BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











sábado, 21 de julio de 2012

El desorden cotidiano (22)

Augusto había leído, en un manual de literatura universal, una frase de Anton Chéjov que le gustaba mucho: "Escribir bien es escribir corto; decir sencillamente cosas sencillas". Augusto no podía estar más de acuerdo con estas afirmaciones de uno de los autores de cuentos y relatos breves más famosos de la historia de la literatura. Opinaba exactamente lo mismo que el escritor ruso, que constituía el mismo parecer que sostenía, nada menos, que el gran Jorge Luis Borges, otro gran defensor y cultivador de las formas breves.

Augusto era de la opinión según la cual un libro, especialmente en el caso del género novelístico, no debería extenderse más allá de, como mucho, las cuatrocientas páginas. La moderación cuantitativa que proponía él redundaría, pensaba, en beneficio de autores, lectores y de cualquier otro tipo de elemento que participara en la actividad literaria (por ejemplo, los editores, que reducirían costes al tener que emplear menos cantidad de papel para la producción de cada ejemplar, lo cual, además, sería beneficioso desde el punto de vista ecológico). Y es que no olvidemos, como creía Augusto, que el hábito lector y la tarea que conlleva no deja de ser un ejercicio físico que llega a cansar a quien lo practica, igual que le sucede al que juega al fútbol o al que sale a la calle a correr o a practicar cualquier otro deporte. Lo mismo que un deportista que se pasa tres horas diarias en el gimnasio cultivando su cuerpo acaba cansado y necesitado de reposición alimenticia y descanso, el individuo que dedica esas mismas horas diarias a la práctica de la lectura también acaba agotado y con la necesidad de despejar su mente y relajar la vista, que ha realizado un enorme esfuerzo físico. Esa es una de las razones por las cuales Augusto pensaba que los libros no deben ser excesivamente extensos: porque una excesiva extensión corre el riesgo de disuadir a los posibles lectores de la obra literaria a la que el libro, como objeto material, da soporte.

La otra razón fundamental que Augusto sostenía en su defensa de la brevedad literaria radica en la cuestión del canon, o lo que es lo mismo: la enorme cantidad de libros con la que todo buen lector debe contar en su bagaje de lecturas. Obviamente, cuanto más corto sea un libro, más pronto se acaba de leer y antes puede el lector pasar a enfrascarse en una nueva lectura para seguir enriqueciendo su mundo interior y sus horizontes vitales, con lo cual dicho lector siente que avanza, que va abarcando cada vez más conocimiento, más porción del canon literario establecido por otros o por él mismo, lo cual le anima a seguir leyendo con entusiasmo y voracidad en la medida en que esto le resulta ameno, didáctico y enriquecedor. Por el contrario, si el lector tiene que enfrentarse a un libro de mil páginas, es posible que lo considere más una obligación que un placer, especialmente ante la perspectiva de que la obra en cuestión vaya a ocuparle los dos próximos meses de su vida, y no esté dispuesto a hipotecar tantas horas de su tiempo libre, que, para el ciudadano medio, no suele ser muy abundante, en dedicarse a leer un libro pudiendo dedicar todo ese tiempo a cualquier otra actividad más amena y relajante. Y es que la amenidad no debe ser un enemigo del libro, sino su aliado más fiel. Esa es la clave, según opinaba Augusto, para fomentar, crear y arraigar el hábito lector.

 Y, aunque resulte política, o, en este caso, literaria o culturalmente incorrecto, Augusto estaba firmemente convencido de que una de las razones principales por las cuales el ciudadano medio ha llegado a alejarse tanto de la literatura en los últimos tiempos, llegándola a sentir prácticamente como una cosa totalmente ajena a sus hábitos y costumbres cotidianos, estriba en el hecho de que muchas de las obras maestras de la literatura resultan excesivamente pesadas debido a su desmesurada extensión, sobre todo en el caso de las novelas realistas de los autores franceses y rusos, ante cuyas descripciones, desproporcionadamente pormenorizadas, el lector debe armarse de paciencia para no sucumbir al aburrimiento y abandonar el libro sin haber alcanzado ni siquiera la mitad de su lectura. A Augusto le había sucedido esto, por ejemplo, con Crimen y Castigo, de Dostoievski. Cuando el personaje protagonista, autor del crimen que da título a la obra, que, en su estado emocional, atormentado y paranoico por el remordimiento que le provoca el crimen que lleva cargando en su conciencia desde prácticamente el comienzo de la historia, no termina de decidirse a confesar su delito y, encima, de repente surge, sin venir a cuento, una subtrama que supone un desvío inesperado de la trama principal que es la que mantiene enganchado al lector, resulta del todo comprensible que éste se lleve una decepción, se pregunte a qué viene ese repentino desvío de la historia principal y pierda el interés por acabar esa lectura.

También había sido Augusto, en su momento, víctima de la impaciencia y del aburrimiento con Madamme Bovary, de Flaubert, lectura que dejó interrumpida en dos o tres ocasiones, y a la que tuvo que conceder una enésima oportunidad para terminarla, si bien la obra maestra del autor francés no es tan extensa como la del novelista ruso. De modo que, en este caso, la excusa no estaba en la extensión del texto, sino en su estilo, y es que la literatura realista a Augusto le solía resultar sumamente aburrida por uno u otro motivo: o bien la obra en cuestión le parecía demasiado extensa, o bien demasiado descriptiva o compleja (número de personajes, de anécdotas, de subtramas, etc.).

También es cierto que Augusto, como él mismo reconocía sin ningún reparo, tenía muy poca paciencia para las novelas. No se enfrascaba en una historia que no le interesara de antemano, y había muy pocos planteamientos basados en la pura ficción que pudieran llegar a interesarle. Para casos como estos, prefería acudir al Séptimo Arte (como le había sucedido con El gran Gatsby, de Scott Fidgerald: cuando empezó a leer la novela, no le gustó cómo estaba enfocada, así que dejó de leerla y recurrió a la versión cinematográfica). Y, en cuanto a la complejidad de esta clase de propuestas, Augusto la prefería en otros géneros literarios, muy especialmente en el ensayo, que era su predilecto después de la poesía. En el terreno de la literatura ideológica era donde a Augusto le gustaba que el autor le propusiera los más elevados, densos y sesudos desafíos intelectuales, si bien también agradecía él, como lector, que la obra en cuestión resultara ligera, amena, didáctica y constara de una extensión razonable (un máximo de, aproximadamente, cuatrocientas páginas, como hemos comentado anteriormente).

Pero Augusto insistía en que las más de mil páginas de obras como El Quijote, La Regenta o Guerra y Paz constituyen un lastre, una barrera, un impedimento y un elemento disuasorio para el apetito lector. Al menos, para el suyo. Y, a la hora de defender su tesis, recurría a la autoridad del mencionado Borges, quien pensaba que lo que puede contarse en cinco o diez páginas, no hay necesidad de prolongarlo durante otras novecientas páginas de más. Augusto iba, incluso, más allá, considerando que es una falta de respeto para el lector tener que dedicar tanto tiempo a la lectura de un solo libro, cuando en mil páginas puede caber perfectamente la cantidad de contenidos y de conocimientos equivalente a tres, cuatro o cinco libros. Manejando estas cifras y estos planteamientos, según Augusto, el canon literario podría llegar a resultar más abarcable, cercano y atractivo para el lector.

No hay comentarios:

Publicar un comentario