Para Augusto, había algo tan importante, al menos, como la lectura: la relectura, y eso mismo es lo que le llevaba a reflexionar sobre la importancia y el
poder de las relecturas. Si leer es algo hermoso y trascendente, el acto
de releer, es decir, de volver a leer lo mismo otra vez (no importa el
tiempo que pase entre una primera lectura y las relecturas sucesivas),
eleva esa trascendencia y hermosura a unos niveles de enriquecimiento
tan elevados, que convierten a la literatura en un universo infinito de
belleza, conocimiento y emociones. Eso es lo que hace que las grandes
obras nunca agoten sus significados, porque cada lector es distinto,
tiene una personalidad distinta y una forma de vida distinta.
Esta
cuestión ya fue planteada durante los años 70 del siglo pasado por los
estetas de la recepción, aquellos que valoraban la literatura en virtud
de los lectores, o sea, desde el punto de vista de la recepción. Y Augusto
creía que no iban muy desencaminados al adoptar esta postura, aunque no,
desde luego, hasta el punto de algunos exagerados que llegaron a afirmar
que la obra literaria no existe mientras que no haya una persona que la
esté leyendo.
Lo que está claro es que la riqueza de la literatura la
generan los lectores en su mente y en su espíritu, en su manera de ver
la vida y de asimilar las experiencias a través de las cuales aquella se manifiesta. Todos estos
elementos se articulan como una plataforma de conexiones con la obra
literaria en la mente del lector, y estas conexiones son las llaves que
abren las puertas de todas las dimensiones interpretativas posibles que
hacen que una novela, un poema o una obra de teatro puedan ser leídas
desde todas las perspectivas que dichas conexiones han sido capaces de
generar en el espíritu de los lectores, o en el de cada lector en
particular.
miércoles, 24 de julio de 2013
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