BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











sábado, 24 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (7)

Augusto tenía lo que, según se viera desde un punto de vista u otro, podría considerarse un defecto o una virtud, y que dependía, también, de las circunstancias en que dicho rasgo de su personalidad se manifestase. Se trataba de su carácter desinhibido. O sea, que, literalmente hablando, tenía muy poca vergüenza, también es cierto que para unas cosas más (o menos) que para otras. Pero, en general, así era él.

De hecho, lo que el común de los mortales necesitaba para alcanzar ese estado que le permitiera relajarse y desahogarse de vez en cuando, o sea, emborracharse, a él no le hacía ninguna falta. Es más: hacía mucho tiempo que Augusto había abandonado el hábito de consumir bebidas alcohólicas. Y no por nada, sino, sencillamente, porque la última vez que lo había hecho, durante una comida en que Casandra y él celebraban su aniversario como pareja, ambos habían dado cuenta, entre los dos, y valga la redundancia, de sendas botellas de lambrusco. La consecuencia de ello fue, unas horas más tarde, un sentimiento compartido de absoluto arrepentimiento por haber pedido lambrusco en el restaurante o, al menos, por haberse pasado con las cantidades ingeridas del líquido elemento. La razón por la cual se arrepentían de esto era el dolor de cabeza que les había sobrevenido y cuya causa era, con total seguridad, el haber ingerido alcohol durante su comida de aniversario.

A Casandra este suceso no le dejó secuelas más allá de la entrañable anécdota. No sucedió así en el caso de Augusto, quien decidió que, a partir de entonces, no volvería a probar el alcohol salvo excepciones. Entre otras razones, porque no le hacía ninguna falta. Ya no. Y es que él identificaba el consumo de alcohol, y, en general, el mundo de la noche y de las discotecas, con una especie de ritual de cortejo, considerado desde un punto de vista antropológico. Dicho de otro modo: para Augusto, beber y bailar eran sinónimos de ligar. Y a él eso ya no le hacía falta. "Más te vale", le decía Casandra en un tono bromista y cómplice de ternura amenazante.

Augusto no quería más dolores de cabeza, al menos, en la medida en que él pudiera evitarlos. Así que decidió seguir siendo él mismo sin recurrir al don de la ebriedad. Prefería acogerse al mérito de permanecer sobrio mientras los demás se aferraban al vino, a la cerveza o al cubata para relajarse y divertirse. El grado de patetismo al que, en presencia del siempre sobrio Augusto, llegaban a rebajarse algunos por beber más de la cuenta, a veces podía resultar molesto, incluso desagradable, lo cual le hacía reafirmarse en su postura de mantenerse sobrio ( y eso que él, cuando quería o le provocaban, podía ser el más payaso de todos los presentes). Aunque, en realidad, lo que, en la mayoría de las ocasiones, le llevaba a evitar cogerse una borrachera de vez en cuando, era el temor de que aquello le impidiera acudir a la sagrada cita diaria con sus amados libros.

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