BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 5 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (2)

Augusto tenía muchas virtudes, pero, también, muchos defectos, entre los cuales se encontraban los extremismos. No hallaba el término medio por ningún lado, y, la verdad, tampoco se esforzaba demasiado en encontrarlo. Asumía ese defecto como parte de su personalidad. Al fin y al cabo, nadie es perfecto, que es lo que se decía a sí mismo cada vez que surgía el tema. Sus defectos tampoco perjudicaban a nadie mś a que a sí mismo, de modo que no le preocupaban demasiado, al menos de cara a los demás. Si alguna vez se esforzaba en corregirlos, lo hacía por su novia, a la que, lógicamente, sí que le afectaban.

Esos extremismos mentales le llevaban a considerar con desprecio cualquier tipo de ejercicio físico. Le parecía una pérdida de tiempo todo lo que no fuera leer libros, ver buenas películas o escuchar buena música. Esta actitud era sincera, pero en ella había también algo de esnobismo, arrogancia y pedantería. Llevaba con orgullo la etiqueta del mens sana in corpore insano. Él no tenía problemas en reconocer todo esto, pero trataba de compensar esos defectos cultivando formas de humildad y modestia en otros campos, como el de las relaciones humanas y el de su propia profesión. Por ejemplo, él admiraba a mucha gente y le gustaba mucho sentir esa admiración, porque le encantaba aprender de los demás. Todo lo que fuera aprendizaje, no solo de los libros, era motivo de interés para Augusto.

En el terreno de las relaciones humanas, admiraba profundamente a su novia, que, según él, tenía todas las virtudes de las que él carecía: tenacidad, paciencia, constancia, fuerza de voluntad, orden, limpieza, método, iniciativa, madurez y un muy acentuado sentido de la responsabilidad. Esas, entre otras muchas, por supuesto. Augusto era, en gran medida, todo lo contrario a eso: desordenado, impulsivo, caótico, veleidoso... Empezaba muchas cosas que luego dejaba a medias, y eso era algo que a él le avergonzaba profundamente y que su novia le reprochaba de vez en cuando. Él se movía a golpes de inspiración. Él se inspiraba no solo para escribir, sino también a la hora de actuar, de hacer las cosas que tenía que hacer, incluso también las que él quería hacer. Era muy caprichoso y, sobre todo, muy impaciente. Muchas veces, su novia tenía que pararle los pies e hincárselos en el suelo para que él no se precipitara y cometiera errores.

En cuanto a su profesión, la docencia, en la que no tuvo más remedio que recalar para ganarse la vida, siempre les decía a sus alumnos que en clase todos aprendían de todos, tanto los alumnos del profesor como el profesor de los alumnos. Y, si alguna vez uno de sus alumnos le hacía una pregunta cuya respuesta el profesor no recordaba o directamente desconocía, Augusto mismo, como profesor, no tenía ningún problema en reconocer esa laguna. De hecho, en mucha ocasiones, su respuesta al alumno en cuestión era, simple y llanamente, "No tengo ni puñetera idea", añadiendo, a veces, "si quieres, lo investigo y el próximo día te lo explico". Augusto no tenía ningún problema en reconocer su ignorancia, precisamente porque él se consideraba, ante todo, un aprendiz, el eterno aprendiz que va configurando su vida y su personalidad sobre los cimientos de la sabiduría y la reflexión.

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