Las diferencias y las variedades de un fenómeno sólo se pueden
apreciar y respetar si aquéllas tienen elementos comunes, los cuales se
manifiestan en forma,en este caso, de norma culta o estándar. Si esa
regla común no existiera, no podríamos entendernos, porque, además, de
ella emanan todas las variedades diatópicas, diastráticas y diafásicas.
La lengua castellana es como la Constitución Española: dentro de ese
marco legal, válido y obligatorio para todo el país, se han desarrollado
los Estatutos de Autonomía. Pues con el idioma ocurre lo mismo. Además,
por muy tolerantes que nos pongamos, no podemos dar validez o
legitimidad a cualquier expresión lingüística que esté mal formulada, y
esto es aplicable a todos los niveles (fonético- fonológico,
morfosintáctico y léxico- semántico). No es lo mismo un leísmo (nivel
sintáctico) que un infinitivo “haber” escrito sin “h” y con “v”. Casos
como este último son intolerables, por ética y por estética, a no ser
que consideremos moderno, progre o políticamente correcto aplaudir la
ignorancia y el analfabetismo.
Las palabras, la
sintaxis, el léxico y la semántica tienen una Historia y unos orígenes
muy claros en la mayoría de los casos. En cuanto al castellano, sus
orígenes están, mayormente, en el latín y el griego, y, en menor medida,
y según los avatares históricos, en las lenguas germánicas, el árabe,
el provenzal, el italiano, el francés y el inglés (sin olvidarnos del
sustrato de las lenguas prerromanas). Evidentemente, a este acervo
cultural hay que añadirle las propias aportaciones autóctonas, pero
siempre teniendo en cuenta de dónde proceden nuestras formas de
expresión verbal, a las cuales los usos actuales deben servir de
enriquecimiento, no de degradación.
Esas eran las opiniones de Augusto en materia de gramática. Resulta bastante obvio que nuestro personaje era muy conservador en ese aspecto. Cuando su interlocutor le esgrimía el último argumento válido de quienes defienden el progreso lingüístico, o lo que es lo mismo, la corriente descriptiva de la expresión idiomática, es decir, el hecho de que si el idioma no hubiera cambiado, aún seguiríamos hablando en latín, Augusto respondía que, si bien los cambios son inevitables, estos deben someterse a un periodo de adaptación durante el cual adquieran la legitimidad del uso a ojos del mundo académico, primero, para que los expertos den el visto bueno a dichas innovaciones, y entonces, y solo entonces, podrán ser autorizados para el uso común.
Sin embargo, la cosa había cambiado mucho con las últimas reformas ortográficas de la Real Academia. Ahora estaban permitidos auténticos barbarismos como escribir "cocreta" en lugar de "croqueta", y "asín" en vez de "así" (si, al menos, se hubiera seguido el criterio etimológico en este último caso, y se hubiera admitido el vocablo "asic", al menos los señores miembros de la RAE habría mostrado coherencia e integridad científica en sus procedimientos normativos, puesto que el adverbio de modo "así" procede del adverbio de afirmación latino "SIC").
Además, las tildes diacríticas desaparecían. Ya no hacía falta acentuar los pronombres ("éste") que, en su forma, coinciden con los determinantes ("este"). Ante tal cúmulo de despropósitos perpetrados por la Docta Casa, Augusto dejó de apoyarla y perdió todo el respeto hacia la institución. No por eso dejó de ser lingüísticamente ultraconservador. Precisamente, de ahí su reciente desafección. Y es que, como Augusto decía, pensando en los versos de Blas de Otero, si descuidamos las palabras, ¿qué nos queda?
martes, 23 de julio de 2013
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