Augusto odiaba la publicidad. Odiaba que los medios de comunicación estuvieran
continuamente tratando de venderle sus productos. Odiaba este sistema que
trata a las personas como simples consumidores, y odiaba la
deshumanización que conlleva todo este proceso y estado de cosas.
Dicho
lo cual, también reconocía Augusto que la publicidad, en no pocas ocasiones, y
gracias a su afán por superarse cada vez y alcanzar cotas más altas de
persuasión para hacer que el producto se venda, llega a engendrar
resultados de una calidad artística incuestionable. Y era el ámbito de la
creación publicitaria en el que más apreciaba Augusto esas virtudes son los
anuncios de perfumes.
Augusto pensaba que es en esta clase de anuncios donde el
perfil estético de la publicidad llega a producir sus más valiosas
manifestaciones, algunas de ellas, elevadas al paradigma de la
sofisticación y la sutileza como medio de transmisión de valores tales
como elegancia, carisma, liderazgo, belleza, frescura, madurez, riqueza,
poder, y muchísimos más. Son, todos ellos, valores que apelan a los
prototipos humanos más triunfadores de la sociedad de consumo, en la que
lo único importante son las apariencias y la imagen de un bienestar
absolutamente falso o sólo posible para unos pocos privilegiados.
Pero,
al margen de la crítica, y según la opinión de Augusto, muchos de estos productos
poseen un indudable mérito hasta el punto de poder considerarse como
obras de arte. La base de muchos de ellos es la sugerencia, la
connotación. Sin transmitir nada concreto, hacen resonar, en la mente
del espectador, las más variadas sensaciones, todas ellas positivas,
atractivas y reconfortantes. El conjuntos de los recursos empleados para
producir este tipo de obras constituye toda una poética de las sensaciones que van de lo
visual a lo olfativo. Se anuncian por televisión, con lo que la primera
percepción que tenemos de estos productos es de carácter visual, pero
no olvidemos que se trata de perfumes, los cuales serán utilizados por
el consumidor de turno y percibidos olfativamente por los que le rodean.
Además, la parte visual del producto se articula mediante una
plasticidad abrumadora y penetrante capaz de impactar en el espectador e
identificarle con la propuesta dada, de manera que la adquisición del
producto por parte de aquél se lleve a cabo. Esa plasticidad se
manifiesta en todos los aspectos del producto: escenarios, personajes,
e, incluso, en las historias, casi siempre breves, que dan pie al
desarrollo del anuncio publicitario.
Los anuncios televisivos de
perfumes, opinaba Augusto, a veces son como poemas: breves, intensos, impactantes y
evocadores (una mirada, un roce, un gesto, como en cualquier verso de
Bécquer). El impulso inicial pone en marcha el mecanismo de alusiones y
sugerencias. Cuanto más leve es ese impulso, el contenido del mensaje
publicitario se hace más elegante, más envolvente y mágico. En tal
proceso, dicho mensaje alcanza la consistencia de lo artístico para
llegar a la mente del espectador de manera placentera. El espectador, a
su vez, identifica esa idea de placer con el producto y con ello se
cosigue el efecto de la persuasión.
No podía Augusto evitar imaginarse a Jean Baptiste Grenouille, el personaje protagonista de El Perfume,
elaborando sus geniales esencias y contratando publicistas para
anunciarlas en la televisión. Y se preguntaba cuál sería el resultado. Seguramente, algo por el estilo de lo anteriormente descrito, pero elevado a la perfección absoluta, pues quien se haya leído esta novela, o visto su adaptación cinematográfica, sabrá que Grenouille era un pobre desgraciado cuyas únicas esperanzas de sobrevivir y de prosperar en el mundo que le había tocado, estaban cifradas en su virtuoso e inconmensurable sentido del olfato. Ya habrían deseado los dueños de Channel nº5 o de Dolce and Gabanna, haber contado con un asesor como él.
martes, 9 de julio de 2013
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