BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











jueves, 28 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (42)

Augusto tenía sus particulares fetiches del terror, cada uno de los cuales, de alguna manera, había marcado su infancia y su adolescencia, respectivamente. El gran terror de su infancia había sido el cazador de niños de "Chiti-chiti bang-bang", un clásico del cine infantil de la década de los sesenta. Este personaje, que aparecía vestido de negro con una especie de caseta de feria o puesto de chucherías para atraer la atención de los incautos pequeñajos, llegó a protagonizar muchas pesadillas de Augusto, a quien la enorme nariz, el sombrero de copa y la capa del susodicho malvado, hacían temblar de auténtico pánico. Así, cada vez que Augusto veía la película, y fueron muchas, casi tantas como "Mary Poppins", tenía que darle al botón del vídeo que servía para pasar las escenas de forma rápida, porque le daba miedo ver aparecer a este personaje que parecía un cuervo, cuyas siniestras alas llenaban de sombras el alma cándida y vulnerable del pequeño Augusto cada vez que aparecía el cuervo volando, ya fuera en el terreno de la realidad o en el de los sueños que se convertían en pesadillas.

Hacía mucho tiempo que Augusto no veía esa película, pero resulta bastante paradójico que una historia infantil tan tierna causara tanto miedo, al menos, a parte del público al que iba dirigida. Aunque esas emociones tan desagradables fueran provocadas por uno solo personaje de la obra, no era cuestión de que tuvieran que pagar justos por pecadores. Pues hay que recordar que también participaba el entrañable Dick Van Dyke, que había sido Bert en Mary Poppins, esa otra película que había constituido otro gran hito, éste, de agradables recuerdos, en la infancia de Augusto. Y, ciertamente, el pobre personaje de Caractacus Potts no tenía la culpa de compartir protagonismo con el malvado secuestrador infantil protagonizado por Robert Helpmann. Pero así eran las cosas. Tendría Augusto que volver a ver la película para superar el trauma, cosa que esperaba no resultarle demasiado difícil, habida cuenta de la cantidad de años que habían pasado desde aquella época de su más tierna infancia, cuando pasaba sus vacaciones entre Sevilla, Madrid y Granada con abuelos, tíos y primos.

Su otra gran motivo, no ya de terror, sino de auténtico pánico, era Samara Morgan, el siniestro personaje de la película "The Ring". Solo había dos cosas de esa película que a Augusto le causaba casi tanto miedo como Samara: la puñetera cinta de vídeo que condenaba a morir, al término de siete días, a todos aquellos y aquellas incautas que se atrevieran a verla, y la cara descompuesta que se les quedaba a las víctimas a las que, transcurrida la semana correspondiente, Samara visitaba a través de los aparatos de televisión de sus casas.

Augusto había ido a ver esta película al cine con su amigo Sabino en el año 2002, que fue cuando la estrenaron, durante una de las escapadas que hacían algunos días de la semana después de las clases en la Facultad. Se iban a comer una hamburguesa al Nervión Plaza, que es un centro comercial del centro de Sevilla, y, mientras comían, elegían una película de la cartelera para verla después de comer. Y, en una de aquellas ocasiones, le tocó el turno a "The Ring", de la que habían obtenido referencias por boca de otros amigos del grupo de la Universidad, que ya habían ido a verla y les había gustado mucho, que es lo mismo que decir que les había asustado mucho.

Lo que más aterrorizaba a Augusto de Samara era su aspecto cadavérico, con esa piel de un blanco azulado, arrugada por su constante exposición al agua, y esos pelos negros, de un negro espesísimo y opaco que le llegaba a la altura del pecho y que le cubría el rostro para insinuar una mirada que provocaba ese auténtico pánico que dejaba a sus víctimas con la mandíbula desencajada, además de ese camisón blanco que parecía la sábana de un fantasma o el sudario de un muerto. Era como el Cristo de Velázquez, pero, en lugar de provocar piedad y devoción como el cuadro del pintor sevillano, causaba espanto.

Otra característica del personaje que desquiciaba a Augusto era la lentitud con la que se movía Samara, que era una lentitud espesa y torpe, como si le costara moverse, como si estuviera sumida en un charco de arenas movedizas, esa misma lentitud que nos invade cuando estamos soñando, y, sobre todo, cuando estamos viviendo una pesadilla en la que alguien o algo terrible nos está persiguiendo y nosotros no podemos movernos para echar a correr, para poder huir despavoridos, porque las extremidades corporales nos pesan como si fuesen lingotes de acero.

Y, sobre todo, esa primera aparición suya sobre la superficie de ese pozo, también de pesadilla, y esa manera de acabar de superar el obstáculo del brocal del pozo, de bajarse de él y empezar a arrastrarse lentamente, con lentitud diabólica, como regodeándose en el pánico de quien la está observando, hasta llegar a la pantalla del televisor y salir de ella para plantarse en medio de tu propio salón...Para Augusto, esa sería, durante muchos años, la imagen del terror en estado puro.

Con el paso del tiempo, Augusto había conseguido dar los primeros pasos para superar el trauma del miedo que le provocaba el personaje de Samara Morgan, y lo había hecho buscando en Internet información sobre la actiz que había interpretado a tan malvada y siniestra criatura: se llamaba Daveigh Chase, y era una hermosa jovencita que ya había sobrepasado los veinte años de edad. Cuando actuó en la película, la señorita Daveigh contaba con solo doce añitos, o sea, siendo una mocosa aparentemente inofensiva, pero solo en apariencia, pues ya se sabe que la proverbial inocencia de los niños es un arma, o mejor dicho, una excusa de doble filo: puede hacérnoslas ver como las criaturas más adorables, o como las más demoníacas y terroríficas, según las circunstancias. Está claro que el personaje de Samara representa, a la perfección, el lado más oscuro que una niña de doce años puede ser capaz de manifestar.






martes, 26 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (41)

A Augusto había una costumbre que le irritaba muchísimo: la peculiar manera que tienen los españoles de despedirse, que consiste en el arte de no acabar nunca de hacer lo que se supone que uno está acabando de hacer, y que, dada la propia definición del término que se encarga de nombrar esta acción, o sea, "despedida", en forma de sustantivo, o "despedirse", como verbo, debería ser algo breve, conciso, fugaz, y, sin embargo, los españoles somos tan dados a prolongar hasta el infinito cualquier clase de evento que tenga el más mínimo carácter festivo y lúdico, que no queremos o no somos capaces de dar por terminado, sin más, un evento de este tipo.

Ocurre como cuando uno sale de copas con los amigos. Da igual lo tarde que sea; da igual que la noche esté llegando a su fin y al sol le falte una hora escasa para asomar la cabeza y dar la bienvenida a un nuevo día. Siempre hay alguien dentro del grupo que, insatisfecho, con ganas de más juerga, de rebañar los últimos momentos de de diversión nocturna, sugiere acudir a algún bar a "tomar la última", la última copa, se entiende. Pues con las despedidas españolas ocurre exactamente lo mismo: que no terminan nunca. Se prolongan minuto tras minuto, y a veces, hora tras hora, al final de fiestas, de reuniones y de cualquier tipo de encuentro o de acto social.

Y esa costumbre de permanecer, a la salida del restaurante, del cine, del bar, de la discoteca o de la casa de alguien, allí plantados, de pie, sin moverse, sin tomar una determinación, "nos retiramos o nos quedamos un ratito más, pero hagamos algo, por favor, aunque sea sentarnos en el banquito de esa esquina", simplemente hablando y hablando y hablando, habiéndose, por otra parte, dicho las protocolarias fórmulas de despedida, "hasta mañana", "buenas noches", etcétera, una, y otra, y otra vez... A Augusto, esa costumbre le desquiciaba bastante. Sobre todo, cuando él se sentía cansado y lo que le apetecía era volver a su casa y que le dejaran tranquilo de una vez. Puede que hubiera algo de misántropo egoísmo, de acritud antisocial en esa postura suya, sobre todo cuando eran sus deseos de volver a casa lo que le hacía perder la paciencia sin tener en cuenta si a Casandra, su novia, le apetecía seguir allí, charlando agradable y tranquilamente, sin más, con sus amigos, con sus padre o con quien fuera.

A veces, coincidían, y resultaba que a los dos les apetecía perder de vista a todo el mundo y llegar al hogar, dulce hogar, para ponerse la televisión y tumbarse sobre el sofá con la mantita por encima. En otras ocasiones, los deseos de Augusto no coincidían con los de Casandra. Augusto, sin tener en cuenta a nada ni a nadie más que a sí mismo, perdía la paciencia y desconectaba de la situación en señal de que quería marcharse, y rapidito. Y esto, lógicamente, a Casandra no le hacía ninguna gracia, como no debe de resultarle agradable a ninguna persona que su pareja se comporte de manera egoísta. Entonces ella, con toda la razón, se enfadaba con él y discutían.

Augusto reconocía que se había vuelto un poco cascarrabias, y con solo treinta y un añitos que tenía. Él pensaba que, quizá, ello había sido causado por la estabilidad emocional que había alcanzado con los años, con las experiencias vividas, con las terapias realizadas y con la ayuda de Casandra. De hecho, su estabilidad emocional había llegado a adquirir tal grado de solidez, que, a estas alturas, tenía muy claro qué le gustaba y qué no, así como aquello que estaba dispuesto a soportar o a evitar sin que le fuera la vida o el sustento en ello.

 Y esta nueva actitud suya entraba en juego en el tipo de situaciones anteriormente mencionadas. Cuando la situación no requería de su presencia con carácter de urgencia, él pensaba que no tenía por qué estar ahí si no le apetecía. Sucedía como con sus gustos literarios: igual que, si un libro no le aportaba ningún aprendizaje nuevo, no le interesaba leerlo, cuando se hallaba inmerso en una circunstancia que él considerase, de algún modo, banal, que no le aportara nada de emotividad, de afectividad, de diversión, de cariño, de placer estético o de simple pasatiempo, pero siempre que el pasatiempo albergara algún sentido, sencillamente no le interesaba estar allí.

También es cierto que ésta era un actitud muy radical, y que no siempre se manifestaba. Más bien solía darse, en la mayoría de los casos, cuando Augusto estaba de mal humor por la razón que fuera. Es más: en ocasiones, Augusto valoraba el hecho de estar haciendo algo sin más, porque sí, para pasar el tiempo, como coger por sorpresa a Casandra y comérsela a besos.

Al menos, Augusto era consciente de lo egoísta que muchas veces se mostraba en este sentido, y que debía cambiar esa actitud, al menos, por Casandra, pero, también, por las personas que le apreciaban y le querían, y a las que les gustaba compartir sus ratos agradables con él. Eso Augusto tenía que aprender a apreciarlo mucho más de lo que lo hacía, porque resulta injusto e inhumano despreciar a los que te aprecian. Y no es que Augusto mostrara desprecio, pero sí, en ocasiones, cierta arrogante indiferencia, e incluso sentimiento de superioridad, y eso es de ser estúpida y mala persona.


lunes, 25 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (40)

La primera muerte de la que fue consciente Augusto fue la de su abuelo paterno, acaecida durante uno de los veranos de mediados de los años noventa. Estaba él en la finca familiar de la sierra de Jaén cuando una de sus tías le dio la noticia. A él, en principio, le habían despertado aquella mañana diciéndole que se vistiera y se arreglara rápidamente porque ese día se iban a ir de visita a Granada, que es la ciudad en la que vivía parte de su familia paterna (entre otros miembros de ésta, algunas de las hermanas de su padre y sus dos abuelos).

Todo iba normal hasta que Augusto entró en el cuarto de baño para lavarse los dientes. Entonces entró una de sus tías, que fue quien acabó dándole la noticia: su abuelo había muerto. En un primer momento, el gople fue bastante duro, porque el pequeño Augusto, hasta entonces, no había experimentado lo que significa perder a un ser querido. Por otra parte, nadie desea algo así a un niño de doce, trece o catorce años, que es la edad que tendría Augusto por aquellas fechas.

Se fueron a Granada, él y su hermano mayor, con uno de sus tíos, que les llevaba en coche.  Allí les esperaban sus padres, que habían pasado en la ciudad de la Alhambra los últimos días del abuelo Arturo, que era como se llamaba el padre de su padre. Cuando llegaron a su destino para celebrar el funeral, Augusto encontró a su madre muy afectada, y a su padre, lógicamente, también. Augusto recordaba con infinita tristeza el momento en que el féretro de su difuntoi abuelo fue introducido en su nicho, momento en el cual la madrina de Augusto, una de sus tías paternas, se derrumbó por la pena y emitió un desgarrado grito cargado de lamentos inconsolables. Otra de sus tías paternas trató de consolar a su hermana tratando de hacerle pensar que su padre, el abuelo de Augusto, ya no estaba ahí, que dentro del agujero que los enterradores estaban tapiando con cemento no era el cuerpo del ser querido, del padre, del abuelo, del tío, del amigo y del marido, sino una cosa inerte que permanecería en aquel emplazamiento a partir de ese instante simplemente como símbolo de la figura de la persona ausente, como referencia física que sirviera de sustento para el culto a la memoria del fallecido.

Posteriormente, en casa de los abuelos, en la protocolaria y tradicional prolongación del funeral, Augusto pudo acercarse a su abuela recientemente enviudada para darle el pésame, como lo que tantos otros familiares y amigos allí presentes habían ido a hacer, además de ofrecer todo el cariño y el apoyo a la familia más cercana. Obviamente, su abuela se encontraba, en esos momentos, para pocas alegrías, y, por esa razón, Augusto le dio todo el cariño, toda la ternura y todo el apoyo que pudo darle como nieto y como persona, como niño y como el adolescente incipiente que acababa de adquirir conciencia de que la muerte existe, como el pequeño Buda que acaba de perder la inocencia ante tan terrible y cruda visión de lo que la vida significa en realidad.

A su vuelta de Granada, cuando llegaron a la sierra de Jaén y les sirvieron la cena, Augusto, sentado a la mesa con un plato de sopa delante, no pudo evitar romper a llorar pensando en su abuelo. Sus tíos allí presentes trataron de consolarle con cariño y ternura, igual que él había hecho horas antes en Granada, en la casa de su abuela.

Después de la de su abuelo, la siguiente muerte que le golpearía más de cerca sería la de su madre. Mucho antes, también se había producido una tragedia en su familia. Había sido causada por un accidente de moto en pleno centro de Madrid, y la víctima había sido un tío suyo. El hermano pequeño de su madre. Pero Augusto, cuando esto sucedió, era casi un recién nacido y no se enteró de nada, aunque sí recordaba haber conocido a la novia de su difunto tío, que trabajaba en una pastelería, según alcanzaba a recordar.


domingo, 24 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (39)

Augusto sabía que era un pedante. No solo lo reconocía, sino que, además, le gustaba serlo. Antonio Machado decía que un pedante es un tonto con estudios. Augusto pensaba que tener estudios, poseer conocimientos, lo justifica casi todo en la vida... incluso ser un tonto. Y él no se consideraba tonto, pero sí sabía que ser pedante no es algo bueno, o, al menos, que esté bien visto. Y, sin embargo, él se regodeaba en su pedantería. Le hacía sentir especial, y esto sí que podría llegar a considerarse como una actitud tonta, e incluso rematadamente estúpida.

Sin embargo, y considerando la cuestión desde otro punto de vista, podría considerarse la pedantería de Augusto como una manifestación heroica y audaz de su pasión por el conocimiento. Precisamente, en su proceso de aprendizaje, Augusto era menos pedante cuantos más conocimientos iba adquiriendo, puesto que la pedantería del pedante, y valgan las redundancias, es inversamente proporcional al nivel cultural del sujeto en cuestión. De esta manera, Augusto había empezado queriendo manifestar más conocimientos de los que realmente poseía, y ahí nació su pedantería. Otra forma de manifestarla consistía en hablar sobre asuntos trascendentes en situaciones banales. De hecho, la principal razón de su pedantería radicaba en su lucha contra la banalidad. Trataba de contrarrestarla en todo momento. Augusto consideraba que la banalidad constituía un lastre en su proceso de aprendizaje vital, en general, e intelectual, en particular.

Una de las ocasiones en que su pedantería resultó ser más ridícula y estar más fuera de lugar fue en el entierro de su madre. Estando en el tanatorio, velando el féretro que lucía trágicamente pulcro al otro lado del cristal, Augusto, que acababa de empezar la carrera de Filología Hispánica, se puso a hablar con una tía suya sobre el poema del Cid. La verdad es que aquello había resultado más grotesco que contar un chiste, como se suele decir.

Cuando Augusto empezó a relacionarse con otras personas fuera de su ámbito más íntimo, su pedantería le colocaba en posiciones extremas al no dominar las distintas situaciones en las que se puede encontrar una persona que vive en sociedad. Y esto a partes iguales le hacía sentirse humillado y orgulloso de sí mismo a la vez, aunque casi siempre podía más el primer sentimiento que el segundo, y el pobre, ingenuo y vulnerable Augusto lo acababa pasando bastante mal, porque no sabía desenvolverse al lado de esas personas que, si no eran desconocidas, no estaban acostumbradas a tratar con él, y lo terminaban viendo como a un bicho raro que empleaba unas palabras rarísimas para comunicarse. De este modo, Augusto se sentía muy limitado a la hora de relacionarse con las personas, aunque también se sentía único porque pensaba que era, si no la persona más sabia de su alrededor, sí, al menos, la que mejor se expresaba, la que hacía uso de los resortes del idioma con mayor propiedad y rigor.

Pasado el tiempo, habiendo adquirido más experiencia y más conocimientos del mundo, de los libros, de las relaciones sociales que experimentaba y de cualquier clase de estímulo que su percepción captaba, Augusto acabó dominando mayor número de situaciones sociales, de temas de conversación y de jergas, lo cual le permitió adquirir un mayor y mejor dominio de su pedantería, a la que últimamente ya solo recurría cuando quería expresarse en clave paródica o sarcástica, en una especie de gesto en el que subyacía la intención de ridiculizarse a sí mismo para marcar las distancias en relación con la manera en que él acostumbraba a expresarse habitualmente. Y es que él mismo terminó comprendiendo el hecho de que la banalidad es algo tan necesario en la vida como la trascendencia, porque las personas necesitan desconectar de los asuntos serios y pensar y actuar de manera frívola, precisamente para coger oxígeno durante un rato y después volver a enfrascarse en los asuntos serios hasta llegar a la siguiente ronda de momentos superficiales, para, una vez consumidos estos, vuelta a empezar.

De todos modos, Augusto nunca renegó de su pedantería, entre otras razones, porque creía que ésta formaba parte de su espíritu inquieto, curioso, creativo y devoto de cualquier tipo de erudición, y que el hecho de ser pedante le mantenía siempre alerta en esos términos.

viernes, 22 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (39)

Sergio era el hermano pequeño de Augusto, y le unían a él unas cuantas anécdotas que ambos habían vivido en común. Para empezar, cuando Sergio era pequeño, entre finales de los ochenta y principios de los noventa, les había ocurrido un episodio relativamente dramático en la medida en que llegó a producirse, incluso, derramamiento de sangre. Y es que Augusto, que también era pequeño, que por aquella época no tendría más de ocho o nueve años, se hallaba al cuidado de su hermanito pequeño, y estaban los dos curioseando por el lado exterior de las vallas de una finca que la familia materna de Augusto tenía en la provincia de Jaén, muy cerca de la Sierra de Cazorla.

El terreno que pisaban estaba inclinado hacia abajo, y, en un momento de descuido por parte de Augusto, su hermano Sergio se tropezó y empezó a caer rodando por la pendiente, como si fuera el tronco de un árbol caído al hachazo inmisericorde del leñador, hasta alcanzar una distancia de ocho o nueve metros aproximadamente. El pequeño, lógicamente, lanzaba unos gritos de dolor que inmediatamente fueron oídos por los adultos allí presentes, y un amigo de la familia fue el que acudió inmediatamente a socorrer al pequeño Sergio, de cuya frente, y en su mismísimo centro, había empezado a brotar un hilo de sangre en forma de línea vertical. Pero no se asuste el lector, ya que la cosa, finalmente, no tuvo consecuencias graves, más allá de la cicatriz que le quedó al hermano de Augusto tras los necesarios puntos de sutura que le aplicó el médico de urgencias al que le llevaron inmediatamente.

Otra anécdota, ésta, sin sangre de por medio, ocurrió en casa de sus padres. Y consiste en que una tarde en que Sergio tenía cita con el podólogo, éste le pidió a Augusto que le acompañara a la consulta, y Augusto, en principio, se negó a hacerlo por hallarse sumido en un estado que se encontraba a medio camino entre la pereza y el cansancio, teniendo en cuenta que eran las cuatro o cuatro y media de la tarde y que tenía ganas de echarse una siesta. Estos factores, de naturaleza egoísta, tuvieron, en  un principio, más poder en la voluntad de Augusto que los reiterados ruegos de su hermano. Pocos minutos después de que Sergio, resignado, se marchara solo, a Augusto le entraron los remordimientos, y, sin dudarlo un segundo más, se levantó de la cama, donde se había tumbado para echarse la mencionada siestecilla, y salió corriendo con la intención de alcanzar a su hermanito pequeño sin dejar de culparse por haberle fallado como hermano mayor al que el pequeño acude en busca de ayuda, de compañía, de apoyo.

Afortunadamente, Augusto logró alcanzar a Sergio y llegaron juntitos a la consulta del podólogo, y estuvo a su lado cuando el especialista en la salud de los pies le sacó una larga y afilada uña de uno de los dedos gordos que se le había quedado incrustada bajo la piel. Augusto no recordaba si lo había hecho antes o después de entrar con su hermanito pequeño en la consulta, pero lo que recordaba bien es que le había pedido perdón por no haber querido acompañarle en un primer momento, que no se lo tuviera en cuenta y que, por favor, contara con él para lo que necesitara desde aquel momento en adelante.

Había una anécdota que no dejaba de avergonzar a Augusto, por mucho que pasaran los años, se fueran haciendo todos mayores y se fueran considerando estas historias cada vez con más sentido del humor. Y es que en una ocasión en que viajaban con su padre en coche, Augusto, jugando con una navaja multiusos, a las que había sido aficionado, le hizo una enorme raja a la tapicería trasera de uno de los asientos delanteros del coche. Su padre, creyendo que la travesura había sido obra del más pequeño, le echó la culpa a él, y Augusto cayó en la bajeza y en la cobardía de callarse y permitir que el pobre Sergio cargara con la culpa. Y demasiado tardó Augusto en confesar, así como demasiado blanda fue la reacción de su padre, que fue benevolente con él y ni siquiera le castigó, quedándose reducidas las consecuencias de la autoría del estropicio a una simple regañina.

Y no acaba ahí la cosa, porque, de hecho, Augusto, conforme iban pasando los años, cada vez contemplaba con más claridad y nitidez su viva imagen en la trayectoria vital de su hermano Sergio, porque todas las dudas y las confusiones que había experimentado Augusto entre el final de su adolescencia y el principio de su edad adulta, en cuanto a sus estudios y su futuro profesional entre otras cuestiones, las vio repetidas en Sergio, que había empezado varias carreras, igual que él, y había vivido algunos momentos de confusión existencial, igual que él. Por esta razón, Augusto pensaba que él podía entender, mejor que nadie, mejor, incluso, que su padre y sus otros dos hermanos, aquello por lo que Sergio estaba pasando, especialmente en los momentos más difíciles. Augusto así intentaba hacérselo ver a su padre, al que pedía paciencia en relación con su hermano Sergio, la misma paciencia, el mismo margen de confianza, de maniobra y de flexibilidad que le había concedido a él mismo cuando él, Augusto, se había encontrado en esa misma situación.

Finalmente, Sergio halló su vocación allí donde siempre se había mostrado brillante y prometedor: el deporte. Y, más concretamente, el golf. Años atrás, siendo muy jovencito, lo había intentado con el fútbol, en que también apuntaba maneras, pero donde le había faltado la intensidad y el entusiasmo necesarios para llegar a plantearse en serio el hecho de poder alcanzar una meta importante. Y el fútbol es uno de esos deportes que se caracterizan por la fugacidad de las carreras profesionales de quienes lo practican de ese modo, así que uno no puede relajarse y dejar pasar las oportunidades. Sin embargo, el golf es otra cosa. La carrera de un golfista puede durar muchos años. Y a Sergio se le daba igualmente bien este deporte, así que, finalmente, se encaminó por esos derroteros.

Y esto se produjo, prácticamente, al mismo tiempo en que su hermano Augusto se sacaba la plaza de profesor.

El caso es que Augusto siempre se había sentido especialmente unido a su hermano Sergio, y, visto lo anteriormente narrado, no le faltaban motivos para creer y para sentir que dicho lazo fraternal de especial y entrañable naturaleza realmente existía. Ante todo, le alegraba, le satisfacía y le tranquilizaba mucho el hecho de saber que Sergio había encontrado, por fin, su lugar en el mundo, pues era consciente de que haber alcanzado este importante logro vital le había costado a él, Augusto, tanto como a él, su hermano Sergio.


domingo, 10 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (38)

Augusto, creo que ya lo hemos mencionado en alguna parte, se había convertido en profesor sin ninguna vocación. Tan solo, presionado por las circunstancias. Él nunca había querido dedicarse a la enseñanza. De hecho, uno de sus lemas, que se repetía a sí mismo constantemente desde que había empezado a ejercer decía lo siguiente: "Pero yo, ¿cómo voy a enseñar, si mi vocación es aprender?" Y es que, para empezar, él pensaba, como piensa mucha gente, que para enseñar hay que valer, y que no todo el mundo vale para eso. Y él se incluía entre los que no saben hacerlo. Y muchas veces se escudaba en esa opinión suya para justificar su incompetencia profesional. También es cierto que muchas otras veces dejaba de recurrir al autoengaño y se reprochaba a sí mismo el hecho de no hacer bien su trabajo, o incluso, directamente, no hacerlo, es decir, no cumplir con sus obligaciones.

Este pensamiento le estuvo amargando la vida durante los dos primeros años de su carrera docente, de tal modo y con tal intensidad, que acabó adquiriendo unos perfiles patológicos que su diagnosticada neurosis obsesiva (sin querer ponerla como excusa) contribuía a reforzar. Llegó esta situación al punto de hacer peligrar su relación con Casandra, quien ofrecía todo el amor, todo el cariño, todo el apoyo y toda la comprensión que tenía en sus entrañas y que Augusto necesitaba. Sin embargo, las constantes quejas con que éste volvía del trabajo a casa lamentándose por lo amargado que se sentía en el instituto, donde, según él, los niños le hacían la vida imposible, y a quienes se había descubierto, también según él, definitivamente incapaz de atraer su interés y atención ya no solo por su asignatura, sino por cualquier otra cuestión, una vez consumado su fracaso por hacerse respetar dentro del aula, hacían que la paciencia de Casandra casi llegara a los límites de su capacidad de aguante, llegando, incluso, a plantearse, en momentos de auténtica desesperación, cortar su relación con Augusto. El colmo de esto último se produjo cuando Augusto se planteó cambiar de trabajo. Y no es que Casandra no le apoyara a priori, sino que la alternativa que él le proponía era tan absurda (opositar para convertirse en personal laboral de un comedor universitario en Granada), que ella se enfadó, y mucho, y con toda la razón del mundo.

Una vez pasadas las lógicas peleas y discusiones provocadas por la decisión que había tomado Augusto, Casandra consiguió hacerle ver el error que cometería si hacía lo que tenía pensado y, por supuesto, que no contara con ella si se empeñaba en seguir adelante. Ella, en un alarde de sensatez, le propuso una solución mucho más razonable, que era darse de baja y tomarse un tiempo de reflexión y descanso. Eso es algo que él no había contemplado y a lo que tenía perfecto derecho. Y, finalmente, es lo que hizo. Se dio de baja un 23 de febrero y estuvo sin trabajar hasta final de curso. Durante ese periodo de descanso y reflexión se dedicó a eso, a descansar y a reflexionar. Más, incluso, a lo segundo, pues la baja laboral fue complementada con el comienzo de una psicoterapia a la que sigue yendo para consolidar los logros que entonces empezaron a fraguarse.

Tiempo tuvo para pensar en su situación, en la situación de su novia y en las circunstancias de su entorno y de su trabajo. Tres fueron los factores que determinaron su recuperación: los meses de reposo, la terapia y el ejemplo y el apoyo de Casandra. En qué orden se había producido la correspondiente y beneficiosa repercusión de estos elementos,  es algo que Augusto se recreaba en averiguar. Lo importante es que Augusto no solo había terminado recuperándose, sino que, además, había logrado dar a su vida un giro de trescientos sesenta grados. Había pasado de ser un gris y amargado profesor de instituto a convertirse en un docente vocacional que apreciaba a sus alumnos, que se preocupaba por ellos, que los quería como si fueran sus hijos, pero, a la vez, siendo muy consciente de que su trabajo como profesor no era la panacea, y que la responsabilidad en la educación, formación e incluso protección de los niños era compartida por los padres, por la sociedad y por el centro educativo.

Y la responsabilidad de Augusto como educador se ceñía al ámbito escolar. Esa era una de las ideas que acabó asimilando gracias a la terapia, pues anteriormente sus miedos e inseguridades laborales le habían hecho estar continuamente culpándose de muchos problemas que no le concernían a él. Su psicólogo lo llamaba "la tarta de responsabilidades", y Augusto había aprendido que, de esa tarta, a él solo le correspondía una ración, y no la tarta entera. Él no era el padre ni el amigo. Él era el profesor. Y ni siquiera era el único, sino, tan solo, uno de ellos. Y, como tal, su función consistía en enseñar su asignatura lo mejor posible, y, en ese contexto, tratar de inculcar los valores de respeto, tolerancia, compañerismo y sentido de la responsabilidad. Ahí terminaba su parte de responsabilidad y empezaba la parte de los demás agentes educativos, especialmente, la de los padres. Teniendo muy claro ese hecho y esa idea, Augusto consiguió avanzar en su camino y mejorar en el ejercicio de su profesión.

Y, tan bien estaba yendo durante el nuevo curso, que él mismo notaba cómo estaba empezando a desarrollar ciertas habilidades pedagógicas, como la capacidad de improvisación. Augusto se sentía tan cómodo y relajado en el aula, que, como cuando escribía versos en la soledad de su despacho, le visitaba la musa y se le ocurrían brillantes maneras de explicar la materia que estuviera impartiendo en el momento en que esto sucedía. Sentía cómo su creatividad se desbordaba en un torrente de pintoresca espontaneidad que hacía las delicias de sus alumnos, que eran los espectadores que presenciaban aquel espectáculo montado sobre la marcha por ese profesor chiflado que trataba de hacer inolvidable cada una de sus explicaciones, tratando de conseguir que sus alumnos salieran del aula con un recuerdo agradable y divertido de lo que es una descripción, una narración o un determinante demostrativo.

La nueva situación laboral de Augusto también ayudaba mucho. El ambiente del instituto era muy agradable y los grupos que le habían tocado, también. Eran pocos alumnos, y muy formales, teniendo en cuenta, además, la clase de adolescentes con que había tenido que bregar durante los dos cursos anteriores. De tal modo, se unían las dos circunstancias que todo profesor desea: tener pocos alumnos y que estos sean muy buenos. Era justamente el curso académico que Augusto necesitaba experimentar para consolidar todas las mejorías que había alcanzado gracias a los meses de reposo, la psicoterapia y, cómo no, el cariño, el apoyo y el siempre edificante, instructivo y aleccionador ejemplo de Casandra, su novia, su amante, su amiga, su compañera de profesión y el amor de su vida.

miércoles, 6 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (37)

Entre otros hábitos extravagantes, Augusto tenía uno que consistía en leer algunos libros empezando desde el final. Igual que a algunas personas les daba por empezar por el postre a la hora de comer, Augusto abordaba determinado tipo de obras empezando por el último capítulo, sobre todo si, para él, lo más importante se hallaba en esas páginas. Esto sucedía con los libros de Historia sobre todo, y es que a Augusto le gustaba empezarlos casi siempre por la parte que él sentía más cercana y fácil de entender, para, de ese modo, facilitarse a sí mismo el enganche al ritmo de lectura requerido por el libro en cuestión.

Así, por ejemplo, siempre dejaba la Historia Antigua o la Prehistoria para el final, porque era la parte que más le aburría, que menos entendía o que más densa le parecía. Le costaba mucho situar, en su lugar correspondiente, nociones como paleolítico, neolítico, australopitecus u homo sapiens, así como el hecho de ordenar en su mente la sucesión cronológica de las civilizaciones antiguas, todas las cuales surgieron en el entorno de lo que la terminología historiográfica ha dado en denominar como la zona del Creciente Fértil, Oriente Próximo o Mesopotamia. Por más que lo leía en un libro y en otro, y luego en otro y en otro más, nunca lograba recordar cuál iba primero en el tiempo, si el imperio babilónico, el asirio o el sumerio.  Admiraba y envidaba a esos eruditos que hablaban o escribían con tanta familiaridad y cercanía sobre figuras o personajes como Nabuconodosor, Hammurabi, Jerjes o Darío. Su mente se esforzaba en tratar de moldear esa nebulosa de datos para tratar de convertirlos en conocimientos, pero le costaba mucho hacerlo, tanto como le costaba, por ejemplo, organizar lo que sabía de la Historia Medieval de España, sobre la cual poseía solo algunos datos firmemente asentados, como la batalla de Guadalete (año 711), la de Covadonga (año 718), la conquista de Toledo por Alfonso VI (año 1085) y la de Sevilla por Fernando III El Santo (1248). Pero con Al Andalus volvía a hacerse el lío entre tanto Abderramán, Al Hakem, Hixem, etcétera, etcétera. Lo único que tenía claro era lo de los reinos almorávides y almohades (el recuerdo de las Navas de Tolosa le servía para recordar también lo primero).

Volviendo al asunto de la Historia Antigua, el capítulo de Grecia y Roma le resultaba algo más fácil de asimilar, puesto que la materia, en estos casos, se organizaba cronológica y geográficamente de manera más uniforme (periodo minoico, micénico, clásico y arcaico, por un lado; monarquía, república e imperio, por el otro, y con los grandes protagonistas-personales e institucionales- de ambos lados: Pericles, Solón, Leónidas, Alejandro Magno, las ciudades-estado-Atenas, Esparta-, Roma, Julio César, Augusto, Nerón, el senado, los patricios, los plebeyos, la arquitectura, el derecho...).

Lo que mejor dominaba Augusto, por intereses y por ideología, era la época contemporánea y reciente, especialmente el periodo de la Guerra Fría, con los bloques capitalista y comunista, ámbito, este último, del que había leído tanto y seguía leyendo tanto, que se consideraba como un "experto aficionado" en la materia, si a tal expresión se le puede conceder algún atisbo de validez. Le encantaba recrearse en los desmanes del imperialismo yanki y en la sanguinaria, criminal y totalitaria hipocresía de la Unión Soviética y del mal llamado socialismo real. Todo esto le servía a Augusto como materia para elaborar sus propias teorías y fundamentar sus criterios sobre la teoría filosófica y económica de uno y otro signo. Tampoco podía faltar la era de la globalización (internet, el 11 de septiembre, la guerra de Irak, la matanza de Atocha del 11 de marzo de 2004...), que era lo primero que encontraba Augusto cuando abría el libro por las páginas finales, si la obra en cuestión era reciente, de los últimos quince o veinte años a esta parte, aproximadamente.

Este hábito de leer al revés da buena cuenta de los gustos lectores que cultivaba Augusto, quien, como ya sabemos, tenía el ensayo como uno de sus géneros literarios preferidos, y el cual, dadas sus características de forma y contenido, le permitía, en los casos en los que le interesara, empezar el libro por el último capítulo. Ideas y conocimientos... Ideas y conocimientos... Esa era la diana a la que apuntaba el arma de la voracidad lectora de Augusto.