BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











domingo, 29 de abril de 2012

El secreto de Dree Hemingway

Tu enigma entrecruzado
de piernas está oculto
detrás de la evidencia
desnuda de tu cuerpo.
Lo pones muy difícil
y, a la vez, muy sencillo.
Solo hay que abrir tus piernas
para hallar el deleite
que escondes allá dentro.
Mas cómo conseguirlo,
cómo he de convencerte
para que me las abras
precisamente a mí.

Cómo he de engatusarte
para que me poseas
con tus piernas de araña,
cómo he de persuadirte,
carnívora y salvaje
pantera de la jungla,
para que tú devores
mi miembro masoquista
que busca que lo mates
a zarpazos ardientes
y dentelladas húmedas.

Cómo hacer que me comas,
que me tritures todo,
que le arranques gemidos
salvajes a mis partes,
que ya están preparadas,
tensas y firmes para
recibir tu embestida
y entregarse al banquete
de tu boca afilada
y tu cuerpo ondulado
por el voraz deseo
de mi sumisa carne

miércoles, 25 de abril de 2012

Los peluches de Casandra

"Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro..." (Platero y yo, J.R.J.)


Como en Platero y yo,
Augusto se muere
de amor por tus ositos
de peluche,
Casandra mía.

El desorden cotidiano (15)

A Casandra le encantaban los muñecos de peluche. Tenía una colección enorme que nunca dejaba de crecer, porque Augusto, cada vez que se le presentaba la oportunidad, le regalaba uno nuevo.

Una tarde de finales de abril, estando los dos sentados en el sofá del salón de su casa que daba frente a la ventana de la terraza, contemplando la luz del atardecer, Casandra empezó a contarle a Augusto cómo había conseguido a Fran, uno de sus peluches favoritos, el que tenía la forma de extraterrestre. Era grande, verde y vestía una especie de bata de boxeador negra, con capuchón y todo. Y tenía los típicos ojos negros ovalados en punta hacia abajo, ligeramente desplazados hacia el lado inferior derecho e izquierdo respectivamente cada uno, como los pinta Iker Jiménez en Cuarto Milenio o J.J. Benítez en sus libros sobre ovnis. Casandra, según decía, había adquirido este muñeco en la Feria de Sevilla gracias a la pericia de su padre, quien se había desvivido, en uno de esos típicos arrebatos de orgullo que la familia paterna de Casandra llevaba en los genes, por coseguirle a su hija el peluche deseado. En esta ocasión, para obtener el premio, había que romperles las gafas a unos muñecos que se hallaban colocados a unos tres metros de distancia. El participante contaba, para ello, con una especie de piedras en forma de patatas para arrojárselas al muñeco y tratar de romperle las gafas. Por otra parte, el participante contaba con tres intentos por cada ronda que pagaba, pues tres era el número de piedras que, a modo de munición, el encargado de la caseta entregaba al participante durante cada intento. Después de muchos intentos, Quino, que así se llamaba el padre de Casandra, consiguió romperle los dos cristales a las gafas del muñequito para que su única hija tuviera a su querido peluche marciano, que tan tierna y entrañable compañía le había estado haciendo desde entonces.

Casandra había bautizado a su nueva mascota peluchil con el nombre de Fran porque, a Quino, el aspecto del muñeco le recordaba al de un compañero suyo del trabajo que se llamaba así, y no, precisamente, por la belleza de dicho aspecto. Cuando Casandra le contó este detalle a Augusto, a éste le pareció que haberle puesto ese nombre al peluche por el mencionado motivo era un gesto entre cruel, tierno, divertido y entrañable, pues, en cuanto al compañero de su padre, ya que jamás se enteraría de la anécdota, tampoco se iba a ofender, pues, como dice el refrán, ojos que no ven (en este caso, oídos que no oyen o no escuchan), corazón que no siente.

El primer muñeco de peluche que Augusto le regaló a Casandra fue un precioso osito al que ésta puso, como nombre, Impermeable, porque la noche en que fue adquirido, también durante la celebración de una Feria de Sevilla, la del año 2008 concretamente, terminó lloviendo, y el osito venía envuelto en plástico y metido en una caja. Eso hizo que Impermeable fuera el único que logró librarse de las gotas de lluvia, que empezaron cayendo suave y mansamente, pero que el viento que comenzó a soplar poco después llegó a convertir en un torrencial aguacero que manifestaba un comportamiento tan indómito y salvaje que, de vuelta del recinto ferial, regresando al aparcamiento en el que Víctor, un amigo de Casandra y Augusto que iba con ellos, tenía su coche, hizo que los tres acabaran empapados, y el paraguas de Augusto, hecho trizas. Fue como si las hostilidades meteorológicas de la selva amazónica se hubieran trasladado, repentinamente, a la atmósfera de aquella noche sevillana de primavera.

Impermeable era un osito adorable. Inspiraba la misma ternura que la de un bebé recién nacido. Era chiquitito, sobre todo en comparación con otros peluches de Casandra, como Fran. Medía unos veinte centímetros de longitud y el fabricante o artesano que lo había elaborado le había colocado los bracitos de manera que parecía querer abrazarte, lo cual acentuaba el sentimiento de ternura que Impermeable provocaba tanto en Casandra como en Augusto. Además, la forma de sus ojillos, su gracioso tamaño de pepitas de sandía, su intenso color negro y el modo en que el sensible, delicado y experto artesano los había insertado sobre la superficie peluda de su pequeño rostro de adorable criatura doméstica, inspiraban tan espontánea, humilde, sencilla y sincera simpatía, que a Augusto se le caía la baba contemplándolo. Realmente, Impermeable era una pequeña obra de arte que se hacía querer por cualquiera.

martes, 24 de abril de 2012

Culminación de la muerte

"...he aprendido que las personas mueren cuando se deja de hablar y de pensar en ellas."(Mario Vaquerizo)

Dejó de hablar de él,
dejó de recordarle
y, entonces, él murió
ya
para siempre.

miércoles, 18 de abril de 2012

La duda que más quiero

"Porque tú
eres la duda que más quiero..."


Duncan Dhu



Dudar de ti es quererte,
porque nada es seguro,
todo es incertidumbre.

Si no dudo de algo,
es porque no me importa,
y aquello que no importa
no es motivo de duda.

La duda que más quiero,
eso eres tú en mi vida:
lo incierto más amado,
el enigma perfecto,
poder ir descubriéndote
un poco cada día
hasta llegar al punto
que resuelva la duda
y acabes de entregarte
del todo a mi persona.

Entonces, serás duda
convertida en respuesta,
en problema resuelto,
en camino a seguir
con tu mano y la mía
cogidas para siempre.

martes, 17 de abril de 2012

El desorden cotidiano (14)

Augusto desconfiaba mucho de ese tipo de personas que van por ahí diciendo que a ellos nadie les ha regalado nada en esta vida y que nunca han necesitado la ayuda de nadie. Y es que, si la ignorancia es atrevida, la arrogancia puede serlo todavía más. Porque no hay nadie que, en algún momento de su vida, no haya sido ayudado o beneficiado, de alguna manera, por otra persona para resolver o encarar cualquier clase de asunto, porque no vivimos aislados, sino que todos nos hallamos conectados unos con otros y nos influimos mutuamente, unas veces para bien, y otras, para mal. Pero, sobre todo, porque recibir la ayuda, el apoyo, o, lo que es más importante, las muestras de afecto y de cariño de alguien ajeno a nosotros no debe ser nunca un motivo de vergüenza, y, desgraciadamente, hay mucha gente que esto lo ve exactamente así por orgullo, por arrogancia o por algún tipo de complejo, ya sea de inferioridad o de superioridad respecto a los demás.

De hecho, muchas personas se niegan a aceptar la ayuda de otras por ese estúpido orgullo de no querer deberles nada a quienes se han ofrecido a mostrarles su apoyo. A Augusto, ésta le parecía una actitud absurdamente defensiva y creía que esta clase de personas, por alguna razón, albergaban en su interior un resentimiento muy intenso hacia los demás o, al menos, hacia determinadas personas que forman parte de sus vidas y respecto a las cuales no estaban dispuestas a rebajarse, porque acudir a ellas sería eso, un acto de humillación y el reconocimiento de una derrota.

Esta actitud podría estar motivada por la envidia que esas personas necesitadas podrían sentir hacia las personas de las que necesitaban la ayuda, o por algún mal trago que alguna de esas dos personas le habría podido hacer pasar a la otra en algún momento de sus vidas. Si la persona afectada era aquella de quien se necesitaba la ayuda, entonces la negativa de acudir a ella por parte de la persona necesitada podría estar, seguramente, causada por la cobardía o la vergüenza. Y si sucedía al revés, o sea, que si la persona afectada era la que necesitaba esa ayuda, el hecho de no querer acudir a la persona que le había causado el daño que fuera estaría claramente motivado por un sentimiento de rencor. O sea, que necesito ayuda y puedo pedírsela a Fulanito, pero no me atrevo porque hace tiempo que tuve un mal gesto con él, me porté mal injustamente y me da vergüenza pedirle ayuda. O bien, Fulanito es un cabrón porque me hizo algo imperdonable el mes pasado y np pienso acudir a él, porque eso sería rebajarme y aceptar que él ha ganado, o que está en una situación mejor que la mía o que ha tenido más suerte que yo por la razón que sea.

A Augusto todo esto le parecían tonterías. Las cosas tenían que ser, de hecho, era necesario que fueran mucho más sencillas de cómo algunas personas las planteaban. Resulta neurótico y retorcido pensar que necesito ayuda y hay una persona que me la puede ofrecer, pero no recurro a esa persona porque puede creer que yo me estoy rebajando, y entonces a mí se me cae la cara de vergüenza, porque a mí, en realidad, esa persona no me cae bien, pero estoy tan desesperado que solo puedo acudir a ella, aunque me haya hecho daño o yo se lo haya hecho. También, pensaba Augusto, están los casos de orgullo puro y simple. O sea, que necesito ayuda pero no se la pido a nadie simplemente porque pienso que puedo sacarme las castaña del fuego yo solito, y así puedo seguir afirmando con orgullo y satisfacción que nadie me ha regalado nada en la vida y que nunca he necesitado la ayuda de nadie.

Augusto pensaba que ambos tipos de personas están equivocadas, y que cuando necesitamos que nos echen un cable y hay alguien ahí para hacerlo, debemos, sencillamente pedírselo y dejar a un lado cualquier clase de orgullos, rencores y vergüenzas, porque son, precisamente, el orgullo, el rencor y la vergüenza una importante parte de los lastres que nos impiden ser auténticos con nuestros semejantes, y ser auténtico consiste en vivir con naturalidad, sin prejuicios ni complejos, y si yo necesito la ayuda de alguien que me la puede prestar, debo acudir a esa persona inmediatamente. Así, no solo saldré yo beneficiado en lo inmediato, en lo que a mí me resulta beneficioso y útil, sino que, además, tendré motivos para estarle agradecido a la persona que me ha ayudado, y habré creado un vínculo positivo con esa persona, y, si resulta que con esa persona he tenido roces desagradables en el pasado, posiblemente el vínculo positivo recién creado desactivará esa antigua situación de incomodidad que había entre esa persona y yo. Y, si sucede al revés, tanto mejor para mí, para mi conciencia y para mi relación con los demás.

De hecho, Augusto no solo no sentía ninguna vergüenza, sino que se consideraba tremendamente afortunado por haber tenido siempre a su lado a personas dispuestas a ayudarle, empezando, claro está, por sus propios padres. Primero en el colegio, a Augusto había asignaturas que se le atragantaban, que se le hacían imposibles de tragar, de deglutir a gusto. Le pasaba con las matemáticas, que para él eran como esos mantecados que uno se mete en la boca y, enseguida, al mezclarse con la saliva, se le hacen en la boca una masa compacta imposible de tragar. A Augusto esto era exactamente lo que le ocurría con las matemáticas, lo cual había llevado a sus padres a ponerle a su hijo un profesor particular. Augusto estuvo con profesores particulares de refuerzo durante toda su etapa en la enseñanza media, hasta el bachillerato, cuando pudo huir de las ciencias para refugiarse en las humanidades, en el maravilloso mundo del latín, el griego y la historia del arte. Pero, hasta entonces, Augusto siempre había tenido las tardes ocupadas con clases particulares, ¿y él se avergonzaba de eso? ¡Pues claro que no, hombre!

Augusto también había estado prácticamente rodeado de psicólogos desde la muerte de su madre. Ya se sabe la mala fama que, en España, tiene esto de ir al psicólogo. Si en otros países, como Estados Unidos, es lo más normal del mundo, hasta el punto de que todos los ciudadanos de este país tienen un psicólogo de cabecera, en España te miran mal si dices que vas al psicólogo, y ya no digamos lo que pasa si, en lugar de "psicólogo", utilizas la palabra "psiquiatra". En tales casos, te llaman loco directamente. Pero esto a Augusto le traía sin cuidado, porque él sabía que, cuando se necesita ayuda, hay que acudir a los expertos, igual que vamos al dentista cuando tenemos una caries.

En definitiva, a Augusto no solo no le avergonzaba, sino que le producía mucha satisfacción y orgullo reconocer que a él sí le habían ayudado mucho en su vida, y se sentía muy afortunado por haber podido contar con todo tipo de apoyos y, no solo por parte de sus padres, sino también de amigos y otras personas más o menos vinculadas a su entorno, como profesores, médicos, etcécera. Augusto sentía mucha pena, sin embargo, por aquellas personas que se empeñan en no querer la ayuda de nadie afirmando con cabezonería que no la necesitan. Augusto pensaba que, precisamente, esa clase de personas, las que afirman que no necesitan que nadie les ayude, son, precisamente, las que más necesitadas están de la ayuda de los demás.

viernes, 13 de abril de 2012

Aniversario de una buena causa o panfleto antimonárquico

República española
Bananera, con B
de Borbón y con N de eNdogamia,
pues, desde que nació esta dinastía,
todos se lían con todos,
sin salirse de su propia sangre,
y así nos han salido,
y eso que son franceses,
los hijos de Voltaire y de Rousseau,
y de la Enciclopedia.
Bueno, el 23F
le dio un poco de lustre
a esta deshonra histórica
que nos ha condenado
a seguir siendo súbditos
en esta democracia
que reza la igualdad sobre el papel,
pero es papel mojado en este aspecto,
puesto que está muy claro
que no somos iguales:
el rey es intocable,
y, al resto, que nos toquen lo que quieran,
nuestros sueldos, el IRPF,
incluso los cojones,
para que esta familia
pueda vivir del cuento para siempre,
para siempre felices y contentos
comiendo las perdices
que nosotros cazamos...
hasta que llegue el día
en que le echemos huevos al asunto
y ellos se conviertan en la presa
de nuestra cacería democrática.

Hasta entonces, República,
paciencia, y a esperar
en tu cárcel franquista
con las manos atadas, bien atadas,
como aquellos traidores te dejaron.

miércoles, 11 de abril de 2012

La única respuesta

La única respuesta posible y realmente válida a todas las preguntas la tenía él y sólo él, porque sólo él, de entre todos los filósofos que han existido y existirán, era lo suficientemente sincero y honesto y, sobre todo, estaba tan seguro de sí mismo, para dar siempre la misma sapientísima respuesta a todo aquel que le hacía una pregunta: "no lo sé."

Anatomía de un suicidio

Evidentemente, el brazo ejecutor fue él mismo, puesto que todo suicidio, por definición, constituye un acto reflexivo (uno se lo hace a sí mismo). Sin embargo, ahí acaba su responsabilidad dentro de lo que ocurrió. Porque, en la cadena de los hechos, esto es, dentro del marco de la lógica en que hay que ubicar esta tragedia, los instigadores fueron elementos ajenos a la víctima: fueron ellos los que la condujeron a la situación desesperada en que aquella se vio empujada a tomar la decisión de acabar con su propia vida.

El autor intelectual fue el FMI, y los intermendiarios, el BCE, el tandem Merkozy y el títere de turno. En este caso, Lucas Papademos. Ellos provocaron la eutanasia al despojar a la existencia de un pobre jubilado de toda su dignidad y de todo lo que tenía, que, visto lo visto, no era mucho, porque, cuando le quitaron la pensión, se quedó con una mano delante y otra detrás, y a la más desamparada y hostil de las intemperies provocadas por los trapicheos de los mercados financieros, de la prima de riesgo y del déficit público.

Las pretensiones deshumanizadoras de la economía global ya están empezando a dar sus frutos.

lunes, 9 de abril de 2012

El desorden cotidiano (13)

Los jóvenes de ahora, cuando van a una discoteca un viernes por la noche, por poner un ejemplo, ¿qué esperan encontrar? O, dicho de otro modo: ¿con qué finalidad traspasan el umbral que separa la tranquila, vacía y silenciosa calle, del ruido, las estrecheces y el apretujamiento de individuos que encierran las cuatro paredes de este tipo de establecimientos del ocio nocturno?

Augusto había sido muy discotequero durante sus años universitarios en Madrid. De hecho, durante su estancia en la capital, había procurado no perderse ni una sola juerga, y es que, después de haber permanecido durante sus veinte primeros años de vida encerrado en su casa por miedo a relacionarse con otras personas, su llegada a Madrid supuso, en el afán de la realización de todas sus expectativas, una intensísima explosión de sociabilidad cuya onda expansiva se extendía en la medida en que Augusto pretendía compensar todos esos años de miedos, de complejos y de timideces patológicas con nuevas experiencias con las que, además de pasárselo bien, trataría de superar todos esos traumas acumulados de su infancia y su adolescencia que venía arrastrando desde hacía tantos años.

El objetivo central de todo este empeño era, en el fondo, conseguir una novia, de modo que Augusto relacionaba las discotecas, las juergas nocturnas y las fiestas con los asuntos del ligoteo. De hecho, él consideraba las discotecas como los templos de la galantería: uno iba a la discoteca a bailar, sí, y a beber, también, pero, sobre todo, uno iba allí a ligar. Y había dos formas de hacerlo. La primera de ellas, si en el grupo en el que uno iba había chicas, y alguna de ellas le gustaba, él trataría de aprovechar la discoteca (la música, el ruido, la oscuridad) para pillar cacho, o al menos, intentarlo. La otra circunstancia previsible era aquella en que el grupo de amigos en cuestión se componía solo de hombres, en cuyo caso el carácter de cacería que adquiría el asunto lo envolvía todo. Entrabas soltero en la discoteca y tenías la remota esperanza de salir de allí, unas horas, o media hora, o quince minutos después (quién sabría...) con alguna chica que podría ser un rollo de una noche, un rollete de una semana o un mes, o, por qué no, la mujer de tu vida.

Sin embargo, a Augusto nunca se le dio bien practicar el arte del flirteo en las discotecas. Después de muchos intentos frustrados, acabó desistiendo y tomando la decisión de pasárselo bien con sus amigos. Desde que empezó a adoptar esa nueva actitud de despreocupación respecto a sus necesidades de hallar a la chica de sus sueños, él había decidido que a las discotecas se iba para bailar, y en eso sí que era el número uno. Nadie podía con él. Al menos ese consuelo le quedaba.

Pero es que no se le daba bien ligar en las discotecas porque, más adelante, reflexionó sobre la idoneidad de este tipo de sitios para eso mismo, para conquistar a una persona, lo cual implica unas condiciones totalmente distintas a las que se dan en una discoteca. Es decir, si lo que pretendes es llevarte a alguien a tu terreno, para lo que sea, tienes que convencer a esa persona, y, por tanto, tiene que haber unas condiciones adecuadas para la comunicación, y esto es incompatible con la naturaleza ruidosa y literalmente escandalosa de las discotecas, a donde uno va a que la música le envuelva y le inunde los cinco sentidos para dejarse llevar por el ritmo que le pida el cuerpo.

Por estas razones, Augusto acabó llegando a la conclusión de que no entendía esa asociación según las cual a la discoteca se va a ligar, cuando ligar es lo más difícil, e incluso, molesto, que se puede hacer en una discoteca, dadas las adversas condiciones que ofrece este tipo de establecimientos para la práctica y el desarrollo de la comunicación verbal y los correspondientes intentos de persuasión y encandilamiento hacia la persona por la que uno se siente atraído.

Ahora, después de aquellos años y aquellas experiencias, ya con la Casandra de sus amores, que tanto le llenaba en todas las facetas de su vida, Augusto odiaba profundamente esos ambientes nocturnos de bullicio y de aglomeraciones, de humo (esto, afortunadamente, ya no era tan molesto gracias a la ley antitabaco) y alcohol, de pijos borrachos y ostentosos y chicas hipermaquilladas y con minifalda en las frías noches de invierno, a las que no les importaba pasar frío con tal de exhibirse. Todo aquel mundo de culto a las apariencias, a las banalidades lúdicas de adolescentes haciéndose pasar por adultos o de adultos comportándose como adolescentes, como desahogo rutinario de lo acontecido durante la semana, más o menos tedioso, o divertido, incluso puede que gratificante (aunque, en este último caso, no habría motivos para desahogos), les daba una apariencia, un aspecto de mediocridad y patetismo del que Augusto huía como de la peste. Y no es que Augusto se creyera mejor que los demás o mejor que esos jóvenes que, por qué no pensarlo así, seguramente la mayoría de ellos estaría disfrutando de un descanso y un divertimiento que se habrían ganado trabajando, o estudiando, durante la semana, teniendo en cuenta, además, que cada cual pasa su tiempo libre como le da la real gana y según sus gustos y aficiones. Augusto no juzgaba eso (de hecho, no pretendía juzgar nada ni a nadie, quién era el para hacerlo). Simplemente, no le gustaban esos ambientes ni esa clase de comportamientos.

jueves, 5 de abril de 2012

La estación del amor

"Mas conmigo el amor no reposa en ninguna estación."

Íbico de Regio, poeta griego (siglo VI a.C.)



¿Tiene el amor periodo de cosecha
como si fuera un fruto de la tierra?

¿Cuál es la más idónea de las épocas?
¿Quizá, la primavera?
¿Esa estación alegre de doncellas
que, de noche, pasean
por las calles desiertas
y, contemplando todas las estrellas,
desean encontrar una pareja
con la que compartir la vida eterna?

¿Será el amor como una fruta fresca
que se pudre sin tregua,
aunque uno no lo quiera,
si no se come a tiempo y se aprovecha?



El desorden cotidiano (12)

Un día en que Augusto se encontraba en Madrid, en la época en que se había trasladado allí para terminar sus estudios universitarios (2004-2006), estaba en una parada esperando al autobús. Era una mañana soleada y él miraba al cielo con buen humor y pensando en sus cosas. Entonces reparó en que había llegado más gente a la parada. Al final, se hallaban esperando el autobús unas ocho o nueve personas contando con él mismo. Augusto se puso a observar a los que estaban con él en la parada, y reparó en el curioso detalle de que él era el único español que había entre aquel grupo de gente. Y lo más curioso del caso fue que, en esos momentos, la parada de autobús representaba una pequeña Babel, porque todas las personas que acompañaban a Augusto eran de países distintos. Pero lo más importante, lo más significativo del asunto está en el hecho de que esas personas extranjeras no estaban ahí para hacer turismo, sino para ganarse la vida. Eran personas que, seguramente, arrastraban historias dramáticas, difíciles y, seguramente, trágicas, algunas de ellas. Porque los países de los que procedían, o cuya nacionalidad Augusto creyó identificar, no eran Alemania, Francia, Italia o Inglaterra, todos ellos países ricos y desarrollados, con gobiernos democráticos que respetan los derechos humanos más elementales. No, señores: éste no era el caso. Por desgracia, los individuos que estaban esperando el autobús con Augusto eran rumanos, rusos, ucranianos, croatas... gente de Europa del este, en definitiva. Y la Europa del este, ya lo sabemos, es considerada como la Europa de tercera, por detrás de países como Portugal, Grecia, Italia y España, y, por supuesto, se encuentra situada a enorme distancia, en términos de desarrollo socioeconómico, de los grandes motores del viejo continente, o sea, Francia y Alemania, seguidos por los países terminológicamente incluidos en el famoso acrónimo del Benelux (o sea: Bélgica, Holanda y Luxemburgo). Éste es el panorama que a los neoliberales de la globalización capitalista les gusta describir con arrogante y codiciosa autocomplacencia desde sus despachos del poder político y empresarial.

Aquella situación en la que se encontraba, esperando el autobús junto con ese grupo de extranjeros que habían venido a nuestro país para ganarse la vida como buenamente pudieran, condujo a Augusto a reflexionar sobre la importancia que el fenómeno de la inmigración estaba teniendo en España en aquellos momentos, durante aquellos años en que la prosperidad de nuestro país estaba haciéndose cada vez más dependiente de la mano de obra extranjera "productiva", y, en este caso, decir productiva es lo mismo que decir "explotada", ya que toda esa gente, por venir de países pobres y hallarse en situaciones desesperadas, tenía que aceptar cualquier trabajo, fueran las que fuesen las condiciones laborales que ofreciera el empresario de turno.

Y el modelo productivo español, al menos de momento (concretamente, a día 5 de abril del año 2012, cuando estas líneas están siendo escritas), es lo que es y no da más de sí de lo que puede dar (turismo, construcción, agricultura y algo de industria en el norte catalán y vasco). Si no eres funcionario, te explotan. Y si esto es así con los ciudadanos españoles, pensaba Augusto, a qué condiciones no tendrán que verse obligadamente sometidos los extranjeros procedentes de países pobres. Porque, para los alemanes, franceses o ingleses, por ejemplo, la cosa era totalmente diferente. Para ellos, España no es destino laboral, sino turístico. Ellos envían a sus hijos aquí a estudiar y aprender nuestro idioma, y, si acaso, les animan a buscar algún trabajo eventual para contribuir a los gastos, pero poco o nada más.

Esa era la diferencia, y lo sigue siendo desgraciadamente, entre los primeros y más ricos (franceses y alemanes), los segundos y medianos (nosotros, los españoles, en este caso) y los terceros y más pobres (los europeos del este y, en una dimensión más amplia, los países del Tercer Mundo: la mayoría de los sudamericanos, los africanos y los asiáticos, incluidos China y Japón, cuyas avanzadísimas economías contrastan, hasta niveles delictivos ante los cuales los líderes mundiales de occidente se tapan los ojos, con el deficiente, por no decir nulo, reparto de las enormes cantidades de riqueza que dichos países generan, a lo cual contribuye el hecho de que, en ellos, la política de aplicación de los derechos humanos fundamentales sea inexistente).

miércoles, 4 de abril de 2012

Las exigencias del hombre común

"Vivimos en una época
en que las exigencias del hombre común
se cumplen..."

Thomas Bernhard



El hombre común exige que le dejen
en paz,

que su jefe le pague
lo que le corresponde
por trabajar sus ocho horas diarias,

que su equipo de fútbol
gane muchos partidos y no baje a segunda
división,

que el café y la cerveza no le cuesten
un ojo de la cara,

que pueda permitirse una gran boda
porque le hace ilusión a su futura esposa,

que, cuando tenga hijos,
les pueda hacer regalos
y darles una buena educación,

que no mienta el político de turno
para ganar su voto,
porque él no es de derechas ni de izquierdas,

sólo quiere vivir tranquilamente,
en paz consigo mismo y con el resto,
no quiere destacar ni ser famoso,
lo único que quiere es ser feliz.

Ya ven qué poco pide el ciudadano
honrado y respetable.

Invoquemos al genio de la lámpara,
a ver si cae la breva,
si concede el deseo
de dar a las personas
lo que les pertenece.

No hablemos de exigencias: son derechos.
Y ya nos los están arrebatando
sin haber terminado de alcanzarlos.






Monólogo de Adam Smith

¿Qué culpa tengo yo de que las cosas sean como son, y no de otra manera? ¡Yo solo me limité a describir y analizar el funcionamiento de la sociedad! No me echéis a mí la culpa de todo. Yo no hice nada malo. Yo no era empresario, sino economista. Yo era un asalariado, igual que vosotros. A mí me pagaban por trabajar, así que, por favor, dejad de acusarme de haber provocado todos los males de la humanidad, porque yo no hice nada malo. Soy inocente.

lunes, 2 de abril de 2012

El desorden cotidiano (11)

Augusto se declaraba comunista. Sabía perfectamente que adoptar ese tipo de postura ideológica conllevaba, en muchas ocasiones, que a uno no le tomaran demasiado en serio, cuando no fuera que, directamente, se burlaran de él en sus propias narices. Y, para que esto no ocurriera, o sucediera lo menos posible, con la intención de poder replicar a quienes no le tomaban en serio cuando afirmaba que el comunismo es bueno, leía muchísimo sobre política y economía. De hecho, esta disciplina le gustaba cada vez más. Le apasionaba de un modo extraordinario, porque le proporcionaba unos conocimientos que se podían aplicar a todos los aspectos de la sociedad y que, de hecho, le resultaban de gran utilidad en muchas ocasiones, porque el sistema que había triunfado después de la guerra fría era el capitalismo, y este sistema y su espíritu lo invadía, lo invade, todo, absolutamente todo.

Así, le encantaba manejar términos como Impuesto sobre el Valor Añadido, Producto Interior Bruto, Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, Seguridad Social, Índice de Precios al Consumo, prima de riesgo, Ibex 35, diálogo social, patronal, sindicatos, salario mínimo, balanzas fiscales, importaciones, exportaciones, déficit, superavit, inflación, tipos de interés, etc... Si le gustaba emplear estas expresiones, especular sobre ellas le producía verdadera fascinación, entre otras razones, porque, de esta manera, iba, poco a poco, comprendiendo mejor el funcionamiento del sistema político y económico que rige nuestra sociedad occidental. Curiosamente, en su proceso de aprendizaje y comprensión sobre los asuntos económicos, influían, a partes iguales, sus lecturas (periódicos, libros, internet, etc.) y su intuición al respecto. De hecho, era, más que nada, la intuición el elemento que le hacían entender y colocar en su lugar correspondiente cada dato que aprendía, si bien era consciente de sus propios límites intelectuales como lego en la materia. Sabía que había un límite entre todo lo que él era capaz de comprender si se lo transmitían de forma divulgada, y aquella zona a partir de la cual el campo del conocimiento empezaba a ser demasiado técnico y a enmarañarse en un argot especializado que ya quedaba fuera de su alcance, sobre todo cuando entraban en juego las fórmulas matemáticas a la hora de enseñar a calcular algún tipo de estadística, de teorías de repartos o dividendos, etcétera. Cuando estaba leyendo un libro de economía y, de repente, se topaba con algún tipo de gráfico o ejemplo de operación matemática, Augusto se saltaba esta parte. Y es que los números y él no se llevaban demasiado bien.

El caso es que nociones como producción, beneficios, explotación y consumo determinan nuestra vida constantemente. La determinan y, sobre todo, la limitan. Uno normalmente no hace lo que quiere hacer, sino lo que puede hacer. Y son, fundamentalmente, las circunstancias de naturaleza económica las que imponen esas condiciones de limitación a la voluntad y a los deseos de las personas.

Por estas razones, Augusto consideraba que poseer unas mínimas ideas sobre cómo funciona el sistema es fundamental para sobrevivir dentro de él y, en la medida de lo posible, evitar fraudes, engaños, robos y ser capaz de defender lo que es de uno y, en último caso, de defenderse uno a sí mismo, incluso, llegado el caso, por qué no, poder defender a otros del abuso de terceros (una bonita manera de ayudar a los demás, que nunca viene mal, y que es otra forma de combatir al sistema, que se basa en el egoísmo por encima de todas las cosas). Porque, en el universo capitalista, lo que prima es la ley del más fuerte, pero, en este caso, no en la versión primitiva manifestada a través del ejercicio de la fuerza bruta basada en el puro instinto animal de supervivencia, sino en la versión más sofisticada y, supuestamente, civilizada, de intercambio de bienes y servicios a través del dinero, ese invento fatídico del ser humano, que Augusto consideraba como una de las peores consecuencias de la revolución neolítica.

Cuando a Augusto le preguntaban por qué era comunista, si ya se había demostrado que el comunismo era imposible de llevar a cabo, él respondía con argumentos sólidos, fundados y envueltos en una dialéctica que daba buenas muestras de la posesión de un criterio propio alcanzado a base de muchas lecturas (todas cuantas podía llevar a cabo) y muchas, muchísimas reflexiones que le habían llegado a proporcionar, incluso, material inspirador de no pocas propuestas y alternativas bastante interesantes que solo tenían un inconveniente, pero que constituía un obstáculo insalvable: su carácter utópico. Ese era, en último caso, el lugar común al que recurrían todos los que disentían de las ideas de Augusto, aunque sus propuestas les parecieran interesantes, buenas y justas.

Un ejemplo de ello es que Augusto pensaba que todas las personas tendrían que ser funcionarias y, por tanto, vivir del Estado, para poder disfrutar de un trabajo y un sueldo fijo para toda la vida, y así se acabarían problemas como el paro y la precariedad laboral. Sus detractores le decián que sí, que eso, en principio, sonaba muy bien, pero que, entonces,de donde iba a sacar el Estado los ingresos para pagar a los funcionarios, si no había empresas, que son las que crean la riqueza. Augusto no se daba por vencido en la discusión, e insistía diciendo que algunos sectores se podrían privatizar, como las actividades del ocio y todas aquellas que no fueran imprescindibles para el mínimo bienestar de los ciudadanos, como la sanidad y la educación. El oponente dialéctico de turno, a su vez, insistía en que ello no sería suficiente, porque una minoría no podría mantener a la mayoría. En este punto, Augusto se indignaba, porque precisamente eso era lo justo para él: que fuera la minoría la que proporcionara el sustento a la mayoría, y no al revés, puesto que históricamente, siempre había sido la mayoría pobre la que había tenido que mantener a la minoría rica, que se seguía enriqueciendo a costa de la otra. Era entonces cuando el oponente de turno se quedaba sin argumentos y tachaba a Augusto de utópico e idealista, pero él no se sentía ofendido, sino todo lo contrario: sabía que había ganado el debate, porque el insulto es el recurso que emplea quien no tiene argumentos para defenderse.