BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 2 de abril de 2012

El desorden cotidiano (11)

Augusto se declaraba comunista. Sabía perfectamente que adoptar ese tipo de postura ideológica conllevaba, en muchas ocasiones, que a uno no le tomaran demasiado en serio, cuando no fuera que, directamente, se burlaran de él en sus propias narices. Y, para que esto no ocurriera, o sucediera lo menos posible, con la intención de poder replicar a quienes no le tomaban en serio cuando afirmaba que el comunismo es bueno, leía muchísimo sobre política y economía. De hecho, esta disciplina le gustaba cada vez más. Le apasionaba de un modo extraordinario, porque le proporcionaba unos conocimientos que se podían aplicar a todos los aspectos de la sociedad y que, de hecho, le resultaban de gran utilidad en muchas ocasiones, porque el sistema que había triunfado después de la guerra fría era el capitalismo, y este sistema y su espíritu lo invadía, lo invade, todo, absolutamente todo.

Así, le encantaba manejar términos como Impuesto sobre el Valor Añadido, Producto Interior Bruto, Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, Seguridad Social, Índice de Precios al Consumo, prima de riesgo, Ibex 35, diálogo social, patronal, sindicatos, salario mínimo, balanzas fiscales, importaciones, exportaciones, déficit, superavit, inflación, tipos de interés, etc... Si le gustaba emplear estas expresiones, especular sobre ellas le producía verdadera fascinación, entre otras razones, porque, de esta manera, iba, poco a poco, comprendiendo mejor el funcionamiento del sistema político y económico que rige nuestra sociedad occidental. Curiosamente, en su proceso de aprendizaje y comprensión sobre los asuntos económicos, influían, a partes iguales, sus lecturas (periódicos, libros, internet, etc.) y su intuición al respecto. De hecho, era, más que nada, la intuición el elemento que le hacían entender y colocar en su lugar correspondiente cada dato que aprendía, si bien era consciente de sus propios límites intelectuales como lego en la materia. Sabía que había un límite entre todo lo que él era capaz de comprender si se lo transmitían de forma divulgada, y aquella zona a partir de la cual el campo del conocimiento empezaba a ser demasiado técnico y a enmarañarse en un argot especializado que ya quedaba fuera de su alcance, sobre todo cuando entraban en juego las fórmulas matemáticas a la hora de enseñar a calcular algún tipo de estadística, de teorías de repartos o dividendos, etcétera. Cuando estaba leyendo un libro de economía y, de repente, se topaba con algún tipo de gráfico o ejemplo de operación matemática, Augusto se saltaba esta parte. Y es que los números y él no se llevaban demasiado bien.

El caso es que nociones como producción, beneficios, explotación y consumo determinan nuestra vida constantemente. La determinan y, sobre todo, la limitan. Uno normalmente no hace lo que quiere hacer, sino lo que puede hacer. Y son, fundamentalmente, las circunstancias de naturaleza económica las que imponen esas condiciones de limitación a la voluntad y a los deseos de las personas.

Por estas razones, Augusto consideraba que poseer unas mínimas ideas sobre cómo funciona el sistema es fundamental para sobrevivir dentro de él y, en la medida de lo posible, evitar fraudes, engaños, robos y ser capaz de defender lo que es de uno y, en último caso, de defenderse uno a sí mismo, incluso, llegado el caso, por qué no, poder defender a otros del abuso de terceros (una bonita manera de ayudar a los demás, que nunca viene mal, y que es otra forma de combatir al sistema, que se basa en el egoísmo por encima de todas las cosas). Porque, en el universo capitalista, lo que prima es la ley del más fuerte, pero, en este caso, no en la versión primitiva manifestada a través del ejercicio de la fuerza bruta basada en el puro instinto animal de supervivencia, sino en la versión más sofisticada y, supuestamente, civilizada, de intercambio de bienes y servicios a través del dinero, ese invento fatídico del ser humano, que Augusto consideraba como una de las peores consecuencias de la revolución neolítica.

Cuando a Augusto le preguntaban por qué era comunista, si ya se había demostrado que el comunismo era imposible de llevar a cabo, él respondía con argumentos sólidos, fundados y envueltos en una dialéctica que daba buenas muestras de la posesión de un criterio propio alcanzado a base de muchas lecturas (todas cuantas podía llevar a cabo) y muchas, muchísimas reflexiones que le habían llegado a proporcionar, incluso, material inspirador de no pocas propuestas y alternativas bastante interesantes que solo tenían un inconveniente, pero que constituía un obstáculo insalvable: su carácter utópico. Ese era, en último caso, el lugar común al que recurrían todos los que disentían de las ideas de Augusto, aunque sus propuestas les parecieran interesantes, buenas y justas.

Un ejemplo de ello es que Augusto pensaba que todas las personas tendrían que ser funcionarias y, por tanto, vivir del Estado, para poder disfrutar de un trabajo y un sueldo fijo para toda la vida, y así se acabarían problemas como el paro y la precariedad laboral. Sus detractores le decián que sí, que eso, en principio, sonaba muy bien, pero que, entonces,de donde iba a sacar el Estado los ingresos para pagar a los funcionarios, si no había empresas, que son las que crean la riqueza. Augusto no se daba por vencido en la discusión, e insistía diciendo que algunos sectores se podrían privatizar, como las actividades del ocio y todas aquellas que no fueran imprescindibles para el mínimo bienestar de los ciudadanos, como la sanidad y la educación. El oponente dialéctico de turno, a su vez, insistía en que ello no sería suficiente, porque una minoría no podría mantener a la mayoría. En este punto, Augusto se indignaba, porque precisamente eso era lo justo para él: que fuera la minoría la que proporcionara el sustento a la mayoría, y no al revés, puesto que históricamente, siempre había sido la mayoría pobre la que había tenido que mantener a la minoría rica, que se seguía enriqueciendo a costa de la otra. Era entonces cuando el oponente de turno se quedaba sin argumentos y tachaba a Augusto de utópico e idealista, pero él no se sentía ofendido, sino todo lo contrario: sabía que había ganado el debate, porque el insulto es el recurso que emplea quien no tiene argumentos para defenderse.

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