BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 9 de abril de 2012

El desorden cotidiano (13)

Los jóvenes de ahora, cuando van a una discoteca un viernes por la noche, por poner un ejemplo, ¿qué esperan encontrar? O, dicho de otro modo: ¿con qué finalidad traspasan el umbral que separa la tranquila, vacía y silenciosa calle, del ruido, las estrecheces y el apretujamiento de individuos que encierran las cuatro paredes de este tipo de establecimientos del ocio nocturno?

Augusto había sido muy discotequero durante sus años universitarios en Madrid. De hecho, durante su estancia en la capital, había procurado no perderse ni una sola juerga, y es que, después de haber permanecido durante sus veinte primeros años de vida encerrado en su casa por miedo a relacionarse con otras personas, su llegada a Madrid supuso, en el afán de la realización de todas sus expectativas, una intensísima explosión de sociabilidad cuya onda expansiva se extendía en la medida en que Augusto pretendía compensar todos esos años de miedos, de complejos y de timideces patológicas con nuevas experiencias con las que, además de pasárselo bien, trataría de superar todos esos traumas acumulados de su infancia y su adolescencia que venía arrastrando desde hacía tantos años.

El objetivo central de todo este empeño era, en el fondo, conseguir una novia, de modo que Augusto relacionaba las discotecas, las juergas nocturnas y las fiestas con los asuntos del ligoteo. De hecho, él consideraba las discotecas como los templos de la galantería: uno iba a la discoteca a bailar, sí, y a beber, también, pero, sobre todo, uno iba allí a ligar. Y había dos formas de hacerlo. La primera de ellas, si en el grupo en el que uno iba había chicas, y alguna de ellas le gustaba, él trataría de aprovechar la discoteca (la música, el ruido, la oscuridad) para pillar cacho, o al menos, intentarlo. La otra circunstancia previsible era aquella en que el grupo de amigos en cuestión se componía solo de hombres, en cuyo caso el carácter de cacería que adquiría el asunto lo envolvía todo. Entrabas soltero en la discoteca y tenías la remota esperanza de salir de allí, unas horas, o media hora, o quince minutos después (quién sabría...) con alguna chica que podría ser un rollo de una noche, un rollete de una semana o un mes, o, por qué no, la mujer de tu vida.

Sin embargo, a Augusto nunca se le dio bien practicar el arte del flirteo en las discotecas. Después de muchos intentos frustrados, acabó desistiendo y tomando la decisión de pasárselo bien con sus amigos. Desde que empezó a adoptar esa nueva actitud de despreocupación respecto a sus necesidades de hallar a la chica de sus sueños, él había decidido que a las discotecas se iba para bailar, y en eso sí que era el número uno. Nadie podía con él. Al menos ese consuelo le quedaba.

Pero es que no se le daba bien ligar en las discotecas porque, más adelante, reflexionó sobre la idoneidad de este tipo de sitios para eso mismo, para conquistar a una persona, lo cual implica unas condiciones totalmente distintas a las que se dan en una discoteca. Es decir, si lo que pretendes es llevarte a alguien a tu terreno, para lo que sea, tienes que convencer a esa persona, y, por tanto, tiene que haber unas condiciones adecuadas para la comunicación, y esto es incompatible con la naturaleza ruidosa y literalmente escandalosa de las discotecas, a donde uno va a que la música le envuelva y le inunde los cinco sentidos para dejarse llevar por el ritmo que le pida el cuerpo.

Por estas razones, Augusto acabó llegando a la conclusión de que no entendía esa asociación según las cual a la discoteca se va a ligar, cuando ligar es lo más difícil, e incluso, molesto, que se puede hacer en una discoteca, dadas las adversas condiciones que ofrece este tipo de establecimientos para la práctica y el desarrollo de la comunicación verbal y los correspondientes intentos de persuasión y encandilamiento hacia la persona por la que uno se siente atraído.

Ahora, después de aquellos años y aquellas experiencias, ya con la Casandra de sus amores, que tanto le llenaba en todas las facetas de su vida, Augusto odiaba profundamente esos ambientes nocturnos de bullicio y de aglomeraciones, de humo (esto, afortunadamente, ya no era tan molesto gracias a la ley antitabaco) y alcohol, de pijos borrachos y ostentosos y chicas hipermaquilladas y con minifalda en las frías noches de invierno, a las que no les importaba pasar frío con tal de exhibirse. Todo aquel mundo de culto a las apariencias, a las banalidades lúdicas de adolescentes haciéndose pasar por adultos o de adultos comportándose como adolescentes, como desahogo rutinario de lo acontecido durante la semana, más o menos tedioso, o divertido, incluso puede que gratificante (aunque, en este último caso, no habría motivos para desahogos), les daba una apariencia, un aspecto de mediocridad y patetismo del que Augusto huía como de la peste. Y no es que Augusto se creyera mejor que los demás o mejor que esos jóvenes que, por qué no pensarlo así, seguramente la mayoría de ellos estaría disfrutando de un descanso y un divertimiento que se habrían ganado trabajando, o estudiando, durante la semana, teniendo en cuenta, además, que cada cual pasa su tiempo libre como le da la real gana y según sus gustos y aficiones. Augusto no juzgaba eso (de hecho, no pretendía juzgar nada ni a nadie, quién era el para hacerlo). Simplemente, no le gustaban esos ambientes ni esa clase de comportamientos.

1 comentario:

  1. CAS:

    A la primera pregunta, creo que la respuesta es simple: van allí a BEBER (no a ligar ni a divertirse como ingenuamente supones). Te lo digo yo que hablo con los adolescentes todos los días y lo dejan claro: salimos "a coger el ciego/ciegazo", dependiendo del dinero que tengan para alcohol.

    Augusto salía de caza. Muy gráfico.
    Pero, ¿qué pretendía cazar? Como mucho, pescar algún bacalaíllo de segunda...¿la mujer de su vida en esos ambientes? Conociendo a Augusto: NO.
    Algún rollete, polvete, casquete...nada más.

    Casandra nunca fue amiga de discotecas ni juergas, fiestas ni borrachos. Como mucho, el lugar sin límites (Vogart, obvio). Así que se alegra profundamente de que Augusto ya no necesite esos ambientes y prefiera la sala de cine o el patio de butacas de un teatro para divertirse.

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