BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 30 de julio de 2013

El desorden cotidiano (88)

Augusto estaba cada vez más obsesionado por el aspecto puramente material de los libros como criterio de selección para sus lecturas. Y no es ésta una cuestión baladí si tenemos en cuenta que el acto de leer, además de constituir un ejercicio intelectual, es, también, una actividad física. A la hora de ponernos a leer, el aspecto material del libro repercute en todos los aspectos del ejercicio físico de la lectura: en función del tamaño del libro, del tipo de letra, del número de páginas, de la amplitud o estrechez de los márgenes, etcétera. Todos estos factores influyen en el ánimo o el desánimo con que se afronta una lectura y, en consencuencia, con las razones que conducen a un lector a rechazar un libro por parecerle demasiado denso en la forma, en el contenido o en una conjunción de ambos elementos.

Y es que influye muchísimo el formato material de un libro en la medida en que su presentación sintética, reconcentrada y dividida en cuantas más partes, mejor, nos produce más deseos de leer ese libro, frente a otro tipo de obras que descuidan el formato y son presentadas como ladrillazos tan inabarcables como inacabables, sin espacios en blanco, con una letra muy pequeña y una amplitud de página excesivamente generosa.

El primer tipo, dada su estructura, dará facilidades a nuestro esfuerzo, es más, lo recompensará, pues haciendo la lectura ágil y amena, nos permitirá ir leyendo muchas páginas en poco tiempo, lo cual fomentará nuestra motivación y entusiasmo por llegar al final del libro. Cuando queramos darnos cuenta, lo habremos terminado y, dependiendo del contenido del libro y de la calidad de su redacción, nuestra satisfacción lectora hallará su culminación satisfactoria o, en caso contrario, la decepción final. Pero eso ya dependerá del contenido y, por tanto, de la calidad literaria y del nivel intelectual del autor.

Augusto detestaba esos libracos enormes compuestos por páginas anchísimas y letra pequeñísima cuyo hojeado a simple vista daba auténtica fatiga. Y esto le causaba un sentimiento de frustración e impotencia, puesto que muchos de esos libros contenían un conjunto de conocimientos que eran de sumo interés para él. Había intentado alguna vez ponerse con ello, pero le resultaba cansino de inmediato, porque una de las cosas que más agradecía Augusto a los libros que leía era sentir que avanzaba con rapidez, y que en el transcurso de, aproximadamente, treinta minutos, ya se iba acercando a las cincuenta páginas, porque eso le animaba a seguir, como hemos comentado antes.

Frente a esto, los ladrillazos al uso (valga la metáfora) no presentan un aspecto precisamente ágil y ameno, sino todo lo contrario: eran, para Augusto, como uno de esos mantecados navideños que, al metértelos en la boca, se te hacen una masa seca, compacta e intragable que te resulta más fácil escupir que ingerir. Y es que no suele compensar el hecho de tener que dejarse la vista y las energías en un libro en cuya lectura no acabamos de avanzar, ante el hecho de comprobar que nos ha llevado toda una hora leernos la ridícula y frustrante cifra de quince o veinte páginas.

No resulta, ésta, una razón muy alentadora para el fomento de la lectura. Y a esta condición responden, por desgracia, muchos manuales universitarios de derecho, historia y ciencias políticas que Augusto habría querido tener a su alcance (uno de los ejemplos más representativos del caso: el Manual de Historia del Derecho Español, de Francisco Tomás y Valiente; otro, la Historia de las ideas políticas, de Jean Touchard).

Por estas razones, Augusto se había convertido en un buscador de ediciones de bolsillo, las cuales, a la postre, son las más baratas y, sobre todo, las más cómodas de leer, porque ese el el primer requisito que Augusto buscaba en un libro: la comodidad para ser leído. Puede que algunos crean que obsesionarse con el aspecto de un libro, o darle tanta importancia al tamaño de la letra o de las páginas, supone una actitud frívola frente a la verdadera importancia que debe darse a los libros, que es el contenido.

Sin embargo, el argumento de la lectura como ejercicio físico resulta irrebatible, y Augusto sentía mucho aprecio por su salud visual, y agradecía que los libros que leía estuvieran editados en letra más bien grande. También agradecía Augusto a los editores que tuvieran la consideración de hacer dosificar los niveles de fatiga que provoca la actividad lectora haciendo que los renglones de las páginas no tengan más de ocho o diez palabras como máximo, porque, así, la lectura se hace rápida y se avanza.

Afortunadamente, durante los últimos años, se había ido produciendo una tendencia de afán divulgador dentro del mercado editorial para acercar a los lectores a las grandes disciplinas del conocimiento en todas sus facetas. Una de esas empresas editoriales, por la que Augusto sentía auténtica veneración, es Alianza Editorial, cuya sección de libros de bolsillo responde exactamente a las necesidades de Augusto. 

También se había generalizado, para mayor satisfacción suya, la costumbre editorial de sacar al mercado primeras ediciones de aspecto muy aparatoso y llamativo para animar las ventas y, una vez consolidados estos títulos y agotadas las primeras ediciones (o sin que esto último tuviera necesariamente que suceder), sacar esos mismos títulos en formato de bolsillo. Esto es algo que Augusto agradecía muchísimo.


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