BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 9 de julio de 2013

El desorden cotidiano (55)

Augusto tenía una duda existencial que le estaba corroyendo las entrañas desde hacía algún tiempo: ¿de verdad necesitan los empresarios un organismo que represente sus intereses en un sistema que, dada su naturaleza intrínseca, ya les proporciona unas enormes ventajas de partida?

Augusto se hacía estos planteamientos porque él pensaba que el libre mercado es como una gigantesca y omnipresente Patronal que, constantemente, está proporcionando todo tipo de beneficios y plusvalías a quienes poseen el dinero y los medios de producción. Son ellos los privilegiados, opinaba Augusto: los únicos que se favorecen del sistema capitalista. Que existan patronales constituía, a su humilde juicio, una sobreprotección a los intereses comerciales y financieros de este gremio de codiciosos, cuando las estructuras socioeconómicas de todos los países occidentales les proporcionan las enormes ventajas, a las que ya nos hemos referido, sobre el resto de los mortales: los que no tienen dinero y sólo pueden vender su capacidad de trabajo.
 
Por esta razón, Augusto opinaba, sinceramente, que las patronales sobran en el mundo capitalista: bastantes ventajas tienen ya los empresarios sobre los trabajadores, que solo se tienen a sí mismos para defenderse a través de las asociaciones sindicales, las cuales a Augusto le parecían legítimas y muy necesarias, puesto que su función consiste en tratar de mantener los derechos sociales de los empleados; en segundo lugar, porque ayudan al Estado a mantener a raya la insaciable voracidad de la esfera privada.
 
Cada vez que Augusto oía hablar de diálogo social, es decir, de concertación de las condiciones del mercado laboral a través de reuniones entre la patronal y los sindicatos, tenía muy claro que aquello no era en absoluto nada parecido a un diálogo. Si acaso, un monólogo de la patronal aderezado con unas cuantas réplicas de los representantes de los trabajadores, que, algunas veces, lograban arrancar a sus jefes algún derecho social, como la jornada de cuarenta hora semanales, el mes de vacaciones pagadas o el subsidio de paro en  el caso, muy frecuente, de que alguno de los trabajadores de la plantilla de la empresa fuera despedido. 

Y que conste que Augusto no estaba en contra del derecho de libre asociación de los empresarios. Lo que le parecía mal es que las sociedades más avanzadas permitan la existencia de tantas desigualdades, y que, sobre las desigualdades iniciales, se constituyan, por así decirlo, desigualdades de segundo grado,  que solo favorecen a los que ya parten con una ventaja abrumadora sobre el resto, o lo que es lo mismo: empresarios frente a trabajadores. O, expresado en términos más radicales, de esos que a Augusto le tocaban las fibras sensibles: burguesía frente a proletariado. Lucha de clases. De toda la vida.

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