BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 30 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (100)

Cuando Augusto se sentó sobre la mesa del notario junto a Casandra para firmar la hipoteca, no le importó renunciar a sus principios ideológicos de desapego materialista para pasar a convertirse en propietario de una casa. No le importó encadenarse a una entidad financiera durante veinticinco años. Y no le importó porque podía permitírselo, y porque podía permitirse hacer feliz a Casandra, que era lo más importante para él.

Cuando Augusto se sentó sobre la mesa del notario junto a Casandra, lo único que le importó fue el hecho de estar tan seguro de dar un paso tan importante como aquél. No vaciló ni un momento. No sintió miedo, ni vértigo, teniendo en cuenta que firmar una hipoteca con tu novia es, en la práctica, lo más parecido a casarte con ella. Y eso fue lo más hermoso de aquel acto tan burocrático: que Augusto sabía perfectamente lo que quería. Y lo que él quería no era comprarse una casa. Lo que él quería era que Casandra cumpliera uno de sus sueños. Quería que Casandra tuviera su espacio propio para poder decorarlo y amueblarlo a su gusto, cosa que jamás podría haber hecho su hubieran seguido viviendo de alquiler.

La única vez en que Augusto había sentido vértigo, miedo, agobio, etcétera, fue cuando Casandra se lo planteó, porque él estaba muy cómodo viviendo de alquiler. Porque, de hecho, él pensaba que vivir de alquiler es lo más cómodo del mundo, porque, si surge un problema, lo tiene que solucionar el casero. El inquilino solo tiene que pagar su mensualidad. Ni el IBI, ni problemas comunitarios, ni nada de eso. El único problema es que a uno le puede tocar en suerte un casero que sea una buena persona o, al menos, alguien razonable, sensato y comprensivo, o, por el contrario, se puede tener la mala suerte de que a uno le toque un casero cabrón, entrometido, avaro, desconfiado y egoísta.

Casandra y Augusto habían tenido la suerte de disfrutar de un casero modélico, que no les puso ningún inconveniente cuando, con la renovación del contrato de alquiler recién firmada, le dijeron que se iban a comprar un piso. El casero se lamentó mucho de esta decisión, pues, con los malos tiempos que corrían, tener unos inquilinos como Casandra y Augusto, ambos jóvenes, con empleo fijo, sin hijos ni problemas, era un lujazo para cualquier arrendador. Sin embargo, Benito, que así se llamaba el propietario, hizo gala de una conducta exquisitamente generosa y comprensiva y no les puso ninguna objeción, y eso, teniendo en cuenta que el contrato de renovación del alquiler ya estaba firmado, retrata una bondad y una nobleza de carácter, además de una total ausencia de codicia, que se estilan cada vez menos, y que hacían de Benito una de las personas más decentes y desinteresadas que Augusto y Casandra habían conocido.

Por otra parte, a Augusto le duraron poco tiempo los agobios, los vértigos, el estrés y las ansiedades gracias a la ayuda de los padres y el hermano de Casandra, que se volcaron con ellos, no solo en las negociaciones de la venta del piso, sino, además, en todo lo relacionado con la mudanza y el traslado. De hecho, Augusto no tuvo que hacer casi nada (aparte de trasladar algunos muebles), salvo poner sus ahorros encima de la mesa para pagar la entrada y firmar la escritura del piso, así que tampoco tenía motivos para quejarse. Al menos, en ese aspecto. Ciertamente, todo sucedió a la velocidad del rayo.

Una vez solucionados los asuntos del alquiler, el siguiente paso consistió en negociar el precio y las condiciones de la casa que Casandra y Augusto querían comprar, y esto, por dos vías: la de los propietarios del piso, por una parte, y la del banco, a efectos de la financiación, por otra. El padre de Casandra se encargó de lo primero. Y lo hizo de una manera extraordinaria, llevando siempre la iniciativa, y con tal seguridad, desparpajo y desenvoltura, que Casandra y Augusto no salían de su asombro. Parecía un negociador profesional, o un tiburón de Wall Street. Tal era su manera de imponerse ante el agente inmobiliario que gestionaba la venta del piso, que éste llegó a sentirse intimidado. Y gracias a esto, los futuros compradores consiguieron una notable rebaja en el precio finalmente estipulado.

Lo de la financiación fue otro hueso duro de roer, porque, en plena crisis inmobiliaria, después de todo lo que había pasado, todas las entidades bancarias y cajas de ahorro ofrecían unas condiciones muy inflexibles. Se notaba que la confianza de los inversores brillaba por su ausencia, aun tratándose de dos jóvenes funcionarios que cobraban un sueldo decente y que, además, habían logrado juntar, entre los dos, una cantidad de ahorros nada despreciable para pagar la entrada del piso, los gastos de notaría y todo el marrón burocrático.

Al final, firmaron con La Caixa, que era donde ellos tenían sus nóminas. Las condiciones no eran las mejores, pero, con los ahorros de ambos y una pequeña ayudita familiar, consiguieron que la entidad les concediera el crédito para poder comprar el piso. Además, la directora de la sucursal se marcó un detallazo importantísimo al conseguir que el tipo de interés pudiera seguir siendo variable en función de las fluctuaciones del euríbor, que, dado el reciente desplome de la burbuja inmobiliaria, era lo que más les convenía a Augusto y a Casandra como propietarios. Aunque, al principio, Augusto había preferido un tipo fijo, para tener más estabilidad y previsibilidad en los gastos futuros.

Con más o menos tecnicismos, le acabaron convenciendo de que lo que más les convenía era el tipo variable para beneficiarse del euríbor, cuyo índice se hallaba, según los expertos, en "mínimos históricos", y que, por tanto, se preveía que iba a tardar mucho tiempo en subir, en tanto en cuanto continuara azotando a España la crisis económica derivada de los excesos del ladrillo. Lo que puede llegar a ser la casuística del sistema capitalista, según pensó más tarde Augusto:

-Resulta que ahora a nosotros nos conviene que esto siga igual de mal, o incluso peor, para que el euríbor siga manteniendo los tipos de interés bajos...

-Pues sí- reconocía Casandra-.

-O sea que, a partir de ahora, para que la hipoteca nos siga saliendo barata, a nosotros nos beneficia que a otros les vaya mal, y que la gente siga sin trabajo y sin dinero para poder comprarse una casa....

-Efectivamente- insistía Casandra-.

-Joder. No hay derecho- sentenció Augusto-.

Y la cosa supuso un logro repartido en dos mitades: Casandra consiguió convertirse en propietaria, y Augusto logró su sueño de vivir en su barrio preferido: Santa Aurelia, una zona de clase trabajadora, situada justo en el límite urbano de Sevilla, pero que se halla muy bien comunicada gracias al servicio de autobuses, además del metro. Augusto le había cogido mucho cariño a ese barrio desde que empezó a salir con Casandra (ella había vivido allí con sus padres antes de independizarse, lo cual le hizo, inicialmente, sentir cierto rechazo a la idea de comprarse el piso en esa misma zona). Por su parte, a Casandra, lo que le convenció del piso que habían comprado, fue que estaba recién reformado, que a ella le encantaba la reforma, y, además, que cumplía con el perfil que ella exigía: que tuviera dos cuartos de baño y cuatro habitaciones.

Pero lo que Augusto sacó en limpio de todo este embrollo, de haberse convertido en propietario, de haberse embarcado en una hipoteca, fue que no lo dudó ni un segundo. Porque estaba tan seguro de que él quería a Casandra y quería compartir su vida y su futuro con ella, que la única duda que le entró en el último momento fue la que le hizo preguntarle al notario que en qué parte del documento tenía que estampar su firma. Al coger el bolígrafo y plasmar su garabato sobre el papel, no le tembló el pulso más de lo habitual.




jueves, 26 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (99)

Augusto era muy descuidado en sus asuntos personales. Aunque también tenía derecho a serlo, porque, una vez que has cumplido debidamente con las responsabilidades básicas que sostienen tu existencia (levantarte a las siete de la mañana, coger el autobús a las ocho menos cuarto para llegar al instituto a las ocho y cuarto y cumplir con tus obligaciones laborales hasta las tres de la tarde), también tienes derecho al esparcimiento, al descanso, al ocio y al perreo. Dicho de otra manera: a hacer, simple y llanamente, lo que te apetezca, cuando te apetezca y de la manera en que te apetezca, si es que te apetece hacer algo, porque también puede uno pasarse la tarde tumbado sobre el sofá viendo la televisión o echándose una siesta de varias horas de duración, que para eso se levanta uno todos los días tan temprano. Y no es que a él no le gustara hacer nada. Ya sabemos que Augusto se dedicaba a leer y escribir por las tardes. De hecho, también sabemos que, cuando no podía leer, se ponía de mal genio.

Pero hay que insistir en lo primero que se ha dicho: que Augusto era muy descuidado. Y esto, cuando se vive en pareja, como era su caso, es algo muy peligroso, porque si tu pareja, como también es el caso, es todo lo contrario de lo que tú eres, entonces ahí se suelen producir roces, choques de perspectivas, enfados, peleas. Y Casandra era todo lo contrario de Augusto. Casandra tenía un sentido del orden y de la limpieza que a Augusto le agobiaba y le producía estrés, porque a Augusto le daba igual que un plato se quedara en la cocina dos o tres días enteros sin fregar. A Casandra, no. Eso, a ella, le daba asco. Y no le faltaba razón. Augusto reconocía que podía llegar a ser muy guarro en este aspecto, lo que tampoco es normal y, por tanto, es motivo de corrección, que Augusto se esforzaba en llevar a cabo con la ayuda de Casandra.

Por eso, Augusto tenía que espabilar y ponerse a la altura de su novia, porque, además, en ejemplos como éste, ella tenía la razón. Porque lo razonable y habitual en las personas, en seres civilizados, es tener por costumbre hábitos de higiene, orden y limpieza mínimamente regulares, y, en esto, Augusto era muy dejado. De hecho, la primera vez que se fue a vivir solo, tenía el piso hecho un asco, y, cada vez que Casandra iba a visitarle, él tenía que ponerse a fregar, a barrer, a limpiar y a ordenar como un loco para que, cuando llegara ella, la casa estuviera, al menos, aparentemente decente.

Sin embargo, Casandra era el extremo contrario. El orden y la limpieza constituían auténticas obsesiones para ella. Una cosa es ser una persona limpia y ordenada, y otra cosa es imponerte esos hábitos como si tu propia casa tuviera que estar así, limpia y ordenada, pero para otros, no para uno mismo. Porque a ella le agobiaba mucho no haber limpiado, ordenado, fregado el día que ella quería hacerlo, y esto le agobiaba como si la casa que ella limpiaba y ordenaba no fuera la suya propia y tuviera que rendir cuentas a extraños. Es decir, como si no pudiera limpiar y ordenar su propia casa cuando a ella le diera la real gana de hacerlo. Era como lo que le pasaba a Augusto con la lectura: cuando no podía leer, se ponía de mal humor. Y a Casandra esto le molestaba mucho, porque lo de Augusto con la lectura le parecía algo enfermizo. De todos modos, lo de Casandra era más comprensible, porque ella era alérgica a los ácaros, y por eso procuraba mantener la casa lo más limpia posible. Esto Augusto muchas veces no lo tenía en cuenta y le llevaba a actuar con egoísmo, sin pensar en las necesidades y los problemas de su novia.

El caso es que Augusto había tenido que aprender a ser más limpio y más ordenado, o, mejor dicho, a ser limpio y ordenado, a secas. Y esto le había venido muy bien, como tantas otras cosas buenas que le había aportado Casandra. Pero también es cierto que le daba mucho coraje cuando ella se adelantaba y realizaba las labores domésticas que le correspondían a él, a estos mismos efectos de mantenimiento, orden y limpieza de la casa, solo porque ella no podía soportar que los platos de la comida siguieran puestos sobre la mesa a las siete u ocho de la tarde, cuando Augusto estaba en su despacho haciendo sus "cosas de poeta", como Casandra las llamaba. O sea, que Casandra no podía esperar a que Augusto terminara de hacer sus cosas de poeta para ponerse a recoger los platos de la comida, llevarlos a la cocina y fregarlos. Ella no podía resistirse a hacerlo ella misma si a las ocho de la tarde Augusto todavía no se había encargado de hacerlo él mismo.

En suma, no es lo mismo vivir solo que vivir en pareja. Cuando uno vive solo, puede permitirse hacer ciertas cosas o mantener determinados hábitos que, en caso de vivir en pareja, son incompatibles. Esto es obvio. Y en el caso de Augusto, no era una cuestión subjetiva. Cuando se trata de orden y limpieza, o eres limpio y ordenado, o eres sucio y desordenado. Casandra era lo primero, y Augusto, lo segundo. Y, al menos en esto, Augusto tenía que aspirar a ser como Casandra. Porque no es normal que una persona de treinta y pico años sea sucia y desordenada. Eso es normal en los niños, que tienen que tener a sus mamás detrás de ellos para que hagan las cosas bien. Augusto era un adulto, y no debía acomodarse a tener a Casandra continuamente detrás de él para que fuera limpio y ordenado. Eso no era justo para ella, y era muy egoísta por parte de Augusto, quien, a veces, se aprovechaba inconscientemente de la diligencia de su novia, que muchas veces tenía que hacer su tarea y la de Augusto.

Augusto debía cuidar más a su novia, porque ella se dejaba el alma y el sudor de su frente para cuidarle a él. Y Casandra también trabajaba, y también tenía que madrugar todos los días, y sus madrugones eran mayores, y su instituto estaba mucho más lejos, y no por eso dejaba de cumplir con las obligaciones domésticas diarias. Casandra había sido y seguía siendo el chaleco salvavidas de Augusto, pero Augusto también tenía que ser el chaleco salvavidas de Casandra. Él era una buena persona y la quería muchísimo, pero debía esforzarse por estar más pendiente de su novia y en ser más detallista con ella. Comérsela a besitos no era suficiente. Debía esforzarse en cuestiones prácticas y necesarias, como cumplir con su parcela de obligaciones domésticas e interesarse más por cosas que, a lo mejor, a él le parecían banales, pero que eran importantes para Casandra. Porque Casandra se merecía todo eso, porque todo eso, y más, lo hacía ella por él desde que se conocieron.

No es que Augusto no hiciera nada ni aportara nada a la pareja, pero él sabía que Casandra siempre ponía el doble o el triple de lo que ponía él en su relación. Quizá, porque a ella se le daba mejor. Quizá él se acomodaba a las iniciativas de ella y le dejaba hacer y deshacer, porque también hay que reconocer que a Casandra le encantaba mandar. Pero eso no podía o no debía utilizarlo Augusto como excusa para dejarse llevar por ella y que él no tuviera que hacer nada. Él tenía que poner de su parte. Y, si ya ponía algo, tenía que esforzarse en poner más. Casandra se lo merecía.

martes, 10 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (98)

Resulta curioso y, a veces, hasta asombroso, cómo el paso del tiempo nos hace ver las cosas desde una perspectiva totalmente distinta en comparación con el modo en que las veíamos en la época durante la cual se produjeron.

 A Augusto le pasaba esto, por ejemplo, con la música. Por infancia, él era de la generación de los años ochenta, y su adolescencia transcurrió durante los años noventa. Y las canciones y los grupos musicales que, en aquella época, le habían parecido horteras, cursis, frívolos o de dudosa calidad artística, ahora le sabían a clásicos del pop cada vez que los escuchaba.

Y es que el sentimiento de nostalgia surte esta clase de efectos con mucho poder y mucha intensidad. Incluso, a pesar de que Augusto no tenía, precisamente,  demasiados recuerdos felices de aquellos años. Sin embargo, con el paso del tiempo, como hemos señalado al principio, ese mismo efecto nostálgico nos hace recordar todas las cosas pasadas con cariño, porque, al fin y al cabo, han formado parte de nuestra vida, es lo que hemos vivido y lo que nos ha hecho llegar hasta donde estamos y ser lo que somos.

Él se sentía muy orgulloso de formar parte de la generación de los años ochenta, pues aquellos últimos coletazos de la movida madrileña, y no solo madrileña, como dice un escritor, dieron frutos de una calidad musical excelente, empezando por Mecano, cuyas letras jamás pasarán de moda, porque en ellas se cuentan historias reales, y con ese aderezo, entre sarcástico y pintoresco, que caracterizaba al grupo, como la genial "No hay marcha en Nueva York", que empieza con un apunte de economía (devaluación del dólar), continúa mencionando a Napoleón, y cuenta una anécdota (no sabemos si real o inventada, pero brillante, en cualquier caso) del turista imitando a la Estatua de la Libertad, y un policía deteniéndole por creer que estaba haciendo el saludo comunista...

En suma: letras, las de Mecano, que cuentan historias llenas de humanidad y poesía, y plagadas de referencias culturales: lo que viene siendo género de cantautor de altísima calidad, como no podía ser menos contando el grupo con figuras del nivel de Nacho y José María Cano, además de la carismática Ana Torroja, por supuesto, no como los productos prefabricados de ahora, basados en el modelo de Operación Triunfo, La Voz y todos los derivados, cuyo formato de selección y eliminación de concursantes ya empieza a cansar un poquito al espectador.

O, al menos, eso es lo que pensaba Augusto. Aunque también reconocía él mismo que los primeros éxitos de Bisbal, Bustamente, Chenoa y de toda la llamada Generación OT ya formaban parte de su propia vida y, por tanto, habían pasado, del mismo modo, a formar parte de esos clásicos que le emocionaban de pura nostalgia (y no solo por nostalgia: algunos eran realmente buenos... según Augusto, claro).

El caso es que, volviendo al asunto de la música de los noventa, lo que, en su momento Augusto había llegado a aborrecer por parecerle música para adolescentes del sexo femenino, o porque consideraba que eran simple y llanamente horteradas en estado puro, ahora él los reivindicaba como clásicos de su época, que era también la época de esas mismas adolescentes a las que antes veía con malos ojos, algunas de las cuales habían sido compañeras suyas de colegio y de instituto... Suponía Augusto que todos estos radicales cambios de pareceres formaban parte del hecho de madurar e ir convirtiéndose en un adulto.

De modo que ahora Augusto se enternecía de nostalgia cada vez que escuchaba los grandes éxitos de Britney Spears (ahora, "Baby, one more time" le parecía entrañable), Backstreet Boys ("I want it that way", entre otras, como "Backstreet's back"), Take That ( con esa preciosa canción, "Back for good", que a Augusto casi le hacía llorar, o la versión de "How deep is your love", original de los Bee Gees, o con esa otra más actual, "Have a little patience", otra balada preciosa).

También recordaba Augusto esos refritos de Máquina Total, que, como el lector sabrá, eran mezclas de éxitos recientes. Él recordaba esas ediciones de Máquina total, de la que llegaron a sacar a la venta seis, siete u ocho partes, como hacen ahora con las series cinematográficas de Destino Final o de Scary Movie. Y también recordaba que, en una de esas ediciones, habían mezclado fragmentos del grupo "Viceversa" (tu piel morena sobre la arena, nadas igual que una sirena....) con Paco Pil, un extravagante pinchadiscos o DJ, como se dice ahora (viva la fiesta... entra en trance, paranoias, adelante, surcaremos el sonido hasta que tu cuerpo aguante...), y con rugidos de dinosaurio, aprovechando la moda que el estreno de Jurassic Park, ese arrollador éxito de Steven Spielberg, había inaugurado.

¿Y qué decir sobre los músicos españoles? Para Augusto, la muerte de Antonio Flores, que, para él, había sido el mejor de su familia, con mucha, muchísima diferencia, incluyendo a Lola Flores, supuso una pérdida irreparable, pues toda esa ternura, dulzura y sensualidad que caracterizaban el estilo del melenudo cantautor se habían perdido para siempre, y solo nos quedaba el consuelo de sus grandes éxitos, como "Abril", "No sé por qué", y ese precioso manifiesto antibelicista, "No dudaría". O la versión original de Joaquín Sabina, "Pongamos que hablo de Madrid", a la que Antonio Flores imprimía un ritmo rockero muy apropiado. Siguiendo con el mismo Joaquín Sabina, ese músico todoterreno que lo mismo se saca del sombrero (literalmente hablando) una balada, una pieza de rock o, al modo de Serrat o Paco Ibáñez, una melodía para ponerle música a algún poema de Lorca, Alberti o Espronceda...

El que a Augusto le parecía de una cursilería incurable era Alejandro Sanz, del cual solo salvaba "No es lo mismo", esa especie de rap aflamencado en el que la cursilería deja paso a un tono de desnuda, franca, informal y despreocupada displicencia envuelta en una capa de ironía escéptica (valga la redundancia) que a Augusto sí le parecía algo auténtico y con sabor a una mezcla de buenas y malas experiencias.

Sergio Dalma era tan cursi como Alejandro Sanz, y, sin embargo, a Augusto le gustaba mucho. De hecho, "Bailar pegados" era una de las canciones con las que la relación entre Casandra y Augusto había empezado a nacer. Y otras, como "Galilea" y "Solo para ti", hacían idénticas delicias en el paladar musical de Augusto.

De lo que Augusto se había dado cuenta reflexionando sobre todos estos temas, es el hecho de que las canciones extranjeras de sus años juveniles le hacían sentir más nostalgia que las canciones españolas de las mismas épocas. No se daba esto en todos los casos, pero sí, en la mayoría de ellos. Y, realmente, no tenía ninguna explicación para ello. Pero daba igual. Lo realmente importante es que la música, viniera de donde viniera, le siguiera emocionando, porque para eso está.

Realmente, Augusto llegaba a la conclusión de que lo que se suele entender como "clásico" no es más que un concepto cargado de connotaciones pedantescas y academicistas, y que lo realmente clásico es lo que nos emociona en el momento de su creación, y nos sigue emocionando en adelante y para siempre.

lunes, 9 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (97)

Cuando Casandra era pequeña, no le gustaban nada las muestras de cariño, y así lo manifestaba cada vez que algún familiar, especialmente sus padres, sus tíos o sus abuelos, intentaban darle una abrazo o un besito. Se puede afirmar, por tanto, que el carácter de la pequeña Casandra era un tanto arisco.

Curiosamente, una vez le dijo su abuela que todos los besos que su nieta no daba ni se dejaba dar, se los daría y los compartiría con su novio cuando llegara el momento. Y el momento llegó a partir de aquel inolvidable 8 de octubre de 2007. Entonces empezaron a cumplirse las profecías de la abuela de Casandra, porque su novio, Augusto, no paraba de comérsela a besitos, y ella se dejaba tan ricamente, porque le encantaba. Y, por supuesto, le correspondía, aunque en menor proporción, ya que lo de Augusto era algo insuperable, pues se mostraba continua e incansablemente cariñoso con su muñequita.

Quizá, a algunos pueda parecer extraño el hecho de que Casandra se hubiera enamorado de una persona tan empalagosa como lo era Augusto, teniendo en cuenta la personalidad de ella, anteriormente descrita. Pero, cuando una persona encuentra a su media naranja con la contundencia e inmediatez que producen los efectos de las flechas de Cupido, se produce tal hechizo y transformación en el alma del sujeto, que muchas de las cosas que no le gustaban, o que no le gustaban de otras personas, resulta que le vuelven locas si proceden de la persona amada, y hasta tal punto, que se tornan imprescindibles.

Evidentemente, Augusto daba gracias por este estado de cosas, pues no puede haber mayor gozo que el hecho de que la persona a la que amas, y que te ama, te acepte tal y como eres. Y en el caso de Augusto, además, no era solo que Casandra le hubiera aceptado tal como él era, sino que muchos de los rasgos de la personalidad de él, a ella la volvían loca.

Augusto podía considerarse muy afortunado por haberse topado con un salvavidas como Casandra, quien le protegía constantemente de los agitados embates marinos y del  inestable y, en muchas ocasiones, traicionero oleaje del océano de la existencia.

Por otra parte, a Augusto no había quién le ganara en eso de dar besitos. Era todo un experto, un artista consumado, gracias, también, a que Casandra se dejaba hacer. Por ejemplo, había dos grandes tipos de besos: los ruidosos y los silenciosos. Los primeros son los que más gustaban a Augusto, porque hacían un ruido de ventosa (que Augusto solía prolongar alargando el efecto de succión y produciendo una especie de chirrío como de puerta abriéndose o cerándose) , muy graciosillo, que a Augusto le dejaban un regustillo y un sabor lleno de ternura, especialmente cuando Casandra cerraba los ojos y ofrecía tierna y generosamente su blanda y tibia mejilla para que Augusto se la succionara con toda la suavidad y la delicadeza de quien manifiesta, de esa manera, su amor hacia la persona amada.

Otro tipo de besos, los silenciosos, tenían la ventaja de que se daban con más rapidez, y permitían a Augusto estar comiéndose los mofletitos de Casandra durante un buen rato. Estos no sonaban, pero eran mucho más numerosos, y eran los que más gustaban a Casandra, precisamente por eso, porque no hacían ruido. Y es que a ella no le gustaba llamar la atención cuando iba con Augusto por la calle, en el metro, en el autobús o en el taxi, y muchas veces le pedía que le diera besitos de los silenciosos.

También le gustaba a Augusto besar a su novia dándole bocaditos, es decir, tapándose los dientes con los labios (como cuando imitamos a una persona que no tiene dientes) y agarrando la piel de Casandra con los mismos labios. Una vez que tenía la piel agarrada por los labios, la soltaba con un soplidillo algo brusco. Era como dar un chupetón, pero no chupando la piel, sino soplándola.

Por último, cuando hacía frío, Augusto abrazaba a Casandra y, como un vampiro que chupara la sangre de su víctima, abría su boca, la ponía sobre el cuello de Casandra y exhalaba todo su calor corporal para que ella no sintiera frío. Ellos llamaban a esto, en su particular idioma de pareja, "fu", por onomatopeya del ruido que se produce cuando se sopla.

Como se puede comprobar, el enamorado Augusto era todo un experto en desplegar y expresar sus sentimientos por Casandra de mil maneras diferentes. Se podría decir que sí, que era un besucón, pero un besucón sofisticado, original, creativo y, sobre todo, espontáneo. De hecho, seguramente fue la espontaneidad de Augusto lo que enamoró a Casandra, que todavía recordaba esos versos de Jorge Manrique que él le recitó aquella primera noche en que se encontraron:

"Quien no estuviera en presencia,
no tenga fe en confianza,
pues son olvido y mudanza
las condiciones de ausencia."





domingo, 8 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (96)

A Augusto le encantaba tirarse pedos. Pero no por el hecho en sí, que a muchos parecerá, seguramente, una guarrería y una cochinada. La cosa tiene su explicación fisiológica, y es que el pobre hombre producía muchos gases. ¿Qué culpa tenía él de que sus aparatos digestivo y excretor, y su metabolismo, en general, funcionaran de esa manera? Y, ¿no es verdad que a todos nos encanta deshacernos de cualquier cosa que nos esté suponiendo una molestia física, o de cualquier otro tipo?

Porque tirarse un pedo, para Augusto, es como pagar la letra de la hipoteca, la cuota de la comunidad de vecinos, o como quitarse el traje y los zapatos sentado sobre la cama después de una larga y dura jornada de trabajo, o como llegar a casa con los carritos de la compra y vaciarlos, o como, para un estudiante, quitarse la mochila llena de libros y cuadernos y depositarla en el suelo.

Se trata del placer que siente uno, que sentimos todos y que, por supuesto, sentía Augusto, de deshacerse de una molestia, de poder quitársela de en medio de un manotazo, como cuando anda un mosquito molestándonos y, en un descuido suyo, nos tomamos el gustazo de aplastarlo contra el cristal, contra la pared o contra el suelo de la habitación.

Se trata del placer de quitarse un peso (o pedo) de encima-valga el juego de palabras-. Y uno no es físico ni químico, pero sabe que la materia pesa, sea cual sea el estado en que se manifieste: sólido, líquido o gaseoso. En el caso de Augusto con el asunto de los pedos, está claro que se trata de materia gaseosa. Sin embargo, Augusto no podía ir por ahí tirándose pedos todo el día. Debía reprimirse en la mayoría de los casos. Afortunadamente, la naturaleza le había dotado de un esfínter que no funcionaba demasiado mal, y que no le quedaba más remedio que ejercitar, al menos, hasta que llegaba a su casa. Y si, encima, Casandra se hallaba ausente por la razón que fuera (trabajo, familia, amigos, compras, etc.), entonces Augusto ya podía relajarse y peerse donde fuera: en la cocina, en el lavabo, en el salón...

Y lo hacía con una delectación muy particular, del mismo modo en que se saborea un canapé o un bombón de chocolate relleno de frutas del bosque, porque para eso se había estado aguantando todo el santo día.Donde más a gusto y placenteramente lo hacía era, como es natural, en el cuarto de baño, sentado sobre el retrete. Estando ahí, ni siquiera Casandra tenía autoridad moral para echarle la bronca cuando se tiraba pedos, porque se supone que es el retrete el lugar en el que se desempeña este tipo de escatológicas labores. Bueno... en realidad, sí tenía razón para bronquearle si se dejaba la puerta abierta, cosa que a ella le daba mucha rabia, mientras que a Augusto le parecía algo de lo más natural.

Tanto para tirarse pedos como para hacer caca, Augusto sentía cierto placer masoquista y, a la vez, inspirador. Le causaba tanta satisfacción física y fisiológica el sentir ganas de ir al baño, como el hecho de plantar el pino, como vulgarmente se dice. De hecho, muchas veces se llevaba la libreta y el bolígrafo y, mientras apretaba para soltar el excremento (más blando o más duro según los casos, y en función de lo ingerido, si habían sido hidratos de carbono o fibra), se le ocurría un verso, o un poema entero, o una idea brillante para una obra de teatro.

Y a la hora de orinar, le pasaba exactamente igual, excepto por el trauma que arrastraba del pasado debido a la incontinencia que había sufrido. En estos casos, jamás se relajaba, porque, si lo hacía, esto le recordaba a cuando soñaba que hacía pis en el retrete, y luego resultaba que se lo había hecho en la cama, con el consecuente sentimiento de humillación y profundo avergonzamiento que sentía al despertarse con esa humillante y repugnante sensación de humedad y olor a ácido úrico. Por tanto, al orinar, por ejemplo, jamás se le ocurría cerrar los ojos y dejarse llevar por el placer de la descarga del líquido fecal, debido a esos recuerdos desagradables del pasado. Lo que hacía era mantenerse en tensión, con la mirada fija sobre el chorro de orina que caía al fondo del retrete. Tenía, por otra parte, la extravagante costumbre de escupir mientras orinaba intentando que el salivazo atravesara el chorro amarillento.

Augusto se tomaba todas estas cosas con la máxima naturalidad, porque las funciones fisiológicas que desempeña nuestro organismo para funcionar correctamente no suponen ningún motivo de vergüenza, porque eso es lo que somos todos nosotros por dentro: gases, jugos gástricos, secreción y producción de toda clase de fluidos para facilitar todas las funciones (respiración, digestión, excreción, motricidad...), y todo ello a través de las vísceras, de los intestinos, del hígado, del páncreas, de los pulmones, de los músculos, de los dientes, etcétera. Por esta razón, Augusto creía que no había que avergonzarse de tirarse pedos cuando uno necesitaba hacerlo, ni de eructar por el mismo motivo.

Que sí, que es verdad que estas cosas se ven como algo feo, e incluso pestilente, en el caso de los pedos (y en el de los eructos, según los casos y lo que uno haya comido), y que uno, por educación, debe esperarse a estar solo para poder darse el desahogo correspondiente. Pero es que si no lo hiciéramos, es decir, si no nos hiciera falta tirarnos pedos, orinar, eructar y cagar, sería mucho peor, porque significaría que estamos muertos.

Por lo tanto, Augusto no solo no se avergonzaba de ser un pedorro, sino que lo agradecía, porque esta clase de cosas, para él, eran una manera, muy íntima, eso sí, de sentirse vivo, de experimentar cómo su organismo funcionaba bien, con absoluta normalidad, y que, por tanto, según él deducía, podía decirse que estaba físicamente sano. Y la salud, como dice la canción, es lo más importante de la vida.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (95)

Augusto odiaba la Navidad. Sin embargo, no siempre había sido así. Este odio se fue fraguando a medida en que Augusto iba adquiriendo conciencia sobre aquella verdadera realidad en que la Navidad se había convertido: una fiesta de consumo desenfrenado envuelta en esa empalagosa hipocresía que predica la Navidad como una época mágica en la que todos nos perdonamos todo, todos nos queremos mucho y nadie pasa hambre ni ningún otro tipo de necesidades. Ya tenemos el resto del año para seguir siendo unos miserables, unos egoístas, cínicos y ruines los unos con los otros. O sea: unos hijos de puta.

Pero en Navidad, no. En Navidad, todos somos unos santos varones y unas santas mujeres y, por encima de todo, felices y contentos... incluso los niños de Uganda, del Sáhara Occidental y de China, que para eso están las campañas navideñas con su culto a la caridad (Un juguete, una ilusión, para los niños de África, comprando este bolígrafo... como las "pastillas contra el dolor ajeno"... ¡no te jode!). En verdad os digo, lectores, que a Augusto se le abrían las carnes rodeado, como se sentía, por tanta basura ética y moral.

Y ese es solo uno de los aspectos que Augusto odiaba de las fiestas navideñas. El otro era el gregarismo impuesto por las tradiciones o por los hábitos de consumo fomentados por las grandes superficies comerciales (Ya es Primavera en El Corte Inglés... Ya es Navidad en Carrefour... aprovecha nuestros descuentos..). Augusto odiaba tener que hacer lo que hace todo el mundo en Navidad. Estar con la familia, de acuerdo. Pero, ¿por qué en Navidad, precisa y necesariamente? ¿Qué pasa con los otros trescientos y pico días del año? ¿Y por qué tenía él, Augusto, que celebrar algo que no quería, y en lo que no creía?

Porque esa era otra cuestión importantísima. Se ha perdido el verdadero significado de la Navidad, que es la celebración del Nacimiento de Jesucristo. Esto es la Navidad, que, etimológicamente, procede del término natividad, que es sinónimo de nacimiento ("acción y efecto de nacer"). La Navidad era una fiesta religiosa de los católicos para celebrar el nacimiento del Hijo de Dios, y se había convertido, mejor dicho, se había rebajado a  la condición de culto pagano al consumismo materialista.

Esto no siempre había sido así. Cuando era pequeño, a Augusto le encantaba que llegara la Navidad para ponerse a colocar los adornos, sobre todo el portal de Belén. Lo hacía con su madre, a la que tan unido había estado siempre. De todos modos, no se equivoque el lector deduciendo de todo esto que Augusto había cogido odio a la Navidad debido a la ausencia de su madre. Nada tenía que ver una cosa con la otra. Aunque algo sí es cierto: le habría encantado a Augusto que su madre siguiera viva para animarla a liderar una campaña contra la desvirtuación materialista de la Navidad y para la recuperación de su esencial y originaria naturaleza de fiesta religiosa.

De hecho, Augusto animaba a todos los católicos a que tomaran alguna iniciativa de esta clase. Porque era su espacio y su protagonismo, el del nacimiento de Dios y la alegría de sus fieles seguidores, pero la voracidad capitalista de la sociedad de consumo, a través de las maniobras comerciales y publicitarias de las grandes empresas de juguetería, electrónica, perfumería y textiles se lo había arrebatado.

Desde que estaba con Casandra, cada vez que llegaban las fechas navideñas, a Augusto se le presentaba un dilema moral y afectivo, porque él, como ya sabemos, odiaba la Navidad, mientras que a Casandra se le caía la baba y se le iluminaban sus ojitos de almendra de puro entusiasmo. O sea, Augusto y Casandra, la noche y el día. Por consiguiente, Augusto tenía que tragarse muchos sapos (cosa que hacía, en el fondo, con mucho gusto, puesto que el amor también es sacrificio por la persona amada) para hacer feliz a Casandra durante la que, de hecho, era la época favorita de ella, especialmente el 5 de enero, cuando llegaban los Reyes Magos con la cabalgata.

Ese era el día más importante del año para Casandra, y Augusto no podía fallarle a su muñequita. De hecho, él no se había perdido ni una sola cabalgata desde que estaba con Casandra. Todos los años, todos los días 5 de enero desde hacía seis años, Casandra y Augusto, al llegar la tarde, sobre las cinco o las seis, salían de casa para meterse en todo el barullo, el gentío y el mar de multitudes que cada año inunda la calle San Jacinto del barrio de Triana, y se plantaban justo frente a la Parroquia de la Estrella (por estricto imperativo de las tradiciones familiares de Casandra, ya que su padre era miembro de la Hermandad correspondiente), y ahí se quedaban esperando a que pasaran los Reyes Magos seguidos por las cabalgatas temáticas correspondientes, que  Augusto no sabía si su aparición cada año obedecía a algún criterio (unos años pasaba una cabalgata de la última película Disney o de alguna marca comercial que, se supone, patrocibana a la cabalgata, etc.).

Y, por supuesto, aparecían los niños que iban montados en los vehículos que transportaban las cabalgatas, y que lanzaban caramelos a la multitud allí presente. El primer año en que Augusto asistió a la cabalgata de los Reyes Magos, se le pegaron tantos caramelos a las suelas de los zapatos, que tuvo que tirarlos a la basura.

Aparte de todo esto, luego estaba el asunto de los regalos de navidad, a cada año más peliagudo, pues, como vivimos en una sociedad opulenta a pesar de la crisis, y, por definición, las sociedades opulentas se caracterizan por la sobresaturación de bienes de consumo, resulta que todo el mundo tiene de todo, y uno no sabe ya qué regalar a sus seres queridos. Y Casandra se agobiaba mucho por esto, y Augusto le decía que no se agobiara, porque lo importante no es el regalo, sino el detalle, la intención, el gesto y el acto de amor que supone hacer un regalo a una persona.

Pero no había manera. Si no había un acto de consumo ortodoxamente capitalista de por medio, Casandra no se quedaba tranquila. A veces compraba algo para alguien, pero luego se sentía mal porque lo que había comprado era demasiado barato, y ella pensaba que eso era una cutrez. "Pues le compro otra cosa que sea más cara y le regalo las dos", y así se quedaba más tranquila. Pero en esto, Augusto no culpaba a Casandra. Más bien, al contrario: la admiraba profundamente por su extraordinaria generosidad. Le encantaba hacer regalos y tener cualquier tipo de detalle con los demás. Y, en esta generosa inclinación suya, era extremadamente cuidadosa en todos los aspectos, tanto en la forma como en el fondo. Le gustaba encargarse personalmente de envolver los regalos, o de preparar una sorpresa, ya fuera para Augusto, para su madre, para su padre, para su hermano o para sus amigos.

Se podría afirmar que la Navidad sacaba lo mejor de Casandra, si no fuera porque ella era una mujer alegre, original, detallista, creativa y generosa no solo en Navidad, sino también durante el resto del año. Y esa era una prueba más de la gran personalidad que poseía, y que era la cárcel de amor dentro de la cual Augusto se hallaba gozosamente preso.

viernes, 29 de noviembre de 2013

El desorden cotidiano (94)

Alessandro era el novio de Camila, la amiga de Casandra y de Augusto. Se habían encontrado por Internet, como ya viene siendo normal desde hace años. A través del mundo virtual se fueron conociendo poco a poco, y se gustaron, porque a Camila solo le gustaban los chicos italianos. Y Alessandro no solo era italiano, sino, además, florentino, que era el sueño de Camila: echarse un novio de Florencia. En este sentido, la entrañable y bella trianera no podía pedirle más a la vida, pues la vida le había concedido exactamente lo que ella deseaba.

No obstante, el primer encuentro en persona tardó tiempo en llegar. Quizá, demasiado tiempo. Pero esta circunstancia no hizo sino contribuir a que ese primer encuentro resultara ser un éxito rotundo, dadas las enormes ganas que tanto Alessandro como Camila tenían de conocerse en persona de una bendita vez. Y esto sucedió en Florencia, la ciudad de Alessandro, junto al Duomo, el monumento más emblemático de la ciudad.

También hay que decir que Casandra tuvo mucho que ver en el hecho de que ese primer encuentro hubiera salido bien, pues fue ella quien empujó a su amiga a vencer las lógicas timideces iniciales y a romper el hielo a salvajes y furiosos golpes de punzón, como Sharon Stone hiciera en la primera escena de Instinto Básico. Pues, si no hubiera sido por la mediación de Casandra, posiblemente aquel primer encuentro entre Alessandro y Camila no hubiera dado de sí todo lo que acabó dando. Si Augusto le debía a Camila haber conocido a Casandra, desde luego, Camila le debía mucho a su amiga Casandra en el éxito obtenido respecto a su relación con Alessandro.

Por otra parte, también Alessandro se hacía querer debido a su carácter sencillo, cercano, campechano y dotado de cierto pintoresquismo parecido al que caracterizaba al carácter de su amada Camila. Y a quien más caló esa bonhomía fue, sin duda, al propio Augusto, quien veía a Alessandro como su segundo hermano pequeño, con quien éste coincidía en edad y en aspecto físico: alto, delgado y de rostros faciales muy angulosos.

Si la distancia hace el olvido, ésta fue la excepción que confirma la regla, pues tan bien les fue a los recién estrenados enamorados en su noviazgo que, pasado un tiempo, Alessandro tomó la decisión de trasladarse a Sevilla para poder estar junto a Camila. Otra de las virtudes que tenía Alessandro era su fuerza de voluntad y la firmeza de las decisiones que tomaba, además de una valentía, una audacia y un arrojo de dimensiones heroicas y, desde luego, dignos de la más elevada admiración, porque un día, Alessandro se hizo la maleta con lo poco que tenía, se subió a un avión y se plantó en el aeropuerto de Sevilla.

Como estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa con tal de sobrevivir en tierras extranjeras junto a Camila, no tardó en encontrar un trabajo, y luego otro, y, después, otro. Se hizo pluriempleado, en unas condiciones pésimas. Acababa su jornada en un trabajo y se marchaba corriendo al otro, y, después, al siguiente. Y así estuvo aguantando, vil y miserablemente explotado por el mercado laboral español, única y exclusivamente por seguir al lado de Camila, por poder disfrutar, aunque solo fuera eso, de una tarde libre tomando una cervecita en la calle Betis observando relajadamente esos ojos que también lo observaban a él, en cuyo fondo él hallaba la recompensa, por materialmente pequeña que fuera, a tanto sacrificio y tantas horas de trabajo yendo como loco de un sitio a otro.

Y así estuvo aguantando y aguantando, pensando en los ojos de su Camila cada vez que se pegaba sus madrugones intempestivos para asistir al hotel a servir los desayunos... hasta que no pudo más. Porque todos tenemos un límite. Y el suyo llegó a él, o viceversa. Él hizo todo lo que pudo, y mientras pudo hacerlo, por seguir viviendo en Sevilla con Camila, aunque fuera a precio de un estado de esclavitud posmoderna que sigue siendo la vergüenza del sistema capitalista y de la globalización que lo sostiene. Pero llegó un momento en que el tamaño de la adversidad de sus circunstancias fue tan grande, que no pudo más. Tuvo que volverse a Florencia.

Todo el sufrimiento que Alessandro decidió experimentar voluntariamente por amor a Camila hizo que Augusto empezara a sentir una gran admiración hacia él. Y esto reforzaba la amistad y el cariño que Augusto sentía por Alessandro. Además, daba la casualidad de que ambos tenían un carácter muy parecido, como parecido era el carácter de Camila al de Casandra. De hecho, muchas veces Camila y Casandra criticaban, en sus respectivas parejas, exactamente los mismos defectos. Y entre Alessandro y Augusto sucedía lo mismo, con lo cual el sentimiento de complicidad aumentó y su lazo se estrechó, tanto entre Alessandro y Augusto, como entre las dos parejas (es decir, entre Alessandro y Camila y Augusto y Casandra).

Pese a que entre Alessandro y Camila llegaron a producirse algunos conflictos de cierta gravedad, como sucede en todas las parejas, Augusto tenía le certeza absoluta de que el florentino y la trianera estaban hechos el uno para la otra.

domingo, 27 de octubre de 2013

El desorden cotidiano (93)

Augusto había llegado a extremos de patetismo realmente enfermizos (la adolescencia es una etapa muy difícil). Uno de esos extremos duró unos cuantos años: los del instituto, donde Augusto se juntaba con tres compañeros de recreo (Ignacio, Samuel y Francisco) que se sentían tan marginados y tan acomplejados como él... ¿o, acaso, el único realmente marginado y acomplejado de ellos era él mismo? Es muy posible que se tratara de esto último.

Augusto no se enorgullecía de esto. En absoluto. Lo pasaba muy mal, y necesitaba recurrir a mecanismos de defensa. Y uno de esos mecanismos consistía, durante esa época, en utilizar a sus compañeros para ir con ellos al cine y a tomar un refresco de vez en cuando, con la intención de fingir una vida social que no tenía, y que, no solo no tenía, sino que, además, realmente no le interesaba. Hacía eso para que sus padres estuvieran más tranquilos y menos preocupados respecto a su hijo.

En realidad, aunque todo fuera un paripé, un disimulo y una farsa, Augusto se lo pasaba bien. Habían llegado a hacer unas cuantas cosas juntos. Habían ido a ver películas (Armageddon, Mohammed Ali, La amenaza fantasma, Nadie conoce a nadie, Independence Day...), a comer, a cenar... Luego hubo problemas entre uno de ellos y la hermana de otro, y el grupo se disolvió.

Lo último que había sabido Augusto de uno de ellos, Ignacio, que había sido compañero suyo de clase, era que se había metido en Derecho, y que tenía muchos amigos y amigas. Habían sido casi vecinos, porque la casa de Augusto estaba en una urbanización muy cercana a la urbanización en la que se encontraba la casa de su amigo.

Con otro de ellos, Francisco, Augusto se estuvo viendo de vez en cuando.... muy a su pesar. Porque a Augusto tampoco le enorgullecía reconocer que este tipo era un pesado, un coñazo (entre otras cosas que hacía, se presentaba en casa de Augusto, primero, sin avisar, y, segundo, a horas intempestivas, como en pleno mes de agosto a las cuatro de la tarde, montado en su bicicleta y sudando a chorros), y, sobre todo, muy, muy, muy raro. Eran opiniones crueles y despiadadas, sí, pero Augusto también tenía derecho a que este chico no le cayera bien y que, en consecuencia, no quisiera verlo ni en pintura.

Por último, de Samuel hacía años que no había vuelto a saber nada. Seguramente habría salido adelante, porque, en opinión de Augusto, Samuel era un chico inteligente. Le gustaban mucho los ordenadores y los videojuegos. Posiblemente, habría encontrado trabajo como administrador de redes informáticas, o algo así.

Pero hay que insistir en que Augusto se avergonzaba profundamente de haber utilizado a sus compañeros para sentirse más popular y más sociable. Quizá ellos también lo habían utilizado a él... No, ¡qué va! El mismo Ignacio le ofreció varias veces salir de juerga con sus amigos, y Augusto no quiso ir. Incluso estuvo presente Ignacio en el funeral de su madre. Augusto le había llamado el día anterior para comunicarle la noticia, después de varias temporadas que habían pasado ambos sin haberse visto las caras. Augusto les deseaba lo mejor a los tres. Si volviera a verlos alguna vez, seguramente les daría la mano y les preguntaría "qué  te va todo"... o eso quería pensar.

El desorden cotidiano (92)

Augusto se había sacado la carrera in extremis. Tenía que presentar dos trabajos escritos, y le suspendieron los dos. El profesor trató de compensarle aprobándole uno de ellos: el que Augusto eligiera. No sabemos cuál fue, porque ni siquiera Augusto lo recordaba, pero lo que sí recordaba es que el profesor le había dicho que estaba en su derecho de presentar una reclamación para que se pusiera en marcha una comisión especial de corrección del trabajo, al tratarse, como se trataba en este caso, de las últimas asignaturas de la carrera.

Las razones por las cuales el profesor había decidido que esos trabajos no merecían ser aprobados fueron las siguientes: en el caso de la redacción titulada "Erotismo y terror en La Regenta" (correspondiente a la asignatura "La novela española del siglo XIX"), según el profesor, Augusto no había manejado la edición de la obra de Clarín que era más adecuada y que había indicado el profesor en el apartado de la bibliografía. Augusto intentó hacerle entender, por activa y por pasiva, que había estado buscando esa edición por todas partes sin haberla encontrado, y que se había tenido que conformar con las dos ediciones que Augusto tenía en su casa: la de Cátedra y la de Círculo de Lectores. Pero no hubo manera.

En cuanto a la otra redacción, titulada "Panorama del teatro medieval peninsular" (de la asignatura Teatro Medieval), el profesor decía que no podía aprobar un trabajo en el que se daba por sentado que España ya era una nación durante la Edad Media (el señor catedrático era un hombre de izquierdas, y los hombres de izquierdas creen que es sacrilegio afirmar la existencia de la nación española tan pronto, o sea, desde la Edad Media... ¡pero es que Augusto también era de izquierdas!). Y Augusto no salía de su asombro por varias razones. En primer lugar, él ni daba por sentado ese hecho histórico o pseudohistórico, ni así lo había plasmado en las páginas de su trabajo. Él se había dedicado a escribir sobre los autores más importantes del teatro "peninsular" (no "español") desde la alta Edad Media (Auto de los Reyes Magos- obra anónima- y Representación del nacimiento de Nuestro Señor, de Gómez Manrique) hasta los albores del Renacimiento (La Celestina, de Fernando de Rojas). Es más: la última parte, la que trataba de La Celestina, es la que más le había satisfecho a Augusto, pues, en su opinión, en ese pasaje del trabajo él se había lucido bastante.

Augusto estaba asustado, porque le acongojaba eso de que ser tuviera que formar una comisión de revisión del trabajo, en la que, además, él debía estar presente. De hecho, la administrativa que le ayudó a solicitar la reclamación le dijo que ya le avisarían por teléfono para que pudiera asistir a dicha comisión, aunque ya se sabe que esto es más verborrea burocrática que otra cosa.

El caso es que Augusto regresó a Sevilla con la mente y el corazón plagados de incertidumbres. Se había llevado todo el verano con la impaciencia de no saber si estaba a punto, o no, de licenciarse, y ahora comprobaba, con gran decepción, que no, que la licenciatura tendría que esperar, quién sabría cuánto tiempo más... para un solo trabajo que le quedaba. Sin embargo, a los pocos días de su regreso a Sevilla, le llamaron por teléfono desde la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid para darle la gran noticia: la comisión se había reunido (¿pero no tenía que estar él presente? ¡Qué más da!) y habían decidido aprobarle el trabajo. El resultado era... ¡que había terminado la carrera! ¡Por fin!

Augusto no cabía en sí de gozo, y, cuando su padre volvió del trabajo y se lo contó, también a él se le hizo pequeño el pellejo de pura satisfacción. Augusto le contó cómo había sucedido todo.

-Se podría decir que he aprobado en los despachos... ¡Caray, qué feo suena eso, ¿no? De todos modos, ¡qué narices! ¡Esos trabajos merecían, al menos, un aprobado! ¡Que me lo he currado mucho!

-Lo sé, lo sé... Tranquilo, chinito- así le llamaba su padre-. Bien está lo que bien acaba. Me siento muy orgulloso de ti, ¡señor licenciado!- y le abrazó, lleno de alegría.

martes, 20 de agosto de 2013

El desorden cotidiano (91)

Marxista, en la teoría y keynesiano, en la práctica. Socialdemócrata de cabeza y comunista de corazón. Así le gustaba definirse Augusto cuando le preguntaban sobre ideologías políticas. Se trata de una postura intermedia con una mezcla de elementos radicales y moderados. Utopía y realidad, con una irremediable tendencia a la resignación ante lo que la mayoría de las veces la realidad acaba dando de sí, que es la decepción casi asegurada, ante unas expectativas demasiado exigentes que Augusto solía formarse ante lo que él consideraba que debe ser un modelo de justicia, igualdad y libertad.

Augusto no creía que el marxismo hubiera fracasado, en la medida en que, según él, dicho modelo político nunca se había llegado a poner en práctica realmente. Porque el marxismo no es tiranía, ni represión, ni pobreza. El marxismo es otra cosa totalmente distinta. El marxismo es libertad, democracia y prosperidad. Y el día en que el marxismo muestre a la luz su verdadero rostro, pensaba Augusto, todos los tiranos que han tiranizado a su pueblo (valga la redundancia) en nombre del marxismo, se levantarán de sus tumbas para, llenos de lágrimas, pedir perdón a sus víctimas y al mundo entero.

La cuestión es la siguiente: ¿ese día llegaría?Augusto era muy pesimista al respecto, pero no perdía la fe. Él sabía que sus ideas no estaban equivocadas, porque desear libertad, igualdad y justicia para todo el mundo no puede ser un planteamiento equivocado, ni malvado, ni perverso. Si acaso, ingenuo. Eso Augusto no lo negaba.

Sin embargo, tampoco pensaba él que el carácter ingenuo de sus opiniones constituyera un defecto, sino todo lo contrario. En la medida en que éstas eran ingenuas, también se hallaban apartadas del mal, porque la ingenuidad es inocencia, y la inocencia es el bien absoluto. Por esta razón, Augusto estaba seguro de que no podía estar equivocado en esto.

La cuestión está en quién se atribuye históricamente el patrimonio de esas buenas intenciones. Para algunos, la izquierda, o sea, las fuerzas progresistas. Para otros, son las fuerzas conservadoras las que, sobre todo a través de la doctrina cristiana y el libre mercado, han alcanzado todas las fórmulas de justicia, igualdad y libertad que hasta el momento se han manifestado sobre la faz de la tierra, y en la medida en que lo han hecho.

Obviamente, Augusto era de los que piensan que el progreso es mérito de la izquierda, del ateísmo y de la lucha contra la tiranía del mercado libre.

viernes, 9 de agosto de 2013

El desorden cotidiano (90)

Augusto había leído, en los Monólogos de la vagina, de Eve Ensler, el caso de unas niñas que, estando el la etapa de la preadoelscencia, estaban deseando tener el periodo para, de ese modo, convertirse en "mujeres". Y Augusto veía cierto paralelismo entre el deseo de esas niñas por tener su primera regla para alcanza la condición biológica de la mujer, y el deseo que él había tenido por que le saliera la barba.

De hecho, este asunto de la barba, como símbolo de virilidad, de madurez y de hombría, le había estado obsesionando mucho durante gran parte de su adolescencia tardía y, también, durante sus primeros años como adulto oficial, es decir, una vez rebasada esa mayoría de edad que la ley fija a partir de los dieciocho años. Anteriormente a esto, Augusto había querido que le salieran pelos en las axilas.

El caso es que le saliera pelo. Eso es lo que quería Augusto, porque el pelo, en los hombres, al menos hace algunos años, era símbolo de esas anteriormente mencionadas supuestas virtudes o si no virtudes, al menos, rasgos estéticos de género masculino. Además, y esto influía en estos planteamientos suyos, ya a bastantes compañeros del instituto les había empezado a salir la barba, y no una pelusilla, sino una barba dura, consolidada, de esas que, aunque uno se afeite, le dejan sombras permanentes. Para Augusto, esos compañeros suyos del instituto ya eran hombres, y, como tales, se encontraban un peldaño por encima de él, o así lo consideraba. Y esto era un motivo más para alimentar sus complejos de inferioridad.

Durante los últimos tiempos, sin embargo se había extendido una moda, no se sabe si de influencias metrosexuales, por la cual se le había declarado la guerra al vello corporal, no solo en la mujer, que esto había sido siempre, sino también en el hombre. Ahora estaba mal visto que un señor tuviera pelos en el pecho. Podría llegar a considerarse, incluso, como falta de higiene, lo cual supone una evidente exageración.

Por desgracia, en la medida en que una cuestión tan banal pueda suponer una desgracia, a Augusto nunca le salió la barba que él había querido tener y cultivar. A él le había quedado una cosa rara, a medio camino entre el bozo adolescente y la barba del Che Guevara, o sea, un engendro amorfo que más parecía un churrete de haber bebido chocolate caliente sin haberse pasado después la servilleta, que una barba de verdad, cerrada y tupida, con el suficiente grado de espesura como para poder dejarse una perilla y que eso no pareciera la cara de un desollinador, sino el símbolo estético de una reafirmación de personalidad orgullosa de sus rasgos faciales.

Aun así, la imagen habitual de Augusto incluía la barba, en mayor o menor grado de descuido o mantenimiento, ya fuera en forma de barba entera, perilla con bigote o perilla sin bigote. El problema era que, como era una barba tan rara, tan blanda y con tantas zonas vacías sobre el mapa de su piel, resulta que cuando quería experimentar con ella, el abanico de posibilidades quedaba muy reducido, porque cualquier modificación que hiciera le quedaba muy mal. Así que, en muchas ocasiones, empezaba afeitándose con la intención de dejarse un poco de barba, pero se le iba la mano, y ya tenía que afeitarse el rostro entero si no quería quedar raro o, directamente, feo y hortera.

Casandra, por su parte, lo tenía muy claro: "nido de bichos, foco de infecciones", le decía a su novio cada vez que éste, con el rostro sin afeitar, se le acercaba para comérsela a besitos. Claro que él, naturalmente, hacía oídos sordos a las tiernas protestas de su novia y se dedicaba a elegir uno de sus mofletes para engullirlo con fruición. A ella le pinchaban los pelos de Augusto. Sobre todo, los del bigote. Sin embargo, se dejaba hacer tan ricamente, porque la dulzura y el cariño que Augusto ponía en tan entrañable cometido, a ella le compensaban, sentimiento que Casandra manifestaba exteriormente dibujando, de puro gustirrinín, una sonrisa de oreja a oreja.


martes, 30 de julio de 2013

El desorden cotidiano (89)

En su forma de vestir, Augusto había pasado de ser una especie de pijo descuidado, a convertirse en un ecléctico despistado. Y, para bien o para mal, Casandra había sido la artífice del cambio.

Recordaba Augusto la primera vez que fue con Casandra a comprarse ropa. Fue el comienzo del cambio: de El Corte Inglés a Springfield, Zara, H&M, y otras cadenas de la industria textil cuya estética se aleja un poco del estilo tradicional que representan marcas como Austin, Lacoste, Burberrys, e incluso Tommy Hilfiger. También recordaba Augusto el método de Casandra. Ella no cogía una prenda, ni dos, ni tres, sino que las cogía de cuatro en cuatro, de cinco en cinco o de seis en seis, y luego se iba al probador de la tienda y, por supuesto, obligaba a Augusto a seguirla.

Cuando Augusto le dijo que solo necesitaba una, ella respondió contundentemente: "Me da igual. Tú, de momento, te vas a probar todo esto. Luego, ya veremos." Ante tal imposición, el pobre Augusto se resignaba y obedecía. En realidad, cuanto más carácter tuviera Casandra, que lo tenía, y mucho, más beneficiado salía Augusto, que todavía se hallaba muy perdido en la vida.

A partir de entonces, lo que habían sido sus dogmas estéticos en materia de vestuario, abrieron paso a un estilo casi radicalmente distinto. Por ejemplo, anteriormente, el tipo de camisetas que Augusto había vestido eran las discretas camisetas de color blanco o gris, y con pocos adornos, o ninguno. Poco después de que Casandra hubiera aparecido en su vida, Augusto no le hacía ascos a ningún modelo de camiseta.

Es más: acabó prefiriendo las camisetas más llamativas y extravagantes, sin importarle el color, los dibujos, los adornos, etc. Y lo mismo le pasó con las camisas. Pasó del gusto por la discreción al gusto por lo llamativo, si bien la discreción también la cultivaba de vez en cuando, pero solo en grandes ocasiones en que la elegancia tradicional se imponía en alguna medida (bodas, comidas familiares y eventos por el estilo).

También le había cogido el gusto por acompañar a Casandra en sus compras de ropa y artículos femeninos. Esto le ayudaba a conocer, por una parte, los gustos de su novia, y, por otra, también le ayudaba a conocerla mejor a ella en todos los demás aspectos. Así podría ir consiguiendo satisfacerla cada vez más y hacerla más feliz en todas las facetas posibles.

Augusto tenía esa facilidad para integrarse en actividades que, en principio tenían muy poco o nada que ver con sus gustos y aficiones, como, en este caso, la de ir de compras. Pero, tratándose de Casandra, no le importaba interrumpir la lectura un sábado por la tarde para ayudar a su novia a elegir una camisa para ir a la fiesta de cumpleaños de su madre y, de paso, terminar la tarde en una sala de cine, cosa que a ambos encantaba.

El desorden cotidiano (88)

Augusto estaba cada vez más obsesionado por el aspecto puramente material de los libros como criterio de selección para sus lecturas. Y no es ésta una cuestión baladí si tenemos en cuenta que el acto de leer, además de constituir un ejercicio intelectual, es, también, una actividad física. A la hora de ponernos a leer, el aspecto material del libro repercute en todos los aspectos del ejercicio físico de la lectura: en función del tamaño del libro, del tipo de letra, del número de páginas, de la amplitud o estrechez de los márgenes, etcétera. Todos estos factores influyen en el ánimo o el desánimo con que se afronta una lectura y, en consencuencia, con las razones que conducen a un lector a rechazar un libro por parecerle demasiado denso en la forma, en el contenido o en una conjunción de ambos elementos.

Y es que influye muchísimo el formato material de un libro en la medida en que su presentación sintética, reconcentrada y dividida en cuantas más partes, mejor, nos produce más deseos de leer ese libro, frente a otro tipo de obras que descuidan el formato y son presentadas como ladrillazos tan inabarcables como inacabables, sin espacios en blanco, con una letra muy pequeña y una amplitud de página excesivamente generosa.

El primer tipo, dada su estructura, dará facilidades a nuestro esfuerzo, es más, lo recompensará, pues haciendo la lectura ágil y amena, nos permitirá ir leyendo muchas páginas en poco tiempo, lo cual fomentará nuestra motivación y entusiasmo por llegar al final del libro. Cuando queramos darnos cuenta, lo habremos terminado y, dependiendo del contenido del libro y de la calidad de su redacción, nuestra satisfacción lectora hallará su culminación satisfactoria o, en caso contrario, la decepción final. Pero eso ya dependerá del contenido y, por tanto, de la calidad literaria y del nivel intelectual del autor.

Augusto detestaba esos libracos enormes compuestos por páginas anchísimas y letra pequeñísima cuyo hojeado a simple vista daba auténtica fatiga. Y esto le causaba un sentimiento de frustración e impotencia, puesto que muchos de esos libros contenían un conjunto de conocimientos que eran de sumo interés para él. Había intentado alguna vez ponerse con ello, pero le resultaba cansino de inmediato, porque una de las cosas que más agradecía Augusto a los libros que leía era sentir que avanzaba con rapidez, y que en el transcurso de, aproximadamente, treinta minutos, ya se iba acercando a las cincuenta páginas, porque eso le animaba a seguir, como hemos comentado antes.

Frente a esto, los ladrillazos al uso (valga la metáfora) no presentan un aspecto precisamente ágil y ameno, sino todo lo contrario: eran, para Augusto, como uno de esos mantecados navideños que, al metértelos en la boca, se te hacen una masa seca, compacta e intragable que te resulta más fácil escupir que ingerir. Y es que no suele compensar el hecho de tener que dejarse la vista y las energías en un libro en cuya lectura no acabamos de avanzar, ante el hecho de comprobar que nos ha llevado toda una hora leernos la ridícula y frustrante cifra de quince o veinte páginas.

No resulta, ésta, una razón muy alentadora para el fomento de la lectura. Y a esta condición responden, por desgracia, muchos manuales universitarios de derecho, historia y ciencias políticas que Augusto habría querido tener a su alcance (uno de los ejemplos más representativos del caso: el Manual de Historia del Derecho Español, de Francisco Tomás y Valiente; otro, la Historia de las ideas políticas, de Jean Touchard).

Por estas razones, Augusto se había convertido en un buscador de ediciones de bolsillo, las cuales, a la postre, son las más baratas y, sobre todo, las más cómodas de leer, porque ese el el primer requisito que Augusto buscaba en un libro: la comodidad para ser leído. Puede que algunos crean que obsesionarse con el aspecto de un libro, o darle tanta importancia al tamaño de la letra o de las páginas, supone una actitud frívola frente a la verdadera importancia que debe darse a los libros, que es el contenido.

Sin embargo, el argumento de la lectura como ejercicio físico resulta irrebatible, y Augusto sentía mucho aprecio por su salud visual, y agradecía que los libros que leía estuvieran editados en letra más bien grande. También agradecía Augusto a los editores que tuvieran la consideración de hacer dosificar los niveles de fatiga que provoca la actividad lectora haciendo que los renglones de las páginas no tengan más de ocho o diez palabras como máximo, porque, así, la lectura se hace rápida y se avanza.

Afortunadamente, durante los últimos años, se había ido produciendo una tendencia de afán divulgador dentro del mercado editorial para acercar a los lectores a las grandes disciplinas del conocimiento en todas sus facetas. Una de esas empresas editoriales, por la que Augusto sentía auténtica veneración, es Alianza Editorial, cuya sección de libros de bolsillo responde exactamente a las necesidades de Augusto. 

También se había generalizado, para mayor satisfacción suya, la costumbre editorial de sacar al mercado primeras ediciones de aspecto muy aparatoso y llamativo para animar las ventas y, una vez consolidados estos títulos y agotadas las primeras ediciones (o sin que esto último tuviera necesariamente que suceder), sacar esos mismos títulos en formato de bolsillo. Esto es algo que Augusto agradecía muchísimo.


miércoles, 24 de julio de 2013

El desorden cotidiano (87)

Para Augusto, el comunismo ha de surgir de un contexto revolucionario en el que la revolución que alimenta dicho contexto se articule como un medio, y no un fin en sí mismo.
 
Cualquier clase de revolución constituye un estado de excepción allí donde se lleve a cabo, y esto es así porque las revoluciones tienen unos fines muy concretos que las hacen ser, por naturaleza, sucesos transitorios que, en cada caso, son necesarios para corregir una injusticia. Una vez eliminada esta injusticia de la estructura del sistema y, por tanto, mejorados los fundamentos de éste, el estado revolucionario ha dejado de tener sentido, porque ya ha cumplido la misión que le fue encomendada. 
 
Sin embargo, demasiados gobiernos se han escudado en el concepto de revolución para perpetuarse en el poder. El ejemplo más elocuente es el de la Cuba de Fidel Castro. Su acción revolucionaria consistió en arrebatar el poder a un dictador (Fulgencio Batista). Esto ocurrió en enero de 1959. A fecha de hoy, sigue gobernando la misma persona. Lo que empezó siendo un levantamiento revolucionario por la libertad se ha convertido en el establecimiento de otra dictadura.

Como cualquier fenómeno pasajero, esto es, que está de paso, una revolución surge con la legitimidad que le otorgan los motivos que la han hecho necesaria. Toda su fuerza, todo su vigor y todo su poder de convicción se nutre, por tanto, del puro acto del comienzo, de la novedad, que dejará de serlo a medida que vaya transcurriendo el tiempo y aquélla se vaya convirtiendo en algo cotidiano y presente, hasta el punto de convertirse en algo dañino, porque lo que sólo es beneficioso como novedad, suele resultar perjudicial cuando ha pasado a convertirse en algo normal. Y esto es lo que ocurre, precisamente, con las revoluciones. Son novedosas por naturaleza, y en esa novedad reside su poder, su capacidad para cambiar lo que esté mal. Cuando el estado revolucionario empieza a prolongarse demasiado, pierde su condición de novedad y se contagia del mal que había pretendido combatir.

Fidel Castro sigue tiranizando al pueblo cubano en nombre de la Revolución, lo cual es el resultado de la excesiva prolongación en el tiempo del estado revolucionario que comenzó en enero de 1959. El régimen de Fidel Castro es el resultado de la degradación de la idea misma de revolución llevada a la realidad. Y este tipo de casos es el que hay que combatir en nombre del verdadero comunismo. Porque el comunismo no consiste en sustituir una dictadura por otra en nombre unos ideales inalcanzables y manipulados por unos pocos para someter a los demás. 
 
El comunismo consiste, básicamente, en combatir al capitalismo, que es el abuso de la propiedad privada. La acción revolucionaria que requiere este principio se basaría, sencillamente, en eliminar esas prácticas abusivas elaborando leyes que corroboren estos mismos términos, llevándolos a la práctica, y por las vías parlamentarias y democráticas. O lo que es lo mismo: llevando a cabo una planificación de la economía en que sean considerados los suficientes márgenes para que las libertades políticas, tanto individuales como colectivas, sean respetadas en toda su integridad y plenitud.

En eso mismo fallaron, o qusieron fallar para beneficio de sus protagonistas, los intentos revolucionarios cubano y soviético, entre otros. Se propusieron controlar no sólo la actividad económica, sino todas las esferas de acción individuales y sociales. Amparándose en la idea de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, así como en el concepto marxista de estructura frente a superestructura, decidieron identificar de forma absoluta, sin ningún matiz, la existencia de las libertades con la existencia de la burguesía. Libertad, socialdemocracia y liberalismo eran las superestructuras dominantes en que se plasmaba la estructura capitalista, evidentemente, de carácter burgués. Decidieron acabar con la burguesía. Ni siquiera asimilarla pacífica y dialécticamente a la nueva clase proletaria, sino eliminar físicamente a los individuos pertenecientes a esa clase social. Su revolución, la de Lenin, Stalin y Fidel Castro, fue la acción de eliminar todas las libertades para eliminar a toda la burguesía, ya que identificaban a su clase, el proletariado, con la idea de dictadura (concepto también marxista, la "dictadura del proletariado" también manipulado por Lenin y sus seguidores). Éste es el meollo del que surgieron las purgas y depuraciones del periodo estalinista.

También tuvieron mala suerte los intentos de llevar a la práctica el comunismo, pues, cuando no era desvirtuado por sus propios protagonistas, era impedido y saboteado por los gobiernos estadounidenses, y esto último sucedía, irónicamente, cuando aquellos intentos eran honrados, decentes y legítimos. Ejemplos como el de los sandinistas en Nicaragua o el de Salvador Allende en Chile son bastante ilustrativos sobre la cuestión. En cuanto a ejemplos de presidentes norteamericanos que más claramente han pretendido impedir el desarrollo del comunismo, tenemos a Nixon, a Reagan, incluso a Kennedy, quien pretendió acabar no ya con el gobierno, sino también con la vida de Fidel Castro antes de que éste se convirtiera en un déspota.

Otro aspecto del concepto de revolución que ha sido manipulado por la teoría leninista es su manera de llevarla a cabo. Lenin describió la actividad revolucionaria en términos de violencia, de empleo de la lucha armada. A este tipo de ocurrencias debemos hoy en día la existencia de organizaciones terroristas como ETA, las FARC, etcétera. 
 
Es cierto que la mayoría de las revoluciones que se han llevado a cabo o que se han intentado realizar a lo largo de la Historia, han sido de carácter violento, pero la importancia de la revolución no radica en ese hecho. Es más, eso mismo constituye un elemento de desprestigio para la imagen pública de cualquier revolución... legítima, porque este es otro aspecto que hay que dejar claro desde el principio. La legitimidad de la causa es un elemento clave a la hora de definir en qué consiste una revolución.

El desorden cotidiano (86)


En la carretera, de Jack Kerouac, constituye una plasmación de la versión posmoderna del sueño americano. Frente a un paradigma burgués en estado de franca decadencia, con una guerra fría y un mayo del 68 a la vuelta de la esquina socavando sus cimientos, se alza el nuevo paradigma de la contracultura, y que consiste en practicar la precariedad vital en forma de epifanía diaria. Ya no se trata de encontrar un trabajo estable para ir ascendiendo puestos dentro de la empresa con el objetivo de alcanzar la cumbre del éxito financiero que haga posible adquirir el máxino número de propiedades posibles (una casa con piscina, un coche, etc.) y criar y mantener a una familia numerosa. 
 
Donde unos ven triunfo, otros ven mediocridad, conformismo social, materialismo puro y duro. Estos últimos tipos, como Kerouac, pretenden practicar una ascética, una cruzada anticapitalista con la que quieren demostrar que el dinero no es lo más importante en esta vida, y que lo más valioso reside en los detalles aparentemente más insignificantes, como quedarse uno dormido en cualquier playa contemplando el atardecer o viajar haciendo autoestop de la costa del Atlántico a las riveras del Pacífico y experimentar lo asombroso de la condición humana de cada una de las personas con las que te encuentras a lo largo de tu espontánea travesía.

La actitud más rebelde, más audaz y más contestataria consiste en ese rechazo hacia la estabilidad económica y laboral al aceptar cualquier tipo de empleo, a cual más precario o extravagante, con el que lo único que pretendes es hacer acopio de la cantidad de dinero suficiente que te permita embarcarte en otro viaje de punta a punta del país para seguir conociendo toda la geografía humana, social, sentimental, trágica y lúdica, esa suerte de geografía convulsa y entusiasta, humilde y canalla que conforman las experiencias de todo el movimiento beat, ese magnífico grito de protesta ante el hartazgo del materialismo burgués tan característico de la sociedad norteamericana de mediados del siglo XX.

A partir de Kerouac y la generación beat, el modelo de individuo emprendedor ya no se basa en el self- made- man de los Padres Fundadores, de Rockefeller, de Henry Ford y compañía, sino en el factotum de Bukowsky, esa clase de persona que no quiere comprometerse con nada porque quiere experimentarlo todo, y, por tanto, no quiere que le obliguen a elegir, a tomar decisiones irreovocables sobre cada cuestión que le concierna, porque cada una de esas decisiones que se vea obligado a tomar le llevarán a lo que no está dispuesto a consentir de ningún modo: renunciar a algo, ver reducido el abanico de posibilidades que le ofrece la vida en todos los aspectos. Prefiere ser pobre y vivir intensamente antes de convertirse en un miembro de clase media atrapado en la rutina y en la mediocridad.

Kerouac y sus compañeros son los nuevos Padres Fundadores, y el modelo de libertad que pregonan es superior, ya que surge libre de todas las lacras sociales originarias, como la esclavitud, el racismo y la mentalidad religiosa de carácter puritano. Si la Constitución Norteamericana se hubiera hecho eco de esta renovación, hoy los Estados Unidos serían una nación menos ambiciosa, menos cínica y más humilde y solidaria. Eso pensaba Augusto leyendo a Kerouac.

El desorden cotidiano (85)

El comunismo que Augusto defiende no está en contra de la propiedad privada, sino del abuso de ella por parte de los ricos, pues en esto, y no en otra cosa, consiste el capitalismo. Este sistema va contra la idea del bien común y cultiva un individualismo materialista en el peor de los sentidos, puesto que ya del individualismo renacentista que dignificaba al ser humano mediante la práctica y desarrollo de todas sus potencialidades físicas, afectivas e intelectuales, sólo queda la parte más banal y prosaica, aquella que es objeto de mercadeo, de compraventa, de beneficio económico.

El ser humano parte del sometimiento feudal durante la Edad Media, alcanza su propia liberación en el Renacimiento, vuelve a ser presa de las tiranías del Antiguo Régimen y termina alcanzando el estatus de la época contemporánea en dos fases: la primera de ellas, nuevamente revolucionaria (EEUU, 1776, Francia, 1789, etc.), y, por último, con la Revolución Industrial y con la burguesía erigida en el nuevo elemento opresor, en este caso, del proletariado, que es la clase social surgida de la industrialización.

Asistimos, por tanto, a la evolución del concepto individualista, que, visto lo visto, más se parece a un proceso de degradación que de evolución propiamente dicha, puesto que, en la época actual, no se produce un desarrollo positivo de este fenómeno, sino todo lo contrario: nos encontramos con un retroceso en todos los términos que afectan a la idea del individualismo como sinónimo de libertad humana, de derecho al libre desenvolvimiento de la persona en todas las esferas de su vida.

Se produce, en la actualidad, un fenómeno de pérdida de libertades individuales debido a las directrices del mercado y todo lo que conlleva: obsesión por la obtención de beneficios a toda costa, por la acumulación de capitales, por sacar el máximo partido de cualquier iniciativa empleando los mínimos costes posibles.

Esto conduce, inevitablemente, a la existencia de desigualdades sociales y, por tanto, al aumento de la distancia entre unas clases sociales y otras, cuando uno de los objetivos del comunismo es la abolición de las diferencias, que son las que causan que unos individuos, los pertenecientes a las clases más acomodadas, subyuguen a los individuos de las clases más desfavorecidas. Estos últimos, como consecuencia de este sometimiento al que se ven destinados, pierden casi todas sus esferas de libertad al tener que dedicar la mayor parte de su existencia a trabajar mucho cobrando lo mínimo, precisamente, para que aquellos individuos privilegiados ven cada vez más aumentadas sus propiedades y sus beneficios particulares.

No se trata, por tanto, de suprimir la propiedad privada, lo cual conllevaría eliminar algunas parcelas de libertad individual que son absolutamente imprescindibles para que cada persona mantenga su propia identidad, su carácter, sus gustos personales sobre toda clase de elementos externos e internos, así como su derecho a decidir por sí misma sobre cualquier cuestión que afecte a todas estas cosas.

Se trataría de impedir los abusos a que la propiedad privada es sometida por parte de quienes no miran más que por su propio beneficio, lo cual pasa, como dijo Marx, por hacer colectivos los medios de producción, de manera que se unan las fuerzas del capital y las fuerzas del trabajo, tratando de integrar a aquéllas en el seno de éstas, siempre de forma pacífica y dialéctica, para beneficio de ambas en particular y de toda la comunidad en general, y que, de esta forma, el producto fabricado o elaborado por el obrero (los bienes de consumo) se convierta en elemento de disfrute totalmente suyo.

Este sistema evitaría todo tipo de injusticias y desigualdades, y todo el mundo disfrutaría de propiedad privada por el hecho de ser, cada individuo, único dueño de los frutos de su trabajo y de su esfuerzo. Fíjese el lector en la manera en que el comunismo no sólo no se articula en contra de la propiedad privada, sino que, además, considera, en sus postulados fundamentales, la existencia de aquella como una condición esencial para el predominio de la equidad y la justicia en el seno de cualquier sociedad libre y democrática.

El desorden cotidiano (84)

Para Augusto, había algo tan importante, al menos, como la lectura: la relectura, y eso mismo es lo que le llevaba a reflexionar sobre la importancia y el poder de las relecturas. Si leer es algo hermoso y trascendente, el acto de releer, es decir, de volver a leer lo mismo otra vez (no importa el tiempo que pase entre una primera lectura y las relecturas sucesivas), eleva esa trascendencia y hermosura a unos niveles de enriquecimiento tan elevados, que convierten a la literatura en un universo infinito de belleza, conocimiento y emociones. Eso es lo que hace que las grandes obras nunca agoten sus significados, porque cada lector es distinto, tiene una personalidad distinta y una forma de vida distinta.

Esta cuestión ya fue planteada durante los años 70 del siglo pasado por los estetas de la recepción, aquellos que valoraban la literatura en virtud de los lectores, o sea, desde el punto de vista de la recepción. Y Augusto creía que no iban muy desencaminados al adoptar esta postura, aunque no, desde luego, hasta el punto de algunos exagerados que llegaron a afirmar que la obra literaria no existe mientras que no haya una persona que la esté leyendo.

Lo que está claro es que la riqueza de la literatura la generan los lectores en su mente y en su espíritu, en su manera de ver la vida y de asimilar las experiencias a través de las cuales aquella se manifiesta. Todos estos elementos se articulan como una plataforma de conexiones con la obra literaria en la mente del lector, y estas conexiones son las llaves que abren las puertas de todas las dimensiones interpretativas posibles que hacen que una novela, un poema o una obra de teatro puedan ser leídas desde todas las perspectivas que dichas conexiones han sido capaces de generar en el espíritu de los lectores, o en el de cada lector en particular.

El desorden cotidiano (83)


Augusto también tenía su opinión sobre cuestiones como el aborto. Según él, habría que hacer varias precisiones. En primer lugar, todos estamos de acuerdo en que el aborto, como tal, es una tragedia. Augusto no creía que exista mucha gente que se alegre de que una semilla de vida concebida en el vientre de una mujer trunque su evolución, desarrollo y nacimiento. Lo que sucede es que, en determinadas circunstancias, esa interrupción se hace inevitable por la situación de la madre. Y, precisamente, es en esa situación íntima y personal donde la madre debe tener libertad para decidir lo más conveniente, tanto para ella como para el embarazo. 
 
Traer un niño al mundo debería ser un acto supremo de alegría, de amor, entrega y generosidad producido en las mejores condiciones posibles y con plena conciencia del paso que se está dando. A veces, sin embargo, la situación en que una mujer se queda embarazada dista mucho de ser la más adecuada, y, entonces, es ella misma, la mujer afectada, la que lleva otra vida dentro de sí, quien debe decidir, con plena libertad, conciencia y sentido de la responsabilidad, lo que hay que hacer.

En segundo lugar, el aborto no es un crimen ni un asesinato. Al menos, eso es lo que Augusto opinaba. El aborto, en realidad, es el triste resultado de una decisión tomada libre y legítimamente por la persona más afectada en cualquiera de los casos posibles: la madre. Y que el aborto sea,como he dicho, triste, no le resta legitimidad ninguna, porque la decisión de interrumpir un embarazo de forma voluntaria no se toma a la ligera, y si se hace, ahí está la ley para poner las cosas en su sitio. Y es que no toda clase de embarazo está permitida, sino que la legislación correspondiente establece una serie de supuestos, todos ellos muy razonables, que permiten llevar a cabo la interrupción voluntaria de la concepción biológica.

No obstante,  también Augusto quería introducir algún matiz de carácter moral sobre la ley del aborto, y es que no le parece razonable depositar en chicas adolescentes de dieciséis años toda la responsabilidad a la hora de tomar una decisión tan importante como es la de traer al mundo una nueva vida. Lo consideraba una gravísima frívolidad. 
 

El desorden cotidiano (82)

Los atroces desequilibrios del mundo actual son tan insultantes como remediables, si existe voluntad de remediar, claro está. Los contrastes entre los países ricos y los países pobres deberían hacer que se nos cayera la cara de vergüenza, porque es curioso el modo en que la crisis global está afectando a cada cual según su nivel de vida: los ricos están perdiendo dinero y los pobres se están muriendo. 
 
El nivel de pérdida viene determinado por el grado de desarrollo. Si uno es rico, eso significa que tiene propiedades, lo cual significa que tiene dinero y que no le falta un plato de comida en la mesa todos los días. De modo que, cuando haya crisis, como ahora, lo primero que perderá son sus propiedades y su dinero. Pero el que es pobre no tiene ese margen de maniobra, porque no tiene absolutamente nada. Si, en circunstancias normales, tener un plato de comida en la mesa es para él todo un lujo, en circunstancias adversas no tendrá qué llevarse a la boca y morirá de hambre o de alguna enfermedad.

Y eso es exactamente lo que está sucediendo ahora. La crisis del primer mundo se manifiesta en la pérdida de miles de millones de euros, mientras que la situación en el tercer mundo se está saldando con la pérdida de miles de millones, pero de vidas humanas en este caso. Cuando en países africanos, como Somalia, se está extendiendo una epidemia de cólera que está acabando con cientos de personas cada día, existen casos como el de un tal Bernard Madoff, gestor financiero de grandes fortunas, quien,en su momento, defraudó a sus clientes 34000 millones de euros. Así son las cosas en estas circunstancias: las clases altas pierden su dinero, las clases medias pierden sus empleos y los parias pierden su derecho a vivir.
 
Y Augusto se preguntaba, en medio de todo esto, si la economía planificada sigue siendo una expresión tabú o políticamente incorrecta a estas alturas de lo que está pasando. Augusto pensaba que el sistema capitalista debería abandonar su natural arrogancia, mirarla a los ojos con humildad y arrodillarse ante ella con la intención de concederle una oportunidad. Porque la economía planificada no tiene la culpa de las atrocidades que llevaron a cabo individuos como Stalin, Pol Pot o Mao Zedong. Y porque los mecanismos actuales no bastan. Es más: son cómplices. 
 
Ni una Comisión del Mercado de Valores o un Tribunal de Defensa de la Competencia a nivel nacional, ni una Comisaría de la Competencia o un Banco Central a nivel europeo, ni una Organización Mundial de Comercio, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico o un Fondo Monetario Internacional a escala global. Todos ellos son organismos reguladores, y, en última instancia, favorecedores del capitalismo global de las deslocalizaciones de empresas y consiguientes reducciones de plantilla, del "dumping" y de la competencia desleal, de la explotación salarial del mileurismo y de las 65 horas de trabajo a la semana.
 
Se podría poner en práctica una economía planificada a través de los cauces de la democracia parlamentaria sin rasgarse las vestiduras. De este modo, la economía, en su totalidad, se convertiría en una actividad pública destinada al bien común, consensuada en el Parlamento a través de los representantes elegidos por los ciudadanos. 
 
Cambiarían entonces, y para bien, la mentalidad y los términos: los "consumidores" se convertirían en "ciudadanos" y los "empresarios" se transformarían en "servidores públicos". En opinión de Augusto, y de mucha gente, se podría intentar. No puede ser tan difícil. Es una cuestión de decencia, y de pensar más en los demás y menos en uno mismo.

martes, 23 de julio de 2013

El desorden cotidiano (81)

Las diferencias y las variedades de un fenómeno sólo se pueden apreciar y respetar si aquéllas tienen elementos comunes, los cuales se manifiestan en forma,en este caso, de norma culta o estándar. Si esa regla común no existiera, no podríamos entendernos, porque, además, de ella emanan todas las variedades diatópicas, diastráticas y diafásicas.

La lengua castellana es como la Constitución Española: dentro de ese marco legal, válido y obligatorio para todo el país, se han desarrollado los Estatutos de Autonomía. Pues con el idioma ocurre lo mismo. Además, por muy tolerantes que nos pongamos, no podemos dar validez o legitimidad a cualquier expresión lingüística que esté mal formulada, y esto es aplicable a todos los niveles (fonético- fonológico, morfosintáctico y léxico- semántico). No es lo mismo un leísmo (nivel sintáctico) que un infinitivo “haber” escrito sin “h” y con “v”. Casos como este último son intolerables, por ética y por estética, a no ser que consideremos moderno, progre o políticamente correcto aplaudir la ignorancia y el analfabetismo.

Las palabras, la sintaxis, el léxico y la semántica tienen una Historia y unos orígenes muy claros en la mayoría de los casos. En cuanto al castellano, sus orígenes están, mayormente, en el latín y el griego, y, en menor medida, y según los avatares históricos, en las lenguas germánicas, el árabe, el provenzal, el italiano, el francés y el inglés (sin olvidarnos del sustrato de las lenguas prerromanas). Evidentemente, a este acervo cultural hay que añadirle las propias aportaciones autóctonas, pero siempre teniendo en cuenta de dónde proceden nuestras formas de expresión verbal, a las cuales los usos actuales deben servir de enriquecimiento, no de degradación.

Esas eran las opiniones de Augusto en materia de gramática. Resulta bastante obvio que nuestro personaje era muy conservador en ese aspecto. Cuando su interlocutor le esgrimía el último argumento válido de quienes defienden el progreso lingüístico, o lo que es lo mismo, la corriente descriptiva de la expresión idiomática, es decir, el hecho de que si el idioma no hubiera cambiado, aún seguiríamos hablando en latín, Augusto respondía que, si bien los cambios son inevitables, estos deben someterse a un periodo de adaptación durante el cual adquieran la legitimidad del uso a ojos del mundo académico, primero, para que los expertos den el visto bueno a dichas innovaciones, y entonces, y solo entonces, podrán ser autorizados para el uso común.

Sin embargo, la cosa había cambiado mucho con las últimas reformas ortográficas de la Real Academia. Ahora estaban permitidos auténticos barbarismos como escribir "cocreta" en lugar de "croqueta", y "asín" en vez de "así" (si, al menos, se hubiera seguido el criterio etimológico en este último caso, y se hubiera admitido el vocablo "asic", al menos los señores miembros de la RAE habría mostrado coherencia e integridad científica en sus procedimientos normativos, puesto que el adverbio de modo "así" procede del adverbio de afirmación latino "SIC").

Además, las tildes diacríticas desaparecían. Ya no hacía falta acentuar los pronombres ("éste") que, en su forma, coinciden con los determinantes ("este"). Ante tal cúmulo de despropósitos perpetrados por la Docta Casa, Augusto dejó de apoyarla y perdió todo el respeto hacia la institución. No por eso dejó de ser lingüísticamente ultraconservador. Precisamente, de ahí su reciente desafección. Y es que, como Augusto decía, pensando en los versos de Blas de Otero, si descuidamos las palabras, ¿qué nos queda?

El desorden cotidiano (80)

Augusto opinaba que está en los políticos el instinto de la corrupción. En cuanto alcanzan el poder, caen en la tentación: la de la malversación de fondos públicos, la de los sobornos a las empresas, las contrataciones fraudulentas. Por esta razón, él creía haber perdido la fe en los políticos, sean quienes sean. Si la trayectoria de Izquierda Unida, por poner un ejemplo con el que se identificaba, no está manchada por la deshonra de los gobiernos fraudulentos, es porque nunca ha logrado alcanzar cotas de poder significativas (salvo el caso de Rosa Aguilar en Córdoba), y no, precisamente, porque Cayo Lara y compañía sean distintos de los demás (y que conste que, a él, Cayo Lara le caía bastante bien, al menos en lo que a ideología se refiere).

El caso es que la honradez en política es una virtud sumamente escasa. No parece casar muy bien con el poder, y no vale la excusa de haber sido elegido o elegida democráticamente, porque, en el momento en que se utiliza el sistema para acabar con él, la persona elegida por la mayoría de turno queda deslegitimada. Ahí tenemos el ejemplo de Adolf Hitler, cuyos seguidores siempre podrán defenderle diciendo que fue votado por mayoría en la Alemania de la República de Weimar para, posteriormente, destruir esa democracia e instaurar un sistema totalitario.

Augusto, como último recurso, proponía el recurso a los postulados anarquistas. El problema, sin embargo, es que el anarquismo tiene una tradición histórica de acciones terroristas que hacen de esta alternativa algo inaceptable. Es una lástima porque, visto lo visto y teniendo en cuenta lo que tenemos ahora que, irónicamente, es lo mejor que hemos tenido en toda nuestra Historia, las ideas de Bakunin constituían, en la teoría, un proyecto de humanidad franco, transparente y muy honesto, con la igualdad social como columna vertebral. Sin embargo, ahí está la trayectoria del anarquismo: bombas, tiroteos, asesinatos a quemarropa (como el famoso de Cánovas del Castillo).

La solución definitiva, en opinión de Augusto, pasaría por una revisión de las ideas anarquistas: si el ser humano es tan despreciable como parece, que lo sea de forma espontánea, y no de manera organizada y legitimada por un Estado y sus leyes correspondientes. Al menos, así el grado de cinismo a la hora de delinquir será mucho menor y habremos ganado en honestidad.

El desorden cotidiano (79)

Según Augusto, existen determinados galardones en el ámbito de la literatura que a a algunos filólogos no nos dan más que motivos de avergonzamiento. Esto es así debido a que, en muchas ocasiones, los galardonados son autores a los que nosotros, como hispanistas, deberíamos conocer, pero desconocemos o les desconocíamos antes de que les otorgaran los mencionados honores.

Es el caso del Premio Miguel de Cervantes, que recayó, en el año 2010, en el escritor mexicano José Emilio Pacheco, poeta, novelista, ensayista y traductor. Resulta que el día en que se falló el premio, estaba Augusto con su padre viendo las noticias por la televisión.

Él estaba en el salón, y de repente de la televisión de la cocina le vinieron al oído unas palabras sobre un poeta. Inmediatamente, él se levanto del sofá y se dirigió a la cocina para preguntarle a su padre de quién están hablando en las noticias. Le respondió que se trataba del nuevo Premio Cervantes. Ante las imágenes que ofrecía la televisión del galardonado, Augusto le preguntó a su padre: "¿Quién es?"
- ¿Es que tú no lo sabes?- le respondió con un tono como dando por hecho que él, como filólogo, tendría que saberlo-.

- Tampoco sabía nadie quién era Orham Pamuk hasta que le dieron el Nobel, ¿no?

Y es esto, precisamente, a lo que Augusto se refería: cada año, galardones tan importantes como el Premio Nobel y el Cervantes nos dan a conocer a escritores de quienes no hemos oído hablar en nuestra vida, y eso nos hace sentir que no somos dignos de esa cartulina que tenemos en forma de documento firmado por el Rey y por el Rector de la Universidad que certifica que hemos estudiado, precisamente, Filología Hispánica. 
El asunto del Nobel puede ser comprensible en nuestro caso, puesto que, si se lo conceden a un autor... finlandés, por poner un ejemplo, pues es evidente que nosotros no tenemos por qué conocer a ese señor. Pero cuando se dan casos como éste, en el que un autor en castellano sale a la luz y no tenemos ni idea de quién es, a algunos se nos cae la cara de vergüenza, y el caso de Augusto no era una excepción. Porque da igual que intentemos estar al día de todos los autores y de todas las obras, aunque sólo sea por nombres y títulos. 
La literatura es un objeto inabarcable, y los que no somos unos genios sólo podemos llegar a poseer un conocimiento parcial de la disciplina. Aunque tengamos el título de licenciados en filología, como Augusto. Para él, los premios literarios solo servían para una cosa: para hacerle a uno ser consciente de lo ignorante que es... hasta que llegara el día en que el galardón fuera para él. Entonces, seguramente Augusto cambiaría de opinión. La cuestión es la siguiente: ¿llegaría ese día? ¿Llamaría la gloria literaria, alguna vez, a la puerta de Augusto?