BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 23 de julio de 2013

El desorden cotidiano (80)

Augusto opinaba que está en los políticos el instinto de la corrupción. En cuanto alcanzan el poder, caen en la tentación: la de la malversación de fondos públicos, la de los sobornos a las empresas, las contrataciones fraudulentas. Por esta razón, él creía haber perdido la fe en los políticos, sean quienes sean. Si la trayectoria de Izquierda Unida, por poner un ejemplo con el que se identificaba, no está manchada por la deshonra de los gobiernos fraudulentos, es porque nunca ha logrado alcanzar cotas de poder significativas (salvo el caso de Rosa Aguilar en Córdoba), y no, precisamente, porque Cayo Lara y compañía sean distintos de los demás (y que conste que, a él, Cayo Lara le caía bastante bien, al menos en lo que a ideología se refiere).

El caso es que la honradez en política es una virtud sumamente escasa. No parece casar muy bien con el poder, y no vale la excusa de haber sido elegido o elegida democráticamente, porque, en el momento en que se utiliza el sistema para acabar con él, la persona elegida por la mayoría de turno queda deslegitimada. Ahí tenemos el ejemplo de Adolf Hitler, cuyos seguidores siempre podrán defenderle diciendo que fue votado por mayoría en la Alemania de la República de Weimar para, posteriormente, destruir esa democracia e instaurar un sistema totalitario.

Augusto, como último recurso, proponía el recurso a los postulados anarquistas. El problema, sin embargo, es que el anarquismo tiene una tradición histórica de acciones terroristas que hacen de esta alternativa algo inaceptable. Es una lástima porque, visto lo visto y teniendo en cuenta lo que tenemos ahora que, irónicamente, es lo mejor que hemos tenido en toda nuestra Historia, las ideas de Bakunin constituían, en la teoría, un proyecto de humanidad franco, transparente y muy honesto, con la igualdad social como columna vertebral. Sin embargo, ahí está la trayectoria del anarquismo: bombas, tiroteos, asesinatos a quemarropa (como el famoso de Cánovas del Castillo).

La solución definitiva, en opinión de Augusto, pasaría por una revisión de las ideas anarquistas: si el ser humano es tan despreciable como parece, que lo sea de forma espontánea, y no de manera organizada y legitimada por un Estado y sus leyes correspondientes. Al menos, así el grado de cinismo a la hora de delinquir será mucho menor y habremos ganado en honestidad.

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