Los atroces desequilibrios del mundo actual son tan insultantes como
remediables, si existe voluntad de remediar, claro está. Los contrastes
entre los países ricos y los países pobres deberían hacer que se nos
cayera la cara de vergüenza, porque es curioso el modo en que la crisis
global está afectando a cada cual según su nivel de vida: los ricos
están perdiendo dinero y los pobres se están muriendo.
El nivel de
pérdida viene determinado por el grado de desarrollo. Si uno es rico,
eso significa que tiene propiedades, lo cual significa que tiene dinero y
que no le falta un plato de comida en la mesa todos los días. De modo
que, cuando haya crisis, como ahora, lo primero que perderá son sus
propiedades y su dinero. Pero el que es pobre no tiene ese margen de
maniobra, porque no tiene absolutamente nada. Si, en circunstancias
normales, tener un plato de comida en la mesa es para él todo un lujo,
en circunstancias adversas no tendrá qué llevarse a la boca y morirá de
hambre o de alguna enfermedad.
Y eso es exactamente lo que
está sucediendo ahora. La crisis del primer mundo se manifiesta en la
pérdida de miles de millones de euros, mientras que la situación en el
tercer mundo se está saldando con la pérdida de miles de millones, pero
de vidas humanas en este caso. Cuando en países africanos, como Somalia,
se está extendiendo una epidemia de cólera que está acabando con
cientos de personas cada día, existen casos como el de un tal Bernard
Madoff, gestor financiero de grandes fortunas, quien,en su momento,
defraudó a sus clientes 34000 millones de euros. Así son las cosas en
estas circunstancias: las clases altas pierden su dinero, las clases
medias pierden sus empleos y los parias pierden su derecho a vivir.
Y Augusto se preguntaba, en medio de todo esto, si la economía planificada sigue
siendo una expresión tabú o políticamente incorrecta a estas alturas de
lo que está pasando. Augusto pensaba que el sistema capitalista debería
abandonar su natural arrogancia, mirarla a los ojos con humildad y
arrodillarse ante ella con la intención de concederle una oportunidad.
Porque la economía planificada no tiene la culpa de las atrocidades que
llevaron a cabo individuos como Stalin, Pol Pot o Mao Zedong. Y porque
los mecanismos actuales no bastan. Es más: son cómplices.
Ni una
Comisión del Mercado de Valores o un Tribunal de Defensa de la
Competencia a nivel nacional, ni una Comisaría de la Competencia o un
Banco Central a nivel europeo, ni una Organización Mundial de Comercio,
Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o un Fondo
Monetario Internacional a escala global. Todos ellos son organismos
reguladores, y, en última instancia, favorecedores del capitalismo
global de las deslocalizaciones de empresas y consiguientes reducciones
de plantilla, del "dumping" y de la competencia desleal, de la
explotación salarial del mileurismo y de las 65 horas de trabajo a la
semana.
Se podría poner en práctica una economía planificada a través
de los cauces de la democracia parlamentaria sin rasgarse las
vestiduras. De este modo, la economía, en su totalidad, se convertiría
en una actividad pública destinada al bien común, consensuada en el
Parlamento a través de los representantes elegidos por los ciudadanos.
Cambiarían entonces, y para bien, la mentalidad y los términos: los
"consumidores" se convertirían en "ciudadanos" y los "empresarios" se
transformarían en "servidores públicos". En opinión de Augusto, y de mucha gente, se podría
intentar. No puede ser tan difícil. Es una cuestión de
decencia, y de pensar más en los demás y menos en uno mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario