BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 8 de julio de 2013

El desorden citidiano (50)

Alguna vez el lector habrá experimentado el haber entrado en una sala de cine y, tras unos minutos de proyección, haber deseado salir de allí debido a que lo que se proyectaba era de una mala calidad insoportable. Pues eso le sucedió a Augusto en varias ocasiones.

La primera de ellas le ocurrió con la película Colega, dónde está mi coche, un diálogo de besugos que destruye más neuronas que diez cubatas y veinte chutes de cocaína, y que, a diferencia de estímulos tan potentes como los mencionados, aburre y enerva hasta extremos auténticamente fastidiosos. Se trata de una película cuya  trama argumental (dos amigos que se despiertan resacosos de una macrofiesta, de esas que están tan de moda en nuestros jóvenes desde hace ya tanto tiempo, se encuentran con que el coche de uno de ellos ha desaparecido, y tienen que que recuperarlo, para lo cual deben recordar todo lo que hicieron durante la noche anterior) se desarrolla a través de unos diálogos de besugo, totalmente vacíos, insustanciales y pueriles, y de unas situaciones igualmente grotescas y ridículas, envueltas en una estética de lo más hortera.

A pesar de que a Augusto le gustaba mucho el cine, en aquella ocasión, estando dentro de esa sala en la que se estaba proyectando ese bodrio, el pobre sufrió de lo lindo esperando a que aquello terminara lo más pronto posible para dejar de sufrir y tratar de olvidar el mal trago haciendo cualquier otra cosa que, en la medida de lo posible, pudiera compensar la tortura que acababa de experimentar.

Pero ahí no acaba la cosa, ya que Augusto tenía otro trauma con una película basada en un famoso tebeo, el cual ya había conocido una brillante versión en forma de dibujos animados que habían dejado el listón muy alto... ¡para que esta versión cinematográfica lo fuera a echar todo a perder! ¿Que cuál es el título de la película? Mortadelo y Filemón. Una verdadera cutrez de principio a fin. Una producción de lo más rancio, tercermundista, trasnochado y pseudocómico. Mejor dicho: una obra que trataba de refugiarse en su naturaleza supuestamente cómica para desplegar un desafortunadísimo metraje.

Puede que Augusto hubiera sufrido más con este Mortadelo que con la insoportable americanada, puesto que, al menos, con la otra los efectos especiales estaban más trabajados. En el caso de la adaptación cinematográfica del tebeo de Francisco Ibáñez, al tratarse de hacer de carne humana a unos entrañables dibujos creados por tan ilustre dibujante, a los creadores de la versión cinematográfica les había salido el tiro por la culata, que es lo que suele suceder ante cualquier intento de hacer versiones de dibujos animados o de tebeos y cómics.

Lo mismo, en opinión de Augusto, les había pasado a los productores de las películas de Astérix: al haber pretendido recrear el tipo de atmósfera y de efectos del mundo de los dibujos en el universo de la realidad, el fracaso había estado asegurado desde el principio, por mucho que fuera Roberto Benigni quien interpretara el papel de Julio César, y Mónica Bellucci se metiera en la piel de Cleopatra.

Y es que, en opinión de Augusto, resulta ridículo, por muy buenos efectos especiales que se sepan manejar y por muy buen directos de cine que uno sea, intentar recrear, por ejemplo, cómo el bueno de Obélix va repartiendo puñetazos a esos pobres ingenuos e indefensos romanos que se dirigen, en fila india,a que el galo les haga, literalmente, contemplar las estrellas. Del mismo modo, resulta insufrible ver a un Mortadelo de carne y hueso disfrazado de todo tipo de personas, animales o cosas, o cómo el cuerpo de Filemón es aplastado por cualquier objeto grande y pesado que le caiga encima en un momento de descuido.

Augusto pensaba que ni siquiera poniendo como excusa que este tipo de películas (Mortadelo, Astérix...) está dirigido al público infantil, se les puede perdonar la pésima ejecución de la genialidad inicial (o sea, el dibujo animado y el cómic), porque, en realidad, en ciertas facetas de la vida, como es la necesidad que tenemos todos de entretenimiento, ocio, distracción y esparcimiento, los niños y los adultos somos iguales: lo que les aburre a ellos, nos aburre a nosotros, y lo que nos divierte a nosotros, les divierte, también, a ellos. Claro, que esto no era más que una opinión: la de Augusto.

En suma, se trata de una clase de películas que uno, quizá, no desdeñaría ver por televisión en el salón de su casa y sin pagar un duro, durante una tarde de sábado o una noche de domingo o de viernes mientras cena tranquilamente con su pareja. Pero una cosa es eso, y otra, muy distinta, es la que supone el hecho de que uno se tome la molestia de levantarse del sofá, salir de casa y dirigirse al cine para gastarse el dinero en presenciar algo que le va a hacer sufrir, indignarse, cabrearse, o las tres cosas a la vez. Y lo cierto es que a Augusto no le gustaba nada sufrir, ni indignarse, ni, mucho menos, cabrearse, y menos todavía, si había tenido que pagar. Igual que le sucede al resto de los mortales.


1 comentario:

  1. ¿Conmigo? Conmigo no cuentes para ver esas pelis, desde luego. Y menos un viernes o un sábado. ¡A la calle!

    ResponderEliminar