BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 1 de julio de 2013

El desorden cotidiano (48)

Augusto no tenía carnet de conducir. Por ello, utilizaba mucho el autobús para ir de un sitio a otro. Como veterano usuario de este medio de transporte, había acumulado una extensa y profunda experiencia sobre tipos sociales (de aquellos con los que había compartido pasaje), y sobre tipos de conductores (desde los más detallistas, benévolos y generosos, hasta los más cabronazos, mezquinos, groseros y maleducados).

En cuanto a lo primero, Augusto había visto un poco de todo: inmigrantes, ejecutivos, amas de casa, borrachos, niñatos, vagabundos, turistas... Lo cual le había llevado muchas veces a la conclusión de que era un tópico considerar que el transporte público solo era usado por gente de clase baja, puesto que, en algún momento dado del día o de la temporada, a todo el mundo, independientemente del nivel económico que tuviera, le venía bien subirse a un autobús para llegar a su destino por un precio relativamente módico, más barato que la gasolina, que el seguro, que el taller, que la ITV y que el impuesto de circulación.

Además de haberse cruzado con muchas clase de personas, en más de una ocasión Augusto había tenido la oportunidad de entablar conversación con alguno de esos individuos. De hecho, recordaba bastante bien una de esas charlas, que se produjo durante un viaje de Madrid a Sevilla, uno de los muchos que realizó durante su última etapa universitaria. Durante aquel viaje, le había tocado compartir fila de asiento con un señor chileno de unos sesenta y cinco o setenta años de edad, el cual, en un momento dado, empezó a darle conversación a Augusto, quien, por pura cortesía, se veía en la obligación de echarle cuenta su interlocutor en lugar de seguir pensando en sus cosas.

Y es que esa es otra: a veces, cuando un pasajero te dirige la palabra, uno se pliega a la oferta dialéctica con muchísimo gusto. Sin embargo, son muchas otras las ocasiones en que ese ofrecimiento constituye un incordio, un estorbo y una incomodidad, pues le hace a uno tener que salir de la comodidad de sus pensamientos, o de la música que está escuchando por su MP3, o del libro que está leyendo, o del paisaje que está contemplando a través de la ventana del autobús, para atender a los requerimientos conversacionales del pasajero que tiene a su lado. Y entonces hace acopio mental de todos los monosílabos, bisílabos y, como mucho, trisílabos que conoce, para afrontar esa situación de la manera más discreta y pasajera posible, con la intención de que el otro no se dé cuenta de que no se le está prestando la más mínima atención, y, en el caso de que lo descubra, pues que sepa captar la indirecta y tenga la bondad de dejarnos tranquilos con nuestros asuntos.

También se había encontrado Augusto, cómo no, con esa clase de ancianos que se creen con derecho a todo. En este caso, se trataba del derecho a exigirte el asiento, y de malas maneras, muchas veces. Y, si uno se negaba a obedecer, ya estaba el viejo cascarrabias echando pestes sobre la juventud y sobre la pérdida de valores. En uno de esos encuentros, Augusto aprendió una importante lección que había tratado de inculcarle Casandra: el respeto hay que ganárselo, por muy anciano que seas.

No obstante, también se dan las ocasiones en que se conoce a gente la mar de interesante, y Augusto también había experimentado esa satisfacción en uno de sus viajes en autobús. En esta ocasión, el trayecto fue de Sevilla a Madrid (fue en el verano del año 2003, cuando iba a presentar la solicitud de traslado a la Universidad Autónoma). El caso es que se topó con un intelectual, quien atrajo su interés desde el principio a causa del libro que Augusto vio que estaba leyendo: "Filosofía del valor". Tras más de medio viaje sin hablarse, fue Augusto, si mal no recordaba, quien rompió el hielo para preguntarle sobre qué motivos le habían llevado a querer leerse un libro como el que su interlocutor sostenía, teniendo en cuenta tan rebuscado título. Esto llevó al desarrollo de una conversación sobre asuntos filosóficos en que se dieron cita, entre otras prestigiosas y eruditas referencias, las de pensadores de la talla de Ortega y Gasset y Pedro Laín Entralgo. Cuando Augusto le reveló que él estudiaba Filología, la cómplice camaradería que había surgido entre ambos llegó a su apoteosis, que se desplegó en forma de confesiones mutuas sobre la pasión por el conocimiento y por los libros. Augusto no recordaba exactamente cuál era la dedicación de su nuevo amigo, salvo que se trataba de algo relacionado, obviamente, con la Filosofía.

Siendo ya novio de Casandra, ésta siempre le echaba en cara que, cada vez que viajaban en autobús, y, especialmente si los viajes eran muy largos, él siempre se dormía y la dejaba a ella sola. Augusto se tomaba a broma estos reproches y le contestaba que, si ella no quería que él se echara a dormir, que se lo dijera sin rodeos, y ya se las arreglarían para hacer que a Casandra se le hicieran estos viajes más amenos y llevaderos, puesto que Augusto, por su manera de ser, no tenía ningún problema, ya que él era muy paciente para estas cosas debido a su carácter tranquilo, sedentario y reflexivo. Él se sentaba en su asiento y se ponía a pensar en sus cosas o a leer un libro o a fijar la mirada en algún punto, o se echaba un sueñecito,y era capaz de estar más de dos horas seguidas sin moverse del asiento. Sin embargo, Casandra era una mujer de acción y necesitaba moverse o estar haciendo algo con su tiempo.

En cuanto a los tipos de conductores de autobuses con los que Augusto se había encontrado, pasaba como con los pasajeros: había de todo. Desde los que eran unos fanáticos de la taquilla que no te dejaban sacarte el billete directamente en el autobús, y, si te atrevías a hacerlo, te echaban una bronca, hasta alguno que se dejaba en tierra a algún pobre usuario que se había retrasado unos segundos y llegaba corriendo al andén echando espuma por la boca inútilmente. las conductas de este tipo de conductores resultaban especialmente mezquinas y miserables cuando se producían durante franjas horarias escasas, en que el autobús pasaba cada hora, por ejemplo. Era el caso de los fines de semana. También recordaba Augusto, con mucho cariño y afecto, a uno de los tipos generosos de conductores que protagonizó la siguiente anécdota: una vez, estando el autobús saliendo del andén, Augusto fue reconocido por el chófer, quien tuvo el extraordinario detalle de hacerle una señal con el claxon para indicarle que aún estaba a tiempo de subir a bordo, cosa que Augusto hizo de manera sumamente gustosa y agradecida.

Tampoco olvidaba Augusto que había sido en un autobús donde había besado por primera vez de forma amorosa y apasionada a Casandra.

Y estas son las cosas que los conductores de vehículos privados se pierden a menudo. Se trata de experiencias enriquecedoras que le sirven a uno para conocer mundo y gentes, y para tomarle el pulso al estado de la sociedad a través del trato concreto con las personas que la representan, tanto mediante la presencia que ofrecen como mediante las conductas que manifiestan. Y esto, a una persona tan reflexiva y observadora, y sobre todo, tan interesada por las cuestiones sociales de toda índole, como era Augusto, le servía de gran aprendizaje para la elaboración de sus propias teorías y opiniones.




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