BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











viernes, 22 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (39)

Sergio era el hermano pequeño de Augusto, y le unían a él unas cuantas anécdotas que ambos habían vivido en común. Para empezar, cuando Sergio era pequeño, entre finales de los ochenta y principios de los noventa, les había ocurrido un episodio relativamente dramático en la medida en que llegó a producirse, incluso, derramamiento de sangre. Y es que Augusto, que también era pequeño, que por aquella época no tendría más de ocho o nueve años, se hallaba al cuidado de su hermanito pequeño, y estaban los dos curioseando por el lado exterior de las vallas de una finca que la familia materna de Augusto tenía en la provincia de Jaén, muy cerca de la Sierra de Cazorla.

El terreno que pisaban estaba inclinado hacia abajo, y, en un momento de descuido por parte de Augusto, su hermano Sergio se tropezó y empezó a caer rodando por la pendiente, como si fuera el tronco de un árbol caído al hachazo inmisericorde del leñador, hasta alcanzar una distancia de ocho o nueve metros aproximadamente. El pequeño, lógicamente, lanzaba unos gritos de dolor que inmediatamente fueron oídos por los adultos allí presentes, y un amigo de la familia fue el que acudió inmediatamente a socorrer al pequeño Sergio, de cuya frente, y en su mismísimo centro, había empezado a brotar un hilo de sangre en forma de línea vertical. Pero no se asuste el lector, ya que la cosa, finalmente, no tuvo consecuencias graves, más allá de la cicatriz que le quedó al hermano de Augusto tras los necesarios puntos de sutura que le aplicó el médico de urgencias al que le llevaron inmediatamente.

Otra anécdota, ésta, sin sangre de por medio, ocurrió en casa de sus padres. Y consiste en que una tarde en que Sergio tenía cita con el podólogo, éste le pidió a Augusto que le acompañara a la consulta, y Augusto, en principio, se negó a hacerlo por hallarse sumido en un estado que se encontraba a medio camino entre la pereza y el cansancio, teniendo en cuenta que eran las cuatro o cuatro y media de la tarde y que tenía ganas de echarse una siesta. Estos factores, de naturaleza egoísta, tuvieron, en  un principio, más poder en la voluntad de Augusto que los reiterados ruegos de su hermano. Pocos minutos después de que Sergio, resignado, se marchara solo, a Augusto le entraron los remordimientos, y, sin dudarlo un segundo más, se levantó de la cama, donde se había tumbado para echarse la mencionada siestecilla, y salió corriendo con la intención de alcanzar a su hermanito pequeño sin dejar de culparse por haberle fallado como hermano mayor al que el pequeño acude en busca de ayuda, de compañía, de apoyo.

Afortunadamente, Augusto logró alcanzar a Sergio y llegaron juntitos a la consulta del podólogo, y estuvo a su lado cuando el especialista en la salud de los pies le sacó una larga y afilada uña de uno de los dedos gordos que se le había quedado incrustada bajo la piel. Augusto no recordaba si lo había hecho antes o después de entrar con su hermanito pequeño en la consulta, pero lo que recordaba bien es que le había pedido perdón por no haber querido acompañarle en un primer momento, que no se lo tuviera en cuenta y que, por favor, contara con él para lo que necesitara desde aquel momento en adelante.

Había una anécdota que no dejaba de avergonzar a Augusto, por mucho que pasaran los años, se fueran haciendo todos mayores y se fueran considerando estas historias cada vez con más sentido del humor. Y es que en una ocasión en que viajaban con su padre en coche, Augusto, jugando con una navaja multiusos, a las que había sido aficionado, le hizo una enorme raja a la tapicería trasera de uno de los asientos delanteros del coche. Su padre, creyendo que la travesura había sido obra del más pequeño, le echó la culpa a él, y Augusto cayó en la bajeza y en la cobardía de callarse y permitir que el pobre Sergio cargara con la culpa. Y demasiado tardó Augusto en confesar, así como demasiado blanda fue la reacción de su padre, que fue benevolente con él y ni siquiera le castigó, quedándose reducidas las consecuencias de la autoría del estropicio a una simple regañina.

Y no acaba ahí la cosa, porque, de hecho, Augusto, conforme iban pasando los años, cada vez contemplaba con más claridad y nitidez su viva imagen en la trayectoria vital de su hermano Sergio, porque todas las dudas y las confusiones que había experimentado Augusto entre el final de su adolescencia y el principio de su edad adulta, en cuanto a sus estudios y su futuro profesional entre otras cuestiones, las vio repetidas en Sergio, que había empezado varias carreras, igual que él, y había vivido algunos momentos de confusión existencial, igual que él. Por esta razón, Augusto pensaba que él podía entender, mejor que nadie, mejor, incluso, que su padre y sus otros dos hermanos, aquello por lo que Sergio estaba pasando, especialmente en los momentos más difíciles. Augusto así intentaba hacérselo ver a su padre, al que pedía paciencia en relación con su hermano Sergio, la misma paciencia, el mismo margen de confianza, de maniobra y de flexibilidad que le había concedido a él mismo cuando él, Augusto, se había encontrado en esa misma situación.

Finalmente, Sergio halló su vocación allí donde siempre se había mostrado brillante y prometedor: el deporte. Y, más concretamente, el golf. Años atrás, siendo muy jovencito, lo había intentado con el fútbol, en que también apuntaba maneras, pero donde le había faltado la intensidad y el entusiasmo necesarios para llegar a plantearse en serio el hecho de poder alcanzar una meta importante. Y el fútbol es uno de esos deportes que se caracterizan por la fugacidad de las carreras profesionales de quienes lo practican de ese modo, así que uno no puede relajarse y dejar pasar las oportunidades. Sin embargo, el golf es otra cosa. La carrera de un golfista puede durar muchos años. Y a Sergio se le daba igualmente bien este deporte, así que, finalmente, se encaminó por esos derroteros.

Y esto se produjo, prácticamente, al mismo tiempo en que su hermano Augusto se sacaba la plaza de profesor.

El caso es que Augusto siempre se había sentido especialmente unido a su hermano Sergio, y, visto lo anteriormente narrado, no le faltaban motivos para creer y para sentir que dicho lazo fraternal de especial y entrañable naturaleza realmente existía. Ante todo, le alegraba, le satisfacía y le tranquilizaba mucho el hecho de saber que Sergio había encontrado, por fin, su lugar en el mundo, pues era consciente de que haber alcanzado este importante logro vital le había costado a él, Augusto, tanto como a él, su hermano Sergio.


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