BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 30 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (100)

Cuando Augusto se sentó sobre la mesa del notario junto a Casandra para firmar la hipoteca, no le importó renunciar a sus principios ideológicos de desapego materialista para pasar a convertirse en propietario de una casa. No le importó encadenarse a una entidad financiera durante veinticinco años. Y no le importó porque podía permitírselo, y porque podía permitirse hacer feliz a Casandra, que era lo más importante para él.

Cuando Augusto se sentó sobre la mesa del notario junto a Casandra, lo único que le importó fue el hecho de estar tan seguro de dar un paso tan importante como aquél. No vaciló ni un momento. No sintió miedo, ni vértigo, teniendo en cuenta que firmar una hipoteca con tu novia es, en la práctica, lo más parecido a casarte con ella. Y eso fue lo más hermoso de aquel acto tan burocrático: que Augusto sabía perfectamente lo que quería. Y lo que él quería no era comprarse una casa. Lo que él quería era que Casandra cumpliera uno de sus sueños. Quería que Casandra tuviera su espacio propio para poder decorarlo y amueblarlo a su gusto, cosa que jamás podría haber hecho su hubieran seguido viviendo de alquiler.

La única vez en que Augusto había sentido vértigo, miedo, agobio, etcétera, fue cuando Casandra se lo planteó, porque él estaba muy cómodo viviendo de alquiler. Porque, de hecho, él pensaba que vivir de alquiler es lo más cómodo del mundo, porque, si surge un problema, lo tiene que solucionar el casero. El inquilino solo tiene que pagar su mensualidad. Ni el IBI, ni problemas comunitarios, ni nada de eso. El único problema es que a uno le puede tocar en suerte un casero que sea una buena persona o, al menos, alguien razonable, sensato y comprensivo, o, por el contrario, se puede tener la mala suerte de que a uno le toque un casero cabrón, entrometido, avaro, desconfiado y egoísta.

Casandra y Augusto habían tenido la suerte de disfrutar de un casero modélico, que no les puso ningún inconveniente cuando, con la renovación del contrato de alquiler recién firmada, le dijeron que se iban a comprar un piso. El casero se lamentó mucho de esta decisión, pues, con los malos tiempos que corrían, tener unos inquilinos como Casandra y Augusto, ambos jóvenes, con empleo fijo, sin hijos ni problemas, era un lujazo para cualquier arrendador. Sin embargo, Benito, que así se llamaba el propietario, hizo gala de una conducta exquisitamente generosa y comprensiva y no les puso ninguna objeción, y eso, teniendo en cuenta que el contrato de renovación del alquiler ya estaba firmado, retrata una bondad y una nobleza de carácter, además de una total ausencia de codicia, que se estilan cada vez menos, y que hacían de Benito una de las personas más decentes y desinteresadas que Augusto y Casandra habían conocido.

Por otra parte, a Augusto le duraron poco tiempo los agobios, los vértigos, el estrés y las ansiedades gracias a la ayuda de los padres y el hermano de Casandra, que se volcaron con ellos, no solo en las negociaciones de la venta del piso, sino, además, en todo lo relacionado con la mudanza y el traslado. De hecho, Augusto no tuvo que hacer casi nada (aparte de trasladar algunos muebles), salvo poner sus ahorros encima de la mesa para pagar la entrada y firmar la escritura del piso, así que tampoco tenía motivos para quejarse. Al menos, en ese aspecto. Ciertamente, todo sucedió a la velocidad del rayo.

Una vez solucionados los asuntos del alquiler, el siguiente paso consistió en negociar el precio y las condiciones de la casa que Casandra y Augusto querían comprar, y esto, por dos vías: la de los propietarios del piso, por una parte, y la del banco, a efectos de la financiación, por otra. El padre de Casandra se encargó de lo primero. Y lo hizo de una manera extraordinaria, llevando siempre la iniciativa, y con tal seguridad, desparpajo y desenvoltura, que Casandra y Augusto no salían de su asombro. Parecía un negociador profesional, o un tiburón de Wall Street. Tal era su manera de imponerse ante el agente inmobiliario que gestionaba la venta del piso, que éste llegó a sentirse intimidado. Y gracias a esto, los futuros compradores consiguieron una notable rebaja en el precio finalmente estipulado.

Lo de la financiación fue otro hueso duro de roer, porque, en plena crisis inmobiliaria, después de todo lo que había pasado, todas las entidades bancarias y cajas de ahorro ofrecían unas condiciones muy inflexibles. Se notaba que la confianza de los inversores brillaba por su ausencia, aun tratándose de dos jóvenes funcionarios que cobraban un sueldo decente y que, además, habían logrado juntar, entre los dos, una cantidad de ahorros nada despreciable para pagar la entrada del piso, los gastos de notaría y todo el marrón burocrático.

Al final, firmaron con La Caixa, que era donde ellos tenían sus nóminas. Las condiciones no eran las mejores, pero, con los ahorros de ambos y una pequeña ayudita familiar, consiguieron que la entidad les concediera el crédito para poder comprar el piso. Además, la directora de la sucursal se marcó un detallazo importantísimo al conseguir que el tipo de interés pudiera seguir siendo variable en función de las fluctuaciones del euríbor, que, dado el reciente desplome de la burbuja inmobiliaria, era lo que más les convenía a Augusto y a Casandra como propietarios. Aunque, al principio, Augusto había preferido un tipo fijo, para tener más estabilidad y previsibilidad en los gastos futuros.

Con más o menos tecnicismos, le acabaron convenciendo de que lo que más les convenía era el tipo variable para beneficiarse del euríbor, cuyo índice se hallaba, según los expertos, en "mínimos históricos", y que, por tanto, se preveía que iba a tardar mucho tiempo en subir, en tanto en cuanto continuara azotando a España la crisis económica derivada de los excesos del ladrillo. Lo que puede llegar a ser la casuística del sistema capitalista, según pensó más tarde Augusto:

-Resulta que ahora a nosotros nos conviene que esto siga igual de mal, o incluso peor, para que el euríbor siga manteniendo los tipos de interés bajos...

-Pues sí- reconocía Casandra-.

-O sea que, a partir de ahora, para que la hipoteca nos siga saliendo barata, a nosotros nos beneficia que a otros les vaya mal, y que la gente siga sin trabajo y sin dinero para poder comprarse una casa....

-Efectivamente- insistía Casandra-.

-Joder. No hay derecho- sentenció Augusto-.

Y la cosa supuso un logro repartido en dos mitades: Casandra consiguió convertirse en propietaria, y Augusto logró su sueño de vivir en su barrio preferido: Santa Aurelia, una zona de clase trabajadora, situada justo en el límite urbano de Sevilla, pero que se halla muy bien comunicada gracias al servicio de autobuses, además del metro. Augusto le había cogido mucho cariño a ese barrio desde que empezó a salir con Casandra (ella había vivido allí con sus padres antes de independizarse, lo cual le hizo, inicialmente, sentir cierto rechazo a la idea de comprarse el piso en esa misma zona). Por su parte, a Casandra, lo que le convenció del piso que habían comprado, fue que estaba recién reformado, que a ella le encantaba la reforma, y, además, que cumplía con el perfil que ella exigía: que tuviera dos cuartos de baño y cuatro habitaciones.

Pero lo que Augusto sacó en limpio de todo este embrollo, de haberse convertido en propietario, de haberse embarcado en una hipoteca, fue que no lo dudó ni un segundo. Porque estaba tan seguro de que él quería a Casandra y quería compartir su vida y su futuro con ella, que la única duda que le entró en el último momento fue la que le hizo preguntarle al notario que en qué parte del documento tenía que estampar su firma. Al coger el bolígrafo y plasmar su garabato sobre el papel, no le tembló el pulso más de lo habitual.




jueves, 26 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (99)

Augusto era muy descuidado en sus asuntos personales. Aunque también tenía derecho a serlo, porque, una vez que has cumplido debidamente con las responsabilidades básicas que sostienen tu existencia (levantarte a las siete de la mañana, coger el autobús a las ocho menos cuarto para llegar al instituto a las ocho y cuarto y cumplir con tus obligaciones laborales hasta las tres de la tarde), también tienes derecho al esparcimiento, al descanso, al ocio y al perreo. Dicho de otra manera: a hacer, simple y llanamente, lo que te apetezca, cuando te apetezca y de la manera en que te apetezca, si es que te apetece hacer algo, porque también puede uno pasarse la tarde tumbado sobre el sofá viendo la televisión o echándose una siesta de varias horas de duración, que para eso se levanta uno todos los días tan temprano. Y no es que a él no le gustara hacer nada. Ya sabemos que Augusto se dedicaba a leer y escribir por las tardes. De hecho, también sabemos que, cuando no podía leer, se ponía de mal genio.

Pero hay que insistir en lo primero que se ha dicho: que Augusto era muy descuidado. Y esto, cuando se vive en pareja, como era su caso, es algo muy peligroso, porque si tu pareja, como también es el caso, es todo lo contrario de lo que tú eres, entonces ahí se suelen producir roces, choques de perspectivas, enfados, peleas. Y Casandra era todo lo contrario de Augusto. Casandra tenía un sentido del orden y de la limpieza que a Augusto le agobiaba y le producía estrés, porque a Augusto le daba igual que un plato se quedara en la cocina dos o tres días enteros sin fregar. A Casandra, no. Eso, a ella, le daba asco. Y no le faltaba razón. Augusto reconocía que podía llegar a ser muy guarro en este aspecto, lo que tampoco es normal y, por tanto, es motivo de corrección, que Augusto se esforzaba en llevar a cabo con la ayuda de Casandra.

Por eso, Augusto tenía que espabilar y ponerse a la altura de su novia, porque, además, en ejemplos como éste, ella tenía la razón. Porque lo razonable y habitual en las personas, en seres civilizados, es tener por costumbre hábitos de higiene, orden y limpieza mínimamente regulares, y, en esto, Augusto era muy dejado. De hecho, la primera vez que se fue a vivir solo, tenía el piso hecho un asco, y, cada vez que Casandra iba a visitarle, él tenía que ponerse a fregar, a barrer, a limpiar y a ordenar como un loco para que, cuando llegara ella, la casa estuviera, al menos, aparentemente decente.

Sin embargo, Casandra era el extremo contrario. El orden y la limpieza constituían auténticas obsesiones para ella. Una cosa es ser una persona limpia y ordenada, y otra cosa es imponerte esos hábitos como si tu propia casa tuviera que estar así, limpia y ordenada, pero para otros, no para uno mismo. Porque a ella le agobiaba mucho no haber limpiado, ordenado, fregado el día que ella quería hacerlo, y esto le agobiaba como si la casa que ella limpiaba y ordenaba no fuera la suya propia y tuviera que rendir cuentas a extraños. Es decir, como si no pudiera limpiar y ordenar su propia casa cuando a ella le diera la real gana de hacerlo. Era como lo que le pasaba a Augusto con la lectura: cuando no podía leer, se ponía de mal humor. Y a Casandra esto le molestaba mucho, porque lo de Augusto con la lectura le parecía algo enfermizo. De todos modos, lo de Casandra era más comprensible, porque ella era alérgica a los ácaros, y por eso procuraba mantener la casa lo más limpia posible. Esto Augusto muchas veces no lo tenía en cuenta y le llevaba a actuar con egoísmo, sin pensar en las necesidades y los problemas de su novia.

El caso es que Augusto había tenido que aprender a ser más limpio y más ordenado, o, mejor dicho, a ser limpio y ordenado, a secas. Y esto le había venido muy bien, como tantas otras cosas buenas que le había aportado Casandra. Pero también es cierto que le daba mucho coraje cuando ella se adelantaba y realizaba las labores domésticas que le correspondían a él, a estos mismos efectos de mantenimiento, orden y limpieza de la casa, solo porque ella no podía soportar que los platos de la comida siguieran puestos sobre la mesa a las siete u ocho de la tarde, cuando Augusto estaba en su despacho haciendo sus "cosas de poeta", como Casandra las llamaba. O sea, que Casandra no podía esperar a que Augusto terminara de hacer sus cosas de poeta para ponerse a recoger los platos de la comida, llevarlos a la cocina y fregarlos. Ella no podía resistirse a hacerlo ella misma si a las ocho de la tarde Augusto todavía no se había encargado de hacerlo él mismo.

En suma, no es lo mismo vivir solo que vivir en pareja. Cuando uno vive solo, puede permitirse hacer ciertas cosas o mantener determinados hábitos que, en caso de vivir en pareja, son incompatibles. Esto es obvio. Y en el caso de Augusto, no era una cuestión subjetiva. Cuando se trata de orden y limpieza, o eres limpio y ordenado, o eres sucio y desordenado. Casandra era lo primero, y Augusto, lo segundo. Y, al menos en esto, Augusto tenía que aspirar a ser como Casandra. Porque no es normal que una persona de treinta y pico años sea sucia y desordenada. Eso es normal en los niños, que tienen que tener a sus mamás detrás de ellos para que hagan las cosas bien. Augusto era un adulto, y no debía acomodarse a tener a Casandra continuamente detrás de él para que fuera limpio y ordenado. Eso no era justo para ella, y era muy egoísta por parte de Augusto, quien, a veces, se aprovechaba inconscientemente de la diligencia de su novia, que muchas veces tenía que hacer su tarea y la de Augusto.

Augusto debía cuidar más a su novia, porque ella se dejaba el alma y el sudor de su frente para cuidarle a él. Y Casandra también trabajaba, y también tenía que madrugar todos los días, y sus madrugones eran mayores, y su instituto estaba mucho más lejos, y no por eso dejaba de cumplir con las obligaciones domésticas diarias. Casandra había sido y seguía siendo el chaleco salvavidas de Augusto, pero Augusto también tenía que ser el chaleco salvavidas de Casandra. Él era una buena persona y la quería muchísimo, pero debía esforzarse por estar más pendiente de su novia y en ser más detallista con ella. Comérsela a besitos no era suficiente. Debía esforzarse en cuestiones prácticas y necesarias, como cumplir con su parcela de obligaciones domésticas e interesarse más por cosas que, a lo mejor, a él le parecían banales, pero que eran importantes para Casandra. Porque Casandra se merecía todo eso, porque todo eso, y más, lo hacía ella por él desde que se conocieron.

No es que Augusto no hiciera nada ni aportara nada a la pareja, pero él sabía que Casandra siempre ponía el doble o el triple de lo que ponía él en su relación. Quizá, porque a ella se le daba mejor. Quizá él se acomodaba a las iniciativas de ella y le dejaba hacer y deshacer, porque también hay que reconocer que a Casandra le encantaba mandar. Pero eso no podía o no debía utilizarlo Augusto como excusa para dejarse llevar por ella y que él no tuviera que hacer nada. Él tenía que poner de su parte. Y, si ya ponía algo, tenía que esforzarse en poner más. Casandra se lo merecía.

martes, 10 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (98)

Resulta curioso y, a veces, hasta asombroso, cómo el paso del tiempo nos hace ver las cosas desde una perspectiva totalmente distinta en comparación con el modo en que las veíamos en la época durante la cual se produjeron.

 A Augusto le pasaba esto, por ejemplo, con la música. Por infancia, él era de la generación de los años ochenta, y su adolescencia transcurrió durante los años noventa. Y las canciones y los grupos musicales que, en aquella época, le habían parecido horteras, cursis, frívolos o de dudosa calidad artística, ahora le sabían a clásicos del pop cada vez que los escuchaba.

Y es que el sentimiento de nostalgia surte esta clase de efectos con mucho poder y mucha intensidad. Incluso, a pesar de que Augusto no tenía, precisamente,  demasiados recuerdos felices de aquellos años. Sin embargo, con el paso del tiempo, como hemos señalado al principio, ese mismo efecto nostálgico nos hace recordar todas las cosas pasadas con cariño, porque, al fin y al cabo, han formado parte de nuestra vida, es lo que hemos vivido y lo que nos ha hecho llegar hasta donde estamos y ser lo que somos.

Él se sentía muy orgulloso de formar parte de la generación de los años ochenta, pues aquellos últimos coletazos de la movida madrileña, y no solo madrileña, como dice un escritor, dieron frutos de una calidad musical excelente, empezando por Mecano, cuyas letras jamás pasarán de moda, porque en ellas se cuentan historias reales, y con ese aderezo, entre sarcástico y pintoresco, que caracterizaba al grupo, como la genial "No hay marcha en Nueva York", que empieza con un apunte de economía (devaluación del dólar), continúa mencionando a Napoleón, y cuenta una anécdota (no sabemos si real o inventada, pero brillante, en cualquier caso) del turista imitando a la Estatua de la Libertad, y un policía deteniéndole por creer que estaba haciendo el saludo comunista...

En suma: letras, las de Mecano, que cuentan historias llenas de humanidad y poesía, y plagadas de referencias culturales: lo que viene siendo género de cantautor de altísima calidad, como no podía ser menos contando el grupo con figuras del nivel de Nacho y José María Cano, además de la carismática Ana Torroja, por supuesto, no como los productos prefabricados de ahora, basados en el modelo de Operación Triunfo, La Voz y todos los derivados, cuyo formato de selección y eliminación de concursantes ya empieza a cansar un poquito al espectador.

O, al menos, eso es lo que pensaba Augusto. Aunque también reconocía él mismo que los primeros éxitos de Bisbal, Bustamente, Chenoa y de toda la llamada Generación OT ya formaban parte de su propia vida y, por tanto, habían pasado, del mismo modo, a formar parte de esos clásicos que le emocionaban de pura nostalgia (y no solo por nostalgia: algunos eran realmente buenos... según Augusto, claro).

El caso es que, volviendo al asunto de la música de los noventa, lo que, en su momento Augusto había llegado a aborrecer por parecerle música para adolescentes del sexo femenino, o porque consideraba que eran simple y llanamente horteradas en estado puro, ahora él los reivindicaba como clásicos de su época, que era también la época de esas mismas adolescentes a las que antes veía con malos ojos, algunas de las cuales habían sido compañeras suyas de colegio y de instituto... Suponía Augusto que todos estos radicales cambios de pareceres formaban parte del hecho de madurar e ir convirtiéndose en un adulto.

De modo que ahora Augusto se enternecía de nostalgia cada vez que escuchaba los grandes éxitos de Britney Spears (ahora, "Baby, one more time" le parecía entrañable), Backstreet Boys ("I want it that way", entre otras, como "Backstreet's back"), Take That ( con esa preciosa canción, "Back for good", que a Augusto casi le hacía llorar, o la versión de "How deep is your love", original de los Bee Gees, o con esa otra más actual, "Have a little patience", otra balada preciosa).

También recordaba Augusto esos refritos de Máquina Total, que, como el lector sabrá, eran mezclas de éxitos recientes. Él recordaba esas ediciones de Máquina total, de la que llegaron a sacar a la venta seis, siete u ocho partes, como hacen ahora con las series cinematográficas de Destino Final o de Scary Movie. Y también recordaba que, en una de esas ediciones, habían mezclado fragmentos del grupo "Viceversa" (tu piel morena sobre la arena, nadas igual que una sirena....) con Paco Pil, un extravagante pinchadiscos o DJ, como se dice ahora (viva la fiesta... entra en trance, paranoias, adelante, surcaremos el sonido hasta que tu cuerpo aguante...), y con rugidos de dinosaurio, aprovechando la moda que el estreno de Jurassic Park, ese arrollador éxito de Steven Spielberg, había inaugurado.

¿Y qué decir sobre los músicos españoles? Para Augusto, la muerte de Antonio Flores, que, para él, había sido el mejor de su familia, con mucha, muchísima diferencia, incluyendo a Lola Flores, supuso una pérdida irreparable, pues toda esa ternura, dulzura y sensualidad que caracterizaban el estilo del melenudo cantautor se habían perdido para siempre, y solo nos quedaba el consuelo de sus grandes éxitos, como "Abril", "No sé por qué", y ese precioso manifiesto antibelicista, "No dudaría". O la versión original de Joaquín Sabina, "Pongamos que hablo de Madrid", a la que Antonio Flores imprimía un ritmo rockero muy apropiado. Siguiendo con el mismo Joaquín Sabina, ese músico todoterreno que lo mismo se saca del sombrero (literalmente hablando) una balada, una pieza de rock o, al modo de Serrat o Paco Ibáñez, una melodía para ponerle música a algún poema de Lorca, Alberti o Espronceda...

El que a Augusto le parecía de una cursilería incurable era Alejandro Sanz, del cual solo salvaba "No es lo mismo", esa especie de rap aflamencado en el que la cursilería deja paso a un tono de desnuda, franca, informal y despreocupada displicencia envuelta en una capa de ironía escéptica (valga la redundancia) que a Augusto sí le parecía algo auténtico y con sabor a una mezcla de buenas y malas experiencias.

Sergio Dalma era tan cursi como Alejandro Sanz, y, sin embargo, a Augusto le gustaba mucho. De hecho, "Bailar pegados" era una de las canciones con las que la relación entre Casandra y Augusto había empezado a nacer. Y otras, como "Galilea" y "Solo para ti", hacían idénticas delicias en el paladar musical de Augusto.

De lo que Augusto se había dado cuenta reflexionando sobre todos estos temas, es el hecho de que las canciones extranjeras de sus años juveniles le hacían sentir más nostalgia que las canciones españolas de las mismas épocas. No se daba esto en todos los casos, pero sí, en la mayoría de ellos. Y, realmente, no tenía ninguna explicación para ello. Pero daba igual. Lo realmente importante es que la música, viniera de donde viniera, le siguiera emocionando, porque para eso está.

Realmente, Augusto llegaba a la conclusión de que lo que se suele entender como "clásico" no es más que un concepto cargado de connotaciones pedantescas y academicistas, y que lo realmente clásico es lo que nos emociona en el momento de su creación, y nos sigue emocionando en adelante y para siempre.

lunes, 9 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (97)

Cuando Casandra era pequeña, no le gustaban nada las muestras de cariño, y así lo manifestaba cada vez que algún familiar, especialmente sus padres, sus tíos o sus abuelos, intentaban darle una abrazo o un besito. Se puede afirmar, por tanto, que el carácter de la pequeña Casandra era un tanto arisco.

Curiosamente, una vez le dijo su abuela que todos los besos que su nieta no daba ni se dejaba dar, se los daría y los compartiría con su novio cuando llegara el momento. Y el momento llegó a partir de aquel inolvidable 8 de octubre de 2007. Entonces empezaron a cumplirse las profecías de la abuela de Casandra, porque su novio, Augusto, no paraba de comérsela a besitos, y ella se dejaba tan ricamente, porque le encantaba. Y, por supuesto, le correspondía, aunque en menor proporción, ya que lo de Augusto era algo insuperable, pues se mostraba continua e incansablemente cariñoso con su muñequita.

Quizá, a algunos pueda parecer extraño el hecho de que Casandra se hubiera enamorado de una persona tan empalagosa como lo era Augusto, teniendo en cuenta la personalidad de ella, anteriormente descrita. Pero, cuando una persona encuentra a su media naranja con la contundencia e inmediatez que producen los efectos de las flechas de Cupido, se produce tal hechizo y transformación en el alma del sujeto, que muchas de las cosas que no le gustaban, o que no le gustaban de otras personas, resulta que le vuelven locas si proceden de la persona amada, y hasta tal punto, que se tornan imprescindibles.

Evidentemente, Augusto daba gracias por este estado de cosas, pues no puede haber mayor gozo que el hecho de que la persona a la que amas, y que te ama, te acepte tal y como eres. Y en el caso de Augusto, además, no era solo que Casandra le hubiera aceptado tal como él era, sino que muchos de los rasgos de la personalidad de él, a ella la volvían loca.

Augusto podía considerarse muy afortunado por haberse topado con un salvavidas como Casandra, quien le protegía constantemente de los agitados embates marinos y del  inestable y, en muchas ocasiones, traicionero oleaje del océano de la existencia.

Por otra parte, a Augusto no había quién le ganara en eso de dar besitos. Era todo un experto, un artista consumado, gracias, también, a que Casandra se dejaba hacer. Por ejemplo, había dos grandes tipos de besos: los ruidosos y los silenciosos. Los primeros son los que más gustaban a Augusto, porque hacían un ruido de ventosa (que Augusto solía prolongar alargando el efecto de succión y produciendo una especie de chirrío como de puerta abriéndose o cerándose) , muy graciosillo, que a Augusto le dejaban un regustillo y un sabor lleno de ternura, especialmente cuando Casandra cerraba los ojos y ofrecía tierna y generosamente su blanda y tibia mejilla para que Augusto se la succionara con toda la suavidad y la delicadeza de quien manifiesta, de esa manera, su amor hacia la persona amada.

Otro tipo de besos, los silenciosos, tenían la ventaja de que se daban con más rapidez, y permitían a Augusto estar comiéndose los mofletitos de Casandra durante un buen rato. Estos no sonaban, pero eran mucho más numerosos, y eran los que más gustaban a Casandra, precisamente por eso, porque no hacían ruido. Y es que a ella no le gustaba llamar la atención cuando iba con Augusto por la calle, en el metro, en el autobús o en el taxi, y muchas veces le pedía que le diera besitos de los silenciosos.

También le gustaba a Augusto besar a su novia dándole bocaditos, es decir, tapándose los dientes con los labios (como cuando imitamos a una persona que no tiene dientes) y agarrando la piel de Casandra con los mismos labios. Una vez que tenía la piel agarrada por los labios, la soltaba con un soplidillo algo brusco. Era como dar un chupetón, pero no chupando la piel, sino soplándola.

Por último, cuando hacía frío, Augusto abrazaba a Casandra y, como un vampiro que chupara la sangre de su víctima, abría su boca, la ponía sobre el cuello de Casandra y exhalaba todo su calor corporal para que ella no sintiera frío. Ellos llamaban a esto, en su particular idioma de pareja, "fu", por onomatopeya del ruido que se produce cuando se sopla.

Como se puede comprobar, el enamorado Augusto era todo un experto en desplegar y expresar sus sentimientos por Casandra de mil maneras diferentes. Se podría decir que sí, que era un besucón, pero un besucón sofisticado, original, creativo y, sobre todo, espontáneo. De hecho, seguramente fue la espontaneidad de Augusto lo que enamoró a Casandra, que todavía recordaba esos versos de Jorge Manrique que él le recitó aquella primera noche en que se encontraron:

"Quien no estuviera en presencia,
no tenga fe en confianza,
pues son olvido y mudanza
las condiciones de ausencia."





domingo, 8 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (96)

A Augusto le encantaba tirarse pedos. Pero no por el hecho en sí, que a muchos parecerá, seguramente, una guarrería y una cochinada. La cosa tiene su explicación fisiológica, y es que el pobre hombre producía muchos gases. ¿Qué culpa tenía él de que sus aparatos digestivo y excretor, y su metabolismo, en general, funcionaran de esa manera? Y, ¿no es verdad que a todos nos encanta deshacernos de cualquier cosa que nos esté suponiendo una molestia física, o de cualquier otro tipo?

Porque tirarse un pedo, para Augusto, es como pagar la letra de la hipoteca, la cuota de la comunidad de vecinos, o como quitarse el traje y los zapatos sentado sobre la cama después de una larga y dura jornada de trabajo, o como llegar a casa con los carritos de la compra y vaciarlos, o como, para un estudiante, quitarse la mochila llena de libros y cuadernos y depositarla en el suelo.

Se trata del placer que siente uno, que sentimos todos y que, por supuesto, sentía Augusto, de deshacerse de una molestia, de poder quitársela de en medio de un manotazo, como cuando anda un mosquito molestándonos y, en un descuido suyo, nos tomamos el gustazo de aplastarlo contra el cristal, contra la pared o contra el suelo de la habitación.

Se trata del placer de quitarse un peso (o pedo) de encima-valga el juego de palabras-. Y uno no es físico ni químico, pero sabe que la materia pesa, sea cual sea el estado en que se manifieste: sólido, líquido o gaseoso. En el caso de Augusto con el asunto de los pedos, está claro que se trata de materia gaseosa. Sin embargo, Augusto no podía ir por ahí tirándose pedos todo el día. Debía reprimirse en la mayoría de los casos. Afortunadamente, la naturaleza le había dotado de un esfínter que no funcionaba demasiado mal, y que no le quedaba más remedio que ejercitar, al menos, hasta que llegaba a su casa. Y si, encima, Casandra se hallaba ausente por la razón que fuera (trabajo, familia, amigos, compras, etc.), entonces Augusto ya podía relajarse y peerse donde fuera: en la cocina, en el lavabo, en el salón...

Y lo hacía con una delectación muy particular, del mismo modo en que se saborea un canapé o un bombón de chocolate relleno de frutas del bosque, porque para eso se había estado aguantando todo el santo día.Donde más a gusto y placenteramente lo hacía era, como es natural, en el cuarto de baño, sentado sobre el retrete. Estando ahí, ni siquiera Casandra tenía autoridad moral para echarle la bronca cuando se tiraba pedos, porque se supone que es el retrete el lugar en el que se desempeña este tipo de escatológicas labores. Bueno... en realidad, sí tenía razón para bronquearle si se dejaba la puerta abierta, cosa que a ella le daba mucha rabia, mientras que a Augusto le parecía algo de lo más natural.

Tanto para tirarse pedos como para hacer caca, Augusto sentía cierto placer masoquista y, a la vez, inspirador. Le causaba tanta satisfacción física y fisiológica el sentir ganas de ir al baño, como el hecho de plantar el pino, como vulgarmente se dice. De hecho, muchas veces se llevaba la libreta y el bolígrafo y, mientras apretaba para soltar el excremento (más blando o más duro según los casos, y en función de lo ingerido, si habían sido hidratos de carbono o fibra), se le ocurría un verso, o un poema entero, o una idea brillante para una obra de teatro.

Y a la hora de orinar, le pasaba exactamente igual, excepto por el trauma que arrastraba del pasado debido a la incontinencia que había sufrido. En estos casos, jamás se relajaba, porque, si lo hacía, esto le recordaba a cuando soñaba que hacía pis en el retrete, y luego resultaba que se lo había hecho en la cama, con el consecuente sentimiento de humillación y profundo avergonzamiento que sentía al despertarse con esa humillante y repugnante sensación de humedad y olor a ácido úrico. Por tanto, al orinar, por ejemplo, jamás se le ocurría cerrar los ojos y dejarse llevar por el placer de la descarga del líquido fecal, debido a esos recuerdos desagradables del pasado. Lo que hacía era mantenerse en tensión, con la mirada fija sobre el chorro de orina que caía al fondo del retrete. Tenía, por otra parte, la extravagante costumbre de escupir mientras orinaba intentando que el salivazo atravesara el chorro amarillento.

Augusto se tomaba todas estas cosas con la máxima naturalidad, porque las funciones fisiológicas que desempeña nuestro organismo para funcionar correctamente no suponen ningún motivo de vergüenza, porque eso es lo que somos todos nosotros por dentro: gases, jugos gástricos, secreción y producción de toda clase de fluidos para facilitar todas las funciones (respiración, digestión, excreción, motricidad...), y todo ello a través de las vísceras, de los intestinos, del hígado, del páncreas, de los pulmones, de los músculos, de los dientes, etcétera. Por esta razón, Augusto creía que no había que avergonzarse de tirarse pedos cuando uno necesitaba hacerlo, ni de eructar por el mismo motivo.

Que sí, que es verdad que estas cosas se ven como algo feo, e incluso pestilente, en el caso de los pedos (y en el de los eructos, según los casos y lo que uno haya comido), y que uno, por educación, debe esperarse a estar solo para poder darse el desahogo correspondiente. Pero es que si no lo hiciéramos, es decir, si no nos hiciera falta tirarnos pedos, orinar, eructar y cagar, sería mucho peor, porque significaría que estamos muertos.

Por lo tanto, Augusto no solo no se avergonzaba de ser un pedorro, sino que lo agradecía, porque esta clase de cosas, para él, eran una manera, muy íntima, eso sí, de sentirse vivo, de experimentar cómo su organismo funcionaba bien, con absoluta normalidad, y que, por tanto, según él deducía, podía decirse que estaba físicamente sano. Y la salud, como dice la canción, es lo más importante de la vida.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El desorden cotidiano (95)

Augusto odiaba la Navidad. Sin embargo, no siempre había sido así. Este odio se fue fraguando a medida en que Augusto iba adquiriendo conciencia sobre aquella verdadera realidad en que la Navidad se había convertido: una fiesta de consumo desenfrenado envuelta en esa empalagosa hipocresía que predica la Navidad como una época mágica en la que todos nos perdonamos todo, todos nos queremos mucho y nadie pasa hambre ni ningún otro tipo de necesidades. Ya tenemos el resto del año para seguir siendo unos miserables, unos egoístas, cínicos y ruines los unos con los otros. O sea: unos hijos de puta.

Pero en Navidad, no. En Navidad, todos somos unos santos varones y unas santas mujeres y, por encima de todo, felices y contentos... incluso los niños de Uganda, del Sáhara Occidental y de China, que para eso están las campañas navideñas con su culto a la caridad (Un juguete, una ilusión, para los niños de África, comprando este bolígrafo... como las "pastillas contra el dolor ajeno"... ¡no te jode!). En verdad os digo, lectores, que a Augusto se le abrían las carnes rodeado, como se sentía, por tanta basura ética y moral.

Y ese es solo uno de los aspectos que Augusto odiaba de las fiestas navideñas. El otro era el gregarismo impuesto por las tradiciones o por los hábitos de consumo fomentados por las grandes superficies comerciales (Ya es Primavera en El Corte Inglés... Ya es Navidad en Carrefour... aprovecha nuestros descuentos..). Augusto odiaba tener que hacer lo que hace todo el mundo en Navidad. Estar con la familia, de acuerdo. Pero, ¿por qué en Navidad, precisa y necesariamente? ¿Qué pasa con los otros trescientos y pico días del año? ¿Y por qué tenía él, Augusto, que celebrar algo que no quería, y en lo que no creía?

Porque esa era otra cuestión importantísima. Se ha perdido el verdadero significado de la Navidad, que es la celebración del Nacimiento de Jesucristo. Esto es la Navidad, que, etimológicamente, procede del término natividad, que es sinónimo de nacimiento ("acción y efecto de nacer"). La Navidad era una fiesta religiosa de los católicos para celebrar el nacimiento del Hijo de Dios, y se había convertido, mejor dicho, se había rebajado a  la condición de culto pagano al consumismo materialista.

Esto no siempre había sido así. Cuando era pequeño, a Augusto le encantaba que llegara la Navidad para ponerse a colocar los adornos, sobre todo el portal de Belén. Lo hacía con su madre, a la que tan unido había estado siempre. De todos modos, no se equivoque el lector deduciendo de todo esto que Augusto había cogido odio a la Navidad debido a la ausencia de su madre. Nada tenía que ver una cosa con la otra. Aunque algo sí es cierto: le habría encantado a Augusto que su madre siguiera viva para animarla a liderar una campaña contra la desvirtuación materialista de la Navidad y para la recuperación de su esencial y originaria naturaleza de fiesta religiosa.

De hecho, Augusto animaba a todos los católicos a que tomaran alguna iniciativa de esta clase. Porque era su espacio y su protagonismo, el del nacimiento de Dios y la alegría de sus fieles seguidores, pero la voracidad capitalista de la sociedad de consumo, a través de las maniobras comerciales y publicitarias de las grandes empresas de juguetería, electrónica, perfumería y textiles se lo había arrebatado.

Desde que estaba con Casandra, cada vez que llegaban las fechas navideñas, a Augusto se le presentaba un dilema moral y afectivo, porque él, como ya sabemos, odiaba la Navidad, mientras que a Casandra se le caía la baba y se le iluminaban sus ojitos de almendra de puro entusiasmo. O sea, Augusto y Casandra, la noche y el día. Por consiguiente, Augusto tenía que tragarse muchos sapos (cosa que hacía, en el fondo, con mucho gusto, puesto que el amor también es sacrificio por la persona amada) para hacer feliz a Casandra durante la que, de hecho, era la época favorita de ella, especialmente el 5 de enero, cuando llegaban los Reyes Magos con la cabalgata.

Ese era el día más importante del año para Casandra, y Augusto no podía fallarle a su muñequita. De hecho, él no se había perdido ni una sola cabalgata desde que estaba con Casandra. Todos los años, todos los días 5 de enero desde hacía seis años, Casandra y Augusto, al llegar la tarde, sobre las cinco o las seis, salían de casa para meterse en todo el barullo, el gentío y el mar de multitudes que cada año inunda la calle San Jacinto del barrio de Triana, y se plantaban justo frente a la Parroquia de la Estrella (por estricto imperativo de las tradiciones familiares de Casandra, ya que su padre era miembro de la Hermandad correspondiente), y ahí se quedaban esperando a que pasaran los Reyes Magos seguidos por las cabalgatas temáticas correspondientes, que  Augusto no sabía si su aparición cada año obedecía a algún criterio (unos años pasaba una cabalgata de la última película Disney o de alguna marca comercial que, se supone, patrocibana a la cabalgata, etc.).

Y, por supuesto, aparecían los niños que iban montados en los vehículos que transportaban las cabalgatas, y que lanzaban caramelos a la multitud allí presente. El primer año en que Augusto asistió a la cabalgata de los Reyes Magos, se le pegaron tantos caramelos a las suelas de los zapatos, que tuvo que tirarlos a la basura.

Aparte de todo esto, luego estaba el asunto de los regalos de navidad, a cada año más peliagudo, pues, como vivimos en una sociedad opulenta a pesar de la crisis, y, por definición, las sociedades opulentas se caracterizan por la sobresaturación de bienes de consumo, resulta que todo el mundo tiene de todo, y uno no sabe ya qué regalar a sus seres queridos. Y Casandra se agobiaba mucho por esto, y Augusto le decía que no se agobiara, porque lo importante no es el regalo, sino el detalle, la intención, el gesto y el acto de amor que supone hacer un regalo a una persona.

Pero no había manera. Si no había un acto de consumo ortodoxamente capitalista de por medio, Casandra no se quedaba tranquila. A veces compraba algo para alguien, pero luego se sentía mal porque lo que había comprado era demasiado barato, y ella pensaba que eso era una cutrez. "Pues le compro otra cosa que sea más cara y le regalo las dos", y así se quedaba más tranquila. Pero en esto, Augusto no culpaba a Casandra. Más bien, al contrario: la admiraba profundamente por su extraordinaria generosidad. Le encantaba hacer regalos y tener cualquier tipo de detalle con los demás. Y, en esta generosa inclinación suya, era extremadamente cuidadosa en todos los aspectos, tanto en la forma como en el fondo. Le gustaba encargarse personalmente de envolver los regalos, o de preparar una sorpresa, ya fuera para Augusto, para su madre, para su padre, para su hermano o para sus amigos.

Se podría afirmar que la Navidad sacaba lo mejor de Casandra, si no fuera porque ella era una mujer alegre, original, detallista, creativa y generosa no solo en Navidad, sino también durante el resto del año. Y esa era una prueba más de la gran personalidad que poseía, y que era la cárcel de amor dentro de la cual Augusto se hallaba gozosamente preso.