BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











sábado, 1 de diciembre de 2012

El desorden cotidiano (36)

Augusto no había sido un buen estudiante. Ni siquiera cuando empezaron a gustarle los estudios, ya en época universitaria. Siempre había sido muy flojo a la hora de cumplir por las tardes con sus obligaciones académicas y escolares, lo cual, unido a que, por ser tan tímido, nunca preguntaba las dudas que le surgían ante las explicaciones que daban los profesores en clase, que eran muchas, fue la causa de que, ya desde prácticamente la infancia, su madre le tuviera rodeado de profesores particulares. Especialmente, las asignaturas de Matemáticas y Lengua (quién se lo iba a decir a él, aunque estas cosas pasan) eran las que más se le atragantaban. Y, en general, cualquier cuestión que estuviera remotamente relacionada con números y con operaciones lógicas como aquellas que incluían enunciados en los que se indicaba que un tren que sale de tal sitio a tal hora se tiene que encontrar con otro que sale de tal otro a una hora distinta y con una velocidad de tantos kilómetros por hora, y qué en qué punto del trayecto se debían cruzar teniendo en cuenta la velocidad a la que iban circulando los dos vehículos, etcétera, etcétera...

Augusto lo intentaba de verdad, y se esforzaba mucho para resolver esa clase de problemas. De hecho, en algunos exámenes de Matemáticas, la misma profesora, haciendo la ronda de vigilancia para asegurarse de que los alumnos no se copiaban, de vez en cuando echaba un vistazo a lo que iban haciendo y cómo lo hacían. En una de esas ocasiones, se pasó por el pupitre de Augusto y comprobó que el planteamiento lo tenía bien, pero fallaba en la solución del problema. "Lo haces demasiado complicado", le decía la profesora. O sea, que, supuestamente, la cosa era más fácil de cómo Augusto la concebía, y se complicaba la vida con la operación, y por eso le salía mal el resultado. El sentimiento que las Matemáticas causaban en el ánimo de Augusto era de total y absoluta impotencia, frustración, rabia y, por último, odio, un odio que ya no le abandonaría hasta mucho tiempo después, si bien es cierto que, al llegar al bachillerato y poder darse el gustazo de decirles adiós a los números, a las sumas, restas, ecuaciones, y demás misterios insondables de la naturaleza, a cambio de recibir con los brazos abiertos al latín, al griego, a la filosofía y a la historia del arte, experimentó un principio de reconciliación con la disciplina de Euclides.

Y lo curioso del caso es que el problema era, sobre todo, con las mates, porque las demás asignaturas de ciencias, como Biología o Física y Quiḿica, de vez en cuando las aprobaba, y alguna que otra vez, incluso, con nota. Pero con Matemáticas no había manera. Augusto pensaba, y todavía lo piensa, que de la ESO al Bachillerato le pasaron la mano con las Matemáticas. Y no se avergonzaba de reconocerlo, ni de reconocer que había necesitado la ayuda de profesores particulares y de academias privadas para ir aprobando los cursos, primero de la EGB, luego de la ESO y, finalmente, del Bachillerato, aunque con este último, al elegir la rama de letras puras, le supuso mucha menos dificultad. De hecho, gran parte del ciclo preuniversitario lo estudió sin la ayuda de profesores particulares debido a que, efectivamente, había encontrado su lugar dentro del mundo académico: las letras.

Los idiomas se le daban muy bien. Tenía muchísima facilidad para aprenderse las cosas a la primera, y no solo eso, sino que, además, tenía la capacidad de extrapolar ejemplos y aplicarlos a los diferentes paradigmas y niveles gramaticales, lo cual, por medio de su intuición, le hacía anticiparse mentalmente en algunas materias. Por ejemplo, si en una clase de francés le enseñaban los usos de un verbo, o las desinencias correspondientes, él mentalmente y por deducción lógica, aplicaba esos principios a otros elementos del sistema (en este caso, las terminaciones de un verbo a las raíces de otro verbo de la misma conjugación).

Como le lector habrá adivinado, Augusto tenía, para los idiomas, todas las facilidades que no tenía para los números y las operaciones matemáticas. Estaba muy bien dotado para resolver operaciones lógicas en unas disciplinas, y era infinitamente torpe para llevar a cabo esas mismas operaciones en disciplinas distintas porque se presentaban bajo aspectos distintos: las palabras frente a los números.

Con la asignatura de Lengua, el asunto era peculiar. Esta materia se le estuvo atragantando bastante hasta que una profesora le hizo entender la sintaxis y, por tanto, la diferencia entre el complemento directo y el indirecto, la forma de identificar el sujeto y el predicado y todas esas cuestiones que a los adolescentes les suelen traer de cabeza con esta asignatura. Después de este gran descubrimiento, siguió teniendo problemas con esta disciplina, pero esta vez debido a su flojera para los estudios, porque la parte de literatura era de estudiar y de leer, y a Augusto no le gustaba leer, y siempre se estudiaba los temas la noche antes del examen. De modo que iba al límite del precipicio con las notas. Tan al límite, que fueron muchas, demasiadas, las ocasiones en que se cayó por el acantilado. Cuando no suspendía, muy pocas veces pasaba de un cinco o cinco y medio. Alguna vez obtuvo un seis, y solo una vez, en segundo de bachillerato, cogió una buena racha que le condujo a un notable, pero aquello solo era un espejismo, pues en el siguiente examen volvió a las andadas habituales y sacó un cuatro y medio.

El caso es que llegó a la selectividad, que superó con cierta brillantez (si bien en el examen de Lengua y Literatura no pasó de un cinco y medio), pero fue en la convocatoria de septiembre por controversias habidas con la asignatura de Historia, y no pudo matricularse en Periodismo, que era la carrera que él quería estudiar. Como le gustaba mucho el inglés, decidió intentarlo con Filología Inglesa, pero no tardó en desengañarse y abandonar la licenciatura para ingresar al año siguiente, y de manera definitiva, en Filología Hispánica. Su perspectiva era ya la de hacerse escritor, y se planteaba esos estudios como una escuela de literatos, con la paradoja de que a él la lectura seguía sin entusiasmarle, pero precisamente esa fue una de las razones que le llevaron a esa rama de la filología: quería obligarse (es decir, que los profesores le obligaran) a leer a los clásicos españoles (La Regenta, El Cid, La Celestina, etc.).

Pero su actitud frente a los estudios seguía siendo la misma. Trabajaba muy poco, aunque sí era bastante cumplidor con las lecturas obligatorias. Lo que sí que había empezado a leer con bastante interés era poesía española, del 27 (en la antología del bachillerato) y de Miguel D`Ors, recomendado por sus compañeros de la Facultad. Era el género que mejor encajaba con la personalidad de Augusto, debido a su brevedad, su intensidad y a la importancia que tiene la inspiración a la hora de componer poesía. Todo ello iba mucho con el carácter todavía inestable e inmaduro de Augusto, quien no tenía nada claro, con sus dieciocho o diecinueve años, qué quería hacer con su vida. Y siguió sin tenerlo hasta que se fue a Madrid para aclararse las ideas y, de paso, terminar la carrera. Fue allí donde nació el Augusto estudioso y lector entusiasta cuya vida venimos narrando desde que estas líneas comenzaron a escribirse. En Madrid se configuró su personalidad con una solidez y unos perfiles definitivos, si bien, a su vuelta a Sevilla, le esperaban algunos altibajos emocionales de cierta gravedad, pero que fueron subsanados a tiempo y con las terapias adecuadas.

En la capital de España fue donde Augusto se centró definitivamente y obtuvo su licenciatura, pero el hecho de que él no estaba hecho para estudiar lo confirmaron las tres o cuatro carreras en las que, posteriormente y de forma voluntaria, se matriculó, tan solo para abandonarlas y dejarse el dinero de la matrícula en el intento. Fue entonces cuando Augusto descubrió que lo que a él le gustaba realmente era leer, leer con tranquilidad y reflexionar sobre sus lecturas, y escribir sobre lo que sus lecturas le sugerían. Eso, como decía Casandra, era muy diferente de estudiar, porque el estudio implica una planificación, un orden y una serie de procedimientos que no casaban con la personalidad caótica, dispersa y bohemia de Augusto, a quien le gustaba ponerse a cada momento con la materia que en ese momento le apeteciera.

Augusto llegó a la conclusión de que ser un amante del conocimiento no es lo mismo que ser un estudioso. Él era un amante del conocimiento, pero no se consideraba un estudioso. Ya, no. No quería seguir engañándose a sí mismo. Tampoco tenía ninguna necesidad de hacerlo. Él era algo mejor, según su opinión: era un lector. Un lector vocacional. Decidió que, si quería saber de ciencias políticas, en vez de matricularse en la licenciatura correspondiente, como había hecho, la próxima vez que le entrara el gusanillo se cogería un libro de ciencias políticas y se lo leería. Ese sí que era su terreno. A él le encantaba leerse los tochazos que todo el mundo detestaba. "A dónde vas con ese ladrillo", le decían muchas veces. Le encantaba enfrascarse en la lectura de uno de esos ladrillos de contenido denso, que le hacían pensar y reflexionar, rumiar los asuntos tratados y que, al final de su lectura, le otorgaban una base mínima a partir de la cual enriquecía sus reflexiones y su percepción de la realidad.

En cuanto a esto último, solo tenía un inconveniente: el formato del libro. Hay libros que son intragables solo por su tamaño, tanto en lo relativo al número de las páginas como de las letras. Esto, para Augusto, era fundamental. Odiaba los libros de más de veinte centímetros de largo y de letra excesivamente pequeña, porque los formatos editados en esos tamaños le hacían la lectura excesivamente lenta y cansada, además de transmitirle la impresión de que no había avanzado nada cuando llevaba una hora de lectura y solo veinte o treinta páginas leídas del libro en cuestión. Augusto sentía una gran frustración cada vez que se topaba con un libro cuyo contenido le entusiasmaba, pero cuyo formato excesivamente grande y poco manejable le hacía inaccesible su lectura.

Pero esas eran ya cuestiones menores, porque lo que realmente importa es que Augusto, por fin, se había encontrado a sí mismo y sabía lo que quería hacer con su vida... aunque siguiera siendo un mal estudiante.