BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











miércoles, 24 de julio de 2013

El desorden cotidiano (82)

Los atroces desequilibrios del mundo actual son tan insultantes como remediables, si existe voluntad de remediar, claro está. Los contrastes entre los países ricos y los países pobres deberían hacer que se nos cayera la cara de vergüenza, porque es curioso el modo en que la crisis global está afectando a cada cual según su nivel de vida: los ricos están perdiendo dinero y los pobres se están muriendo. 
 
El nivel de pérdida viene determinado por el grado de desarrollo. Si uno es rico, eso significa que tiene propiedades, lo cual significa que tiene dinero y que no le falta un plato de comida en la mesa todos los días. De modo que, cuando haya crisis, como ahora, lo primero que perderá son sus propiedades y su dinero. Pero el que es pobre no tiene ese margen de maniobra, porque no tiene absolutamente nada. Si, en circunstancias normales, tener un plato de comida en la mesa es para él todo un lujo, en circunstancias adversas no tendrá qué llevarse a la boca y morirá de hambre o de alguna enfermedad.

Y eso es exactamente lo que está sucediendo ahora. La crisis del primer mundo se manifiesta en la pérdida de miles de millones de euros, mientras que la situación en el tercer mundo se está saldando con la pérdida de miles de millones, pero de vidas humanas en este caso. Cuando en países africanos, como Somalia, se está extendiendo una epidemia de cólera que está acabando con cientos de personas cada día, existen casos como el de un tal Bernard Madoff, gestor financiero de grandes fortunas, quien,en su momento, defraudó a sus clientes 34000 millones de euros. Así son las cosas en estas circunstancias: las clases altas pierden su dinero, las clases medias pierden sus empleos y los parias pierden su derecho a vivir.
 
Y Augusto se preguntaba, en medio de todo esto, si la economía planificada sigue siendo una expresión tabú o políticamente incorrecta a estas alturas de lo que está pasando. Augusto pensaba que el sistema capitalista debería abandonar su natural arrogancia, mirarla a los ojos con humildad y arrodillarse ante ella con la intención de concederle una oportunidad. Porque la economía planificada no tiene la culpa de las atrocidades que llevaron a cabo individuos como Stalin, Pol Pot o Mao Zedong. Y porque los mecanismos actuales no bastan. Es más: son cómplices. 
 
Ni una Comisión del Mercado de Valores o un Tribunal de Defensa de la Competencia a nivel nacional, ni una Comisaría de la Competencia o un Banco Central a nivel europeo, ni una Organización Mundial de Comercio, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o un Fondo Monetario Internacional a escala global. Todos ellos son organismos reguladores, y, en última instancia, favorecedores del capitalismo global de las deslocalizaciones de empresas y consiguientes reducciones de plantilla, del "dumping" y de la competencia desleal, de la explotación salarial del mileurismo y de las 65 horas de trabajo a la semana.
 
Se podría poner en práctica una economía planificada a través de los cauces de la democracia parlamentaria sin rasgarse las vestiduras. De este modo, la economía, en su totalidad, se convertiría en una actividad pública destinada al bien común, consensuada en el Parlamento a través de los representantes elegidos por los ciudadanos. 
 
Cambiarían entonces, y para bien, la mentalidad y los términos: los "consumidores" se convertirían en "ciudadanos" y los "empresarios" se transformarían en "servidores públicos". En opinión de Augusto, y de mucha gente, se podría intentar. No puede ser tan difícil. Es una cuestión de decencia, y de pensar más en los demás y menos en uno mismo.

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