BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











jueves, 26 de julio de 2012

Los orígenes de la guerra civil vistos por un niño

- Eh, tú, rojo cabrón...
- Facha de mierda, ¡te voy a matar!
- ¡Franco, Franco! ¡Ese rojo dice que me va a matar! ¡Me ha amenazado de muerte! ¡Tengo miedo!
- Tranquilo, hijo mío- respondió Franco-. Yo te protegeré. A ti, y a todos los demás que son como tú. Porque yo soy vuestro padre y vosotros sois mis hijos.
- Gracias, papá. Ya no tengo miedo.

sábado, 21 de julio de 2012

El desorden cotidiano (22)

Augusto había leído, en un manual de literatura universal, una frase de Anton Chéjov que le gustaba mucho: "Escribir bien es escribir corto; decir sencillamente cosas sencillas". Augusto no podía estar más de acuerdo con estas afirmaciones de uno de los autores de cuentos y relatos breves más famosos de la historia de la literatura. Opinaba exactamente lo mismo que el escritor ruso, que constituía el mismo parecer que sostenía, nada menos, que el gran Jorge Luis Borges, otro gran defensor y cultivador de las formas breves.

Augusto era de la opinión según la cual un libro, especialmente en el caso del género novelístico, no debería extenderse más allá de, como mucho, las cuatrocientas páginas. La moderación cuantitativa que proponía él redundaría, pensaba, en beneficio de autores, lectores y de cualquier otro tipo de elemento que participara en la actividad literaria (por ejemplo, los editores, que reducirían costes al tener que emplear menos cantidad de papel para la producción de cada ejemplar, lo cual, además, sería beneficioso desde el punto de vista ecológico). Y es que no olvidemos, como creía Augusto, que el hábito lector y la tarea que conlleva no deja de ser un ejercicio físico que llega a cansar a quien lo practica, igual que le sucede al que juega al fútbol o al que sale a la calle a correr o a practicar cualquier otro deporte. Lo mismo que un deportista que se pasa tres horas diarias en el gimnasio cultivando su cuerpo acaba cansado y necesitado de reposición alimenticia y descanso, el individuo que dedica esas mismas horas diarias a la práctica de la lectura también acaba agotado y con la necesidad de despejar su mente y relajar la vista, que ha realizado un enorme esfuerzo físico. Esa es una de las razones por las cuales Augusto pensaba que los libros no deben ser excesivamente extensos: porque una excesiva extensión corre el riesgo de disuadir a los posibles lectores de la obra literaria a la que el libro, como objeto material, da soporte.

La otra razón fundamental que Augusto sostenía en su defensa de la brevedad literaria radica en la cuestión del canon, o lo que es lo mismo: la enorme cantidad de libros con la que todo buen lector debe contar en su bagaje de lecturas. Obviamente, cuanto más corto sea un libro, más pronto se acaba de leer y antes puede el lector pasar a enfrascarse en una nueva lectura para seguir enriqueciendo su mundo interior y sus horizontes vitales, con lo cual dicho lector siente que avanza, que va abarcando cada vez más conocimiento, más porción del canon literario establecido por otros o por él mismo, lo cual le anima a seguir leyendo con entusiasmo y voracidad en la medida en que esto le resulta ameno, didáctico y enriquecedor. Por el contrario, si el lector tiene que enfrentarse a un libro de mil páginas, es posible que lo considere más una obligación que un placer, especialmente ante la perspectiva de que la obra en cuestión vaya a ocuparle los dos próximos meses de su vida, y no esté dispuesto a hipotecar tantas horas de su tiempo libre, que, para el ciudadano medio, no suele ser muy abundante, en dedicarse a leer un libro pudiendo dedicar todo ese tiempo a cualquier otra actividad más amena y relajante. Y es que la amenidad no debe ser un enemigo del libro, sino su aliado más fiel. Esa es la clave, según opinaba Augusto, para fomentar, crear y arraigar el hábito lector.

 Y, aunque resulte política, o, en este caso, literaria o culturalmente incorrecto, Augusto estaba firmemente convencido de que una de las razones principales por las cuales el ciudadano medio ha llegado a alejarse tanto de la literatura en los últimos tiempos, llegándola a sentir prácticamente como una cosa totalmente ajena a sus hábitos y costumbres cotidianos, estriba en el hecho de que muchas de las obras maestras de la literatura resultan excesivamente pesadas debido a su desmesurada extensión, sobre todo en el caso de las novelas realistas de los autores franceses y rusos, ante cuyas descripciones, desproporcionadamente pormenorizadas, el lector debe armarse de paciencia para no sucumbir al aburrimiento y abandonar el libro sin haber alcanzado ni siquiera la mitad de su lectura. A Augusto le había sucedido esto, por ejemplo, con Crimen y Castigo, de Dostoievski. Cuando el personaje protagonista, autor del crimen que da título a la obra, que, en su estado emocional, atormentado y paranoico por el remordimiento que le provoca el crimen que lleva cargando en su conciencia desde prácticamente el comienzo de la historia, no termina de decidirse a confesar su delito y, encima, de repente surge, sin venir a cuento, una subtrama que supone un desvío inesperado de la trama principal que es la que mantiene enganchado al lector, resulta del todo comprensible que éste se lleve una decepción, se pregunte a qué viene ese repentino desvío de la historia principal y pierda el interés por acabar esa lectura.

También había sido Augusto, en su momento, víctima de la impaciencia y del aburrimiento con Madamme Bovary, de Flaubert, lectura que dejó interrumpida en dos o tres ocasiones, y a la que tuvo que conceder una enésima oportunidad para terminarla, si bien la obra maestra del autor francés no es tan extensa como la del novelista ruso. De modo que, en este caso, la excusa no estaba en la extensión del texto, sino en su estilo, y es que la literatura realista a Augusto le solía resultar sumamente aburrida por uno u otro motivo: o bien la obra en cuestión le parecía demasiado extensa, o bien demasiado descriptiva o compleja (número de personajes, de anécdotas, de subtramas, etc.).

También es cierto que Augusto, como él mismo reconocía sin ningún reparo, tenía muy poca paciencia para las novelas. No se enfrascaba en una historia que no le interesara de antemano, y había muy pocos planteamientos basados en la pura ficción que pudieran llegar a interesarle. Para casos como estos, prefería acudir al Séptimo Arte (como le había sucedido con El gran Gatsby, de Scott Fidgerald: cuando empezó a leer la novela, no le gustó cómo estaba enfocada, así que dejó de leerla y recurrió a la versión cinematográfica). Y, en cuanto a la complejidad de esta clase de propuestas, Augusto la prefería en otros géneros literarios, muy especialmente en el ensayo, que era su predilecto después de la poesía. En el terreno de la literatura ideológica era donde a Augusto le gustaba que el autor le propusiera los más elevados, densos y sesudos desafíos intelectuales, si bien también agradecía él, como lector, que la obra en cuestión resultara ligera, amena, didáctica y constara de una extensión razonable (un máximo de, aproximadamente, cuatrocientas páginas, como hemos comentado anteriormente).

Pero Augusto insistía en que las más de mil páginas de obras como El Quijote, La Regenta o Guerra y Paz constituyen un lastre, una barrera, un impedimento y un elemento disuasorio para el apetito lector. Al menos, para el suyo. Y, a la hora de defender su tesis, recurría a la autoridad del mencionado Borges, quien pensaba que lo que puede contarse en cinco o diez páginas, no hay necesidad de prolongarlo durante otras novecientas páginas de más. Augusto iba, incluso, más allá, considerando que es una falta de respeto para el lector tener que dedicar tanto tiempo a la lectura de un solo libro, cuando en mil páginas puede caber perfectamente la cantidad de contenidos y de conocimientos equivalente a tres, cuatro o cinco libros. Manejando estas cifras y estos planteamientos, según Augusto, el canon literario podría llegar a resultar más abarcable, cercano y atractivo para el lector.

jueves, 19 de julio de 2012

El desorden cotidiano (21)

Augusto tenía un sueño recurrente: consistía en que siempre le quedaba una asignatura, o dos, para terminar la carrera. Y lo agobiante era que no sabía cómo aprobarla o recuperarla. A veces pasaba que la asignatura en cuestión se había extinguido por pertenecer al plan de estudios antiguo. En otras ocasiones, el problema consistía en que se trataba de una asignatura varias veces suspendida y de la que Augusto tenía que volver a matricularse, pero no sabía cómo.

Lo más curioso de todo es que el mismo Augusto estaba, dentro de aquel inquietante sueño, en posesión de su diploma de licenciatura, pero el hecho de haber estudiado en dos universidades llevaba a su mente, en aquel estado onírico del subconsciente, a mezclar cursos y asignaturas de las dos universidades en las que había estudiado (Sevilla y Madrid), con lo cual, por así decirlo, resultaba que Augusto se había licenciado por la Universidad Autónoma de Madrid, pero, una vez de regreso a Sevilla, para trabajar en Andalucía, tenía también que terminar los estudios que había abandonado allí, en la capital andaluza. Así pues, la desesperación era total, y no terminaba hasta que nuestro personaje, por fin, despertaba de aquella semipesadilla y respiraba tranquilo al comprobar que, efectivamente, tenía su licenciatura y su trabajo de profesor.

Puede que la causa de que Augusto soñara estas cosas radicara en el hecho de que, a lo largo de su excesivamente dilatado periodo de estudios (1999- 2006), con un cambio de carrera incluido, el futuro filólogo hubiera dejado abandonadas por el camino unas cuantas asignaturas (de todo tipo, por cierto: troncales, obligatorias, optativas, de libre configuración...), cosa de la que éste no se sentía muy orgulloso precisamente. Puede que hubiera sido este cúmulo de abandonos, que figuraban en su expediente académico, lo que se manifestaba en su subconsciente a modo de cuentas pendientes que saldar consigo mismo y que, puesto que jamás serían resueltas, se plasmaban como desahogo en los sueños de Augusto, quien, en este sentido, consideraba que, de algún modo, la vida le estaba castigando o dándole un poco la lata por haber cometido esta clase de inconstancias, claudicaciones o rendiciones sin haberse esforzado lo suficiente.

jueves, 12 de julio de 2012

El desorden cotidiano (20)

Augusto y Casandra tenían, entre otros proyectos comunes, uno muy especial y entrañable: la paternidad. Querían tener una hija (y una solo, que ya era bastante) y llamarla Galatea. La idea se la había propuesto Casandra a Augusto a los pocos meses de comenzar la relación, y el acuerdo fue instantáneo. A Casandra le gustaba el mito clásico de la ninfa Galatea. Además, le tenía mucho cariño a Góngora, el poeta cordobés del siglo XVII que había escrito una de sus obras más famosas inspirándose en el mencionado mito grecolatino. A Augusto le gustaba el nombre porque le sonaba de maravilla y ya se imaginaba cómo iba a ser su hijita: una adorable niña de ojos almendraditos, como los de Casandra, de labios firmes y carnosos, como los de Casandra. En otras palabras: Augusto quería que su hija se pareciera físicamente a Casandra, porque le encantaban las fotografías infantiles de su novia. Se le caía la baba con ellas y quería que Galatea fuera exactamente igual. Eso, en cuanto al físico, porque Augusto quería que su hija heredara la personalidad de su padre, y que quisiera ser de mayor escritora o actriz o directora de teatro, y que, obviamente, le gustara mucho, mucho, mucho leer. Augusto se imaginaba yendo a la biblioteca pública con su pequeñaja. También se imaginaba acunándola para dormirla en sus brazos mientras le recitaba poemas.

A Casandra esto no le desagradaba, aunque, a veces, bromeaba con su novio diciéndole que, si su Galatea iba a salir tan repelente como su padre, ella se iba a morir del disgusto. Al margen de esto, ambos, tanto Casandra como Augusto, fantaseaban constantemente con la maternidad, en el caso de ella, y con la paternidad, en el casi de él, evidentemente. Les embargaban sentimientos de ternura cada vez que se imaginaban llamando a Galatea para comer, para cenar, para merendar, para ir a la compra, al cine, al parque o a Chipiona con los abuelos. A Augusto le encantaba imaginarse cambiando los pañales a su hijita, y enseñandole a comer de todo (carne, fruta, verdura, legumbres...). Esto solo lo podría hacer él si había que predicar con el ejemplo como método educativo, ya que Casandra era muy delicada y selectiva a la hora de comer. A Augusto, en cambio, le encantaba comer de todo, y, cuanto más exótico, mejor. Todo lo contrario de lo que le sucedía a Casandra, que, si no sabía lo que se estaba comiendo, no podía comérselo y lo rechazaba.

A veces a Augusto le entraba una preocupación, absurda o razonable, según se mire: la de ser estéril. Él, en principio, solo quería ser padre biológico. No quería adoptar, llegado el caso. Y le preocupaba el asunto de la esterilidad debido a que siempre llevaba el teléfono móvil metido en el bolsillo derecho del pantalón. De vez en cuando le entraba el arrebato y decidía que quería hacerse las pruebas de fecundidad, pero Casandra le llamaba a la tranquilidad y le decía que no fuera exagerado. Pero es que para Augusto era muy importante poder darle una criatura a su novia. Él quería sentir ese vínculo tan estrecho que siente un padre hacia sus hijos, porque, en su opinión, de ahí procedía, en la mayoría de los casos, la vocación y el instinto paternal. Y eso es lo que Augusto deseaba. No estaba seguro de que, en caso de tener que recurrir a la adopción, pudiera llegar a sentir ese vínculo y de querer al hijo adoptivo como es debido.

Aun así, de momento no había que agobiarse, pues ellos eran jóvenes y tenían margen para seguir planteándose el asunto de tener a su anhelada Galatea.

miércoles, 11 de julio de 2012

El desorden cotidiano (19)

Como profesor, educador y padre en potencia, Augusto era partidario de poner en practica lo que popularmente se conoce como "bofetada dada a tiempo". Él la había recibido de su padre y le fue muy bien. El padre de Augusto era la persona más cariñosa, generosa, detallista y atenta del mundo, pero, cuando había tenido que ponerse firme con sus hijos para enseñarles lo que está bien y lo que está mal, lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo había hecho con oportunidad y comedimiento. Y Augusto siempre le agradecería eso, y, muy especialmente, aquel primer tortazo (que conste que no fueron muchos más: solo los precisos) totalmente justificado ante un improperio verbal que Augusto, siendo muy pequeño, había soltado por su boquita contra un niño de la urbanización en la que vivían, y con el cual el hermano mayor de Augusto se había peleado. Su padre había decidido acudir al lugar donde estaba aquel niño para tratar el asunto, y Augusto quiso acompañarle. Cuando su padre le dijo al niño unas edificantes palabras para que no se repitiera el incidente, Augusto, viéndose al lado de su querido padre, se creció, se envalentonó y le soltó al niño una bravata de lo más grosero en forma de amenaza, la cual acababa con la frase "te pego una hostia que te vas al cielo". En ese momento, su padre le llamó y le dijo que se acercara. Entonces, Augusto vio acercarse a su cara, a la velocidad del rayo, una enorme manaza que impactó en una de sus mejillas (Augusto no recordaba cuál de ellas) con un estrépito y una fuerza lo suficientemente grandes como para hacer que Augusto aprendiera la primera lección de su vida: ¡niño, no digas palabrotas!

Cuando la sociedad española se regía con cierta lógica, este tipo de cosas eran lógicas, razonables, necesarias y, por eso mismo, estaban bien vistas. Hoy día, un padre puede ser denunciado por su hijo tan solo por querer educarle como es debido.

jueves, 5 de julio de 2012

Discrepando de Gabriel Celaya

La poesía es un arma
cargada de presente.
Del futuro no hablemos,
pues no nos pertenece.

miércoles, 4 de julio de 2012

El desorden cotidiano (18)

Casandra tenía unas ideas geniales para ponerse a escribir, pero a ella no le gustaba. No quería ser escritora. Eso se lo dejaba a Augusto, que era el poeta de la pareja. Pero él pensaba que Casandra tenía mucho más talento literario que él, porque ella tenía unas ideas geniales, rebosantes de creatividad e imaginación y que, además, gustaban a la gente. Augusto, sin embargo, era muy suyo para estas cosas, y escribía sobre sus asuntos y sobre sus gustos, sin pensar en sus posibles lectores. La cuestión radica en que Augusto tenía muy buenas ideas, pero le faltaba, para desarrollarlas, la imaginación que Casandra derrochaba a raudales por los cuatro costados de esa fascinante y maravillosa mente de la cual la vida le había dotado.

Ella tenía una visión más comercial de la literatura, pero lo comercial, en su caso, no iba en menoscabo de su talento, que, por otra parte, nunca se desarrollaría. Y era, ciertamente, una verdadera lástima, señores, porque Augusto se quedaba asombrado y boquiabierto cada vez que Casandra le planteaba una idea para mejorar la idea inicial de Augusto. A él le gustaban mucho, es más, le fascinaban las aportaciones de ella, pero, o bien se veía a sí mismo incapaz de poner en pie los planteamientos de su novia, por resultar demasiado brillantes para su menguada capacidad, en opinión del propio Augusto, o, sencillamente, estos no le interesaban porque no eran de su estilo. Él no pretendía entretener, o, al menos, no quería hacerlo al modo best-seller. Sus pretensiones eran de otra índole: quería aportar su granito de arena a la tradición literaria occidental. Sí, señores, aquello era pedante y pretencioso, pero Augusto era así. Nadie es perfecto, y mucho menos lo era nuestro querido personaje.

Augusto concebía proyectos literarios demasiado densos e intelectuales para Casandra, que tenía una visión más en consonancia con los planteamientos narrativos de Pérez Reverte o Dan Brown. Augusto era más partidario de la novela lírica o filosófica al estilo de autores como Hermann Hesse, Joseph Conrad, William Holding o Alessandro Baricco. Pero Casandra insistía en su postura: "ese tipo de literatura no le interesa a nadie, salvo a treinta frikies como tú, cariño", le decía con sorna.

En definitiva,Augusto pensaba que Casandra habría sido una excelente guionista de Hollywood, mientras que él se aferraba a sus principios de poeta filósofo que trataba de escribir el tipo de obras que a él le apasionaba leer, por más que aquella actitud suya pudiera transmitir a los demás, empezando por Casandra, una imagen de pedantería o elitismo intelectual.

martes, 3 de julio de 2012

Que no sea un espejismo

Que sea real, que sea definitivo, sólido, estable. Eso es lo que necesito y eso es lo que necesitaré siempre para no estar mal, para no caer en el abismo una y otra vez, y para no amargar a las personas que están a mi alrededor y junto a mí.

Por favor, que no sea un espejismo esta nueva visión de mí mismo y de todo cuanto me rodea en cuanto a posesiones materiales, afectivas, laborales, económicas, sociales y de toda índole posible. Que este tiempo me haya servido de algo, como a mí me parece que ha sucedido. Que el parecer se confirme en ser: que la apariencia se consolide como esa realidad que me ha enseñado tanto y a la que agradezco todo lo bueno que me atañe.

Por favor, que no vuelva a caer en la amargura, en la ingratitud, en el desprecio y en la infelicidad. Que estos meses me hayan servido realmente para darme cuenta de cuáles son las cosas importantes y dónde se hallan para que pueda alcanzarlas y tomar conciencia de su enorme valor.

Por favor, que no vuelva a cometer los mismos errores y que mis propósitos de enmienda no caigan en saco roto. Que la fortaleza que he adquirido se confirme en la práctica, en las situaciones reales que me esperan. Que sea capaz de salir al paso de los obstáculos con firmeza, con madurez y con actitud de asertividad.

Que sea capaz de hacer bien mi trabajo, de enorgullecerme y de disfrutar con ello. Que me haga consciente, de forma definitiva, de la importancia de mi labor, de la medida en que puedo contribuir a mejorar la sociedad si cumplo con mi deber.

Ya escribí sobre esto hace tiempo, y me sirvió de poco... más bien, de nada. Espero que, en esta ocasión, las cosas hayan cambiado de verdad. Yo lo siento así, porque he tenido mucho tiempo para reflexionar sobre el asunto. Solo espero que todo salga bien a partir de ahora. Ella se lo merece. Es el espejo en el que me miro cada día: son sus ojos, su boca, su frente y su pelo. Es su actitud ante la vida, ante sus derechos y ante sus obligaciones; ante su madurez, su responsabilidad, su perseverancia y su valentía. Es su ejemplo, todo él: reflejo físico y psicológico de la honestidad y de la dignidad profesional. De la humanidad más acendrada y sólida. Es mi ídolo, y, en la medida en que logro, con enorme esfuerzo, parecerme a ella, cada día, muy poquito a poco, me va yendo mejor en la vida. Que siga así la cosa y que no sea un espejismo.