BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 30 de julio de 2013

El desorden cotidiano (89)

En su forma de vestir, Augusto había pasado de ser una especie de pijo descuidado, a convertirse en un ecléctico despistado. Y, para bien o para mal, Casandra había sido la artífice del cambio.

Recordaba Augusto la primera vez que fue con Casandra a comprarse ropa. Fue el comienzo del cambio: de El Corte Inglés a Springfield, Zara, H&M, y otras cadenas de la industria textil cuya estética se aleja un poco del estilo tradicional que representan marcas como Austin, Lacoste, Burberrys, e incluso Tommy Hilfiger. También recordaba Augusto el método de Casandra. Ella no cogía una prenda, ni dos, ni tres, sino que las cogía de cuatro en cuatro, de cinco en cinco o de seis en seis, y luego se iba al probador de la tienda y, por supuesto, obligaba a Augusto a seguirla.

Cuando Augusto le dijo que solo necesitaba una, ella respondió contundentemente: "Me da igual. Tú, de momento, te vas a probar todo esto. Luego, ya veremos." Ante tal imposición, el pobre Augusto se resignaba y obedecía. En realidad, cuanto más carácter tuviera Casandra, que lo tenía, y mucho, más beneficiado salía Augusto, que todavía se hallaba muy perdido en la vida.

A partir de entonces, lo que habían sido sus dogmas estéticos en materia de vestuario, abrieron paso a un estilo casi radicalmente distinto. Por ejemplo, anteriormente, el tipo de camisetas que Augusto había vestido eran las discretas camisetas de color blanco o gris, y con pocos adornos, o ninguno. Poco después de que Casandra hubiera aparecido en su vida, Augusto no le hacía ascos a ningún modelo de camiseta.

Es más: acabó prefiriendo las camisetas más llamativas y extravagantes, sin importarle el color, los dibujos, los adornos, etc. Y lo mismo le pasó con las camisas. Pasó del gusto por la discreción al gusto por lo llamativo, si bien la discreción también la cultivaba de vez en cuando, pero solo en grandes ocasiones en que la elegancia tradicional se imponía en alguna medida (bodas, comidas familiares y eventos por el estilo).

También le había cogido el gusto por acompañar a Casandra en sus compras de ropa y artículos femeninos. Esto le ayudaba a conocer, por una parte, los gustos de su novia, y, por otra, también le ayudaba a conocerla mejor a ella en todos los demás aspectos. Así podría ir consiguiendo satisfacerla cada vez más y hacerla más feliz en todas las facetas posibles.

Augusto tenía esa facilidad para integrarse en actividades que, en principio tenían muy poco o nada que ver con sus gustos y aficiones, como, en este caso, la de ir de compras. Pero, tratándose de Casandra, no le importaba interrumpir la lectura un sábado por la tarde para ayudar a su novia a elegir una camisa para ir a la fiesta de cumpleaños de su madre y, de paso, terminar la tarde en una sala de cine, cosa que a ambos encantaba.

El desorden cotidiano (88)

Augusto estaba cada vez más obsesionado por el aspecto puramente material de los libros como criterio de selección para sus lecturas. Y no es ésta una cuestión baladí si tenemos en cuenta que el acto de leer, además de constituir un ejercicio intelectual, es, también, una actividad física. A la hora de ponernos a leer, el aspecto material del libro repercute en todos los aspectos del ejercicio físico de la lectura: en función del tamaño del libro, del tipo de letra, del número de páginas, de la amplitud o estrechez de los márgenes, etcétera. Todos estos factores influyen en el ánimo o el desánimo con que se afronta una lectura y, en consencuencia, con las razones que conducen a un lector a rechazar un libro por parecerle demasiado denso en la forma, en el contenido o en una conjunción de ambos elementos.

Y es que influye muchísimo el formato material de un libro en la medida en que su presentación sintética, reconcentrada y dividida en cuantas más partes, mejor, nos produce más deseos de leer ese libro, frente a otro tipo de obras que descuidan el formato y son presentadas como ladrillazos tan inabarcables como inacabables, sin espacios en blanco, con una letra muy pequeña y una amplitud de página excesivamente generosa.

El primer tipo, dada su estructura, dará facilidades a nuestro esfuerzo, es más, lo recompensará, pues haciendo la lectura ágil y amena, nos permitirá ir leyendo muchas páginas en poco tiempo, lo cual fomentará nuestra motivación y entusiasmo por llegar al final del libro. Cuando queramos darnos cuenta, lo habremos terminado y, dependiendo del contenido del libro y de la calidad de su redacción, nuestra satisfacción lectora hallará su culminación satisfactoria o, en caso contrario, la decepción final. Pero eso ya dependerá del contenido y, por tanto, de la calidad literaria y del nivel intelectual del autor.

Augusto detestaba esos libracos enormes compuestos por páginas anchísimas y letra pequeñísima cuyo hojeado a simple vista daba auténtica fatiga. Y esto le causaba un sentimiento de frustración e impotencia, puesto que muchos de esos libros contenían un conjunto de conocimientos que eran de sumo interés para él. Había intentado alguna vez ponerse con ello, pero le resultaba cansino de inmediato, porque una de las cosas que más agradecía Augusto a los libros que leía era sentir que avanzaba con rapidez, y que en el transcurso de, aproximadamente, treinta minutos, ya se iba acercando a las cincuenta páginas, porque eso le animaba a seguir, como hemos comentado antes.

Frente a esto, los ladrillazos al uso (valga la metáfora) no presentan un aspecto precisamente ágil y ameno, sino todo lo contrario: eran, para Augusto, como uno de esos mantecados navideños que, al metértelos en la boca, se te hacen una masa seca, compacta e intragable que te resulta más fácil escupir que ingerir. Y es que no suele compensar el hecho de tener que dejarse la vista y las energías en un libro en cuya lectura no acabamos de avanzar, ante el hecho de comprobar que nos ha llevado toda una hora leernos la ridícula y frustrante cifra de quince o veinte páginas.

No resulta, ésta, una razón muy alentadora para el fomento de la lectura. Y a esta condición responden, por desgracia, muchos manuales universitarios de derecho, historia y ciencias políticas que Augusto habría querido tener a su alcance (uno de los ejemplos más representativos del caso: el Manual de Historia del Derecho Español, de Francisco Tomás y Valiente; otro, la Historia de las ideas políticas, de Jean Touchard).

Por estas razones, Augusto se había convertido en un buscador de ediciones de bolsillo, las cuales, a la postre, son las más baratas y, sobre todo, las más cómodas de leer, porque ese el el primer requisito que Augusto buscaba en un libro: la comodidad para ser leído. Puede que algunos crean que obsesionarse con el aspecto de un libro, o darle tanta importancia al tamaño de la letra o de las páginas, supone una actitud frívola frente a la verdadera importancia que debe darse a los libros, que es el contenido.

Sin embargo, el argumento de la lectura como ejercicio físico resulta irrebatible, y Augusto sentía mucho aprecio por su salud visual, y agradecía que los libros que leía estuvieran editados en letra más bien grande. También agradecía Augusto a los editores que tuvieran la consideración de hacer dosificar los niveles de fatiga que provoca la actividad lectora haciendo que los renglones de las páginas no tengan más de ocho o diez palabras como máximo, porque, así, la lectura se hace rápida y se avanza.

Afortunadamente, durante los últimos años, se había ido produciendo una tendencia de afán divulgador dentro del mercado editorial para acercar a los lectores a las grandes disciplinas del conocimiento en todas sus facetas. Una de esas empresas editoriales, por la que Augusto sentía auténtica veneración, es Alianza Editorial, cuya sección de libros de bolsillo responde exactamente a las necesidades de Augusto. 

También se había generalizado, para mayor satisfacción suya, la costumbre editorial de sacar al mercado primeras ediciones de aspecto muy aparatoso y llamativo para animar las ventas y, una vez consolidados estos títulos y agotadas las primeras ediciones (o sin que esto último tuviera necesariamente que suceder), sacar esos mismos títulos en formato de bolsillo. Esto es algo que Augusto agradecía muchísimo.


miércoles, 24 de julio de 2013

El desorden cotidiano (87)

Para Augusto, el comunismo ha de surgir de un contexto revolucionario en el que la revolución que alimenta dicho contexto se articule como un medio, y no un fin en sí mismo.
 
Cualquier clase de revolución constituye un estado de excepción allí donde se lleve a cabo, y esto es así porque las revoluciones tienen unos fines muy concretos que las hacen ser, por naturaleza, sucesos transitorios que, en cada caso, son necesarios para corregir una injusticia. Una vez eliminada esta injusticia de la estructura del sistema y, por tanto, mejorados los fundamentos de éste, el estado revolucionario ha dejado de tener sentido, porque ya ha cumplido la misión que le fue encomendada. 
 
Sin embargo, demasiados gobiernos se han escudado en el concepto de revolución para perpetuarse en el poder. El ejemplo más elocuente es el de la Cuba de Fidel Castro. Su acción revolucionaria consistió en arrebatar el poder a un dictador (Fulgencio Batista). Esto ocurrió en enero de 1959. A fecha de hoy, sigue gobernando la misma persona. Lo que empezó siendo un levantamiento revolucionario por la libertad se ha convertido en el establecimiento de otra dictadura.

Como cualquier fenómeno pasajero, esto es, que está de paso, una revolución surge con la legitimidad que le otorgan los motivos que la han hecho necesaria. Toda su fuerza, todo su vigor y todo su poder de convicción se nutre, por tanto, del puro acto del comienzo, de la novedad, que dejará de serlo a medida que vaya transcurriendo el tiempo y aquélla se vaya convirtiendo en algo cotidiano y presente, hasta el punto de convertirse en algo dañino, porque lo que sólo es beneficioso como novedad, suele resultar perjudicial cuando ha pasado a convertirse en algo normal. Y esto es lo que ocurre, precisamente, con las revoluciones. Son novedosas por naturaleza, y en esa novedad reside su poder, su capacidad para cambiar lo que esté mal. Cuando el estado revolucionario empieza a prolongarse demasiado, pierde su condición de novedad y se contagia del mal que había pretendido combatir.

Fidel Castro sigue tiranizando al pueblo cubano en nombre de la Revolución, lo cual es el resultado de la excesiva prolongación en el tiempo del estado revolucionario que comenzó en enero de 1959. El régimen de Fidel Castro es el resultado de la degradación de la idea misma de revolución llevada a la realidad. Y este tipo de casos es el que hay que combatir en nombre del verdadero comunismo. Porque el comunismo no consiste en sustituir una dictadura por otra en nombre unos ideales inalcanzables y manipulados por unos pocos para someter a los demás. 
 
El comunismo consiste, básicamente, en combatir al capitalismo, que es el abuso de la propiedad privada. La acción revolucionaria que requiere este principio se basaría, sencillamente, en eliminar esas prácticas abusivas elaborando leyes que corroboren estos mismos términos, llevándolos a la práctica, y por las vías parlamentarias y democráticas. O lo que es lo mismo: llevando a cabo una planificación de la economía en que sean considerados los suficientes márgenes para que las libertades políticas, tanto individuales como colectivas, sean respetadas en toda su integridad y plenitud.

En eso mismo fallaron, o qusieron fallar para beneficio de sus protagonistas, los intentos revolucionarios cubano y soviético, entre otros. Se propusieron controlar no sólo la actividad económica, sino todas las esferas de acción individuales y sociales. Amparándose en la idea de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, así como en el concepto marxista de estructura frente a superestructura, decidieron identificar de forma absoluta, sin ningún matiz, la existencia de las libertades con la existencia de la burguesía. Libertad, socialdemocracia y liberalismo eran las superestructuras dominantes en que se plasmaba la estructura capitalista, evidentemente, de carácter burgués. Decidieron acabar con la burguesía. Ni siquiera asimilarla pacífica y dialécticamente a la nueva clase proletaria, sino eliminar físicamente a los individuos pertenecientes a esa clase social. Su revolución, la de Lenin, Stalin y Fidel Castro, fue la acción de eliminar todas las libertades para eliminar a toda la burguesía, ya que identificaban a su clase, el proletariado, con la idea de dictadura (concepto también marxista, la "dictadura del proletariado" también manipulado por Lenin y sus seguidores). Éste es el meollo del que surgieron las purgas y depuraciones del periodo estalinista.

También tuvieron mala suerte los intentos de llevar a la práctica el comunismo, pues, cuando no era desvirtuado por sus propios protagonistas, era impedido y saboteado por los gobiernos estadounidenses, y esto último sucedía, irónicamente, cuando aquellos intentos eran honrados, decentes y legítimos. Ejemplos como el de los sandinistas en Nicaragua o el de Salvador Allende en Chile son bastante ilustrativos sobre la cuestión. En cuanto a ejemplos de presidentes norteamericanos que más claramente han pretendido impedir el desarrollo del comunismo, tenemos a Nixon, a Reagan, incluso a Kennedy, quien pretendió acabar no ya con el gobierno, sino también con la vida de Fidel Castro antes de que éste se convirtiera en un déspota.

Otro aspecto del concepto de revolución que ha sido manipulado por la teoría leninista es su manera de llevarla a cabo. Lenin describió la actividad revolucionaria en términos de violencia, de empleo de la lucha armada. A este tipo de ocurrencias debemos hoy en día la existencia de organizaciones terroristas como ETA, las FARC, etcétera. 
 
Es cierto que la mayoría de las revoluciones que se han llevado a cabo o que se han intentado realizar a lo largo de la Historia, han sido de carácter violento, pero la importancia de la revolución no radica en ese hecho. Es más, eso mismo constituye un elemento de desprestigio para la imagen pública de cualquier revolución... legítima, porque este es otro aspecto que hay que dejar claro desde el principio. La legitimidad de la causa es un elemento clave a la hora de definir en qué consiste una revolución.

El desorden cotidiano (86)


En la carretera, de Jack Kerouac, constituye una plasmación de la versión posmoderna del sueño americano. Frente a un paradigma burgués en estado de franca decadencia, con una guerra fría y un mayo del 68 a la vuelta de la esquina socavando sus cimientos, se alza el nuevo paradigma de la contracultura, y que consiste en practicar la precariedad vital en forma de epifanía diaria. Ya no se trata de encontrar un trabajo estable para ir ascendiendo puestos dentro de la empresa con el objetivo de alcanzar la cumbre del éxito financiero que haga posible adquirir el máxino número de propiedades posibles (una casa con piscina, un coche, etc.) y criar y mantener a una familia numerosa. 
 
Donde unos ven triunfo, otros ven mediocridad, conformismo social, materialismo puro y duro. Estos últimos tipos, como Kerouac, pretenden practicar una ascética, una cruzada anticapitalista con la que quieren demostrar que el dinero no es lo más importante en esta vida, y que lo más valioso reside en los detalles aparentemente más insignificantes, como quedarse uno dormido en cualquier playa contemplando el atardecer o viajar haciendo autoestop de la costa del Atlántico a las riveras del Pacífico y experimentar lo asombroso de la condición humana de cada una de las personas con las que te encuentras a lo largo de tu espontánea travesía.

La actitud más rebelde, más audaz y más contestataria consiste en ese rechazo hacia la estabilidad económica y laboral al aceptar cualquier tipo de empleo, a cual más precario o extravagante, con el que lo único que pretendes es hacer acopio de la cantidad de dinero suficiente que te permita embarcarte en otro viaje de punta a punta del país para seguir conociendo toda la geografía humana, social, sentimental, trágica y lúdica, esa suerte de geografía convulsa y entusiasta, humilde y canalla que conforman las experiencias de todo el movimiento beat, ese magnífico grito de protesta ante el hartazgo del materialismo burgués tan característico de la sociedad norteamericana de mediados del siglo XX.

A partir de Kerouac y la generación beat, el modelo de individuo emprendedor ya no se basa en el self- made- man de los Padres Fundadores, de Rockefeller, de Henry Ford y compañía, sino en el factotum de Bukowsky, esa clase de persona que no quiere comprometerse con nada porque quiere experimentarlo todo, y, por tanto, no quiere que le obliguen a elegir, a tomar decisiones irreovocables sobre cada cuestión que le concierna, porque cada una de esas decisiones que se vea obligado a tomar le llevarán a lo que no está dispuesto a consentir de ningún modo: renunciar a algo, ver reducido el abanico de posibilidades que le ofrece la vida en todos los aspectos. Prefiere ser pobre y vivir intensamente antes de convertirse en un miembro de clase media atrapado en la rutina y en la mediocridad.

Kerouac y sus compañeros son los nuevos Padres Fundadores, y el modelo de libertad que pregonan es superior, ya que surge libre de todas las lacras sociales originarias, como la esclavitud, el racismo y la mentalidad religiosa de carácter puritano. Si la Constitución Norteamericana se hubiera hecho eco de esta renovación, hoy los Estados Unidos serían una nación menos ambiciosa, menos cínica y más humilde y solidaria. Eso pensaba Augusto leyendo a Kerouac.

El desorden cotidiano (85)

El comunismo que Augusto defiende no está en contra de la propiedad privada, sino del abuso de ella por parte de los ricos, pues en esto, y no en otra cosa, consiste el capitalismo. Este sistema va contra la idea del bien común y cultiva un individualismo materialista en el peor de los sentidos, puesto que ya del individualismo renacentista que dignificaba al ser humano mediante la práctica y desarrollo de todas sus potencialidades físicas, afectivas e intelectuales, sólo queda la parte más banal y prosaica, aquella que es objeto de mercadeo, de compraventa, de beneficio económico.

El ser humano parte del sometimiento feudal durante la Edad Media, alcanza su propia liberación en el Renacimiento, vuelve a ser presa de las tiranías del Antiguo Régimen y termina alcanzando el estatus de la época contemporánea en dos fases: la primera de ellas, nuevamente revolucionaria (EEUU, 1776, Francia, 1789, etc.), y, por último, con la Revolución Industrial y con la burguesía erigida en el nuevo elemento opresor, en este caso, del proletariado, que es la clase social surgida de la industrialización.

Asistimos, por tanto, a la evolución del concepto individualista, que, visto lo visto, más se parece a un proceso de degradación que de evolución propiamente dicha, puesto que, en la época actual, no se produce un desarrollo positivo de este fenómeno, sino todo lo contrario: nos encontramos con un retroceso en todos los términos que afectan a la idea del individualismo como sinónimo de libertad humana, de derecho al libre desenvolvimiento de la persona en todas las esferas de su vida.

Se produce, en la actualidad, un fenómeno de pérdida de libertades individuales debido a las directrices del mercado y todo lo que conlleva: obsesión por la obtención de beneficios a toda costa, por la acumulación de capitales, por sacar el máximo partido de cualquier iniciativa empleando los mínimos costes posibles.

Esto conduce, inevitablemente, a la existencia de desigualdades sociales y, por tanto, al aumento de la distancia entre unas clases sociales y otras, cuando uno de los objetivos del comunismo es la abolición de las diferencias, que son las que causan que unos individuos, los pertenecientes a las clases más acomodadas, subyuguen a los individuos de las clases más desfavorecidas. Estos últimos, como consecuencia de este sometimiento al que se ven destinados, pierden casi todas sus esferas de libertad al tener que dedicar la mayor parte de su existencia a trabajar mucho cobrando lo mínimo, precisamente, para que aquellos individuos privilegiados ven cada vez más aumentadas sus propiedades y sus beneficios particulares.

No se trata, por tanto, de suprimir la propiedad privada, lo cual conllevaría eliminar algunas parcelas de libertad individual que son absolutamente imprescindibles para que cada persona mantenga su propia identidad, su carácter, sus gustos personales sobre toda clase de elementos externos e internos, así como su derecho a decidir por sí misma sobre cualquier cuestión que afecte a todas estas cosas.

Se trataría de impedir los abusos a que la propiedad privada es sometida por parte de quienes no miran más que por su propio beneficio, lo cual pasa, como dijo Marx, por hacer colectivos los medios de producción, de manera que se unan las fuerzas del capital y las fuerzas del trabajo, tratando de integrar a aquéllas en el seno de éstas, siempre de forma pacífica y dialéctica, para beneficio de ambas en particular y de toda la comunidad en general, y que, de esta forma, el producto fabricado o elaborado por el obrero (los bienes de consumo) se convierta en elemento de disfrute totalmente suyo.

Este sistema evitaría todo tipo de injusticias y desigualdades, y todo el mundo disfrutaría de propiedad privada por el hecho de ser, cada individuo, único dueño de los frutos de su trabajo y de su esfuerzo. Fíjese el lector en la manera en que el comunismo no sólo no se articula en contra de la propiedad privada, sino que, además, considera, en sus postulados fundamentales, la existencia de aquella como una condición esencial para el predominio de la equidad y la justicia en el seno de cualquier sociedad libre y democrática.

El desorden cotidiano (84)

Para Augusto, había algo tan importante, al menos, como la lectura: la relectura, y eso mismo es lo que le llevaba a reflexionar sobre la importancia y el poder de las relecturas. Si leer es algo hermoso y trascendente, el acto de releer, es decir, de volver a leer lo mismo otra vez (no importa el tiempo que pase entre una primera lectura y las relecturas sucesivas), eleva esa trascendencia y hermosura a unos niveles de enriquecimiento tan elevados, que convierten a la literatura en un universo infinito de belleza, conocimiento y emociones. Eso es lo que hace que las grandes obras nunca agoten sus significados, porque cada lector es distinto, tiene una personalidad distinta y una forma de vida distinta.

Esta cuestión ya fue planteada durante los años 70 del siglo pasado por los estetas de la recepción, aquellos que valoraban la literatura en virtud de los lectores, o sea, desde el punto de vista de la recepción. Y Augusto creía que no iban muy desencaminados al adoptar esta postura, aunque no, desde luego, hasta el punto de algunos exagerados que llegaron a afirmar que la obra literaria no existe mientras que no haya una persona que la esté leyendo.

Lo que está claro es que la riqueza de la literatura la generan los lectores en su mente y en su espíritu, en su manera de ver la vida y de asimilar las experiencias a través de las cuales aquella se manifiesta. Todos estos elementos se articulan como una plataforma de conexiones con la obra literaria en la mente del lector, y estas conexiones son las llaves que abren las puertas de todas las dimensiones interpretativas posibles que hacen que una novela, un poema o una obra de teatro puedan ser leídas desde todas las perspectivas que dichas conexiones han sido capaces de generar en el espíritu de los lectores, o en el de cada lector en particular.

El desorden cotidiano (83)


Augusto también tenía su opinión sobre cuestiones como el aborto. Según él, habría que hacer varias precisiones. En primer lugar, todos estamos de acuerdo en que el aborto, como tal, es una tragedia. Augusto no creía que exista mucha gente que se alegre de que una semilla de vida concebida en el vientre de una mujer trunque su evolución, desarrollo y nacimiento. Lo que sucede es que, en determinadas circunstancias, esa interrupción se hace inevitable por la situación de la madre. Y, precisamente, es en esa situación íntima y personal donde la madre debe tener libertad para decidir lo más conveniente, tanto para ella como para el embarazo. 
 
Traer un niño al mundo debería ser un acto supremo de alegría, de amor, entrega y generosidad producido en las mejores condiciones posibles y con plena conciencia del paso que se está dando. A veces, sin embargo, la situación en que una mujer se queda embarazada dista mucho de ser la más adecuada, y, entonces, es ella misma, la mujer afectada, la que lleva otra vida dentro de sí, quien debe decidir, con plena libertad, conciencia y sentido de la responsabilidad, lo que hay que hacer.

En segundo lugar, el aborto no es un crimen ni un asesinato. Al menos, eso es lo que Augusto opinaba. El aborto, en realidad, es el triste resultado de una decisión tomada libre y legítimamente por la persona más afectada en cualquiera de los casos posibles: la madre. Y que el aborto sea,como he dicho, triste, no le resta legitimidad ninguna, porque la decisión de interrumpir un embarazo de forma voluntaria no se toma a la ligera, y si se hace, ahí está la ley para poner las cosas en su sitio. Y es que no toda clase de embarazo está permitida, sino que la legislación correspondiente establece una serie de supuestos, todos ellos muy razonables, que permiten llevar a cabo la interrupción voluntaria de la concepción biológica.

No obstante,  también Augusto quería introducir algún matiz de carácter moral sobre la ley del aborto, y es que no le parece razonable depositar en chicas adolescentes de dieciséis años toda la responsabilidad a la hora de tomar una decisión tan importante como es la de traer al mundo una nueva vida. Lo consideraba una gravísima frívolidad. 
 

El desorden cotidiano (82)

Los atroces desequilibrios del mundo actual son tan insultantes como remediables, si existe voluntad de remediar, claro está. Los contrastes entre los países ricos y los países pobres deberían hacer que se nos cayera la cara de vergüenza, porque es curioso el modo en que la crisis global está afectando a cada cual según su nivel de vida: los ricos están perdiendo dinero y los pobres se están muriendo. 
 
El nivel de pérdida viene determinado por el grado de desarrollo. Si uno es rico, eso significa que tiene propiedades, lo cual significa que tiene dinero y que no le falta un plato de comida en la mesa todos los días. De modo que, cuando haya crisis, como ahora, lo primero que perderá son sus propiedades y su dinero. Pero el que es pobre no tiene ese margen de maniobra, porque no tiene absolutamente nada. Si, en circunstancias normales, tener un plato de comida en la mesa es para él todo un lujo, en circunstancias adversas no tendrá qué llevarse a la boca y morirá de hambre o de alguna enfermedad.

Y eso es exactamente lo que está sucediendo ahora. La crisis del primer mundo se manifiesta en la pérdida de miles de millones de euros, mientras que la situación en el tercer mundo se está saldando con la pérdida de miles de millones, pero de vidas humanas en este caso. Cuando en países africanos, como Somalia, se está extendiendo una epidemia de cólera que está acabando con cientos de personas cada día, existen casos como el de un tal Bernard Madoff, gestor financiero de grandes fortunas, quien,en su momento, defraudó a sus clientes 34000 millones de euros. Así son las cosas en estas circunstancias: las clases altas pierden su dinero, las clases medias pierden sus empleos y los parias pierden su derecho a vivir.
 
Y Augusto se preguntaba, en medio de todo esto, si la economía planificada sigue siendo una expresión tabú o políticamente incorrecta a estas alturas de lo que está pasando. Augusto pensaba que el sistema capitalista debería abandonar su natural arrogancia, mirarla a los ojos con humildad y arrodillarse ante ella con la intención de concederle una oportunidad. Porque la economía planificada no tiene la culpa de las atrocidades que llevaron a cabo individuos como Stalin, Pol Pot o Mao Zedong. Y porque los mecanismos actuales no bastan. Es más: son cómplices. 
 
Ni una Comisión del Mercado de Valores o un Tribunal de Defensa de la Competencia a nivel nacional, ni una Comisaría de la Competencia o un Banco Central a nivel europeo, ni una Organización Mundial de Comercio, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o un Fondo Monetario Internacional a escala global. Todos ellos son organismos reguladores, y, en última instancia, favorecedores del capitalismo global de las deslocalizaciones de empresas y consiguientes reducciones de plantilla, del "dumping" y de la competencia desleal, de la explotación salarial del mileurismo y de las 65 horas de trabajo a la semana.
 
Se podría poner en práctica una economía planificada a través de los cauces de la democracia parlamentaria sin rasgarse las vestiduras. De este modo, la economía, en su totalidad, se convertiría en una actividad pública destinada al bien común, consensuada en el Parlamento a través de los representantes elegidos por los ciudadanos. 
 
Cambiarían entonces, y para bien, la mentalidad y los términos: los "consumidores" se convertirían en "ciudadanos" y los "empresarios" se transformarían en "servidores públicos". En opinión de Augusto, y de mucha gente, se podría intentar. No puede ser tan difícil. Es una cuestión de decencia, y de pensar más en los demás y menos en uno mismo.

martes, 23 de julio de 2013

El desorden cotidiano (81)

Las diferencias y las variedades de un fenómeno sólo se pueden apreciar y respetar si aquéllas tienen elementos comunes, los cuales se manifiestan en forma,en este caso, de norma culta o estándar. Si esa regla común no existiera, no podríamos entendernos, porque, además, de ella emanan todas las variedades diatópicas, diastráticas y diafásicas.

La lengua castellana es como la Constitución Española: dentro de ese marco legal, válido y obligatorio para todo el país, se han desarrollado los Estatutos de Autonomía. Pues con el idioma ocurre lo mismo. Además, por muy tolerantes que nos pongamos, no podemos dar validez o legitimidad a cualquier expresión lingüística que esté mal formulada, y esto es aplicable a todos los niveles (fonético- fonológico, morfosintáctico y léxico- semántico). No es lo mismo un leísmo (nivel sintáctico) que un infinitivo “haber” escrito sin “h” y con “v”. Casos como este último son intolerables, por ética y por estética, a no ser que consideremos moderno, progre o políticamente correcto aplaudir la ignorancia y el analfabetismo.

Las palabras, la sintaxis, el léxico y la semántica tienen una Historia y unos orígenes muy claros en la mayoría de los casos. En cuanto al castellano, sus orígenes están, mayormente, en el latín y el griego, y, en menor medida, y según los avatares históricos, en las lenguas germánicas, el árabe, el provenzal, el italiano, el francés y el inglés (sin olvidarnos del sustrato de las lenguas prerromanas). Evidentemente, a este acervo cultural hay que añadirle las propias aportaciones autóctonas, pero siempre teniendo en cuenta de dónde proceden nuestras formas de expresión verbal, a las cuales los usos actuales deben servir de enriquecimiento, no de degradación.

Esas eran las opiniones de Augusto en materia de gramática. Resulta bastante obvio que nuestro personaje era muy conservador en ese aspecto. Cuando su interlocutor le esgrimía el último argumento válido de quienes defienden el progreso lingüístico, o lo que es lo mismo, la corriente descriptiva de la expresión idiomática, es decir, el hecho de que si el idioma no hubiera cambiado, aún seguiríamos hablando en latín, Augusto respondía que, si bien los cambios son inevitables, estos deben someterse a un periodo de adaptación durante el cual adquieran la legitimidad del uso a ojos del mundo académico, primero, para que los expertos den el visto bueno a dichas innovaciones, y entonces, y solo entonces, podrán ser autorizados para el uso común.

Sin embargo, la cosa había cambiado mucho con las últimas reformas ortográficas de la Real Academia. Ahora estaban permitidos auténticos barbarismos como escribir "cocreta" en lugar de "croqueta", y "asín" en vez de "así" (si, al menos, se hubiera seguido el criterio etimológico en este último caso, y se hubiera admitido el vocablo "asic", al menos los señores miembros de la RAE habría mostrado coherencia e integridad científica en sus procedimientos normativos, puesto que el adverbio de modo "así" procede del adverbio de afirmación latino "SIC").

Además, las tildes diacríticas desaparecían. Ya no hacía falta acentuar los pronombres ("éste") que, en su forma, coinciden con los determinantes ("este"). Ante tal cúmulo de despropósitos perpetrados por la Docta Casa, Augusto dejó de apoyarla y perdió todo el respeto hacia la institución. No por eso dejó de ser lingüísticamente ultraconservador. Precisamente, de ahí su reciente desafección. Y es que, como Augusto decía, pensando en los versos de Blas de Otero, si descuidamos las palabras, ¿qué nos queda?

El desorden cotidiano (80)

Augusto opinaba que está en los políticos el instinto de la corrupción. En cuanto alcanzan el poder, caen en la tentación: la de la malversación de fondos públicos, la de los sobornos a las empresas, las contrataciones fraudulentas. Por esta razón, él creía haber perdido la fe en los políticos, sean quienes sean. Si la trayectoria de Izquierda Unida, por poner un ejemplo con el que se identificaba, no está manchada por la deshonra de los gobiernos fraudulentos, es porque nunca ha logrado alcanzar cotas de poder significativas (salvo el caso de Rosa Aguilar en Córdoba), y no, precisamente, porque Cayo Lara y compañía sean distintos de los demás (y que conste que, a él, Cayo Lara le caía bastante bien, al menos en lo que a ideología se refiere).

El caso es que la honradez en política es una virtud sumamente escasa. No parece casar muy bien con el poder, y no vale la excusa de haber sido elegido o elegida democráticamente, porque, en el momento en que se utiliza el sistema para acabar con él, la persona elegida por la mayoría de turno queda deslegitimada. Ahí tenemos el ejemplo de Adolf Hitler, cuyos seguidores siempre podrán defenderle diciendo que fue votado por mayoría en la Alemania de la República de Weimar para, posteriormente, destruir esa democracia e instaurar un sistema totalitario.

Augusto, como último recurso, proponía el recurso a los postulados anarquistas. El problema, sin embargo, es que el anarquismo tiene una tradición histórica de acciones terroristas que hacen de esta alternativa algo inaceptable. Es una lástima porque, visto lo visto y teniendo en cuenta lo que tenemos ahora que, irónicamente, es lo mejor que hemos tenido en toda nuestra Historia, las ideas de Bakunin constituían, en la teoría, un proyecto de humanidad franco, transparente y muy honesto, con la igualdad social como columna vertebral. Sin embargo, ahí está la trayectoria del anarquismo: bombas, tiroteos, asesinatos a quemarropa (como el famoso de Cánovas del Castillo).

La solución definitiva, en opinión de Augusto, pasaría por una revisión de las ideas anarquistas: si el ser humano es tan despreciable como parece, que lo sea de forma espontánea, y no de manera organizada y legitimada por un Estado y sus leyes correspondientes. Al menos, así el grado de cinismo a la hora de delinquir será mucho menor y habremos ganado en honestidad.

El desorden cotidiano (79)

Según Augusto, existen determinados galardones en el ámbito de la literatura que a a algunos filólogos no nos dan más que motivos de avergonzamiento. Esto es así debido a que, en muchas ocasiones, los galardonados son autores a los que nosotros, como hispanistas, deberíamos conocer, pero desconocemos o les desconocíamos antes de que les otorgaran los mencionados honores.

Es el caso del Premio Miguel de Cervantes, que recayó, en el año 2010, en el escritor mexicano José Emilio Pacheco, poeta, novelista, ensayista y traductor. Resulta que el día en que se falló el premio, estaba Augusto con su padre viendo las noticias por la televisión.

Él estaba en el salón, y de repente de la televisión de la cocina le vinieron al oído unas palabras sobre un poeta. Inmediatamente, él se levanto del sofá y se dirigió a la cocina para preguntarle a su padre de quién están hablando en las noticias. Le respondió que se trataba del nuevo Premio Cervantes. Ante las imágenes que ofrecía la televisión del galardonado, Augusto le preguntó a su padre: "¿Quién es?"
- ¿Es que tú no lo sabes?- le respondió con un tono como dando por hecho que él, como filólogo, tendría que saberlo-.

- Tampoco sabía nadie quién era Orham Pamuk hasta que le dieron el Nobel, ¿no?

Y es esto, precisamente, a lo que Augusto se refería: cada año, galardones tan importantes como el Premio Nobel y el Cervantes nos dan a conocer a escritores de quienes no hemos oído hablar en nuestra vida, y eso nos hace sentir que no somos dignos de esa cartulina que tenemos en forma de documento firmado por el Rey y por el Rector de la Universidad que certifica que hemos estudiado, precisamente, Filología Hispánica. 
El asunto del Nobel puede ser comprensible en nuestro caso, puesto que, si se lo conceden a un autor... finlandés, por poner un ejemplo, pues es evidente que nosotros no tenemos por qué conocer a ese señor. Pero cuando se dan casos como éste, en el que un autor en castellano sale a la luz y no tenemos ni idea de quién es, a algunos se nos cae la cara de vergüenza, y el caso de Augusto no era una excepción. Porque da igual que intentemos estar al día de todos los autores y de todas las obras, aunque sólo sea por nombres y títulos. 
La literatura es un objeto inabarcable, y los que no somos unos genios sólo podemos llegar a poseer un conocimiento parcial de la disciplina. Aunque tengamos el título de licenciados en filología, como Augusto. Para él, los premios literarios solo servían para una cosa: para hacerle a uno ser consciente de lo ignorante que es... hasta que llegara el día en que el galardón fuera para él. Entonces, seguramente Augusto cambiaría de opinión. La cuestión es la siguiente: ¿llegaría ese día? ¿Llamaría la gloria literaria, alguna vez, a la puerta de Augusto?

El desorden cotidiano (78)

Puede que no fuera políticamente correcto, pero Augusto admiraba profundamente al juez Baltasar Garzón, a quien los poderes fácticos habían logrado expulsar de la carrera judicial en España obligándole al exilio laboral. Uno de los casos más vergonzosos que se volvieron contra él fue el de la investigación contra los crímenes franquistas.

El proceso abierto por el juez Garzón contra los militares que se alzaron contra el gobierno de la Segunda República en julio de 1936 constituye, en la teoría, un acto de prevaricación, debido a que se salta, a sabiendas, una serie de principios fundamentales en los que se basa la Justicia española, como son la irretroactividad de la ley penal y la Ley de Amnistía de 1977. Eso es objetivamente irreprochable. Sin embargo, lo que no legitima el poder judicial sí lo hace la integridad moral de las víctimas del franquismo.
 
Es vergonzoso que lo que en otros países constituye un caso legítimo de ajuste de cuentas amparado por el Estado de Derecho y la Historia misma, como ocurre en Argentina, donde el general Bignone, el último Presidente de la dictadura militar argentina,  ha sido condenado, en España siga siendo un tabú amparado por un pacto de silencio que, en su momento, allá por los tiempos de la Transición, era una lógica actitud de prudencia ante la delicadeza de una situación política en la que acababa de empezar a construirse nuestra democracia, pero que ahora, más de treinta años después, con un sistema de libertades constitucionales ya consolidado, produzca poco menos que pudor plantear lo que no es otra cosa que la justa compensación y el merecido reconocimiento hacia las víctimas del fascismo español.

Efectivamente, el proceso judicial abierto por Baltasar Garzón es ilegal en la medida en que va, literalmente, en contra de la ley. Pero, como suele decirse, no siempre ley es sinónimo de justicia. Y, desde esta perspectiva, el juez Garzón actúa por sentido de la justicia, porque él sabe, como lo sabemos todos, que, en este caso, la justicia está de su parte. Porque investigar los crímenes del franquismo, como proclaman últimamente todas las personas que se están movilizando para mostrar su apoyo al magistrado, no es delito. Al menos, no debería serlo. Sin embargo, en este caso, como en muchos otros, nuestro sistema judicial parece inclinarse por favorecer a los verdugos en lugar de proteger a las víctimas.

Objetivamente hablando, los sujetos de la querella, el sindicato Manos Limpias y los ultraderechistas de Falange Española, tienen la razón. Esto no debería ser así, pero es así. España debe de ser uno de los pocos países avanzados cuyo sistema de derechos y libertades ampara y protege precisamente a aquellos individuos que no respetan esos valores. Y con la intolerancia no habría que ser tolerante, pero ese sería un razonamiento demasiado sensato para que los miembros del Tribunal Supremo lo tuvieran en cuenta.

El desorden cotidiano (77)

Hay una parte de la Filología que a Augusto no le interesaba en absoluto: la crítica textual, entendida ésta como la disciplina encargada de reconstruir, lo más fidedignamente, las obras literarias que se han dispersado en varios manuscritos que contienen versiones diferentes.

Él reconocía, como filólogo, la importancia de poder recuperar un texto tal y como lo concibió y plasmó su autor. Pero esa tarea no la quería para sí mismo de ninguna de las maneras. "Que otros investiguen el asunto y saquen sus conclusiones. Yo me las leeré y estudiaré con sumo gusto", pensaba. Pero tampoco le interesaban las especulaciones. Él era muy positivista en este sentido: sólo le interesa lo que se puede demostrar como irrefutable, exceptuando casos muy concretos.

Ejemplos de lo que no le interesa como filólogo se encuentran en La Celestina, el Libro de Alexandre o el Lazarillo. En lo referente al primer caso, la cuestión de las ediciones todavía le podía parecer relevante debido a cómo afecta el asunto a las modificaciones del contenido de la obra (la evolución del título: de la inicial Comedia de Calisto y Melibea a La Celestina, pasando por el estado intermedio, denominado Tragicomedia de Calisto y Melibea).

En el segundo caso, le satisface saber que pudo ser un tal Juan Lorenzo de Astorga el autor de Clerecía correspondiente, incluso podría resultar apasionante conocer la vida de este señor y las circunstancias que lo condujeron a escribir la vida de Alejandro Magno. Pero a Augusto no le interesaban los pormenores textuales de las polémicas que enfrentan a este nombre con el de Gonzalo de Berceo en cuanto a la autoría del Libro de Alexandre.

Con el Lazarillo, más de lo mismo, aunque recientemente haya salido a la luz una posible atribución de su autoría a Alfonso de Valdés por parte de Rosa Navarro Durán, profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Por poner algún ejemplo mucho más reciente, Augusto se había leído Gigante y extraño: las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, de Luis García Montero. Se trata de un intento de justificar una nueva edición de los versos del poeta sevillano, quien, como se sabe, en un principio había ordenado su obra lírica bajo el título de El libro de los gorriones, pero el manuscrito se perdió y el poeta tuvo que reconstruir los textos de memoria. El orden de las Rimas es la sustancia que nutre la polémica en la que se basa, en gran medida, García Montero como razón de la existencia de su obra. Y es, precisamente, esa polémica la que se había convertido en el objeto del desinterés de Augusto. 
 
El contenido de esta obra es completado por multitud de reflexiones del autor basadas en el cotejo de los resultados de otros comentaristas de la poesía de Bécquer (Rafael Montesinos, Russell P. Sebold, etc.) y en la intuición del propio García Montero como crítico y, sobre todo, como poeta que dialoga con su ilustre colega de vocación a través de la lectura atenta y reflexiva de sus Rimas. Unas reflexiones, en opinión de Augusto, algo caóticas, pero fecundas. 
 

El desorden cotidiano (76)

Qué diferencia, se preguntaba Augusto, existe entre realismo mágico y el fenómeno del boom en la novela hispanoamericana contemporánea... ¿Se trata, acaso, del mismo dilema terminológico que existe entre Modernismo y Generación del 98 en el caso de la literatura española?

El realismo mágico es una cuestión básicamente estética, propiamente literaria. El fenómeno del boom, en cambio, pertenece al ámbito de la sociología de la literatura. Atañe, sí, a esta última, pero de forma externa. No trata de la novela en sí, sino de la obra como objeto de consumo, como fenómeno editorial. Se puede decir que el realismo mágico está en la órbita del boom, y que el boom es un producto del realismo mágico (de hecho, es el triunfo de esta corriente narrativa), porque es el desarrollo de este movimiento el que origina una producción de novelas de altísima calidad que no se basa en una tradición autóctona (la narrativa hispanoamericana anterior había sido escasa y mediocre).

El realismo mágico no parte de una tradición literaria propia, pero los asuntos que trata sí son autóctonos. Los autores de este subgénero narrativo alcanzan una visión de su mundo hispanoamericano que trasciende la dicotomía entre lo europeo y lo americano, la civilización y la barbarie. Estos escritores aúnan su formación académica, de carácter occidental, con sus orígenes americanos. Y, desde esa plataforma de sincretismo cultural, alcanzan a descubrir aquello que les es propio y que les otorga su identidad. Acceden a una dimensión en la que se descubren a sí mismos: un ámbito de la estética que les hace ser totalmente originales e innovadores. Y ese resquicio es explotado por ellos con suma brillantez. Tanta, que, desde los años sesenta (La ciudad y los perros, Cien años de soledad...), adquieren un protagonismo casi exclusivo en el panorama novelístico mundial.

Augusto llegaba a la conclusión de que el fenómeno del boom, en suma, se debe al realismo mágico, que es el elemento que dota a Hispanoamérica de personalidad literaria propia en el ámbito del género narrativo contemporáneo. La lectura de los manuales de José Miguel Oviedo, su historiador y crítico de cabecera respecto a estas cuestiones, le habían ayudado y orientado con mucho acierto.

lunes, 22 de julio de 2013

El desorden cotidiano (75)

El día en que el presidente Rajoy decretó la amnistía fiscal, Augusto no pudo contener su indignación, y escribió una carta al director de un conocido periódico de tirada nacional. El contenido de la carta es el siguiente:
 
"Señores Inspectores de Hacienda, formen ustedes un partido político y prometo que les votaré. Les daré mi voto para que, al menos ustedes, hagan las cosas bien por una vez en la vida. La política es economía y la economía es dinero. Ustedes son los que más saben sobre el tema, ¿verdad? Y nunca está de más, de vez en cuando, ejercer el derecho al voto con criterios tecnocráticos. Es decir, sin prejuicios partidistas. Simplemente, queriendo que gobierne quien sabe lo que hace porque es especialista en ello.

"Y es que ustedes, señores Inspectores de Hacienda, tienen mucho trabajo que hacer y que yo, como contribuyente, estaré muy satisfecho de costear con mis impuestos, ese 18% del IRPF que cada mes retienen de mi nómina, entre otros conceptos impositivos también incluidos en ella.

"Ustedes, señores Inspectores de Hacienda, tienen por delante toda una tarea de deconstrucción fiscal. Deberán desmantelar todo el sistema para, después, volver a edificarlo, de tal forma que quede renovado y vigorizado con una nueva función redistributiva y recaudadora mucho más poderosa, más poderosa que nunca, de manera que se establezcan unos tipos impositivos mínimos a partir de los cuales toda renta que se produzca, tanto del trabajo como del capital, aporte al sistema la cantidad precisa de recursos que requieran los criterios de equidad establecidos.

"Para ello, ustedes, señores Inspectores de Hacienda, deberán llevar a cabo una purga de todos los sistemas de evasión fiscal existentes para acabar con todos los virus y parásitos chupasangres que están pudriendo nuestras sociedades y que están reduciendo el estado de bienestar a su mínima expresión. Es curioso, pienso, que los que se aprovechan del sistema que les favorece para chupar la sangre de sus semejantes, acusen al socialismo precisamente de lo mismo que ellos hacen con el actual sistema capitalista, y que no es otra cosa que cultivar el parasitismo, esto es, el vivir a costa de los demás.

"Devuelvan la transparencia a nuestro sistema, señores Inspectores; identifiquen a los ladrones y a los métodos que utilizan, señores Inspectores. Emprendan una cruzada contra los paraísos fiscales, porque estos son como los acuíferos subterráneos en tiempos de sequía: reservas de liquidez en tiempos de crisis. Ese dinero es de todos, igual que los recursos naturales, como el agua. No dejen que los tiburones nos dejen secos." 
 

El desorden cotidiano (74)

Una de las teorías económicas que Augusto había elaborado a base de lecturas, reflexiones y un alto grado de intuición (que podía estar más o menos acertada o equivocada) estaba relacionada con las llamadas SICAV's (Sociedades de Inversión de Capital Variable), que son los instrumentos mediante los cuales se ponen de manifiesto los desmanes del capitalismo financiero y especulador al fomentar la codicia de querer obtener un elevado rendimiento de cualquier clase de producto por la vía de la cotización bursátil o cualquier otra directamente relacionada con la usura.

Para empezar, Augusto pensaba que las rentas del capital no deberían existir, pues son la base de la especulación que ha causado las peores recesiones de la historia del capitalismo, desde el crack del 29 hasta la crisis actual, pasando por la otra crisis, llamada "del petróleo", acaecida en 1973 y provocada por los países miembros de la OPEP.

Keynes definió el funcionamiento de los mercados como un continuo vaivén cíclico de expansiones y contracciones. Cuando se producen las primeras, en tiempos de prosperidad económica, se supone que no hay problemas, o los hay en menor medida, porque hay consumo, pleno empleo e inversiones. Sin embargo, en épocas de recesión, como la actual, lo único que hay es escasez, lo cual paraliza la actividad económica, y se produce un efecto dominó desastroso cuyas consecuencias afectan mayormente a la clase media, que es la clase social que tributa por las rentas del trabajo, y que paga los platos rotos por los que tributan por las rentas del capital, que son los que provocan todas las crisis, o la mayoría de ellas, con sus tareas especulativas.

Y es por esta razón que Augusto creía que, si los ciclos de recesión económica constituyen un elemento estructural de la economía de mercado, que es la nuestra, ya que no va a llegar la revolución proletaria para cambiar las cosas, al menos deberíamos tomar algunas medidas, entre las cuales Augusto proponía la supresión total de las rentas del capital. Si se acaba con la especulación, los ciclos de recesión que vinieran a partir de ahora no serían tan perjudiciales y destructivos, entre otras razones, porque estarían causados por razones más empíricas, por cuestiones relacionadas con la producción de bienes y servicios tangibles, y con la oferta y demanda de tales productos. Y, al ser la raíz del problema más visible, también serían más visibles las posibles soluciones.

 Ya que es imposible suprimir las rentas del capital, Augusto tenía una propuesta alternativa, consistente en calcular el Producto Interior Bruto que representen estas sociedades en concepto de beneficios obtenidos y dividir dicha cifra por la mitad, y que esa mitad resultante sea el porcentaje al que debe tributar dicha sociedad capitalista. Si, por ejemplo, la empresa X obtiene al año unos beneficios que representan un 20% del PIB, en tal caso, dicha empresa deberá tributar a un 10%. De tal manera, la ley resultaría equitativa: la mitad de los beneficios se la llevan sus inversores, y la otra mitad se la queda el Estado.


A través de este método de tributación compartida, pensaba Augusto, las rentas del capital, o lo que es lo mismo, las prácticas especulativas, podrían llegar a causar menos daño a la economía, e incluso, favorecerla, mediante una tributación  más justa con la consiguiente repercusión positiva en las cuentas del Estado.

El desorden cotidiano (73)

Cuba es la excepción, el único punto del programa electoral de Izquierda Unida con el que Augusto estaba en desacuerdo. Todas las demás propuestas de dicho programa son las mismas que Augusto sugeriría llevar a cabo para solucionar todos los problemas económicos y sociales que actualmente nos amenazan, afectan y perjudican. Se trataría de recuperar el estado de bienestar y la capacidad de decisión del ciudadanos sobre los asuntos que le afectan, que, en política, son todos. Pero no sólo se trata de recuperar dicho estado, sino, además, de hacerlo en condiciones: devolviéndole al Estado la gestión de todos los sectores estratégicos que están, actualmente, en manos de la empresa privada (electicidad, telefonía, navegación aérea y transportes, en general). Y esto no es otra cosa que devolverle al estado de bienestar lo que es suyo, o sea, lo que es de los ciudadanos, que son los que pagan impuestos por el sueldo que obtienen de su trabajo, a diferencia de los especuladores, que se forran sin mover un dedo, esos mismos ciudadanos, que también son, somos, los que votamos y elegimos a nuestros gobernantes para que gobiernen por y para nosotros, y no para esos especuladores que viven del cuento.

Pero, para Augusto, Cuba era la excepción. Y es que Cuba sigue siendo la gran asignatura pendiente del nuevo comunismo. Es uno de los últimos restos del "socialismo real", ese inmenso lastre histórico que está impidiendo a los comunistas empezar desde cero y quitarse de encima el peso simbólico de figuras como la de Stalin. El problema, sin embargo, está en que muchos comunistas no quieren librarse de esa influencia, porque se siguen identificando con ella. Y realmente no se sabe si esto les sucede por orgullo, por ignorancia o por pura y simple maldad. Augusto consideraba evidente que, sabiendo lo que se sabe a estas alturas de la Historia, nadie puede seguir defendiendo el modelo soviético y sus allegados sin incurrir en la más absoluta deshonestidad intelectual. Y, aun así, eso es lo que siguen defendiendo muchos comunistas, lo cual había llevado a Izquierda Unida a incluir en su programa electoral para el 20-N la supresión de la Posición Común de la UE respecto a Cuba.

Como ya sabemos, la llamada "posición común" consiste en condicionar las relaciones diplomáticas entre los países de la Unión Europea y el gobierno de Cuba al hecho de que los mandatarios caribeños lleven a cabo políticas favorables a las libertades democráticas básicas, como la de expresión, reunión y asociación, las cuales, como también sabemos, llevan brillando por su ausencia en el gobierno de la isla casi desde que Fidel Castro llegara al poder. Esta postura, a mí, personalmente, no me parece en absoluto descabellada. Todo lo contrario: la encuentro muy razonable, incluso necesaria. Y, por esta razón, Augusto no estaba de acuerdo con la postura oficial de Izquierda Unida sobre esta cuestión.

Mienstras Cuba siga siendo una dictadura, Cuba seguirá siendo un enemigo de la democracia, y todo aquél que se considere verdaderamente demócrata deberá ver al gobierno cubano como un enemigo. Todo lo que no sea esto, no será otra cosa que manifestar dobleces e hipocresías. Y, en esta cuesión, Izquierda Unida se sigue mostrando de esa manera: doble e hipócrita. Es una verdadera lástima, pero qué le vamos a hacer, pensaba Augusto. Nadie es perfecto.

El desorden cotidiano (72)

Augusto había encontrado algo que hacía tiempo que había estado buscando: una obra que diera cuenta de todas las manifestaciones novelísticas del panorama literario hispanoamericano a lo largo de la Historia. Se trata de La gran novela latinoamericana, de Carlos Fuentes.

Es la novela que contiene todas las novelas, una labor de contención, aglutinamiento y exposición aderezada y canalizada mediante una prosa ensayística que se despliega de todas las maneras posibles y provocando en el lector todas sensaciones posibles: amena, ágil, entretenida, didáctica, enriquecedora y trascendente, unas veces; enrevesada, confusa, repetitiva, en otras ocasiones. En cualquier caso, Carlos Fuentes es un hombre sabio y culto, y lo demuestra en cada página.

Esta obra contiene una lección de conocimientos sobre la narrativa hispanoamericana a lo largo de la historia a cuya tradición Fuentes tiene conciencia de pertenecer, de ser una insitutución, una figura de referencia. Y, como tal, se maneja como pez en el agua por ese universo cultural al que pertence, un mundo lleno de matices, de variedades, de estilos, de visiones del mundo, de nombres que han jalonado el proceso de configuración de la literatura hispanoamericana como una seña de identidad propia, el logro de la articulación de un espacio propio en el que pueden declararse, con todo su orgullo indígena, mestizo y criollo, como una nueva civilización, un nuevo mundo que está a la altura del viejo, y que no tiene nada que envidiarle, porque tiene sus propios recursos, su propio talento, su propia Historia política, literaria, artística, folclórica... aspectos todos ellos que alcanzan las cumbres de la originalidad con el realismo mágico y el fenómeno del boom.

Carlos Fuentes da buena cuenta de una inmensa labor que es propia y es ajena, tanto lo uno como lo otro. Y, en el ejercicio de tan ingente labor, se permite introducir algunos guiños de complicidad con el lector al hablarle de algunas anécdotas personales con la intención de acercarle más aún lo que le está enseñando, ese enorme abanico de manifestaciones literarias en general y narrativas en particular.

El desorden cotidiano (71)

Rayuela es el juego literario del que se sirve Cortázar para trazar una estampa de la bohemia urbana del siglo XX y que se desarrolla en la ciudad más apropiada para estos fines: París. Es una continuación de la fiesta de Hemingway en clave más actual, con las referencias correspondientes en todos los terrenos mencionados: arte, literatura y música, con especialísima atención al mundo del jazz, que en la novela del argentino es descrito como una suerte de psicodelia provocada por el humo y el alcohol en cuyas nebulosas se recrean esos pensadores que fuman y beben mientras que divagan sobre el destino de la vida, cuya trayectoria incierta se parece a las volutas del humo que sale del cigarro.

Con Oliveira como maestro y la Maga en calidad de aprendiz, Rayuela se conforma como un universo descriptivo en que la gramática queda vuelta del revés con la intención de adjetivar todas las realidades de todas las formas posibles: los nexos gramaticales, tanto preposiciones como conjunciones, son eliminados,en la mayoría de los casos, para hacer más evidente, más cercana, inmediata e intensa la relación entre el sustantivo y el adjetivo o el complemento. Y esto no hace otra cosa que evidenciar y enfatizar, en el plano lingüístico, la atmósfera de bohemia de la cual la narración está invadida. Es una bohemia que está presente en todo: en el desorden estético y en el desorden vital de unos personajes que conceden más importancia al contenido que a la apariencia de las cosas. De esta actitud procede esa despreocupación que sería motivo de vergüenza y deshonra a los ojos de la conciencia burguesa, esa manera de pensar que tiene en la utilidad y el benefico material más inmediatos su única razón de ser.

La bohemia posmoderna de Cortázar se nutre de elementos de su misma naturaleza, como Joyce, Eliot, que son el flujo de conciencia y la decadencia de occidente, que también son Oswald Spengler y Samuel Huntington. La naturaleza posmoderna es el fin de las ideologías, o bien, la mezcla de todas ellas y su desmitificación. Y la mezcla es caos, amalgama y cercanía, una cercanía con el pueblo a través de los medios de comunicación de masas, lo cual, en realidad, constituye un avance, en lugar de un retroceso, como opinan algunos. Y Rayuela se hace eco de todo esto en la figura de Julio Cortázar, que es el padre del neologismo latinoamericano, que es otra forma de bohemia, de ruptura de dogmas, en este caso, de naturaleza expresiva.

Rayuela es un juego, como la vida misma, tan arbitrarios ambos: el juego y la vida, sometidos al capricho de la suerte o el destino, o la providencia atea o religiosa. La vida es un juego en el que participan Oliveira y la Maga con la esperanza de tener buena suerte para controlar al destino,y esto, a su vez, para que la providencia les sea favorable. Y el camino elegido para conseguirlo es el conocimiento. Y en eso consiste Rayuela: en un ejercicio lúdico y artístico de conocimiento. 
Éstas son las impresiones que la lectura de Rayuela le había causado a Augusto. Del lado de París ("acá"), todo hay que decirlo.

El desorden cotidiano (70)

El cielo, arriba y el infierno, abajo. ¿Dónde está escrito que esto sea así, en caso de existir estas dos esferas de la metafísica? Augusto tenía una teoría, o, más bien, una intuición, según la cual el primero que lo concibió de esa manera fue Dante en su Divina Comedia, en la cual establecía que el Paraíso está encima del Infierno, y el Purgatorio, a mitad de camino entre los dos. Este simbolismo fue refrendado por el poder feudal de la Iglesia, a la que le venía muy bien promover esta idea de jerarquía del más allá para imponerla en el mundo sensible y sacar partido de ello.

Se puede afirmar, por tanto, que la obra de Dante es un reflejo de la sociedad feudal en clave alegórica, la cual persiste hasta nuestros días en el inconsciente colectivo, y esto se da en gestos tan cotidianos como mirar al cielo cuando se desea que suceda un milagro.

Sin embargo, la realidad es que todo esto no es más que un símbolo de algo que ni siquiera sabemos si existe. Pero hay una diferencia entre Dante y el feudalismo, porque una cosa es la expresión artística, y otra, muy distinta, el aprovechamiento de esa estructura del símbolo para imponerla como modelo social.

El desorden cotidiano (69)

¿En qué momento de la Historia el Mercado se desligó del Estado para imponerse a él? Es más: ¿alguna vez el Estado mandó sobre el Mercado? Augusto creía que sí. En su opinión, el Estado proporcionó al Mercado un marco legal en el que desarrollarse (liberalismo), y hubo un momento en que el Mercado ya estaba lo suficientemente maduro para echar a volar solito por la vida, como un hijo que se independiza de la tutela de sus padres.

Entonces, el Mercado empezó a comportarse como un hijo desagradecido sometiendo a su padre, el Estado, a toda clase de caprichos y arbitrariedades totalmente desproporcionados exigiéndole siempre más de lo que el Estado le podía dar. Se acostumbró a tratarlo a base de chantajes y amenazas sólo con el intento de obtener el máximo beneficio en todas las situaciones imaginables.

Y el Estado, evidentemente, tuvo que reaccionar para defenderse. Y recurrió al ojo por ojo, y decidió que utilizaría el mismo método de coacción dotándose de una serie de mecanismos legales (medidas intervencionistas, impuestos, aranceles, favoritismos sindicales, etc.).

Pero el Mercado tenía todas las de ganar, porque el sistema mismo le favorecía, y decidió asestar la puñalada a su padre: se largó del país y se llevó todo lo que papá Estado le había proporcionado para salir adelante, y los dejó a todos en la pobreza.

Finalmente, el Mercado fue acogido por unos padres adoptivos de los que esperaba sacar el mismo beneficio. Si estos nuevos padres se oponían a sus intenciones, ya sabían lo que les esperaba... ¿o no? ¿Conocerían los nuevos Estados los peligros de acoger al Mercado en sus entrañas?

Augusto, que era todo un teórico, tenía una expresión para denominar a este fenómeno: el cisma económico.

El desorden cotidiano (68)

A estas alturas de la vida, de la Historia y del desarrollo de los fenómenos que afectan a la economía y a la sociedad, Augusto comprobaba, con creciente indignación, cómo la derecha sigue siendo liberal en economía e intervencionista en cuestiones morales, frente a la la izquierda, que representa la escala de valores opuesta: intervencionista en economía y liberal en el ámbito de las conciencias individuales.

Augusto creía que la verdadera libertad, la que realmente dignifica a la persona, emana del liberalismo moral, y no del liberalismo económico. El liberalismo económico degrada al individuo, lo esclaviza, cosifica y mercantiliza, mientras que el liberalismo moral lo enriquece y le permite ensanchar sus horizontes vitales, humanos e intelectuales.

Augusto pensaba que la gran hipocresía de la derecha sigue siendo la misma. Sólo son liberales para lo que les conviene, que es mantener sus privilegios económicos, empresariales, financieros y mercantiles. Cuando se trata de juzgar comportamientos, gustos y actitudes ajenas, ahí está la derecha, esos mismos liberales, para imponer su criterio sin dar lugar a alternativas. Y, entonces, el aborto se convierte en un asesinato, en lugar de ser visto como lo que realmente es: la consecuencia del libre ejercicio de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo; y la eutanasia se convierte en un asesinato, en lugar de ser vista como lo que realmente es: el derecho de las personas a elegir cómo, cuándo y dónde quieren morir; y el matrimonio homosexual se convierte en el cáncer del modelo tradicional de la familia por no querer reconocer lo que realmente es: el reconocimiento de la verdadera igualdad social y e individual en todos sus niveles de manifestación.

Cuando la derecha sea tan permisiva y estimulante con el mercado como con el derecho de la mujer a decidir libremente sobre su cuerpo, entonces, y solo entonces, será cuando Augusto empiece a tomársela en serio.

El desorden cotidiano (67)

Se trata de una de las muchas contradicciones del capitalismo, las cuales, según Marx, conducirían tarde o temprano, a la destrucción del mismo sistema. Y está claro, muy claro, que el pensador alemán se equivocó en este punto de sus especulaciones teóricas.

Pero el caso es Augusto se había dado cuenta de que el mundo empresarial encierra una paradoja que obra en contra del interés de todos los agentes implicados, tanto de los empresarios como de los trabajadores. Se trata de lo siguiente: las empresas, al buscar siempre el máximo beneficio en su actividad productiva, hacen que la situación de los trabajadores esté constantemente en peligro, en términos de estabilidad y poder adquisitivo. Sin embargo, esta actitud redunda en contra de esas mismas intenciones de maximizar la obtención de beneficios, puesto que, si hay que despedir a trabajadores para mejorar la productividad, luego va a haber menos demanda para cubrir los niveles de productividad alcanzados, y de nada sirve producir mucho si luego no se vende nada, con lo cual haber reducido costes laborales para incrementar los beneficios ha provocado el efecto justamente contrario: si se produce mucho y no se vende nada, no hay beneficio que valga.

Augusto tenía muy claro que la clave del éxito empresarial radica en el bienestar de los trabajadores, y que se trata de un principio que los dueños del mercado no entienden. Porque el bienestar implica tener poder adquisitivo, y el poder adquisitivo conduce a los hábitos consumistas, que son la base de todo el tinglado. Si los empresarios se preocuparan más por sus empleados que por los beneficios, otro gallo nos cantaría a todos, y sería un canto muy distinto, mucho más agradable y armonioso para todos los oídos de la sociedad. Porque, si la letra de ese canto tratara del mantenimiento del poder adquisitivo de la clase trabajadora, entonces la sociedad de consumo sería sostenible y no sería causa de desigualdades. 
 
Augusto no era economista, pero, entre lo que leía, lo que reflexionaba, lo que intuía y lo que veía a su alrededor, cada vez tenía las ideas más claras.

El desorden cotidiano (66)

Todos los escritores profesionales lo son, también, por vocación. Pero no todos los escritores por vocación son, además, profesionales de la literatura. Los primeros son metódicos, constantes. Dedican siete o ocho horas al oficio y llegan a escribir una media de treinta páginas diarias. Además, suelen ser autores de novelas, de best sellers, que son el género literario más comercial y cuyos porcentajes de ventas no tienen nada que envidiar a otros productos, como teléfonos móviles, ordenadores o determnada ropa de marca. Y es que sería raro que un autor se ganara la vida escribiendo libros de ensayo o de poesía, géneros más elitistas culturalmente hablando, y que solo consumen unas minorías para las cuales la lectura constituye mucho más que un ejercicio de entretenimiento y evasión, pues este tipo de lectores busca realizarse estética e intelectualmente, aumentar sus conocimientos y ensanchar sus horizontes, expectativas y perspectivas vitales.

Este segundo tipo de escritores es el que Augusto denominaba, más propiamente hablando, "escritores vocacionales", sin desmerecer un ápice al otro tipo de literatos, cuya labor es igual de digna, si no más, ya que estos últimos tienen la gran virtud de extender la literatura y los hábitos lectores a estratos sociales cuyos miembros, a priori, no se caracterizan, precisamente, por su amor a los libros.

En cuanto al tipo que Augusto consideraba como "escritor vocacional", se caracteriza, en primer lugar, por no ser un escritor profesional, ya que solo escribe cuando se halla inspirado. En segundo lugar, el escritor vocacional no pretende ganar dinero, sino alcanzar el reconocimiento de los círculos literarios más prestigiosos y, a ser posible, llegar a aportar su pequeño granito de arena a la tradición ya existente del género literario que cultive.

Puesto que no se dedica profesionalmente a la escritura, el escritor vocacional desempeña otra tarea, que es la que le da de comer, y que depende tanto del perfil académico del sujeto en cuestión como de sus intereses profesionales. Si hablamos, por ejemplo, de un ensayista, suele tratarse de un profesor universitario que, en sus ratos libres, o como parte de su labor docente e investigadora, se dedica a escribir tratados, más o menos especializados, sobre los temas sobre los que es un experto. Dentro de este perfil, también se pueden incluir los periodistas, si bien esta profesión no suele ser tan estable y tranquila como la de un profesor universitario.

Finalmente, tenemos al poeta, del que con más seguridad se puede afirmar que escribe cuando está inspirado. Si bien, también en este caso, los poetas suelen ser profesores universitarios o de enseñanza media. Al ser la poesía un género literario que no requiere una dedicación metódica y constante, no es necesario disponer de mucho tiempo libre para ponerse a escribir versos, de modo que cualquier persona puede ser poeta y ser, a la vez, oficinista, comercial, cartero, camarero, basurero, limpiador, etcétera.

Augusto, por su parte, se consideraba un escritor vocacional, de los de la segunda acepción que su teoría, antes descrita, contemplaba. Él se ganaba la vida dando clases en la enseñanza media y, por las tardes, se dedicaba a sus libros, pero, en este caso, más a leerlos que a escribirlos, porque Augusto creía que, para escribir bien, hay que leer mejor, y que ser un buen lector es condición indispensable para ser un buen escritor. Y él pensaba que ésta es una característica más del escritor vocacional: prefiere leer mucho y escribir poco para que lo poco que escribe sea hermoso y trascendente, pues, al fin y al cabo, es eso lo que busca: hermosura y trascendencia.

El desorden cotidiano (65)

A Augusto le resultaba curioso comprobar cómo, a partir de ciertos niveles de crecimiento económico, cuanto menos nivel de protección social exista en un Estado, más margen tiene ese Estado, o, mejor dicho, el sector privado de un determinado país, para seguir creciendo. Es lo que sucede en el caso de China, por ejemplo. Lo que convierte a este país oriental en la segunda máxima potencia económica del mundo es, precisamente, su gobierno dictatorial y opresor con la clase trabajadora, en lo que constituye el gran paradigma de la contradicción entre una realidad y la manera en que es denominada esa realidad, en la medida en que China se sigue considerando un régimen comunista, cuando todos los indicadores respecto a las características reales que definen a ese gobierno señalan radicalmente lo contrario: que China no solo no constituye el soporte de un régimen comunista, sino que las bases de su funcionamiento son las propias de una economía abierta y salvajemente capitalista.
 
Puesto que los obreros chinos no tienen derechos laborales (seguridad social, convenios colectivos a efectos de horarios y salarios mínimos, etc.), los empresarios tiene vía libre para explotarlos y sacarles todo el jugo posible, como a una naranja, hasta dejarlos a los pobres bien sequitos. En estas circunstancias de absoluto desamparo social por parte de los trabajadores, no hay freno alguno para el crecimiento económico del país, que ha llegado a superar, en el año 2006, el 10% del PIB: una auténtica barbaridad, que supone un auténtico chollo para los inversores y sus multinacionales, pero una indecencia para los derechos de los trabajadores. Es incomprensible, teniendo en cuenta esta realidad, que algunos economistas defensores del mercado libre pongan a China como modelo ideal de crecimiento económico, porque, de hecho, el chino constituye el peor ejemplo posible de todos los males posibles que puede acarrear la puesta en práctica del sistema capitalista.
 
Augusto, a la luz del razonamiento anterior, opinaba que lo razonable, por tanto, en un país que proteja a sus trabajadores, es crecer, en época de bonanza, a un máximo de un 4% del PIB, en términos aproximados. Se trata de un término medio que, en este caso, puede beneficiar a todos los agentes sociales (empresarios y trabajadores) y a las arcas del Estado. Se trata de un punto de equilibrio que, por una parte, contribuye a la igualdad social y, por otra, evita que surjan monopolios o superpotencias que acaben imponiendo sus criterios a los países o, mejor dicho, a las empresas que sean menos competitivas o más débiles en el mercado global.

Las paradojas del capitalismo implican la necesidad del desarrollo de todas las fuerzas productivas de un país, pero siempre dentro de un marco en el que se garanticen las protecciones sociales mínimas. No se deberían aplaudir, jalear o legitimar modelos de crecimiento económico que no tengan en cuenta los derechos de los trabajadores, por mucho que esto suponga un freno al máximo beneficio empresarial.

El desorden cotidiano (64)

Augusto tenía una teoría sobre la idea del individualismo, que él denominaba "apoteosis de la condición humana, y consistía en lo siguiente:

La historia del individualismo es la historia de la degradación de una utopía. El individualismo comenzó representando el afán de superación espiritual, intelectual, física y moral del ser humano. Esta actitud humana vino de la mano del renacimiento de los siglos XV y XVI, cuando el hombre estaba empezando a liberarse de las ataduras medievales de la socieldad feudal, en que la estructura del teocentrismo impedía al individuo desarrollarse plenamente.

Ya en pleno Renacimiento, durante el siglo XVI, el cultivo del máximo desarrollo del individuo llega a su apogeo y se pone de moda, en los círculos de la élite cultural, la figura del humanista y del poeta soldado, aquel que domina por igual las armas y las letras. Esta época supone también el final de la filosofía escolástica para iniciar un acercamiento directo y personal a las fuentes clásicas (grecolatinas) de todas las dimensiones del conocimiento. Se pretende imitar a los clásicos, pero partiendo de la propia experiencia directa de las cosas y del razonamiento deductivo derivado de este proceso. Sin embargo, las guerras de religión entorpecieron no poco esta actividad humanística del individuo, dado que la nueva tarea filológica englobaba también los textos bíblicos y, allí donde triunfaron tendencias como el catolicismo y el calvinismo, el proceso se cortó de raíz para volver a los orígenes, o lo que es lo mismo: al acatamiento pasivo del dictamen de las autoridades religiosas sobre cualquier cuestión, especialmente en cuanto a la interpretación de las Sagradas Escrituras.

El siglo XVII constituye una herencia nefasta del siglo anterior, pues supuso una continuación de las guerras iniciadas durante aquellos años. Esto fue causa de que el individualismo entrara en crisis y se produjera un retrotraimiento en ese afán expansivo de todas las potencialidades humanas. Se inició una ola de pesimismo existencial que provocó el regreso masivo a la fe religiosa como consecuencia lógica de la pérdida de seguridad individual y de confianza en las propias posibilidades.

Los filósofos franceses de la Ilustración aportaron su grano de arena en aras de la recuperación de la confianza del ser humano en sus posibilidades de autorrealización personal en el seno de la naturaleza gracias a las teorías racionalistas y al nacimiento del liberalismo como forma de gobierno, la cual pone en cuestión el origen divino de la legitimidad otorgada a las monarquías europeas. Este renacimiento del individualismo, no obstante, ya empieza a arrastrar consigo elementos de carácter materialista debido al auge y expansión del fenómeno revolucionario vinculado al desarrollo de la industria en el ámbito de la producción textil en Inglaterra. Se trata de un individualismo materialista que fue consolidado y prácticamente institucionalizado en la obra de Adam Smith La riqueza de las naciones, en que se describen los mecanismos de funcionamiento del mercado en clave burguesa: mercantilización de la sociedad a través de la relación entre la oferta y la demanda. En este punto se inicia el declive del ideal individualista en toda su pureza, nobleza y afán humanista de superación personal para empezar a convertirse en una esfera más de dominio mercantil.

En el siglo XIX, se produce una reacción al incipiente materialismo capitalista por parte de la ideología marxista, cuyo padre, Karl Marx, pretende recuperar la nobleza ideal del individualismo a través de la defensa del comunismo, una corriente utópica que defiende la propiedad colectiva de los medios de producción y la abolición de la sociedad de clases, entre otras cosas, a partir del intento de que la clase oprimida, el proletariado, adquiera conciencia de sí misma, de la miseria en que vive, para hacerla llegar al autoconvencimiento de su derecho a exigir mejoras en sus condiciones laborales.

El siglo XX es la época de las grandes decepciones en relación con las utopías nacidas en la época renacentista (individualismo humanista) y las más recientes del siglo anterior (socialismo utópico y socialismo científico o marxismo). La Unión Soviética constituye el mejor argumento de los defensores del mercado libre en su defensa del liberalismo económico como el único sistema favoreceder de las libertades individuales. Sin embargo, la globalización ha demostrado y sigue demostrando más bien lo contrario, sobre todo desde que, a partir del siglo XVIII y sancionado por Adam Smith y corroborado por el fenómeno de la primera revolución industrial, el individualismo humano se ha convertido más en un afán de acumulación materialista, basado en la codicia pura y simple, que en una actitud de superación personal a través del cultivo del cuerpo y de la mente basada en el estudio, el amor a la belleza y al conocimiento y la práctica de ejercicio físico, este último también como un método más de superación personal y de logro de metas cada vez más elevadas que contribuyen al incremento del bienestar y de la salud corporal.

La apoteosis de la condición humana se produce, como hemos comentado, a una edad histórica muy temprana (finales de la Edad Media y comienzos del Renacimiento), pero su mantenimiento y desarrollo en el tiempo es más bien escaso, pues muy pronto surge el materialismo capitalista, que causa la degradación del ideal humano de autorrealización personal convirtiéndolo en un simpley ramplón afán de enriquecimiento de carácter exclusivamente materialista, hasta el punto de que el ser humano pasa, de ser considerado por su valía personal y sus conocimientos, a ser tenido en cuenta únicamente por su nivel de renta personal, es decir, por el dinero que gana y por las posesiones que tiene.

La historia del individualismo es la historia misma del ser humano: un proceso que nace con una gran altura de miras, teniendo al hombre como el dueño de la naturaleza y del universo y considerándole capaz de realizarse en el mejor de los sentidos, hasta el punto de la poder redimir a la condición humana del lastre del pecado original y, por tanto, de reconciliarse con Dios poniéndose a su alturta o, incluso, más arriba. Por desgracia, esa inicicial altura de miras se cae bruscamente de bruces ante dos imporantes obstáculos: el primero de ellos, la contrarreforma y las guerras religiosas subsiguientes, y el segundo, más adelante, con la consolidación política y económica del capitalismo y las relaciones mercantiles que condenan a la condición humana y todos sus logros a convertirse en un simple objeto manejado , en contra de su voluntad, por las leyes de la oferta y la demanda.

viernes, 19 de julio de 2013

El desorden cotidiano (63)

 Augusto tenía una teoría sobre lo que él llamaba la "prosa artística". Según él, La prosa artística consistiría en elevar el extrañamiento de la expresión verbal a su máximo grado de representación. Si ya el extrañamiento entrañaba la consideración de la literatura como algo bello, artístico, la prosa artística, en un nivel estético definitivo, supondría la intención, por parte del creador, de amalgamar géneros e intenciones expresivas para crear un producto que lo es todo y que no es nada, entendiendo como nada algo así como un retorno a los postulados estéticos del arte por el arte decimonónico.

La prosa artística ya no consiste en contar historias o en expresar ideas y sentimientos, sino en llevar a cabo todo un ejercicio de deconstrucción mediante el cual el autor pretende remontarse a los orígenes del posmodernismo cuestionando la legitimidad de los cánones de las etapas anteriores. El Proyecto Nocilla constituye un vivo y claro ejemplo de lo que pretendo expresar en estas líneas, pues dicho proyecto constituye una amalgama de fragmentos verbales plagados de referencias culturales de prestigio ampliamente reconocido, y son, precisamente, esas referencias las que otorgan al Proyecto Nocilla su prestigio de obra experimental paradigmática de la corriente postpoética acuñada por Fernández Mallo, uno de los grandes precursores españoles de lo que vengo denominando como "prosa artística".

La prosa artística puede definirse como el grado sumo de las vanguardias literarias, y pueden ser considerados como precursores de esta nueva y definitiva corriente todos aquellos autores que, desde la Edad Media, han pretendido hacer algo distinto de los demás en materia de creación literaria. Así, por ejemplo, desde el Arcipreste de Hita con su Libro del buen amor o Rabelais con su Gargantúa, hasta el Ulises de Joyce, pasando por el Tristam Shandy de Lawrence Sterne, sin olvidarnos de casos tan célebres y representativos como la famosa Rayuela, de Julio Cortázar, ejemplo tan evidente del tópico metaliterario del lector in fabula, acuñado por el catedrático Umberto Eco.

Y es que la prosa artística, en el fondo, y también en la forma, consiste en una constante voluntad, por parte del autor, de desafiar a los lectores para que sean ellos mismos quienes se encarguen de reconstruir el puzzle mostrándoles, tan solo, algunas de las piezas. Ya no se trata solo de averiguar a qué género literario pertenece una obra, sino de desentrañar el conjunto de sus significados mediante el ensamblaje de todos los elementos, los cuales nos conducirán, seguramente, a la reconstrucción de un mensaje de legitimación o deslegitimación de la tradición cultural precedente.

miércoles, 17 de julio de 2013

El desorden cotidiano (62)

Augusto odiaba a los aristócratas. Pensaba que la aristocracia es una institución social totalmente obsoleta que, tras tantos siglos de Historia, lo único que hace es seguir en pie, y en actitud provocadora, como símbolo de las desigualdades sociales.

Por esta razón, cuando Augusto leyó en el periódico que un aristócrata opinaba sobre cuánto gana o debería ganar un jornalero, sobre el PER y sobre si en Andalucía se trabaja más o menos, pues se sintió indognado, igual que cuando sale Rouco Varela a la palestra sentando cátedra sobre asuntos morales. Que un señor que vive de las rentas se ponga a cuestionar la profesionalidad de los trabajadores del campo, que son los que sufren las condiciones más adversas, los que más se esfuerzan, porque trabajan directamente con las manos, pues indigna bastante, aunque todo el mundo tenga, como tiene, derecho a opinar, incluso un tío que vive del cuento.

Las subvenciones procedentes de la Política de Empleo Rural de la Junta de Andalucía constituyen una partida de ayudas públicas absolutamente necesarias para unos trabajadores cuyo sustento depende de las condiciones meteorológicas. Si hay sequía y el campo no rinde, estos señores se quedan sin nada. Si se produce un temporal y se pierden las cosechas, estos señores se quedan sin nada. Y, en estos casos, ahí está el Estado, como debe ser, para compensar estas pérdidas o carencias a un gremio que no se merece el desprecio de quienes, si tienen que agacharse, no es para hacer surcos en el campo, sino para recoger la bola del hoyo del green para continuar con su partidita de golf.

Sí pensaba Augusto, como mucha gente, que son criticables los casos de fraude, que los hay, los ha habido y los habrá. Pero lo que hay que hacer con eso es denunciarlo y, a partir de esas denuncias, ir corrigiendo el sistema para reducir al máximo el margen de fraude, de manera que dichas ayudas vayan destinadas a aquellos agricultores que realmente las necesiten. Pero una cosa es denunciar estos casos, y otra muy distinta, poner en cuestión, en términos categóricos, la importancia de este tipo de ayudas a nuestros agricultores, y, encima, tachar a la población activa andaluza de poco emprendedora cebándose, en lo concreto, con el honorable gremio de los agricultores andaluces, a quienes tanto debe, por ejemplo, nuestra industria aceitunera.

Y, si, para colmo de los colmos, resulta que las críticas proceden de una persona como el hijo de la duquesa de Alba, que es, además, Conde de Salvatierra, pues el sentimiento de indignación se generaliza y engrandece. Entonces, uno piensa abiertamente y sin ambages: "¿qué tiene que decir un conde sobre las condiciones laborales de un jornalero, cuando la aristocracia ha constituido históricamente un impedimento estructural a las mejoras en el nivel de vida del campesinado?" Tiene narices lo que hay que ver o escuchar de vez en cuando.

El desorden cotidiano (61)

Augusto, como profesor que era, tenía sus opiniones sobre el oficio. Algunas eran favorables y positivas, pero otras eran bastante negativas.
 
Entre sus opiniones negativas, estaban las siguientes:
 
"Por mucho que nuestro oficio haya caído tan bajo, y por mucho que la transmisión de conocimientos se haya visto tan tristemente desplazada frente a la prioridad que han ido adquiriendo aspectos del proceso educativo que, en un principio, poco o nada tienen que ver con las auténticas obligaciones en el cometido del profesorado, y por muy vaciado de contenidos conceptuales que haya quedado el panorama curricular de la Enseñanza Secundaria, siempre habrá algo que enseñar, por poco que sea."

"Puede que seamos niñeros, psicólogos, trabajadores sociales y chupatintas antes que lingüistas, matemáticos, biólogos o historiadores, pero es que lingüistas, matemáticos, biólogos e historiadores es lo que nosotros somos, y queremos seguir siendo. Y la vida está hecha de palabras, de números y de seres vivos, además de tener un pasado, un presente y un futuro. Y los adolescentes tienen que conocer todas estas cosas de una u otra manera, lo cual me conduce a pensar que no está todo perdido y que podemos remontar y devolver a los conocimientos, a los saberes científicos y humanísticos, la importancia que merecen y el protagonismo que exigimos que se les otorgue tanto en los planes de estudio como en el funcionamiento de los centros educativos."

"Porque es muy triste y muy frustrante que de lo que menos se hable en los institutos sea de los conocimientos, de las disciplinas que imparte cada profesor, y de la manera de impartirlas. Se habla más de reuniones, de tutorías, de rellenar papeles y de hay que ver cómo se ha portado hoy Fulanito en mi clase, que le he tenido que expulsar."
 
Hasta aquí, las opiniones negativas de Augusto. Sin embargo, él albergaba, también, la esperanza de que pudiera llegar algún día en que el concepto de enseñanza se recuperase y se dignificase:
 
"La enseñanza se basa en los conocimientos, porque, si no hay conocimientos que transmitir, no hay enseñanza que llevar a cabo. Es una cuestión semántica y gramatical: enseñar es un verbo transitivo que requiere un complemento directo para completar su significado. Y esto significa que no se puede enseñar sin más o sobre la nada: siempre se enseña algo. Y, aunque sea ese, el rincón de un pronombre indefinido, el lugar al que el saber y la cultura han sido apartados por los demás factores, todos ellos extraescolares y extraacadémicos, por culpa de las nefastas políticas educativas de los distintos gobiernos socialistas del pasado, aún estamos a tiempo de recuperarlo, de rescatar a la cultura y sentir el placer de transmitirla, de explicarla, de hacerla entender y disfrutar tanto como la entendemos y disfrutamos nosotros."