El proceso abierto por el juez Garzón contra los militares que se alzaron contra el gobierno de la Segunda República en julio de 1936 constituye, en la teoría, un acto de prevaricación, debido a que se salta, a sabiendas, una serie de principios fundamentales en los que se basa la Justicia española, como son la irretroactividad de la ley penal y la Ley de Amnistía de 1977. Eso es objetivamente irreprochable. Sin embargo, lo que no legitima el poder judicial sí lo hace la integridad moral de las víctimas del franquismo.
Es
vergonzoso que lo que en otros países constituye un caso legítimo de
ajuste de cuentas amparado por el Estado de Derecho y la Historia misma,
como ocurre en Argentina, donde el general Bignone, el último
Presidente de la dictadura militar argentina, ha sido condenado, en
España siga siendo un tabú amparado por un pacto de silencio que, en su
momento, allá por los tiempos de la Transición, era una lógica actitud
de prudencia ante la delicadeza de una situación política en la que
acababa de empezar a construirse nuestra democracia, pero que ahora, más
de treinta años después, con un sistema de libertades constitucionales
ya consolidado, produzca poco menos que pudor plantear lo que no es otra
cosa que la justa compensación y el merecido reconocimiento hacia las
víctimas del fascismo español.
Efectivamente,
el proceso judicial abierto por Baltasar Garzón es ilegal en la medida
en que va, literalmente, en contra de la ley. Pero, como suele decirse,
no siempre ley es sinónimo de justicia. Y, desde esta perspectiva, el
juez Garzón actúa por sentido de la justicia, porque él sabe, como lo
sabemos todos, que, en este caso, la justicia está de su parte. Porque
investigar los crímenes del franquismo, como proclaman últimamente todas
las personas que se están movilizando para mostrar su apoyo al
magistrado, no es delito. Al menos, no debería serlo. Sin embargo, en
este caso, como en muchos otros, nuestro sistema judicial parece
inclinarse por favorecer a los verdugos en lugar de proteger a las
víctimas.
Objetivamente hablando, los sujetos
de la querella, el sindicato Manos Limpias y los ultraderechistas de
Falange Española, tienen la razón. Esto no debería ser así, pero es así.
España debe de ser uno de los pocos países avanzados cuyo sistema de
derechos y libertades ampara y protege precisamente a aquellos
individuos que no respetan esos valores. Y con la intolerancia no habría
que ser tolerante, pero ese sería un razonamiento demasiado sensato
para que los miembros del Tribunal Supremo lo tuvieran en cuenta.
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