BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 20 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (4)

Augusto tenía muchos defectos, y era lo suficientemente honesto y humilde para ser siempre el primero en reconocerlos, e incluso reivindicarlos como parte de su personalidad, pero también tenía el suficiente amor propio para enorgullecerse de las virtudes que él identificaba como propias, que no exclusivas, evidentemente. La primera de esas virtudes, según él, era, precisamente, su capacidad de autocrítica, es decir: el ser capaz de reconocer, con algo de falsa modestia exagerada, pero, también, con mucho de sinceridad, que, si había en el mundo una persona defectuosa por excelencia, era él. Esa era una de las razones que le provocaban esas ansias de aprender de todo y de todos, especialmente, una vez más, de los libros, que, después de Casandra, su novia, era lo que más amaba en el mundo.

La otra virtud que se atribuía era la de tener una gran memoria. Aunque eso, más que una virtud, podría considerarse un don, un talento, una destreza... llámesela como se quiera. El caso es que Augusto se preciaba tanto de su capacidad memorística que, en muchas ocasiones, le causaba gran temor, a veces casi de forma paranoica, la posibilidad de perder ese don que la vida le había otorgado. Y los mecanismos de su memoria no dejaban de ser bastante curiosos: cuanto más extravagante era el dato o la información asimilada, más fácil le resultaba almacenarla en su cerebro. Esto le sucedía, por ejemplo, con los nombres de las personas. Cuanto más raro era el nombre, más fácilmente lo recordaba. Le resultaba especialmente gratificante, satisfactorio y autohalagador poder recordar la mayoría del contenido de los libros que leía. Esto le hacía realmente feliz. Y, cuando se trataba de poesía, la sensación de felicidad adquiría dimensiones inefables, porque nada le producía mayor satisfacción íntima y personal que aprenderse de memoria los poemas que leía para luego recitarlos en voz alta, en voz baja o, simplemente, recordarlos en cualquier situación que le sugiriera alguna afinidad con el contenido, el significado o la interpretación que él daba a esas bellas palabras que le venían a la mente en ese momento.

Por todas estas razones, Augusto consideraba a la memoria como una forma de conocimiento. Los recuerdos serían, entonces, el contenido de dicho conocimiento, en la medida en que la memoria es el material del que están hechos los recuerdos. Esto le hacía tener a su memoria como un bien preciadísimo, lo cual, como hemos comentado antes, le conducía muchas veces a sentir temor, miedo, auténtico pánico y vértigo ante la posibilidad de llegar a perderla. Porque, si esto llegara a suceder, si la perdiera, no le quedaría nada. O, al menos, eso es lo que él pensaba. Y resulta muy comprensible, porque perder la memoria es algo parecido a morir. Es dejar de ser quien eras, es perder tu identidad, tus recuerdos, tus conocimientos... Esto último es lo que más miedo le provocaba a Augusto: ¡perder sus conocimientos! No podría soportarlo. De hecho, Augusto tenía problemas de colesterol, y lo que más le preocupaba al respecto es que le diera un infarto y se quedara como un vegetal, sin conciencia ni percepción del mundo. Cada vez que sufría estos accesos neuróticos, le pedía a su novia que, si alguna vez le sucedía esto, si le diera un infarto, o sufriera un ictus, o cualquier otra reacción como resultado del colapso de alguna de sus arterias, le practicara la eutanasia. Una vez más, no se trataba de nada descabellado, puesto que nadie querría, seguramente, vivir en esas condiciones, sin enterarse de nada, sin calidad de vida ninguna y siendo una molestia para los demás. Pero Augusto tenía que tranquilizarse, porque esto no tenía por qué suceder si se cuidaba un poco. Además, siempre podría recurrir a las pastillas para controlar el colesterol. Su padre las tomaba.

El caso es que Augusto valoraba mucho la memoria, en general, y la suya, en particular. Y el hecho en sí tenía su lógica, porque la memoria es, también, el instrumento del conocimiento, ya que éste se vale de aquélla para perdurar en el tiempo y no difuminarse en el olvido. Dicho de otro modo: el olvido es la ignorancia y el recuerdo es la sabiduría, o sea, el conocimiento. Y esto es algo que Augusto tenía muy presente en todo momento. La memoria es como un libro que atesora los recuerdos, que son los conocimientos, los datos, la información. A Augusto le encantaba la idea de tener un libro en su mente, y lo que más le gustaba de esa idea era que su libro, a diferencia de los otros, los de verdad, no terminaría de escribirse nunca, porque siempre le quedarían cosas nuevas que aprender y anotar con la pluma de sus neuronas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario