BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











jueves, 29 de marzo de 2012

¿Huelga? ¡Generaaal!

Cuando los trabajadores se pusieron en huelga, los empresarios llamaron al General, quien decidió sacar los tanques a la calle para reestablecer el orden público.

Al grito proletario de "¡huelga!", a los patronos les había bastado con responder "¡Generaaal!" para que el caudillo hiciera acto de presencia. Se acabó la rebelión. Todo el mundo, a trabajar.

El desorden cotidiano (10)

Cuando uno es pequeño y los adultos le preguntan qué quiere ser de mayor, suele responder con la previsible lista de profesiones más o menos emocionantes que el niño tiene como referencia de todo lo que ha visto en películas y series de televisión: bombero, policía, astronauta... incluso, fuera del terreno de los espacios de la ficción, y en consonancia con las aficiones de cada cual, también cabe la posibilidad de que la respuesta sea una lista de profesiones deportivas, como futbolista, boxeador, jugador de baloncesto, tenista, etc.

El caso de Augusto se apartaba del tópico infantil relacionado con tales inicios vocacionales de profesiones tan heterodoxas desde el punto de vista burgués o de la clase media. De hecho, en cuanto a esto último, el caso de Augusto se alejaba de manera total y absoluta, porque, ciertamente, lo primero que quiso nuestro entrañable personaje fue ser mendigo, vagabundo, pedigüeño, desheredado, paria, pobre... Y el mismo Augusto no recordaba exactamente por qué: si por motivos psicológicos de una precoz falta de autoestima, la cual le conduciría a un complejo de inferioridad con la consiguiente formación de una infundada autoconciencia de supuestas incapacidades para creer que de mayor podría aspirar a ser algo más que un pobre desgraciado sin hogar... Claro que también cabía la posibilidad, sencillamente, por motivos más lógicos que tuvieran lugar a tan tierna edad, de que el pequeño Augusto, dentro de su fantasiosa imaginación, concibiera la figura del vagabundo como un tipo aventurero y romántico que se enorgullecía de su valentía al haberse lanzado al incierto vacío de una precaria existencia llena de sorpresas diarias que le depararían inolvidables experiencias con todo tipo de personas y en toda clase de lugares. Si lo pensamos detenidamente, en realidad, el entonces pequeño Augusto había sido muy coherente con su imaginación genuinamente infantil al crearse, en su cándida mente, esa imagen del vagabundo aventurero, que era muy parecida a la del pirata de Espronceda, lo cual cuadra mucho más con una mentalidad infantil como la de Augusto cuando tenía cuatro o cinco años, como la de cualquier otro niño de edad semejante.

El caso es que la imagen del vagabundo fue la primera que pasó por su cabeza como posible futuro profesional, lo cual no deja de resultar sumamente tierno, entrañable y divertido, como muestra de la peculiar personalidad que ya por entonces Augusto empezaba a manifestar como muestra de su incipiente carácter bohemio, caótico y disperso, si bien todos estos rasgos, que podrían considerarse defectuosos a simple vista fueron canalizándose, posteriormente, de manera creativa. Y es que, de la vocación de la mendicidad, Augusto dio el salto directamente hacia su definitiva vocación artística, si bien ésta tardaría todavía muchos años en perfilarse y encarrilarse en forma de las destrezas y habilidades literarias que, finalmente, terminaron configurando sus gustos, sus necesidades expresivas y su personalidad ya madura de hombre adulto. Porque antes de que la literatura se afianzase en sus horizontes profesionales, hicieron lo propio, primero, el cine y, después, la música. Par ser más concretos, Augusto quiso ser Steven Spielberg y Jean Michel Jarre antes que Rafael Alberti, por poner un ejemplo.

Al final, la admiración hacia el poeta gaditano fue la que más peso tuvo en Augusto como espejo en el que mirarse. Y no era casual el ejemplo escogido, puesto que, para Augusto, Alberti reunía, en su figura biográfica, literaria e intelectual, todo aquello que él anhelaba alcanzar algún día: el gaditano había sido un hombre atractivo, mujeriego, gran poeta y artista polifacético (también había sido dramaturgo y dibujante, entre otras cosas), militante comunista y, para colmo, había disfrutado de una larga vida que le había llevado a ser el último superviviente de la Generación del 27. Y no solo eso. También había vivido la Segunda República, el franquismo y la Transición, llegando a tomar asiento en el Congreso de los Diputados con Santiago Carrillo y La Pasionaria. Por todas estas razones, Augusto admiraba mucho a Rafael Alberti y, por qué no iba a admitirlo: quería ser como él. O, al menos, parecérsele un poquito.

miércoles, 28 de marzo de 2012

A contracorriente

Él era compañero de la luna,
y enemigo del sol.

La noche, alas le daba...
Pero el sol le imponía cadenas y barrotes.

El brillo de la luna
le animaba a asomarse a la ventana,
y los rayos del sol
le hacían esconderse:
quería pasar desapercibido
entre sus semejantes.

Sin embargo, sabía
que el sol formaba parte de su mundo,
y tuvo que seguirle la corriente,
como una hoja que cae desde lo alto
de la copa del árbol más hermoso
y se ve condenada
a dejarse llevar
por el gregario cauce del río de la vida
hasta el frustrante océano
en que todo concluye.

lunes, 26 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (9)

Cada vez que Augusto ponía un pie en su amada biblioteca pública, pensaba que la forma de gobierno ideal tendría que ser muy parecida al método de funcionamiento de aquel templo y refugio del conocimiento, donde los usuarios tenían al alcance de sus manos todos los recursos disponibles, todos los bienes de consumo en forma de libros, que podían llevarse a casa siempre que quisieran, para extraer su contenido, sus enseñanzas: para sacarles el beneficio que contienen. Una vez empleados estos bienes de consumo, serían devueltos a su lugar de origen, a la intimidad de su estantería, para que otros usuarios pudieran disponer de ellos y, del mismo modo, beneficiarse de su utilidad, de sus enseñanzas y de sus placeres. De esta manera, todo era de todos y todos se beneficiaban de todos los recursos disponibles sin que hubiera problemas de propiedades ni de exclusivismos, ni de ventajas de unos sobre otros, ni, por tanto, de desigualdades.

Además, todos los usuarios podían hacer uso de dicho bienes cuantas veces quisieran, siempre y cuando, claro está, los devolvieran a su lugar de origen dentro del plazo establecido, y siempre que el objeto en cuestión estuviera disponible y no se hubiera anticipado otro usuario en solicitarlo, en cuyo caso el primer usuario tendría que esperar a que el segundo devolviera el objeto para poder volver a utilizarlo él.

¿Por qué no podía funcionar la sociedad de esa manera tan sencilla? Augusto tenía la esperanza de que, algún día, esa metáfora del comunismo que él imaginaba pudiera convertirse en realidad. Por desgracia, también era consciente de que la codicia es un bocado mucho más apetitoso que otros platos aparentemente menos golosos, como el desinterés, la filantropía o la fraternidad. Estos eran platos más difíciles de elaborar, porque exigían muchos sacrificios que no siempre repercutían en beneficio propio. Pero ahí estaba el mérito y el valor de atreverse a elaborarlos. La solución estaba en educar el paladar de los comensales.

Al margen de estas metáforas culinarias, Augusto creía en la utopía. Tenía verdadera fe en que aquella tuviera lugar, a pesar de que el término fuera contradictorio con la definición que él le atribuía a dicho concepto. Él tenía muy claro que, si existían las bibliotecas públicas, también podían existir sociedades perfectas, o, en su defecto (pues ya se sabía a qué catastróficos y atroces resultados habían conducido todos los experimentos históricos de ingeniería social), al menos, más solidarias y económicamente equilibradas, pues aplicando el funcionamiento de las primeras (las bibliotecas) se podía mejorar la situación de las segundas (las sociedades, los Estados y, en última instancia, los individuos).

domingo, 25 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (8)

Antes de morir, la madre de Augusto le pidió perdón a su hijo. Sus palabras exactas fueron las siguientes: "Augustito, perdóname tú a mí". Las emitió con una voz débil y gangosa, propia del estado de deterioro físico en el que a esas alturas ya se hallaba. Había hecho el enorme esfuerzo de reunir las pocas fuerzas y la lucidez que le quedaban para articular esas últimas palabras dirigidas al segundo de sus cuatro hijos (Augusto no recordaba si esas habían sido las últimas de su madre, aunque le parecía que no, o eso quería creer, pues, en lo que a la muerte de su madre se refería, él no quería darse protagonismo, ya que, al menos para él, la figura y el recuerdo de su madre estaban muy por encima de cualquier otra cuestión- era lo menos que ella se merecía de manera póstuma-).

El sentido de ese último mensaje de su madre seguía siendo un enigma para Augusto, cuando habían pasado más de diez años desde entonces. De hecho, éste le había escrito un poema en el que le reprochaba a su madre, con mucho cariño, eso sí, el que le hubiera pedido perdón. Perdón, ¿por qué? Si alguien tuviera que pedir perdón, en todo caso, era Augusto, por los posibles disgustos que, a lo largo de la vida de su madre, él le hubiera podido ocasionar, a ella, como hijo. Porque ella lo había dado todo por él. Por él, y por sus tres hermanos, y por su padre.

Por todo ello, las últimas palabras que su madre le había dirigido, en ese último esfuerzo supremo de lucidez mental y verbal, eran un misterio. Su sentido lo era. Al menos, eso es lo que Augusto pensaba. Porque no conocía el motivo de aquel último gesto de su madre, o, si lo conocía, no lo recordaba. Mamá, ¿por qué me pediste perdón? ¿Qué me hiciste tú a mí que no fuera dar siempre lo mejor de ti misma por mi bien, para hacerme feliz, para protegerme, para enseñarme a ser valiente y para convertirme en un hombre de provecho? ¿En qué momento dejaste de ser un ejemplo para todos nosotros, para tu familia, para tus amigos, para tus compañeros de trabajo y para todo aquel que se hubiera cruzado alguna vez en tu camino?

De vez en cuando, Augusto se hacía a sí mismo este tipo de preguntas a modo de homenaje en recuerdo de su madre, de su bondad, de su entrega y de su generosidad. No obstante, había algo que consolaba a Augusto, y era la paz interior, el estado espiritual de suprema tranquilidad y limpieza de conciencia en que su madre había abandonado el mundo de los vivos. Y esto se debió a la imperiosa fuerza de su fe cristiana, porque la madre de Augusto había sido, durante toda su vida, una persona profundamente devota de la Iglesia Católica. Y fue esa inquebrantable fe en Dios la que le permitió encarar con admirable serenidad tanto su enfermedad, durante cinco duros años, como su fatal desenlace. Durante la vida de su madre, Augusto había compartido esa misma fe y la había vivido con igual intensidad, pero, al poco de morir ella, las cosas cambiaron y Augusto, que no se caracterizaba por su moderación, decidió dar un giro radical a su visión de la vida para abandonar su devoción religiosa y, tiempo después, renegar de ella. Y es que la muerte de su madre le había abierto los ojos a la vida del común de los mortales, con todas sus miserias y grandezas, y con todos sus placeres y sufrimientos, todo ello dispersado dentro de ese peligroso laberinto de las relaciones humanas, que podían conducirle a uno a la cumbre de la felicidad o a los pozos de la amargura.

De todas maneras, Augusto, desde la nueva perspectiva que había adoptado, pensaba que tener fe no era tan malo después de todo, aunque más allá de la muerte no hubiera nada, si esa fe en Dios y en la Iglesia, o en cualquier tipo de providencia, fuera la que fuese, podía ayudar a una persona moribunda a afrontar ese trance tan amargo con la serenidad, la madurez y la valentía con que lo había hecho su madre.

sábado, 24 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (7)

Augusto tenía lo que, según se viera desde un punto de vista u otro, podría considerarse un defecto o una virtud, y que dependía, también, de las circunstancias en que dicho rasgo de su personalidad se manifestase. Se trataba de su carácter desinhibido. O sea, que, literalmente hablando, tenía muy poca vergüenza, también es cierto que para unas cosas más (o menos) que para otras. Pero, en general, así era él.

De hecho, lo que el común de los mortales necesitaba para alcanzar ese estado que le permitiera relajarse y desahogarse de vez en cuando, o sea, emborracharse, a él no le hacía ninguna falta. Es más: hacía mucho tiempo que Augusto había abandonado el hábito de consumir bebidas alcohólicas. Y no por nada, sino, sencillamente, porque la última vez que lo había hecho, durante una comida en que Casandra y él celebraban su aniversario como pareja, ambos habían dado cuenta, entre los dos, y valga la redundancia, de sendas botellas de lambrusco. La consecuencia de ello fue, unas horas más tarde, un sentimiento compartido de absoluto arrepentimiento por haber pedido lambrusco en el restaurante o, al menos, por haberse pasado con las cantidades ingeridas del líquido elemento. La razón por la cual se arrepentían de esto era el dolor de cabeza que les había sobrevenido y cuya causa era, con total seguridad, el haber ingerido alcohol durante su comida de aniversario.

A Casandra este suceso no le dejó secuelas más allá de la entrañable anécdota. No sucedió así en el caso de Augusto, quien decidió que, a partir de entonces, no volvería a probar el alcohol salvo excepciones. Entre otras razones, porque no le hacía ninguna falta. Ya no. Y es que él identificaba el consumo de alcohol, y, en general, el mundo de la noche y de las discotecas, con una especie de ritual de cortejo, considerado desde un punto de vista antropológico. Dicho de otro modo: para Augusto, beber y bailar eran sinónimos de ligar. Y a él eso ya no le hacía falta. "Más te vale", le decía Casandra en un tono bromista y cómplice de ternura amenazante.

Augusto no quería más dolores de cabeza, al menos, en la medida en que él pudiera evitarlos. Así que decidió seguir siendo él mismo sin recurrir al don de la ebriedad. Prefería acogerse al mérito de permanecer sobrio mientras los demás se aferraban al vino, a la cerveza o al cubata para relajarse y divertirse. El grado de patetismo al que, en presencia del siempre sobrio Augusto, llegaban a rebajarse algunos por beber más de la cuenta, a veces podía resultar molesto, incluso desagradable, lo cual le hacía reafirmarse en su postura de mantenerse sobrio ( y eso que él, cuando quería o le provocaban, podía ser el más payaso de todos los presentes). Aunque, en realidad, lo que, en la mayoría de las ocasiones, le llevaba a evitar cogerse una borrachera de vez en cuando, era el temor de que aquello le impidiera acudir a la sagrada cita diaria con sus amados libros.

viernes, 23 de marzo de 2012

La inocencia

Llovía. Llovía a cántaros. Pero a ella no le importaba mojarse. Al contrario. Ella quería mojarse, porque, para ella, lo más inocente y lo más puro del mundo era la lluvia. Cada vez que la lluvia hacía acto de presencia, era como si a Dios le diera por pegarle un manguerazo al mundo, como a un coche en un túnel de lavado, para eliminar todas las impurezas y las miserias de la humanidad, cuyo traje se ensuciaba con demasiada frecuencia, pues las flaquezas de los hombres no están hechas para las tantas piedras y obstáculos con los que nos topamos continuamente en el camino de la vida.

Por eso, cuando empezó a llover, toda la gente que se encontraba alrededor corrió desesperadamente en busca de refugio, excepto ella, que permaneció quieta, abrió los brazos, cerró los ojos, abrió la boca y alzó la cabeza hacia el cielo para sentir toda la plenitud de aquellos instantes, para ella, maravillosos. Quería pensar que los demás huían de la lluvia porque no tenían sus conciencias tranquilas, porque mojarse, entrar en contacto con el agua y sus propiedades, la pureza, la transparencia y la sencillez, era como someterse a un juicio espontáneo y repentino a los hombres por parte de la madre naturaleza y que, por eso, los demás huían, en un acto de cobardía moral. Sin embargo, ella se sentía tan limpia, tan cándida y tan inocente, que entrar en contacto con la lluvia, dejarse mojar y poseer por su frescura, era como reencontrarse consigo misma.

El problema es que la lluvia, su amada lluvia, le caló tan hondo, tan hasta el fondo de sus entrañas, que le provocó una gripe con unas fiebres altísimas. Tan altas, que tuvo que ser ingresada en un hospital, pero los médicos no pudieron hacer nada.

El de ella había sido un espíritu tan inocente, que la misma inocencia quiso llevársela consigo para que las miserias de este mundo no la contagiaran y terminaran por convertirla en otro ser humano del montón, con su montón de miserias y corazones sucios.

miércoles, 21 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (6)

Augusto era, de natural, optimista, mientras que Casandra, su novia, se caracterizaba por un carácter, en ese sentido, totalmente contrario. Ella era pesimista, desconfiada, negativa... Se la podría considerar como uno de los más devotos seguidores de la ley de Murphy: si algo podía salir mal, por pocas posibilidades que hubiera de que así fuese, ella pensaba que ocurriría de esa forma. Este modo de ver las cosas y la realidad se revestía de dos aspectos que justificaban dicha conducta: en primer lugar, como mecanismo de defensa ante la adversidad, Casandra siempre esperaba lo peor para cubrirse las espaldas. De esta forma, si lo que venía era bueno, la satisfacción y la alegría eran experimentadas por partida doble. En segundo lugar, también su propia experiencia de la vida le había enseñado a desconfiar hasta de su sombra: no se fiaba de nadie o, mejor dicho, de todas las personas a las que conocía podía esperar lo peor. Y, teniendo en cuenta las prevenciones que tomaba respecto a la gente conocida, es de imaginar lo que podría llegar a pensar de cualquier individuo desconocido.

Y lo curioso es que esta forma de ver la vida le acarreaba más aciertos que equivocaciones, lo cual no constituia ningún obstáculo para que Augusto siguiera manteniendo esa perspectiva suya basada en el optimismo y la confianza. Para él, todo el mundo era inocente hasta que se demostrara lo contrario. Ella pensaba al revés. La gente con la que trataba tenía que demostrarle que iba de buena fe por el mundo para que ella diera el visto bueno y eliminara a esas personas de su lista negra. Y, aun así, nunca se relajaba del todo: nunca bajaba la guardia. Siempre se mantenía alerta. De hecho, se burlaba cariñosamente de Augusto diciéndole que él vivía en el mundo de las gominolas, porque, para él, según ella, "todo el mundo es bueno y todo el mundo es guapo". "A mucha honra", le respondía Augusto, con unos aires de orgullo y dignidad envueltos en un tono de cariñosa socarronería en respuesta a las afectuosas provocaciones de su novia.

Éste es uno de los aspectos de la existencia en el que más se diferenciaban las personalidades de ambos: el optimismo de él frente al pesimismo de ella. Y, en el fondo, era bueno que así fuese, porque esto les llevaba a aprender el uno de la otra y viceversa. Ella enriquecía, o atenuaba, su carácter pesimista con la visión que él le proporcionaba sobre el asunto en cuestión, y así su perspectiva se ampliaba, y, de esta forma, contribuía a que Casandra pudiera ver las cosas con más claridad y amplitud. Y lo mismo le sucedía a Augusto cuando compartía este tipo de opiniones con ella: su punto de vista inicial experimentaba un proceso de matizaciones que le llevaban al término medio, o al menos le ayudaban a acercarse a aquél.

Augusto y Casandra eran una pareja cuyas diferencias enriquecían todo aquello que tenían en común. Y no solo enriquecían sus vínculos de unión, sino que, además, los fortalecían. Es más: cuanto mayores eran sus diferencias, también eran mayores la riqueza y la fortaleza de su relación,lo cual explica que la convivencia diaria, al menos en su caso, no solo no debilitara la llama del amor, sino que, muy al contrario, y afortunadamente, le diera más fuerza a cada día, a cada hora, a cada minuto y a cada segundo que pasaban juntos.

martes, 20 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (5)

Augusto se movía a golpes de inspiración, lo cual implicaba un aspecto positivo y otro, negativo. Lo positivo consistía en que, cuando se sentía inspirado, daba lo mejor de sí mismo, y en todos los aspectos: se encontraba bien consigo mismo y con los demás, y todo cuanto le rodeaba le hacía sentir una plenitud vital absoluta y satisfactoria, y en cuyo estado todo lo que hacía, todo lo que pensaba era bueno, o, al menos, esa era la sensación que él experimentaba. De este estado de frenesí vital, la mayoría de las veces, surgían poemas, artículos de opinión o piezas teatrales que iba recopilando para reunirlos, posteriormente, en forma de libro.

Digamos que su inspiración podría describirse como el típico estado de propensión a la creación artística y que, en el caso de Augusto, se le hacía extensivo a los demás aspectos de la vida... mientras duraba, claro. Porque el aspecto negativo de la cuestión radicaba en que, cuando la inspiración se hallaba ausente de su espíritu y de su ánimo, es cuando salían a relucir esos defectos que tanto detestaba de sí mismo: inconstancia, impaciencia, cierto estado de veleidosa indecisión que le hacía sentir algún capricho por empezar alguna actividad para, luego, dejarla a medias, sin terminar.

Respecto a esto último, a veces sentía motivos para preocuparse, porque es cierto que, después de treinta años de vida, había dejado demasiadas cosas sin terminar. No eran cosas que determinaran su forma de vida, ni su sustento, ni su porvenir, de modo que tampoco había tenido repercusiones graves el haber dejado a medio hacer la tarea de turno que hubiera empezado a realizar. Pero sí le preocupaba el hecho de que el número de este tipo de asuntos que había dejado pendientes, o simplemente cancelados, fuera tan elevado. No obstante, se consolaba pensando que, al menos, lo esencial de su vida sí lo había cumplido, como sacarse la licenciatura universitaria y aprobar las oposiciones. Lo único en lo que mantenía una constancia a prueba de bombas eran, como siempre, sus hábitos de lectura. No le importaba tanto pecar de inconstancia a la hora de escribir, porque consideraba que leer era mucho más importante. Tenía mucho que aprender antes de empezar a transmitir sus ideas a la humanidad. Quería aprender todo lo posible de la humanidad antes de mostrarle los frutos de su aprendizaje, como un discípulo que quisiera sacar todo el partido posible a las enseñanzas de su maestro. Quería estar a la altura de la humanidad y de las virtudes de sus semejantes, especialmente de aquellos a quienes más admiraba.

El desorden cotidiano (4)

Augusto tenía muchos defectos, y era lo suficientemente honesto y humilde para ser siempre el primero en reconocerlos, e incluso reivindicarlos como parte de su personalidad, pero también tenía el suficiente amor propio para enorgullecerse de las virtudes que él identificaba como propias, que no exclusivas, evidentemente. La primera de esas virtudes, según él, era, precisamente, su capacidad de autocrítica, es decir: el ser capaz de reconocer, con algo de falsa modestia exagerada, pero, también, con mucho de sinceridad, que, si había en el mundo una persona defectuosa por excelencia, era él. Esa era una de las razones que le provocaban esas ansias de aprender de todo y de todos, especialmente, una vez más, de los libros, que, después de Casandra, su novia, era lo que más amaba en el mundo.

La otra virtud que se atribuía era la de tener una gran memoria. Aunque eso, más que una virtud, podría considerarse un don, un talento, una destreza... llámesela como se quiera. El caso es que Augusto se preciaba tanto de su capacidad memorística que, en muchas ocasiones, le causaba gran temor, a veces casi de forma paranoica, la posibilidad de perder ese don que la vida le había otorgado. Y los mecanismos de su memoria no dejaban de ser bastante curiosos: cuanto más extravagante era el dato o la información asimilada, más fácil le resultaba almacenarla en su cerebro. Esto le sucedía, por ejemplo, con los nombres de las personas. Cuanto más raro era el nombre, más fácilmente lo recordaba. Le resultaba especialmente gratificante, satisfactorio y autohalagador poder recordar la mayoría del contenido de los libros que leía. Esto le hacía realmente feliz. Y, cuando se trataba de poesía, la sensación de felicidad adquiría dimensiones inefables, porque nada le producía mayor satisfacción íntima y personal que aprenderse de memoria los poemas que leía para luego recitarlos en voz alta, en voz baja o, simplemente, recordarlos en cualquier situación que le sugiriera alguna afinidad con el contenido, el significado o la interpretación que él daba a esas bellas palabras que le venían a la mente en ese momento.

Por todas estas razones, Augusto consideraba a la memoria como una forma de conocimiento. Los recuerdos serían, entonces, el contenido de dicho conocimiento, en la medida en que la memoria es el material del que están hechos los recuerdos. Esto le hacía tener a su memoria como un bien preciadísimo, lo cual, como hemos comentado antes, le conducía muchas veces a sentir temor, miedo, auténtico pánico y vértigo ante la posibilidad de llegar a perderla. Porque, si esto llegara a suceder, si la perdiera, no le quedaría nada. O, al menos, eso es lo que él pensaba. Y resulta muy comprensible, porque perder la memoria es algo parecido a morir. Es dejar de ser quien eras, es perder tu identidad, tus recuerdos, tus conocimientos... Esto último es lo que más miedo le provocaba a Augusto: ¡perder sus conocimientos! No podría soportarlo. De hecho, Augusto tenía problemas de colesterol, y lo que más le preocupaba al respecto es que le diera un infarto y se quedara como un vegetal, sin conciencia ni percepción del mundo. Cada vez que sufría estos accesos neuróticos, le pedía a su novia que, si alguna vez le sucedía esto, si le diera un infarto, o sufriera un ictus, o cualquier otra reacción como resultado del colapso de alguna de sus arterias, le practicara la eutanasia. Una vez más, no se trataba de nada descabellado, puesto que nadie querría, seguramente, vivir en esas condiciones, sin enterarse de nada, sin calidad de vida ninguna y siendo una molestia para los demás. Pero Augusto tenía que tranquilizarse, porque esto no tenía por qué suceder si se cuidaba un poco. Además, siempre podría recurrir a las pastillas para controlar el colesterol. Su padre las tomaba.

El caso es que Augusto valoraba mucho la memoria, en general, y la suya, en particular. Y el hecho en sí tenía su lógica, porque la memoria es, también, el instrumento del conocimiento, ya que éste se vale de aquélla para perdurar en el tiempo y no difuminarse en el olvido. Dicho de otro modo: el olvido es la ignorancia y el recuerdo es la sabiduría, o sea, el conocimiento. Y esto es algo que Augusto tenía muy presente en todo momento. La memoria es como un libro que atesora los recuerdos, que son los conocimientos, los datos, la información. A Augusto le encantaba la idea de tener un libro en su mente, y lo que más le gustaba de esa idea era que su libro, a diferencia de los otros, los de verdad, no terminaría de escribirse nunca, porque siempre le quedarían cosas nuevas que aprender y anotar con la pluma de sus neuronas.

jueves, 15 de marzo de 2012

Egocentrismo

Se cortó las venas de ambas muñecas, salió desnudo a la calle y se colocó en medio de la carretera con los brazos en cruz. La sangre caía sobre el asfalto, primero en forma de gotas, y, luego, en pequeños chorros. El rojo charco que se iba formando alrededor de su cuerpo era cada vez más grande. Él tenía la mirada perdida. No sabía exactamente qué pretendía con esto, pero, cuando vio llegar a las primeras cámaras de televisión, sus labios esbozaron una sonrisa triunfadora. Entonces, se desmayó.

miércoles, 14 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (3)

Cuantas más cosas tenemos, más dependemos de ellas. O lo que es lo mismo, el ser humano, cuanto más civilizado, cuanto más evolucionado y cuanto más desarrollado, más vulnerable. Así le gustaba definirlo a Augusto, que, en muchas ocasiones, envidiaba a los animales, que se guían por el instinto, y el instinto es irracional y, por tanto, no está sujeto a los peligros que conllevan los desvíos de la razón, todos ellos formas de maldad que, en mayor o menor grado, son los causantes de que el hombre sea un lobo para el hombre.

El instinto está libre de maldad, porque se rige, única y exclusivamente, por los dictados que marca la naturaleza, y la naturaleza es sabia y, por tanto, buena. Eso pensaban los griegos, ¿no es así, querido Augusto? Por eso, la moral del instinto es superior a la moral de la razón, al menos en términos estrictamente biológicos. Lo malo del instinto es que se limita a satisfacer las necesidades físicas y orgánicas de los seres vivos. Solo mediante el instinto, los seres vivos no son capaces de desarrollar ningún tipo de capacidad o destreza más allá de la que les viene determinada genéticamente para satisfacer sus más inmediatas necesidades. Por eso, el ser humano es el más capacitado de todos los seres vivos: porque, además de instinto, está dotado de inteligencia. Sin embargo, existen muchas razones para poner en cuestión la capacidad del ser humano para hacer un uso correcto de su inteligencia. Y es que, para usar nuestra razón como muchas veces llegamos a emplearla, mejor hubiera hecho la madre naturaleza en no dotarnos de este don tan preciado, porque demasiados son los casos en que el hombre ha hecho un uso tan miserable, cruel y despiadado de su inteligencia, que, en muchas ocasiones, demostramos que el resto de seres vivos se encuentra muy por encima de nosotros si nos medimos por los parámetros de la ética más elemental.

De la revolución neolítica a internet se ha producido una gran cantidad de avances espectaculares que han contribuido a que la vida del hombre sea cada vez más cómoda, satisfactoria y gratificante. Pero, ¿a qué precio, y en qué medida esta situación de comodidad y satisfacción es igual para todos los habitantes de nuestro planeta? Augusto pensaba que algún grado menos de sofisticación material, a cambio de un reparto más equitativo y universal de dichas condiciones de sofisticación, y de que dicho grado de desarrollo hubiera costado menos sufrimiento, menos explotación y menos muertes, habría valido la pena. Porque, además, y como Augusto no dejaba de repetirse, el punto de evolución en que se encontraba el mundo desarrollado hacía de los seres humanos criaturas cada vez más desamparadas, más dependientes de los hábitos de consumo, de los mismos objetos obtenidos mediante la práctica de dicho hábito. Quién podría salir hoy, pensaba Augusto, a la calle sin teléfono móvil, sin tarjetas de crédito, sin el aparato de música, sin la cartera, incluso sin el ordenador portátil, y no sentirse desnudo, desamparado, desprotegido y totalmente dependiente de todo cuanto le rodea. Incluso, sin tener que salir de casa, ¿quién podría vivir sin televisión, sin ordenador, sin lavavajillas, sin microondas y sin DVD? El origen de todo este vacío provocado, precisa y paradójicamente, por la superabudancia, sobresaturación y acumulación de objetos de consumo, no es otra cosa que la consecuencia de la filosofía que sostiene el sistema del que vivimos, y que consiste en crearnos cada vez más necesidades materiales de las que realmente tenemos. Y esto, en el caso del mundo desarrollado, es decir, los países occidentales, con los Estados Unidos, los dueños del sistema, a la cabeza, porque los habitantes de los países del tercer mundo no tienen ni tiempo para preocuparse por esas cuestiones de vacío materialista, ya ellos ni siquiera tienen la oportunidad de disfrutar de esos bienes (¿o males?) de consumo, entre otras razones, porque muchos de ellos mueren de hambre antes de llegar siquiera a conocer la existencia de tales objetos de disfrute que tanto abundan en el lejano, remoto y mítico viejo continente.

Lo peor de todo, pensaba Augusto para sus adentros, es que los que mueven los hilos de nuestros brazos de marionetas ponen el foco en lo puramente material. No se nos estimula en lo intelectual y en lo espiritual. No se nos empuja a tratar de ser mejores personas, más sabias, más cultas, más prudentes, más solidarias, más reflexivas, más generosas... Nada de eso: se nos empuja a consumir objetos materiales, porque eso es lo único que interesa a los que controlan este sistema. Nos animan a gastar dinero en cosas inútiles, innecesarias y superficiales, y nos hacen creer, o lo intentan, que esa es la manera de sentirnos mejor con nosotros mismos, cuando el efecto acaba siendo el contrario: acabamos rodeados de objetos que no nos sirven para nada y, encima, somos tan necios que acabamos dependiendo de ellos, y, gracias a esa nueva dependencia, los dueños del sistema se siguen enriqueciendo a nuestra costa. Ellos hacen que el trabajo, el esfuerzo que hacemos para ganarnos honradamente la vida, valga simplemente lo que ellos deciden pagarnos por hacerlo. No ven más allá. No quieren hacerlo, porque no les conviene. Y el trabajo es mucho más que eso, mucho más que el modo de pagar la hipoteca de la casa, la letra del coche y algún pequeño capricho de vez en cuando. El trabajo es la manera en que se manifiesta la dignidad del hombre, su capacidad para ser independiente, para autorrealizarse, para superarse a sí mismo, para ser mejor persona, para dirigir su vida según sus criterios.

Las conclusiones que Augusto sacaba de todo esto eran que todos los progresos logrados por el ser humano a lo largo de la Historia no son más que apariencia, una cortina de humo provocada por los dueños del sistema para ocultar lo miserables que somos en realidad (mejor dicho: lo miserables que son ellos y que nos hacen ser a nosotros, víctimas inocentes de su codicia). Porque todo lo positivo de la inteligencia humana que nos ha llevado a internet y a la globalización (suponiendo que la globalización tenga algún aspecto positivo, cosa que me permito poner totalmente en duda) debería habernos conducido, en paralelismo espacio- temporal, a terminar con todas las desigualdades y con toda la pobreza de los países subdesarrollados, y aun de las clases más desfavorecidas de las sociedades más avanzadas. En otras palabras, para Augusto, que existiera internet y que, al mismo tiempo, en África muriera un niño de hambre cada diez segundos, era el más vivo reflejo y la más miserable manifestación de la hipocresía del mundo occidental, que era, en opinión de Augusto, el responsable directo de todo aquello.

miércoles, 7 de marzo de 2012

1812- 2012: el aniversario de la hipocresía

Se celebra ese año el aniversario de la Constitución de Cádiz de 1812. Pues bien, yo no me la he leído entera, pero conozco algunos artículos de su entramado, y todos ellos son anticonstitucionales. Por ejemplo, el asunto religioso: la Constitución de Cádiz proclama al catolicismo como única religión, válida y oficial, del Estado. Eso es claramente contrario a la Constitución de 1978, que es la que nos rige actualmente. Otras disposiciones igualmente anticonstitucionales, como el sufragio censitario (solo los hombres pueden votar, y de ellos, solo los que posean rentas). Y, como éstas, muchas otras disposiciones que se oponen frontalmente con la letra y el espíritu de nuestro Texto Fundamental. Y, sin embargo, los señores del PP, todos ellos liberales de pro, no dudan en envolverse con orgullo bajo esa bandera jurídica. Frente a ello, cuando otros ensalzan la bandera tricolor y la constitución republicana, que, guste o no, es la madre o la abuela de la nuestra, muchos se llevan las manos a la cabeza y dicen que la de 1931 es una Constitución "anticonstitucional". Pues más anticonstitucional es la otra, de la que tan orgullosos se sienten.

lunes, 5 de marzo de 2012

Diferencias terminológicas

Un poemario no es lo mismo que un libro de poemas. Ambos acaban siendo libros materialmente hablando. Pero un poemario tiene una estructura coherente y unitaria, mientras que un libro de poemas es una recopilación de versos que pueden tratar de asuntos diferentes, hasta el punto de la posibilidad de que no tengan nada que ver unos con otros.

Establecidas estas precisiones, podríamos preguntarnos qué obras de la historia de la poesía pueden ser consideradas como libros de poemas y cuáles alcanzarían la categoría de poemarios. Por ejemplo: el Cancionero de Petrarca, ¿es un poemario o un libro de poemas? ¿Y los sonetos de Shakespeare? ¿Y el Libro del Buen Amor? Yo creo que este último constituye un venerable ejemplo de libro de poemas, el más extenso y antoguo de la historia del género, me atrevería a añadir. Su autor, Juan Ruiz, que era un hombre muy culto y muy vitalista (como corresponde a un mester de clerecía muy evolucionado, rozando casi la mentalidad renacentista), desembucha todo lo que se le pasa por la cabeza, tanto si le parece gracioso como si le resulta serio, y mezclando asuntos trascendentes con cuestiones banales. De todo esto resulta una cosa tan sólida como incoherente, caótica, que uno no sabe muy bien por dónde cogerla. Los eruditos del tema la han denominado "ambigüedad", especialmente cuando trata el amor, porque es verdad que el autor de esta obra nos da una de cal y otra de arena. El amor espiritual es virtud y el carnal es pecado, pero yo los conozco a los dos, y, si el lector quiere que yo le instruya sobre carnalidades, lo haré con sumo gusto, que para eso soy tan sabio, que conozco a Aristóteles como si fuera un primo mío, diría el arcipreste.

¿Y Azul, de Rubén Darío? ¿Es un poemario o un libro de poemas? Yo creo que es un ejercicio de estilo, una forma de decir yo he leído a los simbolistas franceses y aquí os los traigo a mi manera. La culpa fue de Campoamor y de Núñez de Arce, y de Gabriel y Galán, y de Chamizo, y de todos esos regionalistas que siguieron el provincianismo de Pereda. Pero tampoco es cuestión de criticar. Que cada cual escriba sobre lo que quiera. Faltaría más.

En realidad, la terminología es lo de menos, aunque a los críticos, historiadores y filólogos profesionales les produzca quebraderos de cabeza. También reconozco que estas palabras mías son el más puro fruto de la envidia, pues me encantaría pertenecer al gremio y trabajar de eso, que es lo que estudié.

Al margen de estas consideraciones, lo importante es que guste lo que se lee. Y la poesía, por encima de todo, ha de gustar, aunque a veces los eruditos impidan, queriendo o sin querer, esa sencilla labor.

El desorden cotidiano (2)

Augusto tenía muchas virtudes, pero, también, muchos defectos, entre los cuales se encontraban los extremismos. No hallaba el término medio por ningún lado, y, la verdad, tampoco se esforzaba demasiado en encontrarlo. Asumía ese defecto como parte de su personalidad. Al fin y al cabo, nadie es perfecto, que es lo que se decía a sí mismo cada vez que surgía el tema. Sus defectos tampoco perjudicaban a nadie mś a que a sí mismo, de modo que no le preocupaban demasiado, al menos de cara a los demás. Si alguna vez se esforzaba en corregirlos, lo hacía por su novia, a la que, lógicamente, sí que le afectaban.

Esos extremismos mentales le llevaban a considerar con desprecio cualquier tipo de ejercicio físico. Le parecía una pérdida de tiempo todo lo que no fuera leer libros, ver buenas películas o escuchar buena música. Esta actitud era sincera, pero en ella había también algo de esnobismo, arrogancia y pedantería. Llevaba con orgullo la etiqueta del mens sana in corpore insano. Él no tenía problemas en reconocer todo esto, pero trataba de compensar esos defectos cultivando formas de humildad y modestia en otros campos, como el de las relaciones humanas y el de su propia profesión. Por ejemplo, él admiraba a mucha gente y le gustaba mucho sentir esa admiración, porque le encantaba aprender de los demás. Todo lo que fuera aprendizaje, no solo de los libros, era motivo de interés para Augusto.

En el terreno de las relaciones humanas, admiraba profundamente a su novia, que, según él, tenía todas las virtudes de las que él carecía: tenacidad, paciencia, constancia, fuerza de voluntad, orden, limpieza, método, iniciativa, madurez y un muy acentuado sentido de la responsabilidad. Esas, entre otras muchas, por supuesto. Augusto era, en gran medida, todo lo contrario a eso: desordenado, impulsivo, caótico, veleidoso... Empezaba muchas cosas que luego dejaba a medias, y eso era algo que a él le avergonzaba profundamente y que su novia le reprochaba de vez en cuando. Él se movía a golpes de inspiración. Él se inspiraba no solo para escribir, sino también a la hora de actuar, de hacer las cosas que tenía que hacer, incluso también las que él quería hacer. Era muy caprichoso y, sobre todo, muy impaciente. Muchas veces, su novia tenía que pararle los pies e hincárselos en el suelo para que él no se precipitara y cometiera errores.

En cuanto a su profesión, la docencia, en la que no tuvo más remedio que recalar para ganarse la vida, siempre les decía a sus alumnos que en clase todos aprendían de todos, tanto los alumnos del profesor como el profesor de los alumnos. Y, si alguna vez uno de sus alumnos le hacía una pregunta cuya respuesta el profesor no recordaba o directamente desconocía, Augusto mismo, como profesor, no tenía ningún problema en reconocer esa laguna. De hecho, en mucha ocasiones, su respuesta al alumno en cuestión era, simple y llanamente, "No tengo ni puñetera idea", añadiendo, a veces, "si quieres, lo investigo y el próximo día te lo explico". Augusto no tenía ningún problema en reconocer su ignorancia, precisamente porque él se consideraba, ante todo, un aprendiz, el eterno aprendiz que va configurando su vida y su personalidad sobre los cimientos de la sabiduría y la reflexión.

domingo, 4 de marzo de 2012

El desorden cotidiano

Aquel niño fue concebido como resultado del amor y de la fidelidad. Nació y creció entre todas las comodidades materiales exigibles y necesarias. Sin embargo, la incertidumbre y la indefinición fueron sus señas de identidad durante mucho tiempo. Tuvo que morir su madre para que, por fin, la vida le mostrara el espejo en el que reflejarse sólida, nítida y definitivamente. Y esto hizo que aquel niño llegara con retraso a muchas experiencias de la vida, experiencias que vivió empezando la edad adulta, cuando tendría que haberlas vivido siendo un adolescente. En algunos casos, los retrasos se convirtieron en traumas, en choques frontales con una realidad para la cual el niño, el adolescente, incluso el hombre adulto, aunque solo fuese por la edad que ya tenía, aún no estaba preparado, y los cuales le depararon numerosas humillaciones y complejos de inferioridad. En otros casos, como en el amor, simplemente ocurrió lo que tenía que ocurrir, para felicidad y satisfacción suya, lo cual le ayudó mucho, si no a superar sus traumas, si, al menos, a reconciliarse con ellos y a comenzar una nueva etapa junto a la que él creía y cree que es la mujer de su vida: la única a la que ama y la única a la que quiere seguir amando para siempre.

El otro gran amor de su vida son los libros. Y es curioso, porque decidió que quería ser escritor antes de convertirse en el gran lector que es o que lleva intentando ser desde sus dos últimos años universitarios, cuando cursaba la carrera de letras, en la que había ingresado con el único objetivo de obligarse a sí mismo a leer a los clásicos de la literatura española. Y es que él mismo alguna vez se ha preguntado si habría leído La Regenta o El Quijote si no hubiera estudiado Filología Hispánica, porque, por entonces, como ya he comentado, él no era un lector digno de tal denominación. Lo único que leía en aquella época era poesía, que era el género que, por su forma de ser, le había enganchado desde el principio, sobre todo una vez acabado el bachillerato, cuando ya no tenía que preocuparse por analizar el tema, la estructura y los recursos literarios de los poemas, una metodología con la cual, si lo que se pretende es inculcar el placer por la lectura, lo que se consigue es justamente el efecto contrario, es decir: odiarla profundamente. Lo que a Augusto, que es como se llama nuestro protagonista, le salvó de la mediocridad en que suele derivar el sentimiento de repugnancia por los libros y la lectura, fue, posiblemente, esa especial sensibilidad que se fue curtiendo en unas circunstancias provocadas por una personalidad extremadamente tímida y, por tanto, propensa más a la contemplación y a la reflexión que a la acción y a las vivencias más propias de una infancia y una adolescencia normales en términos de relaciones sociales ricas, frecuentes y duraderas, y, especialmente, y a partir de cierta edad, en lo que al sexo opuesto se refiere.

En la poesía empezó encontrando Augusto ese refugio que necesitaba para defenderse de toda clase de contingencia ajena o externa, que casi siempre consideraba hostil, peligrosa o dañina, y esto se debe al miedo que le causaba el tener que enfrentarse a cualquier aspecto de la realidad, por insignificante que fuera o que pudiera parecer. Todo lo que fuera relacionarse con el exterior, Augusto lo concebía como un enfrentamiento, lo cual le conducía a adoptar una actitud defensiva, cuando no directamente cobarde y huidiza, como reflejo de su carácter inmaduro, cándido, pueril y, sobre todo, extremadamente inseguro y acomplejado.

Puede sonar muy manido el tópico del poeta o el artista que se forjó como tal debido a su carácter tímido o introvertido. Ya sabemos que esto no tiene por qué ser así siempre. De hecho, hay muchos casos que constituyen el ejemplo contrario. El de Augusto sí que constituía uno de esos ejemplos de recurrencia al arte en general, y a la literatura en particular, como refugio. Con el paso del tiempo, y a medida que iba profundizando y diversificándose en sus lecturas y en su trato con los libros, el ámbito de lo que él consideraba su refugio y su esfera de evasión se extendería al terreno del conocimiento en toda su extensión y manifestaciones, incluidas, por supuesto, las de índole estética, que, a su vez, le servían de inspiración y vía de expresión literaria. De esta manera, Augusto se esforzaba, a cada momento, por formarse sus propias opiniones sobre los más diversos temas a base de un afán constante de aprendizaje lo más abarcador posible. Se consideraba, ante todo, un lector empedernido. Su vocación literaria era consecuencia de su desmesurada pasión por la lectura.

Curiosamente, durante el proceso de la configuración de sus preferencias como lector, acabaron siendo objeto de su especial devoción los libros de política y de Historia. Y, por supuesto, también los de poesía. La ficción era no solo menos frecuentada, sino casi despreciada por él, a no ser que la obra en cuestión tuviera algún trasfondo histórico, filosófico o político, o lo que es lo mismo: algún elemento que fuera intelectualmente extrapolable a otras esferas de trascendental reflexión en aras de su crecimiento y elevación espiritual y personal.

Augusto quería saber de todo y saberlo todo para poder opinar y escribir con fundamento. A lo largo de los últimos años se había ido formando unas opiniones políticas muy concretas que trataba de fundamentar científicamente leyendo todo cuanto hallaba a su alcance sobre el tema en cuestión. Cuanto más indagaba, más se sentía envuelto en datos y aspectos en los que profundizar para seguir fundamentando sus posturas ideológicas, lo cual, por un lado, le resultaba fascinante, pero, por otro, le causaba una gran frustración, porque sentía que la verdad definitiva, global y absoluta no existía, o que se hallaba tan dispersa y fragmentada, que sería imposible llegar a reunir todos los fragmentos que conformaban la totalidad del meollo al que le conducían sus incesantes búsquedas y reflexiones.