de que no había avanzado nada cuando llevaba una hora de lectura y solo veinte o treinta páginas leídas del libro en cuestión. Augusto sentía una gran frustración cada vez que se topaba con un libro cuyo contenido le entusiasmaba, pero cuyo formato excesivamente grande y poco manejable le hacía inaccesible su lectura.

Pero esas eran ya cuestiones menores, porque lo que realmente importa es que Augusto, por fin, se había encontrado a sí mismo y sabía lo que quería hacer con su vida... aunque siguiera siendo un mal estudiante.

sábado, 3 de noviembre de 2012

El desorden cotidiano (34)

Cayo era el mejor amigo de Casandra. Había estudiado la carrera con ella y con Camila. Los tres eran como uña y carne, y así los había conocido Augusto. Así había aparecido él en sus vidas y ellos, en la suya. Y lo cierto es que Cayo no dejaba indiferente a nadie: tal era la peculiaridad de su carácter y de su forma de ser.

Cayo era la personificación de lo políticamente correcto. Jamás se decantaba por ninguna opción. Jamás tomaba partido. En su afán por agradar a todo el mundo, todo le parecía bien. Esto sucedía, muy especialmente, en relación con su trato con las mujeres. En este sentido, siempre le parecía bien lo que dijeran, pensaran o hicieran sus queridas Casandra y Camila. Ellas eran su auténtica debilidad. Y ellas se lo agradecían dándole consejos, especialmente sobre cómo conquistar a otras mujeres, pero también sobre otros muchos asuntos, como estilismo o normas de cortesía. Y, por supuesto, cuando tocaba, le hacían sus regalitos: cuando era su cumpleaños, cuando era su santo, y en cualquier ocasión que ellas consideraran oportuno o les apeteciera. Porque ambas, y especialmente Casandra, eran unas amantes de las sopresas, de los regalos y de las fiestas. Más de darlas que de recibirlas, por cierto. Tal era la generosidad de estas adorables mujeres.

 La gratitud que Augusto sentía por ser el novio de una de ellas estaba más que justificada. También la sentía por la amistad que le unía a Cayo desde que había empezado su relación con Casandra. Augusto admiraba mucho a Cayo. Le consideraba una de las personas más cultas que él conocía. No en vano, el entrañable Cayo tenía dos carreras universitarias en su haber: la común de sus amigos filólogos y, además, la de periodismo, que era la que él había querido estudiar desde el principio, pero en la que no pudo ingresar inicialmente porque no le llegaba la nota de corte. Logró acceder a ella a partir del segundo ciclo, a través de su licenciatura en filología. Y no se puede decir de su caso que se tratara de otro brote de titulitis, pues, como hemos comentado, su cultura estaba a la altura de las titulaciones académicas que había obtenido.

Dentro del conjunto de sus entrañables peculiaridades, había una que era la que mejor le definía, y que estaba relacionada con su manera de hablar. Casandra decía de él que era "un circunloquio con patas". Y no le faltaba razón a la novia de Augusto: Cayo nunca iba al grano cuando tenía que comunicar una noticia. Siempre se andaba con rodeos, cosa que, además, se le daba muy bien. De hecho, era un auténtico virtuoso de la perífrasis, dada la gran riqueza del léxico que él, gracias a a amplitud de sus conocimientos, manejaba, y en la que se recreaba con autentica fruición, como buen amante de las palabras, sobre todo de las más hermosas, pues también han que decir que su sensibilidad se situaba a la altura de todo ese gran refinamiento intelectual del que hacía gala, y con la gran virtud de no resultar pedante: antes bien, divertido, ameno y, una vez más, profundamente entrañable. Y lo más gracioso del caso es que, cuanto más importante era la noticia que tenía que comunicar, más vueltas le daba a ese torbellino de alusiones y de maneras de decir lo que quería decir con cuantas más palabras mejor, porque para eso están las palabras, pensaba él: para usarlas y gozar de su forma, de su sonoridad, de cada letra y de cada sílaba.

A Augusto le encantaba este gusto por el rodeo verbal que tanto practicaba Cayo, porque él también era, como buen filólogo, un gran amante de las palabras, y, en sus conversaciones con Cayo, hacía uso de palabras hermosas que él ya conocía, y, en ocasiones, también aprendía palabras y conceptos nuevos gracias a Cayo, que poseía una labia exquisita. Pero, también, había ocasiones en que estos rodeos de Cayo le sacaban de quicio, sobre todo cuando Augusto se impacientaba por saber lo que Cayo quería decir. A veces, Cayo anunciaba novedades sobre una amiga con la que había quedado o con la que iba a quedar. Y Cayo adornaba de tal modo el verbo y el complemento de la oración, que el meollo de su mensaje se diluía en un tamiz retórico que sacaba de sus casillas a sus tres amigos: Casandra, Camila y Augusto. "¡Al grano, coño!" "¿Qué?, ¿quién, ¿cuándo?, ¿cómo?" "¿Te la has ligado o te la vas a ligar?" "¿Qué tal te fue la cita, campeón?"

Todos querían mucho a Cayo. Querían lo mejor para él. Querían que fuera feliz. Y su felicidad se cifraba en dos objetivos: el primero era encontrar trabajo, y el segundo, echarse una novia. Tal como estaban las cosas, el segundo objetivo se les antojaba mucho más factible que el primero. Y Augusto estaba particularmente empeñado en que lograra esto último. Quería ver a su amigo con pareja lo antes posible. Pensaba que ese podría ser el principio de una larga lista de éxitos consecutivos, el segundo de los cuales sería, obviamente, el de conseguir un empleo. Augusto estaba seguro de ello.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (33)

Augusto había llegado a ser muy futbolero. El Atlético de Madrid y su familia fueron los culpables. Se hizo hincha colchonero de la noche a la mañana gracias a un encuentro memorable en que el equipo madrileño remontó tres goles en contra frente al Barça. Fue en la época en que jugadores como Caminero empezaban a destacar haciendo gala de unas habilidades que iban a sacar de más de un apuro al Atlético, que, siendo el tercer equipo de la historia del fútbol español por palmarés, había empezado una mala racha que le llevó a luchar durante varias temporadas seguidas por mantener la posición en la primera división de la liga española.

Augusto vivió estos años deportivos con mucha angustia, pero también con mucha pasión por su equipo y por el fútbol, en general. El virus del balompié se le inoculó, literalmente hablando, y por las venas le fluía su sangre rojiblanca, de la que se enorgullecía con ardor. Y, ciertamente, de ese ardor y de esos intensos años de pasión futbolera le quedaría un poso que jamás le abandonó. De hecho, lo aprendió todo sobre el fútbol y no solo no lo olvidó jamás, sino que, además, le ayudó a apreciar la belleza de este deporte en su justa medida.

Le gustaba, por ejemplo, presenciar por televisión una buena jugada de vez en cuando, aunque ya sin la pasión del gran forofo que había sido. Agradecía haber experimentado esos años de fervor rojiblanco, porque eso le había hecho adquirir cierta cultura deportiva que le permitía mantener una conversación sobre el deporte rey con cualquier persona, si bien el asunto de las plantillas de los equipos y de los jugadores titulares y suplentes es algo que ya se le escapaba de las manos, porque, para estar al día en eso, sí que había que mantener un interés diario por los acontecimientos deportivos. O sea: podía discutir perfectamente si en una determinada jugada se había producido un fuera de juego o un córner, o un penalty, pero si se hablaba de tal o cual jugador, a no ser que fuera muy conocido y se mencionara su nombre continuamente en los medios de comunicación, como lo habían sido Romario, Ronaldo, Zamorano o Zubizarreta durante su época de aficionado, o como actualmente lo eran Messi, Iniesta o Torres, en los demás casos Augusto ya se perdía. Aun así, él se enorgullecía de dominar mínimamente el tema, porque esto le permitía, como hemos comentado, mantener con los demás conversaciones más o menos frívolas o banales, o todo lo trascendente que pudiera llegar a ser una discusión sobre el gol que había marcado David Villa en el último minuto de descuento contra el equipo de turno en tal jornada de la liga.

Y poco más o menos le pasaba a Augusto respecto al golf. Con la única diferencia de que, en la práctica de este deporte, nuestro personaje había durado mucho menos. Dos años, aproximadamente. El golf era otra cosa. Pero Augusto se llevó una gran decepción, porque él pensaba que ese era un deporte tranquilo, que servía para relajarse, y, cuando él empezó a practicarlo, eran más numerosos los motivos y los momentos de estrés que los de relax. Y esto a Augusto le desconcertaba mucho, porque el golf, visto por la televisión, era como un documental de animales emitido por La 2 a la hora de la siesta. Resultaba somnífero y relajante. Pero eso sucedía cuando jugaban los profesionales, que eran los que salían en la televisión.

Evidentemente, Augusto no era ningún profesional. Aunque daba algunos buenos golpes de vez en cuando. Pero, cuando esto no pasaba, le sobrevenía la torpeza y no daba bien ni una sola bola, y entonces se ponía muy, muy nervioso, y lo pasaba mal. Y esto se acentuaba cuando jugaba  con sus hermanos, que eran muy competitivos y se picaban, y se ponían a gritar en cualquier momento por cualquier tontería. Y lo que más rabia le daba a Augusto era que sus hermanos no aceptaban elogios. Más bien, los despreciaban. Ellos jugaban muy bien al golf y, por tanto, daban muy buenos golpes, y cuando él estaba presente y los observaba, de vez en cuando soltaba algún elogio. Pero sus hermanos reaccionaban con enfado y con desprecio, debido a su egolatría y a su afán perfeccionista: ningún golpe era lo suficientemente bueno para ellos, y no podían soportar que llegara el inútil, el ignorante de Augustito a decir "¡qué pedazo de golpe que acabas de dar!", porque ellos sabían muy bien, tan autoexigentes como eran, que había sido un golpe mediocre.¡ Cómo se le ocurría a Augusto proferir semejantes blasfemias tan a menudo, Dios mío...!

Pero, gracias, de nuevo, a esta afición pasajera, también adquirió Augusto unos conocimientos básicos sobre la materia que le permitían seguir mínimamente las constantes conversaciones que su padre y sus hermanos mantenían a todas horas.

Básicamente, ésta había sido la relación de Augusto con los deportes, si bien nos queda por comentar alguna anécdota temprana referente a la práctica de la pesca, que había sido, como siempre, idea y capricho de su hermano mayor, al que se le antojó pescar la madre de ambos decidió comprar sendas cañas de pescar telescópicas. Augusto solo recordaba una vez que fueron a pescar, con un primo suyo, a orillas del río Guadalquivir, y con un sol de justicia. Sería primavera o verano, y se sentaron cerca de un pescador adulto que se hizo con una carpa, que fue objeto de admiración de los tres pequeños aspirantes a pescadores.

De la pesca, sin embargo, a Augusto no le había quedado ningún conocimiento. Pudo ser debido a la poca práctica que realizaron. No obstante, Augusto recordaba todas estas experiencias de forma entrañable y como pasos previos, e, incluso, puede que necesarios, hacia la conquista de su propio espacio, de su propio mundo y de sus propios gustos y aficiones, que, años más tarde, empezarían a apartarse bruscamente de lo que dictaba su hermano mayor, para seguir su propio camino, el que haría de Augusto la persona y el carácter que había acabado siendo: ni mejor ni peor que cualquier otro.

sábado, 22 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (32)

Uno de los problemas de Augusto que habían sido motivo importante de complejos, traumas e inseguridades había sido de orden fisiológico: la incontinencia urinaria. Había sido su terca compañera de viaje hasta más allá de haber rebasado la mayoría de edad, si bien, durante esos uĺtimos años, las vergonzosas humedades se habían producido de forma muy discontinua.

Para Augusto, como seguramente para cualquiera, resultaba penosa y patéticamente embarazoso despertarse mojado. El sentimiento de vergüenza que le invadía, cada vez que esto sucedía, era horrible. Le hacía sentirse inferior, retrasado, inmaduro. Le hacía tener miedo a beber agua, o cualquier tipo de líquido (refrescos, etc.) por la noche, desde que cenaba hasta que se acostaba. Envidiaba mucho a su hermano mayor, que no tenia este problema, y podía permitirse el lujo de beberse todos los vasos de agua, o de Fanta o Cocacola, que quisiera. De hecho, Augusto recordaba una calurosa noche de verano en casa de sus abuelos de Granada. Dormía con su hermano en una de las habitaciones. Y recuerda cómo aquél se llevó una jarra llena hasta arriba de agua y se la puso al lado de su cama después de echar un buen trago para aplacar la sed provocada por esas altas temperaturas. Augusto envidiaba la seguridad y el gustazo con el que su hermano se permitía refrescarse antes de dormir, sin miedo alguno a mojar la cama durante la noche. Porque, además, Augusto tenía la manía de procurar hacer que pasaran dos o tres horas, desde el momento en que había acabado de beber el último vaso de líquido que bebiera esa noche, hasta el instante en que decidiera acostarse. Lógicamente, hacía esto con la intención de concederle a su cuerpo un margen para digerir el líquido y orinar lo que fuera necesario antes de irse a la cama, para quedarse tranquilo.

Pero no siempre era posible mantener ese margen. Y, cuando no podía hacerlo, Augusto lo pasaba mal, y lo que hacía, para conservar un mínimo de tranquilidad, era beber lo menos posible. Pero, entonces, le sobrevenía la sed, y volvía a pasarlo mal. La verdad es que lo suyo era de auténtica mala suerte, aunque fuera un problema más común de lo que Augusto pensaba. Y sus padres se lo decían para consolarle. Aun así, a Augusto le resultaba muy humillante tener que ponerse un pañal con catorce años.

Unas veces, la incontinencia se producía sin más; en otras ocasiones, el causante era un sueño. Y lo peor es que Augusto solía recordar no solo el sueño, sino, además, el  mismísimo pasaje del sueño en que su esfínter había decidido relajarse y dar vía libre a las aguas fecales. Y cuando, al despertarse, lo recordaba, sentía una impotencia tan embarazosa y vergonzante que solía dejarle muy afectado para el resto del día. Como el lector de estas líneas puede suponer, casi siempre los sueños que le provocaban la incontinencia estaban directamente relacionados con el susodicho acto fisiológico. Dicho de otra forma: soñaba que hacía pis, y se hacía pis.

Sin embargo, no siempre su incontinencia se había producido en horario nocturno. Augusto recordaba cómo, siendo muy pequeño, en el comedor del colegio se había orinado en los pantalones durante la comida. Como era demasiado tímido para avisar a los profesores vigilantes de que necesitaba ir al servicio, se había quedado sentado en la silla, aguantando y aguantando, hasta que no pudo aguantar más. Recordaba Augusto cómo, al terminar de comer y levantarse para salir del comedor, caminaba de manera torpe debido a la pesadez de sus pantalones mojados. También es cierto que esta incontinencia no había sido anómala desde el punto de vista cronológico: aunque Augusto no lo recordaba, cuando esto le sucedió no tendría más de siete u ocho años.

Lo que peor había llevado Augusto al respecto era, sin duda, tener que usar pañales por la noche. Esto le humillaba y avergonzaba sobremanera. Como hemos dicho antes, esto le hacía sentir como un niño pequeño, desvalido, dependiente de los demás, inmaduro y retrasado. Esto repercutía directa, grave y profundamente en su autoestima, y era una auténtica prisión para ella, que no podía avanzar y se quedaba estancada, si es que no descendía directamente a los abismos de las inseguridades, los complejos y los autorreproches.

El desorden cotidiano (31)

Entre otras experiencias traumáticas que Augusto arrastraba de su infancia y adolescencia, una de ellas entraba en la definición de acoso escolar. Ocurrió en dos etapas de su vida: una, en el colegio, cuando estudiaba el nivel de educación primaria, y la otra, ya durante sus años de la antigua E. G. B.

En el colegio, un prestigioso centro católico ubicado en una de las mejores zonas de Sevilla, el verdugo fue la señorita María Palomo, una anciana sesentona (al menos, así la recordaba Augusto) que se cebaba constantemente con los pequeños estudiantes de parvulito sometiéndoles a casi todo tipo de agresiones físicas: tirones de oreja, bofetones y otras muestras de dudosa afectividad. En el caso de Augusto, además, se añadía el maltrato psicológico, pues, debido a la extrema timidez que, durante aquella época de su vida, manifestaba nuestro querido personaje, la malvada profesora se mofaba de la conducta del pequeño, hasta el punto de que, un día en que los padres de Augusto se reunieron con ella para hablar de su hijo, ella les dijo que él era autista. En calidad de psicóloga ocasional, basaba la profesora su diagnóstico en los comportamientos de Augusto que ella observaba en el aula. Especialmente, en referencia a una anécdota que se repetía todos los días: el funcionamiento de la clase se basaba en que, al principio de cada sesión, la profesora sacaba los materiales de trabajo para que los niños los cogieran, los utilizaran para, al final de la clase, devolvérselos a la señorita y volver a pedírselos al día siguiente. Resulta que Augusto, por timidez, nunca los devolvía debido al temor que le causaba el hecho de tener que relacionarse con los demás, tanto con sus compañeros como con la profesora. Para devolver los materiales, había que levantarse del asiento, dirigirse a la profesora y hablar con ella, aunque fuera solo para decirle "señorita, ya he terminado", y esto para Augusto era un obstáculo imposible de superar, porque requería la posesión de un mínimo de habilidades sociales que el pobre Augusto aún no tenía. Por esta razón, cada día Augusto les pedía a sus padres unos lápices de colores nuevos, o plastilina nueva, o cualquier tipo de material que estuvieran manejando en la clase. Y sus padres se lo compraban. Y cuando la profesora les explicó lo que pasaba, ellos lo entendieron. Sin embargo, no les gustó nada que ella dijera que su hijo era autista. Entre otras razones, porque ellos sabían que eso no era cierto. Y es que una cosa es ser tímido, por muy tímido que uno sea, y otra, muy distinta, ser autista. Y entre lo uno y lo otro existe un trecho patológico demasiado serio como para ser motivo de las frivolidades pseudofacultativas de una vieja amargada como aquella maltratadora de niños.

Augusto tenía muy claro que jamás perdonaría a la señorita María Palomo. Le guardaba mucho rencor, porque sabía que los maltratos que esa mujer le había producido en el colegio eran la causa evidente de muchos de sus traumas, inseguridades y complejos. Porque, si él era tímido, la señorita María Palomo había acentuado ese carácter, y, si él era inseguro, la señorita María Palomo le habiá hecho elevar su grado de inseguridad.

Pero no acababan ahí los sufrimientos infantiles de Augusto, porque, en ese mismo colegio, pero ya en cursos superiores (Augusto había estado estudiando allí desde preescolar hasta los primeros años de la E.G.B.), algunos compañeros también habían contribuido a que los últimos años de la infancia y los primeros de la adolescencia de nuestro personaje hubieran sido especialmente amargos. De hecho, Augusto recordaba perfectamente cómo, durante un acto de celebración del Día de Andalucía en el patio del colegio, con el himno sonando por la megafonía, acabó llorando debido a las crueles provocaciones de unos cuantos compañeros suyos, que se habían afanado en insultarle y humillarle de varias formas.

En su querido pueblo de Tomares, que había sido su fortaleza y su dominio durante muchos años, también empezó Augusto pasándolo mal con algunos de sus compañeros del nuevo colegio en el que sus padres decidieron matricularle. Aquí no tuvo profesores malvados, pero algunos compañeros siguieron dándole motivos para maldecir a sus semejantes. No recordaba ninguna agresión tan concreta como la que había recibido durante aquel Día de Andalucía en su anterior colegio, pero sí le venían a la mente imágenes sueltas de los recreos (conservaba recuerdos sueltos sobre el agudo y hormigueante escozor que más de una colleja le había provocado en el cuello y en la nuca) y de las salidas, cuando acababa la jornada escolar y tenía que regresar a su casa, que, afortunadamente, no se encontraba lejos de allí.

En definitiva, se puede afirmar que Augusto no había tenido una infancia y una adolescencia demasiado felices, y no por falta de afecto familiar ni comodidades materiales, sino porque, debido a su personalidad introvertida y pasiva, fue una víctima constante del lado más hostil de estas importantes etapas de la vida, ya que fue objeto de toda clase de humillaciones, tanto ajenas como las propias a las que él mismo se sometía debido, una vez más, a sus complejos e inseguridades. Muchos años tardaría en superar, a base de experiencias, terapias, consejos y muchas reflexiones, todos estos problemas. Y, cuando, por fin, estaba empezando a superarlos y a lograr estabilidad en su vida, pensaba que, por nada del mundo, querría revivir aquellos años de amargura y sufrimiento.

viernes, 14 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (30)

Augusto había conocido a Casandra a través de Camila, que era la amiga íntima de Casandra. Ocurrió en una tarde de septiembre de 2007. Resulta que Augusto y Camila coincidían en un curso de la Facultad y se habían conocido allí. Camila propuso a Augusto ir al bar de enfrente a tomarse una cerveza, y allí contempló Augusto por primera vez esos atributos físicos que iba a venerar durante el resto de su vida: los ojillos de Cleopatra, los labios firmes y carnosos, las manos perfectas, con esas uñas tan cuidadas y sin pintar (detalle que era muy del gusto de nuestro personaje) y el pelo de caoba ensortijado.

El acontecimiento que abrió el camino hacia lo que un mes después terminó convirtiéndose en el principio de una relación amorosa se produjo cuando Camila y Casandra propusieron a Augusto participar en una representación teatral de El castigo sin venganza, de Lope de Vega, una obra maestra del teatro barroco español que Casandra y Augusto acabarían haciendo muy suya (teniendo en cuenta que, ya entonces, esa obra era muy de Casandra, debido a una serie de antecedentes).

Por este motivo, Augusto siempre estaría en deuda con Camila, y es que no todos los días uno conoce a la mujer de su vida. Pero Camila, en esta providencial ocasión, lo hizo posible. Sin embargo, la veneración y el cariño que Augusto sentía por Camila no se limitaba a haber sido ella, Camila, la Celestina de su amada Melibea, sino que había más detalles implicados, a cuál más entrañable. El primero de ellos, sin duda, era que Camila siempre se mostraba cómplice de Augusto cada vez que éste decidía hacer gala de su espontaneidad. Por ejemplo, cuando estaban paseando por la calle y, de repente, sonaba una música de fondo, y a Augusto le entraban ganas de bailar, siempre cogía de la mano, o del brazo, o de la cadera o del hombro a Camila, quien se dejaba llevar por los pasos de Augusto, y empezaban a bailar. Augusto agradecía la paciencia y la generosidad de Camila, que jamás le negaba un baile.

Pero Camila tenía más peculiaridades, que podríamos considerar virtudes. Una de ellas era su manera de ver la vida. Aunque Augusto discrepaba en muchos aspectos de algunas opiniones de Camila, especialmente en cuestión de sexos, pues, según Augusto, ella, al igual que Casandra, siempre tendía a exagerar, simplificar y generalizar demasiado, le gustaba la perspectiva que adoptaba Camila en relación con muchas otras cuestiones, y de la cual Augusto aprendía mucho, incluido su patriotismo trianero (Camila era del barrio sevillano de Triana, y lo defendía a capa y espada, con uñas y dientes, a viento y marea...). Y es que ella era una mujer que,  además de ser hermosa y  estar dotada de un carácter entrañable, a la par que intenso, poseía una gran cultura y una considerable experiencia de la vida, y había muchos tópicos que ella pasaba por el tamiz de su curtida personalidad para verter unas opiniones jugosísimas, pintorescas y originales sobre todo lo humano y lo divino.

En definitiva, se puede afirmar que Camila era una persona muy importante en la vida de Augusto: había empezado siendo la gran amiga de su novia para convertirse directamente, también, en su gran amiga. Porque así la llevaba considerando Augusto desde hacía ya muchos años, pues tantas eran las experiencias compartidas, tanto agradables como desagradables, de las que, a las alturas del año 2012, podrían hacer acopio. De hecho, tendrían material de sobra para escribir un libro sobre ello. Y esto reconfortaba a Augusto y le hacía sentir realizado en su relación de amistad con Camila, su amiga trianera, la que nunca le negaba un baile.

martes, 11 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (29)

Augusto había tenido malas experiencias en el mundo laboral, incluso después de haber obtenido su plaza de profesor por oposición. Eran malos tiempos para encontrar un trabajo decente, entendiendo, por "decente", que se ganara un sueldo medianamente digno (por encima de los mil euros) y que el puesto fuera fijo, o, al menos,  que a uno le dieran la esperanza de que pudiera llegar a serlo ofreciéndole un contrato de, al menos, un año completo, y no de tres o de seis meses. En estas condiciones, uno no podía hacer planes de ningún tipo, y, puesto que el perfil mayoritario de trabajador que se hallaba en estas condiciones tan precarias se correspondía con el de la gente más joven con edad de trabajar, esto era causa de que la juventud, en general, y la española, en particular, no pudiera independizarse y tuviera que vivir en casa de sus padres hasta que las condiciones socio-económicas del país mejoraran sustancialmente.

El caso es que Augusto había vivido dos experiencias consecutivas que le habían dejado profundamente traumatizado. Se trataba de sendos despidos de dos academias en las que había sido contratado para dar clases de inglés y francés, en la primera, y de comentario de texto, en la segunda. No llegó a estar ni un mes entero en cada una de ellas. Esto le afectó mucho a su autoestima, y le condujo a pensar que él jamás sería capaz de durar más de un mes en cualquier puesto de trabajo medianamente decente, o lo que es lo mismo: mínimamente serio, estable y bien pagado.

Por esa razón, durante su primer año como funcionario, aún en prácticas, Augusto había vivido con la constante obsesión de que le iban a despedir, porque tenía la impresión de que no estaba haciendo bien su trabajo. Casandra, como siempre, trataba de apoyarle con todo su cariño y en tdo lo que podía, y, cada vez que Augusto le comentaba su miedo a que le despidieran, ella le recordaba que ya no estaba trabajando en una empresa privada, que él tenía su plaza y que no le podían despedir, a menos que cometiera algún error muy, muy grave. Lo que sí podían hacer era suspenderle el año de prácticas si el inspector que debía ir a supervisar su labor docente consideraba que Augusto no la estaba desempeñando correctamente. Pero, aun  así, en el peor de los casos (suponiendo que no aprobara el año de prácticas), tendría otro año para repetir las prácticas y enmendar sus errores haciéndolo mejor para, finalmente, convertirse en funcionario de carrera.

Lo cierto es que, el día en que se cumplió su primer mes de trabajo, al caer en la cuenta de que, efectivamente, no le habían despedido, de que seguía acudiendo a su puesto de trabajo sin que el director o el jefe de estudios le hubiera llamado unos días antes para comunicarle que, sintiéndolo mucho, habían decidido rescindirle el contrato por no haber superado el periodo de prueba, adquirió conciencia de su continuidad como trabajador de su centro educativo, como funcionario que, efectivamente, había superado un examen y se había ganado su plaza fija, quedando a salvo de las contingencias, arbitrariedades y precariedades del mercado laboral. Todas estas ideas pasaron por su cabeza repentinamente, y, ciertamente, le alegraron el día. Entonces sintió una emoción inmensa, y, al entrar en el aula de su grupo de tutoría, que era la que le tocaba durante esa hora, lo hizo con un evidente buen humor que le hizo ver a sus veintisiete fierecillas de una forma distinta a como las había estado viendo hasta entonces: sintió un momentáneo orgullo por la labor profesional que le había tocado desempeñar, y se sintió embargado por un sentimiento de seguridad y confianza de los que hasta el momento había carecido, y que tan necesarios resultan en cualquier faceta de la vida, cuánto más en esa faceta de su profesión para poder afrontarla con solvencia y satisfacción.

Casandra, su novia, se había sacado la plaza, también de profesora de lengua, dos años antes que él. Y, cuando Augusto se convirtió, gracias a ella, en funcionario consorte, se dio cuenta de que acceder a ese estatus, el de empleado público, le cambia a uno la vida, porque, desde ese instante, uno pasa a disfrutar de todas las promesas que hacen los políticos y que, si uno no es funcionario, se quedan en papel mojado: trabajo digno, vivienda digna y acceso a una amplia gama de servicios que a la gran mayoría de los empleados del sector privado le están absolutamente vedados, como el que los bancos te concedan una hipoteca o cualquier tipo de crédito para poder costearse algún caprichito (un coche, un viaje, etc.).

Esta experiencia de Augusto al lado de su Casandra funcionaria le hizo, un día, elaborar una tipología social de las personas: por un lado, estaba el grupo de todos los que son funcionarios, y, por el otro, el grupo de quienes no lo son. Los primeros, al menos en principio, tienen la vida resuelta, mientras que los segundos tienen que resignarse a aceptar trabajos precarios y mal pagados. Afortunadamente, y con la imprescindible ayuda de Casandra, Augusto pasó a engrosar las filas de los primeros dos años después de que lo hubiera logrado ella.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (28)

De vez en cuando, Augusto se preguntaba qué habría pasado si su madre no se hubiera muerto. ¿Habría seguido tan apegado a ella? ¿No se habría atrevido a lanzarse al mundo? Esta conducta habría sido muy perjudicial para Augusto. Ya en vida, su madre era la primera que le decía que tenía que salir de casa y relacionarse con la gente. Especialmente, con personas de su edad. Pero, a él, este consejo de su madre le daba pavor. Él no estaba preparado para hacer eso. Dependía demasiado de su madre y de las cuatro paredes de su casa. Él estaba dispuesto a llegar, como mucho, hasta los límites del pueblo sevillano en el que vivían.

A Augusto le aterraba todo lo que supusiera cruzar ese límite. De hecho, recordaba cada vez que había tenido que hacer una excursión con el instituto. Recordaba cuando fueron con la profesora de Latín al Museo Arqueológico de visita. Recordaba la sensación que sintió cuando tuvo que subirse en el autobús, y lo que sintió cuando éste empezó a andar y a alejarse del instituto, del pueblo y de su casa, para adentrarse en territorio urbano. Y desde luego recordaba la sensación que experimentó cuando se bajó del autobús, ya en plena ciudad. En aquel entorno, Augusto se sentía desamparado, desarraigado y perdido. Le daba mucho miedo perder la vista a sus compañeros o a la profesora, porque podía perderse, y él no sabía manejarse en la ciudad. No tenía ni idea. Era demasiado tímido para mostrar una conducta que incluyese el más mínimo indicio de iniciativa.

También recordaba Augusto la grandísima sensación de alivio que sintió durante el viaje de vuelta, que, curiosamente, hizo en el coche de la profesora de Latín. Recordaba la sensación de protección que le embargó cuando llegaron a Tomares, su pueblo, su querido pueblo. Cuando pasaron por el Hipercor de San Juan de Aznalfarache pare regresar al instituto, a Augusto casi se le saltaron las lágrimas de pura emoción por su regreso a casa, que era mucho más que eso: era su casa, pero también era su dominio, lo que él podía controlar. Allí donde jamás se perdería, porque sabía cómo llegar a su casa andando, sin necesidad de preguntar a nadie por el camino de vuelta. Sin necesidad, por tanto, de entablar diálogo con desconocidos, cosa que Augusto no se veía capaz de hacer sin un enorme esfuerzo.

Y eso era lo que le preocupaba a Augusto. El hecho de que, si su madre no se hubiera muerto, es posible que se hubiera enquistado en esa situación de dependencia extrema, tanto de su madre como de su entorno más íntimo y cercano, con el consiguiente peligro para su salud mental, en términos verdaderamente patológicos. Porque, si esto hubiera sido así, por duro que suene decirlo y, aún más, reconocerlo, a Augusto le había venido muy bien la muerte de su madre. Y esto, lógicamente, le hacía sentir culpable. Porque para él era muy duro pensar que, si su madre no hubiera muerto, él no habría espabilado nunca y no habría madurado nunca, y no sabría nada de la vida ni de la gente.

Sin embargo, pensándolo más racionalmente, y con el gran conocimiento de sí mismo que había adquirido con los años y la experiencia, Augusto había llegado a la conclusión, sin ninguna duda, de que los planteamientos anteriormente expuestos eran tan siniestros como absurdos. Porque él sabía perfectamente que su madre no solo no habría supuesto ningún impedimento para desarrollar la independencia y la madurez de Augusto, sino todo lo contrario: ella habría seguido animándole y estimulándole para que saliera de casa y se relacionara, y conociera gente, y tuviera experiencias como los demás, y tomara sus propias decisiones, como los demás, y aprendiera a acertar y a equivocarse por sí mismo, como los demás.

Por lo tanto, Augusto sabía, con certeza absoluta, que no fue la muerte de su madre lo que le había hecho lanzarse definitivamente al exterior para iniciar su proceso de madurez e independencia. El trágico suceso solo había adelantado la decisión de Augusto. Pasado el tiempo, él llegó a saber que, tarde o temprano, con su madre o sin ella, habría sentido la necesidad de romper con todo y volar lejos del nido para conocer el mundo. Ahora, lógicamente, deseaba que su madre estuviera viva para haber sido testigo y espectador de todo aquello, y para darle consejos de madre, y para regañarle y enfadarse con él, y hacer las paces y empezar de nuevo, y, así, sucesivamente. Porque es así como las personas se relacionan y van ganando en humanidad, en carácter y en experiencia.

Definitivamente, Augusto pensaba que ojalá su madre siguiera viva, porque, en ese caso, el sería mejor persona de la que era, y que podía seguir mejorando infinitamente gracias al ejemplo y al cariño de su progenitora.

El desorden cotidiano (27)

Augusto había sido muy religioso hasta pocos años después de que muriera su madre. Había sido ella, precisamente, quien le había inculcado la profunda devoción cristiana de la que había hecho gala hasta que Dios decidió, injustamente, llevarse a su madre antes de tiempo, cuando él ni siquiera había cumplido los veinte años de edad.

El caso es que, pese a que Augusto se había vuelto ateo hacía algunos años, había llegado a sentir, durante la plenitud de sus años de amor materno, un profundo sentimiento de fe católica. Su madre se había encargado, con mucho tesón y perseverancia, de conducir a sus cuatro hijos por la senda de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. De hecho, en el año 1992 viajaron todos a Roma para recibir al papa.

Augusto siempre había pensado que el momento de la comunión era el más solemne, majestuoso y espiritual de la liturgia eucarística, porque, cuando llegaba el momento de comulgar, la gente se levantaba del banco, se dirigía al altar, donde esperaba el sacerdote para dar las comuniones y, después de esto, se volvían todos a sus asientos con mucha seriedad y lentitud en sus pasos. Cuando se sentaban de nuevo, se arrodillaban y parecía entrar en trance místico. Eso, a Augusto, le impresionaba muchísimo, hasta el punto de que llegó a creerse que realmente, en el momento de la comunión, la persona experimentaba un proceso de arrebato espiritual comparable a los efectos psicosomáticos que provocan las drogas. Por esta razón, cuando le llegó el día de estrenarse como partícipe en la recepción del cuerpo de Cristo, al recibir la oblea en su boca se dio cuenta de que no pasaba nada, ya que él no experimentaba ningún efecto sobrenatural de esos que él había creído percibir en los demás feligreses que habían recibido la comunión antes que él. Para Augusto fue una gran decepción aquella experiencia o, mejor dicho, aquella ausencia de experiencia, que echaba por tierra sus expectativas de experiencia mística con la comunión.

Al principio, Augusto pensaba que, si la gente que comulgaba se quedaba igual que antes, esa apariencia de arrobo, de solemne recogimiento mental y corporal que él llevaba observando toda su vida en los adultos que se levantaban del banco para ir a recibir la comunión, no era otra cosa que puro fingimiento. Pero su madre le explicó que no es que aquello fuera fingido, sino que todo era cuestión de fe. Si tú crees que has recibido el cuerpo de Cristo, entonces piensas que ahora formas parte de él, y él, parte de ti, y eso te conduce a una sublimación de ese sentimiento de devoción que te embarga. Pero es todo mental. No se produce ninguna reacción física en tu cuerpo. No es algo objetivo. Si fuera objetivo, no tendría ninguna gracia, porque, entonces, la fe estaría demás. Eso es lo que Augusto opinaba ahora, no sin cierta socarronería. No obstante, él respetaba profundamente a quienes seguían creyendo en la religión católica, aunque él hubiera renegado de ella.

viernes, 7 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (26)

Augusto había sido una persona muy nerviosa.  Ahora ya lo era menos, o no lo era en absoluto, y, si todavía lo era, no solía manifestarlo exteriormente. Más bien, al contrario: como muchas veces le decía Casandra, " a veces parece que todo te importa una mierda." Nada más lejos de la realidad. Lo que ocurre es que, con el tiempo, las experiencias, el alcance de la madurez y todas las terapias psicológicas a las que Augusto se había sometido, estaba empezando a aprender a darle a cada cosa la importancia que tiene. Y esto, a veces, desesperaba a Casandra, que era muy impulsiva.

El caso es que Augusto había sido una persona muy nerviosa,  y este carácter suyo le había hecho desarrollar un conjunto de tics ya desde su infancia. Recordaba nuestro personaje el día de su primera comunión. Durante aquella época, principios de los años noventa, Augusto sufría una serie de recurrentes manías, como la de morderse el labio inferior y, sobre todo, mover hacia atrás los hombros. Éste era el tic que con más exageración manifestaba el pequeño Augusto, quien se pasó toda la ceremonia religiosa de su primera comunión moviendo los hombros hacia atrás y mordiéndose el labio inferior. De hecho, así es como salió en la foto que les hicieron a todos los niños que aquel día se estrenaban en la católica experiencia de recibir el cuerpo de Cristo.

Años después, ya en la adolescencia, Augusto había desarrollado otro tic: en este caso, se trataba de mover el dedo índice de su mano derecha a toda velocidad y acercárselo a unos diez centímetros de su rostro mientras lo movía. Este gesto le relajaba y, muchas veces, le inspiraba para escribir, especialmente si le pillaba leyendo. De hecho, cada vez que Augusto se inspiraba mientras leía, lo primero que hacía, después de coger el cuaderno y el bolígrafo, era mover su dedo índice derecho para relajarse, recapitular, hacer acopio mental de las ideas que le sobrevenían y, finalmente, ponerse a escribir. A veces sustituía su dedo por un bolígrafo, que sostenía con la mano izquierda, y que también movía de arriba a abajo a toda velocidad y a pocos centímetros de su cara. Cuando hacía esto, ya fuera con un bolígrafo en su mano izquierda o con el dedo índice de su mano derecha, su intención era que el movimiento abarcara todo el espectro de su visión. Para Augusto, esto era una especie de ritual que incluía todo tipo de matices irracionales, especialmente de superstición e inspiración. Ese movimiento simbolizaba la satisfacción que sentía Augusto ante un hallazgo intelectual o estético, que, a continuación, plasmaba sobre el papel que tenía junto a sus libros.

En este sentido, un día Augusto descubrió su primer fetiche de escritor: el bolígrafo que llevaba utilizando para llevar a cabo su rito particular desde hacía ya algún tiempo. Era un bolígrafo que se había quedado sin tinta, pero que Augusto había convertido en su amuleto literario. El objeto en cuestión era amarillo negro y blanco. Esta disposición cromática hacía que, cada vez que Augusto lo movía como se ha descrito, formara en el aire un dibujo en forma de abanico negro con el filo blanco, que a Augusto le gustaba mucho y que, por otra parte, contribuía a satisfacer y a acentuar, de forma especial, los elementos irracionales de superstición e inspiración que daban sentido a esa extravagancia de Augusto.

Como hemos dicho al principio, con el tiempo Augusto acabó convirtiéndose en una persona tranquila, meditativa, reflexiva y sedentaria. Lo único que le quedó de su anterior carácter nervioso y físicamente inquieto fueron sus tics, que, seguramente, no solo nunca abandonaría, sino que, además, seguramente iría desarrollando otros con el tiempo, puesto que para Augusto eran formas de relajación, de concentración y de desahogo físico y mental.

martes, 28 de agosto de 2012

El desorden cotidiano (25)

Cuando era pequeño, a Augusto le gustaban mucho los animales. Pasó por una etapa de vocación ecologista. De hecho, él había tenido muchas mascotas en casa de sus padres. Menos perros y gatos, casi todo tipo de animales domésticos  se había visto bajo los cuidados del pequeño Augusto. Si no lo recordaba mal, lo primero que tuvo fue un gorrión que había cuidado la señora que iba a limpiar a casa. La criaturilla se llamaba Pichí, y había sido adiestrada para piar cada vez que alguien la llamara por su nombre. Augusto lo hacía constantemente mientras le daba migajas de pan con leche, que es lo que el pequeño gorrión comía.

También había tenido Augusto un canario al que había llamado Delfi por el dibujo animado que salía en televisión, aunque este último fuera un delfín, y no un pájaro. No le había puesto ese nombre por el tipo de animal que era el dibujo, sino porque el nombre le gustaba. Y el caso es que el pequeño llegó a desarrollar una garganta digna de la orquesta filarmónica de Viena, tal era de elegante y fino el despliegue sonoro del que hacía gala el animal cada vez que abría el pico. A la madre de Augusto le resultaba muy agradable el canto de Delfi, cuya jaula estaba colgada en una de las paredes del jardín de la casa, de modo que no era nada de extrañar que la mascota se inspirara cada vez que le daba la luz del sol, o cuando sentía la caricia del viento o de la brisa en su plumaje.

También había tenido Augusto peces en un acuario, cobayas, gusanos de seda, tortugas... no recordaba en qué orden cronológico se había producido la acogida de cada uno de estos, pero sí recordaba, por ejemplo, que el agua del acuario estaba casi siempre sucia. De hecho, un tío suyo de Madrid que fue a su casa de visita le había dicho un día, de broma, que el acuario de los peces estaba "más sucio que el río Manzanares". Y no le faltaba razón. La verdad es que Augusto nunca supo hacerse cargo adecuadamente de su acuario, que requería muchas atenciones. No recordaba nuestro personaje cuánto tiempo llegó a durarle el acuario, pero seguramente no habría sido demasiado, pensaba él. Lo que sí recordaba lo largo que se le había hecho era el periodo de preparación y adaptación de todos los elementos del acuario antes de meterle los primeros peces.

De la cobaya, Augusto guardaba recuerdos más frescos. Se trataba de un hermoso roedor de color gris que se llamaba "Daisy". No recordaba Augusto si el nombre se lo puso él o si lo habían hecho sus primos, que fueron quienes le habían regalado su nueva mascota. De todos modos, para ser exactos, hemos de aclarar que Daisy era propiedad del hermano mayor de Augusto, que era a quien realmente iba dirigido el obsequio familiar. Pero Augusto acabó acaparando el cuidado de la criatura ante el creciente desinterés de su hermano. Cuando Daisy murió, los dos hermanos se pusieron tristes.

También había habido reptiles en la infancia de Augusto. Había tenido pequeños galápagos en varias ocasiones, con tan mala suerte que nunca le duraban mucho. En cuanto a los gusanos de seda, todo iba muy bien hasta que estos fabricaban los capullos y se metían dentro para convertirse en mariposas. Ahí terminaba el experimento zoológico.

Por último, siendo ya adulto, Augusto había recuperado su afición por los animales domésticos, que compartía con Casandra, su novia. Con ella tenía dos tortugas y un hámster, siendo este último de una satisfactoria longevidad, teniendo en cuenta la corta vida de la que suele disfrutar este tipo de roedores: no más de dos años (Augusto había adquirido a Stewie, que así se llamaba el pequeñajo, el verano en que aprobó las oposiciones, y dos años después seguía el chiquitín llenando el piso con los chirridos nocturnos de la rueda de su jaula cada vez que se subía en ella para hacer ejercicio). Hay que decir que también habían vuelto a intentarlo Casandra y Augusto con otro acuario, pero la experiencia había resultado desastrosa, y por partida doble: primero metieron peces de agua templada, pero no duraron ni un mes. No se rindió Augusto, de quien había sido la idea de poner el acuario, y lo intentaron, una vez más, con peces de agua fría. Y, como suele decirse, salieron de Guatemala para meterse en Guatepeor: los pequeños, resbaladizos y coloreados nadadores no llegaron la las dos semanas de vida sin que un gravísimo error de Augusto causara su asfixia al poner demasiada agua en el acuario, por una parte, y darles demasiada comida, por otra. Casandra se lo dijo a Augusto: "peces, nunca más. A nosotros las tortugas, que es lo que se nos da bien."

Y no le faltaba razón: Spice, la más grande, llevaba con Casandra catorce años, y Marx, la pequeña, se la había regalado Casandra a Augusto con motivo del primer cumpleaños de éste en su relación amorosa, y llevaba ya cinco años con ellos. A ambas, tanto Casandra como Augusto las querían mucho y se les caía la baba con ellas. Stewie también era una ricura, y tenía la ventaja de que era muy independiente: se le ponía su pajita, su comidita, su agua y su rueda, y el pequeño iba a su aire perfectamente durante varios días.

El hecho de haber retomado el contacto con animales domésticos había enriquecido la sensibilidad y la afectividad de Augusto, quien había descubierto en los animales una especie de ternura especial que le hacía sentir por ellos un cariño muy similar al que suelen sentir los humanos unos por otros. Esto lo sentía él con una certeza absoluta, porque sabía que si se moría alguna de sus tortugas o su hámster, el día en que eso sucediera él iba a sentir una tristeza muy profunda. Pero Casandra le decía que no pensara en eso, aunque sus sentimientos fueran los mismos que los de Augusto. De momento, los dos eran muy felices con sus tres mascotas.


domingo, 26 de agosto de 2012

El desorden cotidiano (24)

Augusto odiaba que a los escritores que publican artículos en los periódicos se les llame "creadores de opinión". Pensaba que ésta es una forma de que los escritores se endiosen  y crean que no existe vida ni otras opiniones más allá de la suya propia, y que, por tanto, el lector debe acudir a él para estar bien informado sobre el asunto sobre el que trate la columna del día, o de la semana, o del mes.

Augusto pensaba que todo el mundo tiene una opinión sobre cualquier asunto, independientemente de lo informado que esté sobre él, y que la función de dicha clase de periodistas consiste en informar y en ofrecer un punto de vista respecto al cual el lector puede estar de acuerdo o discrepar, pero nada más. Esa imagen del intelectual iluminado que va guiando a las masas no le gustaba nada a Augusto, que era muy partidario del poder de las masas, precisamente porque creía en ellas, en su capacidad de reflexionar, de alcanzar un criterio propio y no impuesto desde fuera. Eso es ser un auténtico demócrata, según creía Augusto. Todo lo que no fuera esto sería como aquel lema de la Ilustración que rezaba: "todo para el pueblo, pero sin el pueblo". Pues no, señores. Para Augusto, el lema debía ser " todo para el pueblo, y con el pueblo como protagonista, porque el pueblo es el dueño de su vida, de su destino y, sobre todo, del fruto de su trabajo".

Creer que el pueblo, que la gente, que las personas no son capaces de pensar por sí mismas y asumir una postura para defenderla con solidez, con criterio y con autoridad es lo que conduce, pensaba Augusto, a que los intelectuales se consideren la única clase de individuos que son capaces de tener una visión sobre las cosas, y que el resto de los mortales son unos ignorantes y lo seguirán siendo hasta que compren el periódico en el que escribe Fulanito y lean su columna para escapar de las tinieblas de la ignorancia.

En suma, se puede decir que Augusto detestaba el elitismo intelectual, porque, para él, el conocimiento no debía ser algo elitista, o sea, de unos pocos. Ahí están las bibliotecas llenas de libros para todo aquel que quiera aprender, adquirir conocimientos y formarse una opinión propia sobre las cosas sin tener que recurrir a los mal llamados "creadores de opinión". El problema, pensaba Augusto, sin embargo, no radica en el acceso al conocimiento, que está al alcance de cualquiera. El problema está en el conocimiento en sí, que se ha vuelto elitista y minoritario, pero porque resulta aburrido a la mayoría y solo sigue interesando a una minoría de gente que tiene inquietudes y vocación por saber cómo funcionan las cosas, cuál es su origen y en qué consiste su naturaleza. Se trata de una actitud admirable y fascinante que, en un mundo lógico y razonable, debería ser el modelo a seguir, y, sin embargo, ocurre justo lo contrario: las personas que aman el conocimiento están cada vez peor consideradas. Se las ve como bichos raros que ocupan su tiempo en cuestiones que no tienen ninguna utilidad, entendiendo, por utilidad, el afán de lucro.

El propio Augusto afirmaba muchas veces que uno de sus sueños consistía en convertirse, él también, en periodista de opinión y escribir artículos diarios, semanales o mensuales en algún periódico o revista de contenidos políticos y culturales. Sin embargo, llegado el caso de que este sueño suyo se cumpliera, él no querría que le pusieran la etiqueta de "creador de opinión" , pues no consideraba que lo fuera. En todo caso, él tendría una determinada opinión sobre una cuestión en concreto que él expresaría en su artículo de turno, y sus lectores podrían compartir esa opinión o discrepar de ella, y desde la seriedad, el rigor y la solidez de su propio criterio, el de sus lectores.

En definitiva, Augusto pensaba que considerar a los articulistas como "creadores de opinión" implica tener una consideración muy pobre hacia quienes leyeran sus textos, lo cual resulta injusto y muy ofensivo para el lector, a quien siempre se debe el escritor, quien, por ese mismo motivo, debe tener mucho cuidado para no caer en la soberbia, la prepotencia y el endiosamiento, así como procurar tratar siempre a sus lectores en condiciones de igualdad. Porque, sin lectores, la labor del escritor carece de sentido, y porque la única diferencia que existe entre el escritor y el lector está en el egocentrismo de uno frente a la humildad del otro.


jueves, 26 de julio de 2012

Los orígenes de la guerra civil vistos por un niño

- Eh, tú, rojo cabrón...
- Facha de mierda, ¡te voy a matar!
- ¡Franco, Franco! ¡Ese rojo dice que me va a matar! ¡Me ha amenazado de muerte! ¡Tengo miedo!
- Tranquilo, hijo mío- respondió Franco-. Yo te protegeré. A ti, y a todos los demás que son como tú. Porque yo soy vuestro padre y vosotros sois mis hijos.
- Gracias, papá. Ya no tengo miedo.

sábado, 21 de julio de 2012

El desorden cotidiano (22)

Augusto había leído, en un manual de literatura universal, una frase de Anton Chéjov que le gustaba mucho: "Escribir bien es escribir corto; decir sencillamente cosas sencillas". Augusto no podía estar más de acuerdo con estas afirmaciones de uno de los autores de cuentos y relatos breves más famosos de la historia de la literatura. Opinaba exactamente lo mismo que el escritor ruso, que constituía el mismo parecer que sostenía, nada menos, que el gran Jorge Luis Borges, otro gran defensor y cultivador de las formas breves.

Augusto era de la opinión según la cual un libro, especialmente en el caso del género novelístico, no debería extenderse más allá de, como mucho, las cuatrocientas páginas. La moderación cuantitativa que proponía él redundaría, pensaba, en beneficio de autores, lectores y de cualquier otro tipo de elemento que participara en la actividad literaria (por ejemplo, los editores, que reducirían costes al tener que emplear menos cantidad de papel para la producción de cada ejemplar, lo cual, además, sería beneficioso desde el punto de vista ecológico). Y es que no olvidemos, como creía Augusto, que el hábito lector y la tarea que conlleva no deja de ser un ejercicio físico que llega a cansar a quien lo practica, igual que le sucede al que juega al fútbol o al que sale a la calle a correr o a practicar cualquier otro deporte. Lo mismo que un deportista que se pasa tres horas diarias en el gimnasio cultivando su cuerpo acaba cansado y necesitado de reposición alimenticia y descanso, el individuo que dedica esas mismas horas diarias a la práctica de la lectura también acaba agotado y con la necesidad de despejar su mente y relajar la vista, que ha realizado un enorme esfuerzo físico. Esa es una de las razones por las cuales Augusto pensaba que los libros no deben ser excesivamente extensos: porque una excesiva extensión corre el riesgo de disuadir a los posibles lectores de la obra literaria a la que el libro, como objeto material, da soporte.

La otra razón fundamental que Augusto sostenía en su defensa de la brevedad literaria radica en la cuestión del canon, o lo que es lo mismo: la enorme cantidad de libros con la que todo buen lector debe contar en su bagaje de lecturas. Obviamente, cuanto más corto sea un libro, más pronto se acaba de leer y antes puede el lector pasar a enfrascarse en una nueva lectura para seguir enriqueciendo su mundo interior y sus horizontes vitales, con lo cual dicho lector siente que avanza, que va abarcando cada vez más conocimiento, más porción del canon literario establecido por otros o por él mismo, lo cual le anima a seguir leyendo con entusiasmo y voracidad en la medida en que esto le resulta ameno, didáctico y enriquecedor. Por el contrario, si el lector tiene que enfrentarse a un libro de mil páginas, es posible que lo considere más una obligación que un placer, especialmente ante la perspectiva de que la obra en cuestión vaya a ocuparle los dos próximos meses de su vida, y no esté dispuesto a hipotecar tantas horas de su tiempo libre, que, para el ciudadano medio, no suele ser muy abundante, en dedicarse a leer un libro pudiendo dedicar todo ese tiempo a cualquier otra actividad más amena y relajante. Y es que la amenidad no debe ser un enemigo del libro, sino su aliado más fiel. Esa es la clave, según opinaba Augusto, para fomentar, crear y arraigar el hábito lector.

 Y, aunque resulte política, o, en este caso, literaria o culturalmente incorrecto, Augusto estaba firmemente convencido de que una de las razones principales por las cuales el ciudadano medio ha llegado a alejarse tanto de la literatura en los últimos tiempos, llegándola a sentir prácticamente como una cosa totalmente ajena a sus hábitos y costumbres cotidianos, estriba en el hecho de que muchas de las obras maestras de la literatura resultan excesivamente pesadas debido a su desmesurada extensión, sobre todo en el caso de las novelas realistas de los autores franceses y rusos, ante cuyas descripciones, desproporcionadamente pormenorizadas, el lector debe armarse de paciencia para no sucumbir al aburrimiento y abandonar el libro sin haber alcanzado ni siquiera la mitad de su lectura. A Augusto le había sucedido esto, por ejemplo, con Crimen y Castigo, de Dostoievski. Cuando el personaje protagonista, autor del crimen que da título a la obra, que, en su estado emocional, atormentado y paranoico por el remordimiento que le provoca el crimen que lleva cargando en su conciencia desde prácticamente el comienzo de la historia, no termina de decidirse a confesar su delito y, encima, de repente surge, sin venir a cuento, una subtrama que supone un desvío inesperado de la trama principal que es la que mantiene enganchado al lector, resulta del todo comprensible que éste se lleve una decepción, se pregunte a qué viene ese repentino desvío de la historia principal y pierda el interés por acabar esa lectura.

También había sido Augusto, en su momento, víctima de la impaciencia y del aburrimiento con Madamme Bovary, de Flaubert, lectura que dejó interrumpida en dos o tres ocasiones, y a la que tuvo que conceder una enésima oportunidad para terminarla, si bien la obra maestra del autor francés no es tan extensa como la del novelista ruso. De modo que, en este caso, la excusa no estaba en la extensión del texto, sino en su estilo, y es que la literatura realista a Augusto le solía resultar sumamente aburrida por uno u otro motivo: o bien la obra en cuestión le parecía demasiado extensa, o bien demasiado descriptiva o compleja (número de personajes, de anécdotas, de subtramas, etc.).

También es cierto que Augusto, como él mismo reconocía sin ningún reparo, tenía muy poca paciencia para las novelas. No se enfrascaba en una historia que no le interesara de antemano, y había muy pocos planteamientos basados en la pura ficción que pudieran llegar a interesarle. Para casos como estos, prefería acudir al Séptimo Arte (como le había sucedido con El gran Gatsby, de Scott Fidgerald: cuando empezó a leer la novela, no le gustó cómo estaba enfocada, así que dejó de leerla y recurrió a la versión cinematográfica). Y, en cuanto a la complejidad de esta clase de propuestas, Augusto la prefería en otros géneros literarios, muy especialmente en el ensayo, que era su predilecto después de la poesía. En el terreno de la literatura ideológica era donde a Augusto le gustaba que el autor le propusiera los más elevados, densos y sesudos desafíos intelectuales, si bien también agradecía él, como lector, que la obra en cuestión resultara ligera, amena, didáctica y constara de una extensión razonable (un máximo de, aproximadamente, cuatrocientas páginas, como hemos comentado anteriormente).

Pero Augusto insistía en que las más de mil páginas de obras como El Quijote, La Regenta o Guerra y Paz constituyen un lastre, una barrera, un impedimento y un elemento disuasorio para el apetito lector. Al menos, para el suyo. Y, a la hora de defender su tesis, recurría a la autoridad del mencionado Borges, quien pensaba que lo que puede contarse en cinco o diez páginas, no hay necesidad de prolongarlo durante otras novecientas páginas de más. Augusto iba, incluso, más allá, considerando que es una falta de respeto para el lector tener que dedicar tanto tiempo a la lectura de un solo libro, cuando en mil páginas puede caber perfectamente la cantidad de contenidos y de conocimientos equivalente a tres, cuatro o cinco libros. Manejando estas cifras y estos planteamientos, según Augusto, el canon literario podría llegar a resultar más abarcable, cercano y atractivo para el lector.

jueves, 19 de julio de 2012

El desorden cotidiano (21)

Augusto tenía un sueño recurrente: consistía en que siempre le quedaba una asignatura, o dos, para terminar la carrera. Y lo agobiante era que no sabía cómo aprobarla o recuperarla. A veces pasaba que la asignatura en cuestión se había extinguido por pertenecer al plan de estudios antiguo. En otras ocasiones, el problema consistía en que se trataba de una asignatura varias veces suspendida y de la que Augusto tenía que volver a matricularse, pero no sabía cómo.

Lo más curioso de todo es que el mismo Augusto estaba, dentro de aquel inquietante sueño, en posesión de su diploma de licenciatura, pero el hecho de haber estudiado en dos universidades llevaba a su mente, en aquel estado onírico del subconsciente, a mezclar cursos y asignaturas de las dos universidades en las que había estudiado (Sevilla y Madrid), con lo cual, por así decirlo, resultaba que Augusto se había licenciado por la Universidad Autónoma de Madrid, pero, una vez de regreso a Sevilla, para trabajar en Andalucía, tenía también que terminar los estudios que había abandonado allí, en la capital andaluza. Así pues, la desesperación era total, y no terminaba hasta que nuestro personaje, por fin, despertaba de aquella semipesadilla y respiraba tranquilo al comprobar que, efectivamente, tenía su licenciatura y su trabajo de profesor.

Puede que la causa de que Augusto soñara estas cosas radicara en el hecho de que, a lo largo de su excesivamente dilatado periodo de estudios (1999- 2006), con un cambio de carrera incluido, el futuro filólogo hubiera dejado abandonadas por el camino unas cuantas asignaturas (de todo tipo, por cierto: troncales, obligatorias, optativas, de libre configuración...), cosa de la que éste no se sentía muy orgulloso precisamente. Puede que hubiera sido este cúmulo de abandonos, que figuraban en su expediente académico, lo que se manifestaba en su subconsciente a modo de cuentas pendientes que saldar consigo mismo y que, puesto que jamás serían resueltas, se plasmaban como desahogo en los sueños de Augusto, quien, en este sentido, consideraba que, de algún modo, la vida le estaba castigando o dándole un poco la lata por haber cometido esta clase de inconstancias, claudicaciones o rendiciones sin haberse esforzado lo suficiente.

jueves, 12 de julio de 2012

El desorden cotidiano (20)

Augusto y Casandra tenían, entre otros proyectos comunes, uno muy especial y entrañable: la paternidad. Querían tener una hija (y una solo, que ya era bastante) y llamarla Galatea. La idea se la había propuesto Casandra a Augusto a los pocos meses de comenzar la relación, y el acuerdo fue instantáneo. A Casandra le gustaba el mito clásico de la ninfa Galatea. Además, le tenía mucho cariño a Góngora, el poeta cordobés del siglo XVII que había escrito una de sus obras más famosas inspirándose en el mencionado mito grecolatino. A Augusto le gustaba el nombre porque le sonaba de maravilla y ya se imaginaba cómo iba a ser su hijita: una adorable niña de ojos almendraditos, como los de Casandra, de labios firmes y carnosos, como los de Casandra. En otras palabras: Augusto quería que su hija se pareciera físicamente a Casandra, porque le encantaban las fotografías infantiles de su novia. Se le caía la baba con ellas y quería que Galatea fuera exactamente igual. Eso, en cuanto al físico, porque Augusto quería que su hija heredara la personalidad de su padre, y que quisiera ser de mayor escritora o actriz o directora de teatro, y que, obviamente, le gustara mucho, mucho, mucho leer. Augusto se imaginaba yendo a la biblioteca pública con su pequeñaja. También se imaginaba acunándola para dormirla en sus brazos mientras le recitaba poemas.

A Casandra esto no le desagradaba, aunque, a veces, bromeaba con su novio diciéndole que, si su Galatea iba a salir tan repelente como su padre, ella se iba a morir del disgusto. Al margen de esto, ambos, tanto Casandra como Augusto, fantaseaban constantemente con la maternidad, en el caso de ella, y con la paternidad, en el casi de él, evidentemente. Les embargaban sentimientos de ternura cada vez que se imaginaban llamando a Galatea para comer, para cenar, para merendar, para ir a la compra, al cine, al parque o a Chipiona con los abuelos. A Augusto le encantaba imaginarse cambiando los pañales a su hijita, y enseñandole a comer de todo (carne, fruta, verdura, legumbres...). Esto solo lo podría hacer él si había que predicar con el ejemplo como método educativo, ya que Casandra era muy delicada y selectiva a la hora de comer. A Augusto, en cambio, le encantaba comer de todo, y, cuanto más exótico, mejor. Todo lo contrario de lo que le sucedía a Casandra, que, si no sabía lo que se estaba comiendo, no podía comérselo y lo rechazaba.

A veces a Augusto le entraba una preocupación, absurda o razonable, según se mire: la de ser estéril. Él, en principio, solo quería ser padre biológico. No quería adoptar, llegado el caso. Y le preocupaba el asunto de la esterilidad debido a que siempre llevaba el teléfono móvil metido en el bolsillo derecho del pantalón. De vez en cuando le entraba el arrebato y decidía que quería hacerse las pruebas de fecundidad, pero Casandra le llamaba a la tranquilidad y le decía que no fuera exagerado. Pero es que para Augusto era muy importante poder darle una criatura a su novia. Él quería sentir ese vínculo tan estrecho que siente un padre hacia sus hijos, porque, en su opinión, de ahí procedía, en la mayoría de los casos, la vocación y el instinto paternal. Y eso es lo que Augusto deseaba. No estaba seguro de que, en caso de tener que recurrir a la adopción, pudiera llegar a sentir ese vínculo y de querer al hijo adoptivo como es debido.

Aun así, de momento no había que agobiarse, pues ellos eran jóvenes y tenían margen para seguir planteándose el asunto de tener a su anhelada Galatea.

miércoles, 11 de julio de 2012

El desorden cotidiano (19)

Como profesor, educador y padre en potencia, Augusto era partidario de poner en practica lo que popularmente se conoce como "bofetada dada a tiempo". Él la había recibido de su padre y le fue muy bien. El padre de Augusto era la persona más cariñosa, generosa, detallista y atenta del mundo, pero, cuando había tenido que ponerse firme con sus hijos para enseñarles lo que está bien y lo que está mal, lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo había hecho con oportunidad y comedimiento. Y Augusto siempre le agradecería eso, y, muy especialmente, aquel primer tortazo (que conste que no fueron muchos más: solo los precisos) totalmente justificado ante un improperio verbal que Augusto, siendo muy pequeño, había soltado por su boquita contra un niño de la urbanización en la que vivían, y con el cual el hermano mayor de Augusto se había peleado. Su padre había decidido acudir al lugar donde estaba aquel niño para tratar el asunto, y Augusto quiso acompañarle. Cuando su padre le dijo al niño unas edificantes palabras para que no se repitiera el incidente, Augusto, viéndose al lado de su querido padre, se creció, se envalentonó y le soltó al niño una bravata de lo más grosero en forma de amenaza, la cual acababa con la frase "te pego una hostia que te vas al cielo". En ese momento, su padre le llamó y le dijo que se acercara. Entonces, Augusto vio acercarse a su cara, a la velocidad del rayo, una enorme manaza que impactó en una de sus mejillas (Augusto no recordaba cuál de ellas) con un estrépito y una fuerza lo suficientemente grandes como para hacer que Augusto aprendiera la primera lección de su vida: ¡niño, no digas palabrotas!

Cuando la sociedad española se regía con cierta lógica, este tipo de cosas eran lógicas, razonables, necesarias y, por eso mismo, estaban bien vistas. Hoy día, un padre puede ser denunciado por su hijo tan solo por querer educarle como es debido.

jueves, 5 de julio de 2012

Discrepando de Gabriel Celaya

La poesía es un arma
cargada de presente.
Del futuro no hablemos,
pues no nos pertenece.

miércoles, 4 de julio de 2012

El desorden cotidiano (18)

Casandra tenía unas ideas geniales para ponerse a escribir, pero a ella no le gustaba. No quería ser escritora. Eso se lo dejaba a Augusto, que era el poeta de la pareja. Pero él pensaba que Casandra tenía mucho más talento literario que él, porque ella tenía unas ideas geniales, rebosantes de creatividad e imaginación y que, además, gustaban a la gente. Augusto, sin embargo, era muy suyo para estas cosas, y escribía sobre sus asuntos y sobre sus gustos, sin pensar en sus posibles lectores. La cuestión radica en que Augusto tenía muy buenas ideas, pero le faltaba, para desarrollarlas, la imaginación que Casandra derrochaba a raudales por los cuatro costados de esa fascinante y maravillosa mente de la cual la vida le había dotado.

Ella tenía una visión más comercial de la literatura, pero lo comercial, en su caso, no iba en menoscabo de su talento, que, por otra parte, nunca se desarrollaría. Y era, ciertamente, una verdadera lástima, señores, porque Augusto se quedaba asombrado y boquiabierto cada vez que Casandra le planteaba una idea para mejorar la idea inicial de Augusto. A él le gustaban mucho, es más, le fascinaban las aportaciones de ella, pero, o bien se veía a sí mismo incapaz de poner en pie los planteamientos de su novia, por resultar demasiado brillantes para su menguada capacidad, en opinión del propio Augusto, o, sencillamente, estos no le interesaban porque no eran de su estilo. Él no pretendía entretener, o, al menos, no quería hacerlo al modo best-seller. Sus pretensiones eran de otra índole: quería aportar su granito de arena a la tradición literaria occidental. Sí, señores, aquello era pedante y pretencioso, pero Augusto era así. Nadie es perfecto, y mucho menos lo era nuestro querido personaje.

Augusto concebía proyectos literarios demasiado densos e intelectuales para Casandra, que tenía una visión más en consonancia con los planteamientos narrativos de Pérez Reverte o Dan Brown. Augusto era más partidario de la novela lírica o filosófica al estilo de autores como Hermann Hesse, Joseph Conrad, William Holding o Alessandro Baricco. Pero Casandra insistía en su postura: "ese tipo de literatura no le interesa a nadie, salvo a treinta frikies como tú, cariño", le decía con sorna.

En definitiva,Augusto pensaba que Casandra habría sido una excelente guionista de Hollywood, mientras que él se aferraba a sus principios de poeta filósofo que trataba de escribir el tipo de obras que a él le apasionaba leer, por más que aquella actitud suya pudiera transmitir a los demás, empezando por Casandra, una imagen de pedantería o elitismo intelectual.

martes, 3 de julio de 2012

Que no sea un espejismo

Que sea real, que sea definitivo, sólido, estable. Eso es lo que necesito y eso es lo que necesitaré siempre para no estar mal, para no caer en el abismo una y otra vez, y para no amargar a las personas que están a mi alrededor y junto a mí.

Por favor, que no sea un espejismo esta nueva visión de mí mismo y de todo cuanto me rodea en cuanto a posesiones materiales, afectivas, laborales, económicas, sociales y de toda índole posible. Que este tiempo me haya servido de algo, como a mí me parece que ha sucedido. Que el parecer se confirme en ser: que la apariencia se consolide como esa realidad que me ha enseñado tanto y a la que agradezco todo lo bueno que me atañe.

Por favor, que no vuelva a caer en la amargura, en la ingratitud, en el desprecio y en la infelicidad. Que estos meses me hayan servido realmente para darme cuenta de cuáles son las cosas importantes y dónde se hallan para que pueda alcanzarlas y tomar conciencia de su enorme valor.

Por favor, que no vuelva a cometer los mismos errores y que mis propósitos de enmienda no caigan en saco roto. Que la fortaleza que he adquirido se confirme en la práctica, en las situaciones reales que me esperan. Que sea capaz de salir al paso de los obstáculos con firmeza, con madurez y con actitud de asertividad.

Que sea capaz de hacer bien mi trabajo, de enorgullecerme y de disfrutar con ello. Que me haga consciente, de forma definitiva, de la importancia de mi labor, de la medida en que puedo contribuir a mejorar la sociedad si cumplo con mi deber.

Ya escribí sobre esto hace tiempo, y me sirvió de poco... más bien, de nada. Espero que, en esta ocasión, las cosas hayan cambiado de verdad. Yo lo siento así, porque he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre el asunto. Solo espero que todo salga bien a partir de ahora. Ella se lo merece. Es el espejo en el que me miro cada día: son sus ojos, su boca, su frente y su pelo. Es su actitud ante la vida, ante sus derechos y ante sus obligaciones; ante su madurez, su responsabilidad, su perseverancia y su valentía. Es su ejemplo, todo él: reflejo físico y psicológico de la honestidad y de la dignidad profesional. De la humanidad más acendrada y sólida. Es mi ídolo, y, en la medida en que logro, con enorme esfuerzo, parecerme a ella, cada día, muy poquito a poco, me va yendo mejor en la vida. Que siga así la cosa y que no sea un espejismo.

lunes, 11 de junio de 2012

Elena Medel y Javier Gato: un poco de crítica literaria

Ella tiene personalidad, qué duda cabe. El problema es que no se le entiende nada. Es demasiado hermética... o absurda. O dice mucho o no dice absolutamente nada. O abismalmente profunda o ridículamente superficial. Pero lo que no le falta es personalidad, carácter, atmósfera propia. De hecho, creo que sería capaz de reconocer un texto de Elena Medel a primera vista. Y eso tiene mucho mérito.

Javier Gato, sin embargo, se queda en el exhibicionismo del submundo libertino de la noche, de la promiscuidad desplegada en imágenes explícitamente pornográficas (semen, eyaculaciones, sodomizaciones, felaciones...). Pero eso no basta. Técnicamente, a su Diario le faltan muchas cosas. Su versificación no tiene sentido. Habría sido más coherente que los poemas se hubieran presentado en forma de prosa, porque en ese verso libre no subyace ninguna motivación consciente o inconsciente. No hay una pulsión oculta que armonice la forma con el contenido, como sucede con los grandes autores del verso libre (Whitman, Aleixandre, etc.). Y no creo yo que esto sea así por falta de recursos. Todo lo contrario: se notan las lecturas de Javier Gato. También se nota su personalidad, no tan fuerte, no obstante, como la de Elena Medel. Al menos, de momento. Lo importante es que tiene una buena base, pero le falla la construcción del edificio. Opino que este joven poeta debería trabajar su versificación mucho más. Debería manejar endecasílabos y heptasílabos blancos y tomarse el verso libre con más cautela para que no le salgan resultados tan prosaicos. Creo que lo peor que se puede decir de un verso es que es prosaico, y los versos de Javier Gato lo son. De todos modos, debo añadir que, cuando se aparta de la temática pornográfica, le salen algunos poemas buenos, como "La mirada de Leopoldo María Panero", que es, con diferencia, lo que más me ha gustado de las andanzas del gato nocturno.

sábado, 19 de mayo de 2012

"Indignadeces" varias (2)

El déficit es necesario para mantener el Estado de Bienestar.

No se trata de vivir por encima de nuestras posibilidades, sino de vivir dignamente (vivienda digna, trabajo digno, poder adquisitivo digno -dicho de otra forma: calidad de vida-). ¿O, acaso, solo los ricos tienen derecho a vivir dignamente?

Estos neoliberales son unos manipuladores y unos codiciosos sin un ápice de humanidad.



¿Continuará...?

jueves, 17 de mayo de 2012

El desorden cotidiano (17)

Augusto era una persona extremadamente nerviosa, si bien, dentro de lo que cabe, durante los últimos años había conseguido domeñar ese carácter y adoptar una actitud más sosegada. Sin embargo, todavía quedaban en él muchas huellas de esa antigua naturaleza ultranerviosa, las cuales se manifestaban en forma de tics, que, a su vez, se plasmaban en un amplio abanico de manifestaciones fisiológicas o corporales: desde mover los hombros sin parar, manía que había sido, por cierto, testigo de su primera comunión, junto con la de morderse el labio inferior, hasta las típicas de agitar el lápiz o el bolígrafo o tamborilear con los dedos, pasando por clavarse las uñas de un dedo del pie en los dedos adyacentes. A veces, incluso, la conducta de Augusto había rayado en lo neurótico al practicar, aunque de forma inconstante, hábitos como encender y apagar las luces varias veces seguidas.

Lo más curioso de todo es que, después de todos esos años, Augusto seguía practicando muchos de esos antiguos tics, pero con la notable diferencia de que, ahora, lo hacía para relajarse y no, como antaño, para manifestar un estado de tensión o nerviosismo. Al final, tantos años de psicoterapia, medicación, experiencias de la vida y, sobre todo, mucha actividad reflexiva y meditativa que le había conducido a un conocimiento de sí mismo de solidez y profundidad considerables, a lo que le habían ayudado, y seguían ayudando, sus plácidas y sesudas lecturas, le habían servido para madurar como persona y ganar dosis de autocontrol, que era una forma de conquistarse a sí mismo y tomar las riendas de su propia vida.

De modo que, en realidad, y después de todo, Augusto se sentía orgulloso de sus tics nerviosos (o relajantes, a estas alturas de su vida, como ya hemos señalado) y de sus rarezas, porque tanto éstas como aquellos formaban parte del modo en que él plasmaba su dominio sobre sí mismo, la manifestación de su personalidad y su manera de estar en el mundo tal y como él quería que fuera. Y esto es algo que le había costado mucho tiempo y sufrimiento conseguir. Pero, después de todo, y por fortuna, ya estaba empezando a conseguirlo, y si utilizo estos términos para expresar los pensamientos de mi querido Augusto es porque, al igual que él, yo opino que uno nunca termina de situarse en el mundo exactamente tal y como desea. Eso sería lo ideal, pero la vida está continuamente poniéndonos toda clase de obstáculos para impedirnos alcanzar la perfección en la realización de nuestros deseos. Pero lo que importa señalar es que Augusto ya hacía algún tiempo que había alcanzado las condiciones suficientes para empezar a construir, con el cemento de sus acciones y los ladrillos de sus ideas, el edificio de su propia felicidad.


martes, 15 de mayo de 2012

El desorden cotidiano (16)

A los pocos días de que su madre hubiera muerto, Augusto quiso tener un gesto altamente emotivo y entrañable con su padre. Era algo que necesitaba hacer. Un día, el hijo entró en la habitación de sus padres y le pidió a aquél que le hiciera una promesa. "Prométeme que siempre voy a contar con tu cariño y con tu amistad", le dijo Augusto a su padre con los ojos llenos de lágrimas. Éste, naturalmente, le dijo que sí, que por supuesto, mientras le abrazaba. La correspondencia de su padre a las palabras de Augusto llenó a éste de seguridad, confianza y sentimientos reconfortantes.

A partir de entonces, Augusto empezaría a venerar a su padre de un modo muy intenso, y no es que su padre no hubiera dejado de ser, en ningún momento, un hombre cariñoso y cercano con sus hijos: todo lo contrario. De hecho, al igual que su madre, el padre de Augusto siempre había estado atento a los antojos o caprichos materiales de su segundo hijo. Augusto recordaba, a propósito de esto, una mañana de sábado en que su padre fue a su habitación a despertarle para llevarle al Corte Inglés con la intención de comprarle un reloj como regalo de cumpleaños debido a que Augusto quería tener un objeto de esa clase. Al final, su padre le regaló uno muy vistoso, con calculadora y todo.

Otro hermoso detalle del padre de Augusto, que, por cierto, se llamaba Pepe, tuvo lugar durante la época durante la cual a nuestro personaje le había dado por convertirse en un forofo del fútbol a raíz de haber presenciado una remontada histórica del Atlético de Madrid, el equipo familiar, sobre el Barcelona, allá por el año 1993 o 1994. No lo recordaba muy bien. El caso es que venía la selección española a jugar al estadio del Sevilla contra Bélgica, y Augusto quería ir a ver ese partido. ¿Qué sucedió? Pues que al atento y generoso de su padre le faltó tiempo para comprar las entradas y llevar a su hijo al estadio Ramón Sánchez Pizjuán. Cabe añadir que España ganó, pero jugó muy mal. El que lo hizo, una vez más, fenomenal apuntándose otro detalle de padrazo, fue Pepe, el padre de Augusto.

Estas anécdotas dan buena cuenta de la bondad de Pepe para con su hijo Augusto. Pero esta virtud paterna no se detenía en Augusto, ni mucho menos. No olvidemos que éste era el segundo de cuatro hermanos, lo cual daba a su padre la oportunidad de prodigar su generosidad y su cariño detallista hacia sus otros tres retoños. Por ejemplo, al mayor de todos le costeó la práctica de todos los deportes que se le antojaba ejercitar, desde la pesca hasta el esquí, pasando por la caza, cuya afición ambos compartían, aunque a Augusto esto no le hiciera demasiada gracia, dada su mentalidad ecologista.

El caso es que, si bien, como hemos visto, Pepe nunca había dejado de ser un buen padre, desde la muerte de su mujer sabía que, a partir de entonces, su labor iba a verse multiplicada hasta el infinito para cubrir el vacío que había dejado su esposa. Y el vacío, ciertamente, no era precisamente muy fácil de llenar, porque Lola, la madre de Augusto, de sus tres hermanos y esposa de Pepe, había sido una persona ejemplar en todas las facetas de su vida y de su conducta. Aun así, el horizonte que se le presentaba a Pepe , en este sentido, no era, dentro de lo que cabía, demasiado desalentador, porque él quería tanto a sus hijos, que no le importaba ocupar el lugar de su esposa en la medida en que esto suponía la necesidad de fortalecer y estrechar al máximo los lazos afectivos que unían al padre con sus cuatro hijos. Todo lo que fueran oportunidades para demostrar a sus hijos lo mucho que los quería, a Pepe le resultaba muy estimulante y motivador. Efectivamente, el amor por sus hijos era lo que le daba fuerzas para seguir adelante tras el durísimo golpe que la vida acababa de darle en lo más profundo y delicado de sus entrañas. Por esta razón y por otras muchas, concernientes todas ellas al amor que un hijo siente por su padre, Augusto le decía constantemente dos palabras que a muchas personas causa pudor pronunciar, con la excusa de que, cuanto más se dicen, más se desgasta su significado y llegan a no significar nada en realidad. A Augusto este razonamiento le parecía patético, absurdo y cobarde, y, por eso, él se lo tomaba a la inversa: cuanto más se lo decía a su padre, más intensa y profundamente lo sentía. Se trata de dos palabras hermosas y sencillas: "Te quiero".

domingo, 13 de mayo de 2012

"Indignadeces" varias

¿Reestructuración del sistema financiero? ¡Qué cojones: supresión del sistema financiero!

Supresión de la especulación y de las rentas del capital. ¡Quien quiera ganar dinero, que trabaje!

Supresión de bancos y cajas: el dinero, contante y sonante, en mano y al colchón. Sin comisiones ni chorradas abusivas.

Continuará...

miércoles, 9 de mayo de 2012

Las flaquezas y los vicios del lector

Venció el cuerpo a la mente
el libro quedó huérfano
él se quedó dormido
porque estaba cansado
y no leyó esa noche
cuando se despertó
se reprochó a sí mismo
esa infidelidad
flaqueza imperdonable
primum legere
et philosophare
deinde vivere
porque si no no llegas
no alcanzas lo que quieres
te quedas a mitad
en medio del camino
sudando inútilmente
para ser olvidado
y todos esos libros
se quedan en la sombra
sin haberlos leído
y tú sin avanzar
tirando el tiempo al cubo
de la basura humana
donde las frustraciones
apestan a podrido
de haber perdido el tiempo
en las banalidades
que el cuerpo nos exige
para seguir viviendo
primum vivere
y deinde lo demás.

Perdóname palabra
escrita te he cambiado
por el descanso físico
por el placer carnal
de una noche de amores
con el plácido sueño
y mi castigo ha sido
despertarme con mono
de negro sobre blanco
temblando por meterme
un chute de poesía
y una raya de ensayo
para ponerme a tono
con el mundo y sus cosas
porque yo sin mi dosis
es que no soy persona
no sé qué es lo que soy
yo necesito un libro
para no cabrearme
por tanta estupidez
que siempre nos rodea
necesito mi chute
para no derrumbarme
porque todo es un asco
salvo Laura y los libros
amar y conocer
luchar contra la muerte.



Aforismo de un indignado

Las agencias de calificación no son de derechas ni de izquierdas. Simplemente, son unas hijas de puta.

martes, 1 de mayo de 2012

Nuwanda

El poeta muerto



Qué grande eres, Nuwanda,
aprendiz de poeta,
de vocación rebelde
y amante de la vida.

Qué pasión admirable
por ser extraordinario,
motivo de espectáculo
para tus semejantes.

Qué grande eres, Nuwanda,
qué grande, aunque estés muerto,
como tú mismo insistes,
para que, así, la magia
funcione, y la belleza
sea la nueva diosa
de los hombres que van
en busca de algún ídolo.

Que la belleza sea
el nuevo dios del mundo
gracias a ti, Nuwanda,
aprendiz de poeta,
de vocación rebelde
y amante de la vida.

domingo, 29 de abril de 2012

El secreto de Dree Hemingway

Tu enigma entrecruzado
de piernas está oculto
detrás de la evidencia
desnuda de tu cuerpo.
Lo pones muy difícil
y, a la vez, muy sencillo.
Solo hay que abrir tus piernas
para hallar el deleite
que escondes allá dentro.
Mas cómo conseguirlo,
cómo he de convencerte
para que me las abras
precisamente a mí.

Cómo he de engatusarte
para que me poseas
con tus piernas de araña,
cómo he de persuadirte,
carnívora y salvaje
pantera de la jungla,
para que tú devores
mi miembro masoquista
que busca que lo mates
a zarpazos ardientes
y dentelladas húmedas.

Cómo hacer que me comas,
que me tritures todo,
que le arranques gemidos
salvajes a mis partes,
que ya están preparadas,
tensas y firmes para
recibir tu embestida
y entregarse al banquete
de tu boca afilada
y tu cuerpo ondulado
por el voraz deseo
de mi sumisa carne

miércoles, 25 de abril de 2012

Los peluches de Casandra

"Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro..." (Platero y yo, J.R.J.)


Como en Platero y yo,
Augusto se muere
de amor por tus ositos
de peluche,
Casandra mía.

El desorden cotidiano (15)

A Casandra le encantaban los muñecos de peluche. Tenía una colección enorme que nunca dejaba de crecer, porque Augusto, cada vez que se le presentaba la oportunidad, le regalaba uno nuevo.

Una tarde de finales de abril, estando los dos sentados en el sofá del salón de su casa que daba frente a la ventana de la terraza, contemplando la luz del atardecer, Casandra empezó a contarle a Augusto cómo había conseguido a Fran, uno de sus peluches favoritos, el que tenía la forma de extraterrestre. Era grande, verde y vestía una especie de bata de boxeador negra, con capuchón y todo. Y tenía los típicos ojos negros ovalados en punta hacia abajo, ligeramente desplazados hacia el lado inferior derecho e izquierdo respectivamente cada uno, como los pinta Iker Jiménez en Cuarto Milenio o J.J. Benítez en sus libros sobre ovnis. Casandra, según decía, había adquirido este muñeco en la Feria de Sevilla gracias a la pericia de su padre, quien se había desvivido, en uno de esos típicos arrebatos de orgullo que la familia paterna de Casandra llevaba en los genes, por coseguirle a su hija el peluche deseado. En esta ocasión, para obtener el premio, había que romperles las gafas a unos muñecos que se hallaban colocados a unos tres metros de distancia. El participante contaba, para ello, con una especie de piedras en forma de patatas para arrojárselas al muñeco y tratar de romperle las gafas. Por otra parte, el participante contaba con tres intentos por cada ronda que pagaba, pues tres era el número de piedras que, a modo de munición, el encargado de la caseta entregaba al participante durante cada intento. Después de muchos intentos, Quino, que así se llamaba el padre de Casandra, consiguió romperle los dos cristales a las gafas del muñequito para que su única hija tuviera a su querido peluche marciano, que tan tierna y entrañable compañía le había estado haciendo desde entonces.

Casandra había bautizado a su nueva mascota peluchil con el nombre de Fran porque, a Quino, el aspecto del muñeco le recordaba al de un compañero suyo del trabajo que se llamaba así, y no, precisamente, por la belleza de dicho aspecto. Cuando Casandra le contó este detalle a Augusto, a éste le pareció que haberle puesto ese nombre al peluche por el mencionado motivo era un gesto entre cruel, tierno, divertido y entrañable, pues, en cuanto al compañero de su padre, ya que jamás se enteraría de la anécdota, tampoco se iba a ofender, pues, como dice el refrán, ojos que no ven (en este caso, oídos que no oyen o no escuchan), corazón que no siente.

El primer muñeco de peluche que Augusto le regaló a Casandra fue un precioso osito al que ésta puso, como nombre, Impermeable, porque la noche en que fue adquirido, también durante la celebración de una Feria de Sevilla, la del año 2008 concretamente, terminó lloviendo, y el osito venía envuelto en plástico y metido en una caja. Eso hizo que Impermeable fuera el único que logró librarse de las gotas de lluvia, que empezaron cayendo suave y mansamente, pero que el viento que comenzó a soplar poco después llegó a convertir en un torrencial aguacero que manifestaba un comportamiento tan indómito y salvaje que, de vuelta del recinto ferial, regresando al aparcamiento en el que Víctor, un amigo de Casandra y Augusto que iba con ellos, tenía su coche, hizo que los tres acabaran empapados, y el paraguas de Augusto, hecho trizas. Fue como si las hostilidades meteorológicas de la selva amazónica se hubieran trasladado, repentinamente, a la atmósfera de aquella noche sevillana de primavera.

Impermeable era un osito adorable. Inspiraba la misma ternura que la de un bebé recién nacido. Era chiquitito, sobre todo en comparación con otros peluches de Casandra, como Fran. Medía unos veinte centímetros de longitud y el fabricante o artesano que lo había elaborado le había colocado los bracitos de manera que parecía querer abrazarte, lo cual acentuaba el sentimiento de ternura que Impermeable provocaba tanto en Casandra como en Augusto. Además, la forma de sus ojillos, su gracioso tamaño de pepitas de sandía, su intenso color negro y el modo en que el sensible, delicado y experto artesano los había insertado sobre la superficie peluda de su pequeño rostro de adorable criatura doméstica, inspiraban tan espontánea, humilde, sencilla y sincera simpatía, que a Augusto se le caía la baba contemplándolo. Realmente, Impermeable era una pequeña obra de arte que se hacía querer por cualquiera.