Es el caso del Premio Miguel de Cervantes, que recayó, en el año 2010, en el escritor mexicano José Emilio Pacheco, poeta, novelista, ensayista y traductor. Resulta que el día en que se falló el premio, estaba Augusto con su padre viendo las noticias por la televisión.
Él estaba en el salón, y de repente de la televisión de la cocina le vinieron al oído unas palabras sobre un poeta. Inmediatamente, él se levanto del sofá y se dirigió a la cocina para preguntarle a su padre de quién están hablando en las noticias. Le respondió que se trataba del nuevo Premio Cervantes. Ante las imágenes que ofrecía la televisión del galardonado, Augusto le preguntó a su padre: "¿Quién es?"
- ¿Es que tú no lo sabes?- le respondió con un tono como dando por hecho que él, como filólogo, tendría que saberlo-.
- Tampoco sabía nadie quién era Orham Pamuk hasta que le dieron el Nobel, ¿no?
Y
es esto, precisamente, a lo que Augusto se refería: cada año, galardones tan
importantes como el Premio Nobel y el Cervantes nos dan a conocer a
escritores de quienes no hemos oído hablar en nuestra vida, y eso nos
hace sentir que no somos dignos de esa cartulina que tenemos en forma de
documento firmado por el Rey y por el Rector de la Universidad que
certifica que hemos estudiado, precisamente, Filología Hispánica.
El
asunto del Nobel puede ser comprensible en nuestro caso, puesto que, si
se lo conceden a un autor... finlandés, por poner un ejemplo, pues es
evidente que nosotros no tenemos por qué conocer a ese señor. Pero
cuando se dan casos como éste, en el que un autor en castellano sale a
la luz y no tenemos ni idea de quién es, a algunos se nos cae la cara de
vergüenza, y el caso de Augusto no era una excepción. Porque da igual que intentemos estar al día de todos los
autores y de todas las obras, aunque sólo sea por nombres y títulos.
La
literatura es un objeto inabarcable, y los que no somos unos genios sólo
podemos llegar a poseer un conocimiento parcial de la disciplina.
Aunque tengamos el título de licenciados en filología, como Augusto. Para él, los premios literarios solo servían para una cosa: para hacerle a uno ser consciente de lo ignorante que es... hasta que llegara el día en que el galardón fuera para él. Entonces, seguramente Augusto cambiaría de opinión. La cuestión es la siguiente: ¿llegaría ese día? ¿Llamaría la gloria literaria, alguna vez, a la puerta de Augusto?
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