Augusto, creo que ya lo hemos mencionado en alguna parte, se había convertido en profesor sin ninguna vocación. Tan solo, presionado por las circunstancias. Él nunca había querido dedicarse a la enseñanza. De hecho, uno de sus lemas, que se repetía a sí mismo constantemente desde que había empezado a ejercer decía lo siguiente: "Pero yo, ¿cómo voy a enseñar, si mi vocación es aprender?" Y es que, para empezar, él pensaba, como piensa mucha gente, que para enseñar hay que valer, y que no todo el mundo vale para eso. Y él se incluía entre los que no saben hacerlo. Y muchas veces se escudaba en esa opinión suya para justificar su incompetencia profesional. También es cierto que muchas otras veces dejaba de recurrir al autoengaño y se reprochaba a sí mismo el hecho de no hacer bien su trabajo, o incluso, directamente, no hacerlo, es decir, no cumplir con sus obligaciones.
Este pensamiento le estuvo amargando la vida durante los dos primeros años de su carrera docente, de tal modo y con tal intensidad, que acabó adquiriendo unos perfiles patológicos que su diagnosticada neurosis obsesiva (sin querer ponerla como excusa) contribuía a reforzar. Llegó esta situación al punto de hacer peligrar su relación con Casandra, quien ofrecía todo el amor, todo el cariño, todo el apoyo y toda la comprensión que tenía en sus entrañas y que Augusto necesitaba. Sin embargo, las constantes quejas con que éste volvía del trabajo a casa lamentándose por lo amargado que se sentía en el instituto, donde, según él, los niños le hacían la vida imposible, y a quienes se había descubierto, también según él, definitivamente incapaz de atraer su interés y atención ya no solo por su asignatura, sino por cualquier otra cuestión, una vez consumado su fracaso por hacerse respetar dentro del aula, hacían que la paciencia de Casandra casi llegara a los límites de su capacidad de aguante, llegando, incluso, a plantearse, en momentos de auténtica desesperación, cortar su relación con Augusto. El colmo de esto último se produjo cuando Augusto se planteó cambiar de trabajo. Y no es que Casandra no le apoyara a priori, sino que la alternativa que él le proponía era tan absurda (opositar para convertirse en personal laboral de un comedor universitario en Granada), que ella se enfadó, y mucho, y con toda la razón del mundo.
Una vez pasadas las lógicas peleas y discusiones provocadas por la decisión que había tomado Augusto, Casandra consiguió hacerle ver el error que cometería si hacía lo que tenía pensado y, por supuesto, que no contara con ella si se empeñaba en seguir adelante. Ella, en un alarde de sensatez, le propuso una solución mucho más razonable, que era darse de baja y tomarse un tiempo de reflexión y descanso. Eso es algo que él no había contemplado y a lo que tenía perfecto derecho. Y, finalmente, es lo que hizo. Se dio de baja un 23 de febrero y estuvo sin trabajar hasta final de curso. Durante ese periodo de descanso y reflexión se dedicó a eso, a descansar y a reflexionar. Más, incluso, a lo segundo, pues la baja laboral fue complementada con el comienzo de una psicoterapia a la que sigue yendo para consolidar los logros que entonces empezaron a fraguarse.
Tiempo tuvo para pensar en su situación, en la situación de su novia y en las circunstancias de su entorno y de su trabajo. Tres fueron los factores que determinaron su recuperación: los meses de reposo, la terapia y el ejemplo y el apoyo de Casandra. En qué orden se había producido la correspondiente y beneficiosa repercusión de estos elementos, es algo que Augusto se recreaba en averiguar. Lo importante es que Augusto no solo había terminado recuperándose, sino que, además, había logrado dar a su vida un giro de trescientos sesenta grados. Había pasado de ser un gris y amargado profesor de instituto a convertirse en un docente vocacional que apreciaba a sus alumnos, que se preocupaba por ellos, que los quería como si fueran sus hijos, pero, a la vez, siendo muy consciente de que su trabajo como profesor no era la panacea, y que la responsabilidad en la educación, formación e incluso protección de los niños era compartida por los padres, por la sociedad y por el centro educativo.
Y la responsabilidad de Augusto como educador se ceñía al ámbito escolar. Esa era una de las ideas que acabó asimilando gracias a la terapia, pues anteriormente sus miedos e inseguridades laborales le habían hecho estar continuamente culpándose de muchos problemas que no le concernían a él. Su psicólogo lo llamaba "la tarta de responsabilidades", y Augusto había aprendido que, de esa tarta, a él solo le correspondía una ración, y no la tarta entera. Él no era el padre ni el amigo. Él era el profesor. Y ni siquiera era el único, sino, tan solo, uno de ellos. Y, como tal, su función consistía en enseñar su asignatura lo mejor posible, y, en ese contexto, tratar de inculcar los valores de respeto, tolerancia, compañerismo y sentido de la responsabilidad. Ahí terminaba su parte de responsabilidad y empezaba la parte de los demás agentes educativos, especialmente, la de los padres. Teniendo muy claro ese hecho y esa idea, Augusto consiguió avanzar en su camino y mejorar en el ejercicio de su profesión.
Y, tan bien estaba yendo durante el nuevo curso, que él mismo notaba cómo estaba empezando a desarrollar ciertas habilidades pedagógicas, como la capacidad de improvisación. Augusto se sentía tan cómodo y relajado en el aula, que, como cuando escribía versos en la soledad de su despacho, le visitaba la musa y se le ocurrían brillantes maneras de explicar la materia que estuviera impartiendo en el momento en que esto sucedía. Sentía cómo su creatividad se desbordaba en un torrente de pintoresca espontaneidad que hacía las delicias de sus alumnos, que eran los espectadores que presenciaban aquel espectáculo montado sobre la marcha por ese profesor chiflado que trataba de hacer inolvidable cada una de sus explicaciones, tratando de conseguir que sus alumnos salieran del aula con un recuerdo agradable y divertido de lo que es una descripción, una narración o un determinante demostrativo.
La nueva situación laboral de Augusto también ayudaba mucho. El ambiente del instituto era muy agradable y los grupos que le habían tocado, también. Eran pocos alumnos, y muy formales, teniendo en cuenta, además, la clase de adolescentes con que había tenido que bregar durante los dos cursos anteriores. De tal modo, se unían las dos circunstancias que todo profesor desea: tener pocos alumnos y que estos sean muy buenos. Era justamente el curso académico que Augusto necesitaba experimentar para consolidar todas las mejorías que había alcanzado gracias a los meses de reposo, la psicoterapia y, cómo no, el cariño, el apoyo y el siempre edificante, instructivo y aleccionador ejemplo de Casandra, su novia, su amante, su amiga, su compañera de profesión y el amor de su vida.
domingo, 10 de febrero de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario