A Augusto le resultaba curioso comprobar cómo, a partir de ciertos niveles de crecimiento
económico, cuanto menos nivel de protección social exista en un Estado,
más margen tiene ese Estado, o, mejor dicho, el sector privado de un determinado país, para seguir creciendo. Es lo que sucede en el
caso de China, por ejemplo. Lo que convierte a este país oriental en la
segunda máxima potencia económica del mundo es, precisamente, su
gobierno dictatorial y opresor con la clase trabajadora, en lo que constituye el gran paradigma de la contradicción entre una realidad y la manera en que es denominada esa realidad, en la medida en que China se sigue considerando un régimen comunista, cuando todos los indicadores respecto a las características reales que definen a ese gobierno señalan radicalmente lo contrario: que China no solo no constituye el soporte de un régimen comunista, sino que las bases de su funcionamiento son las propias de una economía abierta y salvajemente capitalista.
Puesto que los
obreros chinos no tienen derechos laborales (seguridad social, convenios
colectivos a efectos de horarios y salarios mínimos, etc.), los
empresarios tiene vía libre para explotarlos y sacarles todo el jugo
posible, como a una naranja, hasta dejarlos a los pobres bien sequitos.
En estas circunstancias de absoluto desamparo social por parte de los
trabajadores, no hay freno alguno para el crecimiento económico del
país, que ha llegado a superar, en el año 2006, el 10% del PIB: una
auténtica barbaridad, que supone un auténtico chollo para los inversores
y sus multinacionales, pero una indecencia para los derechos de los
trabajadores. Es incomprensible, teniendo en cuenta esta realidad, que
algunos economistas defensores del mercado libre pongan a China como
modelo ideal de crecimiento económico, porque, de hecho, el chino
constituye el peor ejemplo posible de todos los males posibles que puede
acarrear la puesta en práctica del sistema capitalista.
Augusto, a la luz del razonamiento anterior, opinaba que lo
razonable, por tanto, en un país que proteja a sus trabajadores, es
crecer, en época de bonanza, a un máximo de un 4% del PIB, en términos
aproximados. Se trata de un término medio que, en este caso, puede
beneficiar a todos los agentes sociales (empresarios y trabajadores) y a
las arcas del Estado. Se trata de un punto de equilibrio que, por una
parte, contribuye a la igualdad social y, por otra, evita que surjan
monopolios o superpotencias que acaben imponiendo sus criterios a los
países o, mejor dicho, a las empresas que sean menos competitivas o más
débiles en el mercado global.
Las paradojas del capitalismo implican la necesidad del desarrollo de todas las fuerzas productivas de un país, pero siempre dentro de un marco en el que se garanticen las protecciones sociales mínimas. No se deberían aplaudir, jalear o legitimar modelos de crecimiento económico que no tengan en cuenta los derechos de los trabajadores, por mucho que esto suponga un freno al máximo beneficio empresarial.
Las paradojas del capitalismo implican la necesidad del desarrollo de todas las fuerzas productivas de un país, pero siempre dentro de un marco en el que se garanticen las protecciones sociales mínimas. No se deberían aplaudir, jalear o legitimar modelos de crecimiento económico que no tengan en cuenta los derechos de los trabajadores, por mucho que esto suponga un freno al máximo beneficio empresarial.
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