BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











viernes, 9 de agosto de 2013

El desorden cotidiano (90)

Augusto había leído, en los Monólogos de la vagina, de Eve Ensler, el caso de unas niñas que, estando el la etapa de la preadoelscencia, estaban deseando tener el periodo para, de ese modo, convertirse en "mujeres". Y Augusto veía cierto paralelismo entre el deseo de esas niñas por tener su primera regla para alcanza la condición biológica de la mujer, y el deseo que él había tenido por que le saliera la barba.

De hecho, este asunto de la barba, como símbolo de virilidad, de madurez y de hombría, le había estado obsesionando mucho durante gran parte de su adolescencia tardía y, también, durante sus primeros años como adulto oficial, es decir, una vez rebasada esa mayoría de edad que la ley fija a partir de los dieciocho años. Anteriormente a esto, Augusto había querido que le salieran pelos en las axilas.

El caso es que le saliera pelo. Eso es lo que quería Augusto, porque el pelo, en los hombres, al menos hace algunos años, era símbolo de esas anteriormente mencionadas supuestas virtudes o si no virtudes, al menos, rasgos estéticos de género masculino. Además, y esto influía en estos planteamientos suyos, ya a bastantes compañeros del instituto les había empezado a salir la barba, y no una pelusilla, sino una barba dura, consolidada, de esas que, aunque uno se afeite, le dejan sombras permanentes. Para Augusto, esos compañeros suyos del instituto ya eran hombres, y, como tales, se encontraban un peldaño por encima de él, o así lo consideraba. Y esto era un motivo más para alimentar sus complejos de inferioridad.

Durante los últimos tiempos, sin embargo se había extendido una moda, no se sabe si de influencias metrosexuales, por la cual se le había declarado la guerra al vello corporal, no solo en la mujer, que esto había sido siempre, sino también en el hombre. Ahora estaba mal visto que un señor tuviera pelos en el pecho. Podría llegar a considerarse, incluso, como falta de higiene, lo cual supone una evidente exageración.

Por desgracia, en la medida en que una cuestión tan banal pueda suponer una desgracia, a Augusto nunca le salió la barba que él había querido tener y cultivar. A él le había quedado una cosa rara, a medio camino entre el bozo adolescente y la barba del Che Guevara, o sea, un engendro amorfo que más parecía un churrete de haber bebido chocolate caliente sin haberse pasado después la servilleta, que una barba de verdad, cerrada y tupida, con el suficiente grado de espesura como para poder dejarse una perilla y que eso no pareciera la cara de un desollinador, sino el símbolo estético de una reafirmación de personalidad orgullosa de sus rasgos faciales.

Aun así, la imagen habitual de Augusto incluía la barba, en mayor o menor grado de descuido o mantenimiento, ya fuera en forma de barba entera, perilla con bigote o perilla sin bigote. El problema era que, como era una barba tan rara, tan blanda y con tantas zonas vacías sobre el mapa de su piel, resulta que cuando quería experimentar con ella, el abanico de posibilidades quedaba muy reducido, porque cualquier modificación que hiciera le quedaba muy mal. Así que, en muchas ocasiones, empezaba afeitándose con la intención de dejarse un poco de barba, pero se le iba la mano, y ya tenía que afeitarse el rostro entero si no quería quedar raro o, directamente, feo y hortera.

Casandra, por su parte, lo tenía muy claro: "nido de bichos, foco de infecciones", le decía a su novio cada vez que éste, con el rostro sin afeitar, se le acercaba para comérsela a besitos. Claro que él, naturalmente, hacía oídos sordos a las tiernas protestas de su novia y se dedicaba a elegir uno de sus mofletes para engullirlo con fruición. A ella le pinchaban los pelos de Augusto. Sobre todo, los del bigote. Sin embargo, se dejaba hacer tan ricamente, porque la dulzura y el cariño que Augusto ponía en tan entrañable cometido, a ella le compensaban, sentimiento que Casandra manifestaba exteriormente dibujando, de puro gustirrinín, una sonrisa de oreja a oreja.


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