Augusto odiaba a los aristócratas. Pensaba que la aristocracia es una institución social totalmente obsoleta que, tras tantos siglos de Historia, lo único que hace es seguir en pie, y en actitud provocadora, como símbolo de las desigualdades sociales.
Por esta razón, cuando Augusto leyó en el periódico que un aristócrata opinaba sobre cuánto gana o debería ganar un
jornalero, sobre el PER y sobre si en Andalucía se trabaja más o menos,
pues se sintió indognado, igual que cuando sale Rouco Varela a la
palestra sentando cátedra sobre asuntos morales. Que un señor que vive
de las rentas se ponga a cuestionar la profesionalidad de los
trabajadores del campo, que son los que sufren las condiciones más
adversas, los que más se esfuerzan, porque trabajan directamente con las
manos, pues indigna bastante, aunque todo el mundo tenga, como tiene,
derecho a opinar, incluso un tío que vive del cuento.
Las
subvenciones procedentes de la Política de Empleo Rural de la Junta de
Andalucía constituyen una partida de ayudas públicas absolutamente
necesarias para unos trabajadores cuyo sustento depende de las
condiciones meteorológicas. Si hay sequía y el campo no rinde, estos
señores se quedan sin nada. Si se produce un temporal y se pierden las
cosechas, estos señores se quedan sin nada. Y, en estos casos, ahí está
el Estado, como debe ser, para compensar estas pérdidas o carencias a un
gremio que no se merece el desprecio de quienes, si tienen que
agacharse, no es para hacer surcos en el campo, sino para recoger la
bola del hoyo del green para continuar con su partidita de golf.
Sí pensaba Augusto, como mucha gente, que
son criticables los casos de fraude, que los hay, los ha habido y los
habrá. Pero lo que hay que hacer con eso es denunciarlo y, a partir de
esas denuncias, ir corrigiendo el sistema para reducir al máximo el
margen de fraude, de manera que dichas ayudas vayan destinadas a
aquellos agricultores que realmente las necesiten. Pero una cosa es
denunciar estos casos, y otra muy distinta, poner en cuestión, en
términos categóricos, la importancia de este tipo de ayudas a nuestros
agricultores, y, encima, tachar a la población activa andaluza de poco
emprendedora cebándose, en lo concreto, con el honorable gremio de los
agricultores andaluces, a quienes tanto debe, por ejemplo, nuestra
industria aceitunera.
Y, si, para colmo de los colmos, resulta que las
críticas proceden de una persona como el hijo de la duquesa de Alba, que
es, además, Conde de Salvatierra, pues el sentimiento de indignación se
generaliza y engrandece. Entonces, uno piensa abiertamente y sin
ambages: "¿qué tiene que decir un conde sobre las condiciones
laborales de un jornalero, cuando la aristocracia ha constituido
históricamente un impedimento estructural a las mejoras en el nivel de
vida del campesinado?" Tiene narices lo que hay que ver o escuchar de
vez en cuando.
miércoles, 17 de julio de 2013
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