BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











jueves, 28 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (42)

Augusto tenía sus particulares fetiches del terror, cada uno de los cuales, de alguna manera, había marcado su infancia y su adolescencia, respectivamente. El gran terror de su infancia había sido el cazador de niños de "Chiti-chiti bang-bang", un clásico del cine infantil de la década de los sesenta. Este personaje, que aparecía vestido de negro con una especie de caseta de feria o puesto de chucherías para atraer la atención de los incautos pequeñajos, llegó a protagonizar muchas pesadillas de Augusto, a quien la enorme nariz, el sombrero de copa y la capa del susodicho malvado, hacían temblar de auténtico pánico. Así, cada vez que Augusto veía la película, y fueron muchas, casi tantas como "Mary Poppins", tenía que darle al botón del vídeo que servía para pasar las escenas de forma rápida, porque le daba miedo ver aparecer a este personaje que parecía un cuervo, cuyas siniestras alas llenaban de sombras el alma cándida y vulnerable del pequeño Augusto cada vez que aparecía el cuervo volando, ya fuera en el terreno de la realidad o en el de los sueños que se convertían en pesadillas.

Hacía mucho tiempo que Augusto no veía esa película, pero resulta bastante paradójico que una historia infantil tan tierna causara tanto miedo, al menos, a parte del público al que iba dirigida. Aunque esas emociones tan desagradables fueran provocadas por uno solo personaje de la obra, no era cuestión de que tuvieran que pagar justos por pecadores. Pues hay que recordar que también participaba el entrañable Dick Van Dyke, que había sido Bert en Mary Poppins, esa otra película que había constituido otro gran hito, éste, de agradables recuerdos, en la infancia de Augusto. Y, ciertamente, el pobre personaje de Caractacus Potts no tenía la culpa de compartir protagonismo con el malvado secuestrador infantil protagonizado por Robert Helpmann. Pero así eran las cosas. Tendría Augusto que volver a ver la película para superar el trauma, cosa que esperaba no resultarle demasiado difícil, habida cuenta de la cantidad de años que habían pasado desde aquella época de su más tierna infancia, cuando pasaba sus vacaciones entre Sevilla, Madrid y Granada con abuelos, tíos y primos.

Su otra gran motivo, no ya de terror, sino de auténtico pánico, era Samara Morgan, el siniestro personaje de la película "The Ring". Solo había dos cosas de esa película que a Augusto le causaba casi tanto miedo como Samara: la puñetera cinta de vídeo que condenaba a morir, al término de siete días, a todos aquellos y aquellas incautas que se atrevieran a verla, y la cara descompuesta que se les quedaba a las víctimas a las que, transcurrida la semana correspondiente, Samara visitaba a través de los aparatos de televisión de sus casas.

Augusto había ido a ver esta película al cine con su amigo Sabino en el año 2002, que fue cuando la estrenaron, durante una de las escapadas que hacían algunos días de la semana después de las clases en la Facultad. Se iban a comer una hamburguesa al Nervión Plaza, que es un centro comercial del centro de Sevilla, y, mientras comían, elegían una película de la cartelera para verla después de comer. Y, en una de aquellas ocasiones, le tocó el turno a "The Ring", de la que habían obtenido referencias por boca de otros amigos del grupo de la Universidad, que ya habían ido a verla y les había gustado mucho, que es lo mismo que decir que les había asustado mucho.

Lo que más aterrorizaba a Augusto de Samara era su aspecto cadavérico, con esa piel de un blanco azulado, arrugada por su constante exposición al agua, y esos pelos negros, de un negro espesísimo y opaco que le llegaba a la altura del pecho y que le cubría el rostro para insinuar una mirada que provocaba ese auténtico pánico que dejaba a sus víctimas con la mandíbula desencajada, además de ese camisón blanco que parecía la sábana de un fantasma o el sudario de un muerto. Era como el Cristo de Velázquez, pero, en lugar de provocar piedad y devoción como el cuadro del pintor sevillano, causaba espanto.

Otra característica del personaje que desquiciaba a Augusto era la lentitud con la que se movía Samara, que era una lentitud espesa y torpe, como si le costara moverse, como si estuviera sumida en un charco de arenas movedizas, esa misma lentitud que nos invade cuando estamos soñando, y, sobre todo, cuando estamos viviendo una pesadilla en la que alguien o algo terrible nos está persiguiendo y nosotros no podemos movernos para echar a correr, para poder huir despavoridos, porque las extremidades corporales nos pesan como si fuesen lingotes de acero.

Y, sobre todo, esa primera aparición suya sobre la superficie de ese pozo, también de pesadilla, y esa manera de acabar de superar el obstáculo del brocal del pozo, de bajarse de él y empezar a arrastrarse lentamente, con lentitud diabólica, como regodeándose en el pánico de quien la está observando, hasta llegar a la pantalla del televisor y salir de ella para plantarse en medio de tu propio salón...Para Augusto, esa sería, durante muchos años, la imagen del terror en estado puro.

Con el paso del tiempo, Augusto había conseguido dar los primeros pasos para superar el trauma del miedo que le provocaba el personaje de Samara Morgan, y lo había hecho buscando en Internet información sobre la actiz que había interpretado a tan malvada y siniestra criatura: se llamaba Daveigh Chase, y era una hermosa jovencita que ya había sobrepasado los veinte años de edad. Cuando actuó en la película, la señorita Daveigh contaba con solo doce añitos, o sea, siendo una mocosa aparentemente inofensiva, pero solo en apariencia, pues ya se sabe que la proverbial inocencia de los niños es un arma, o mejor dicho, una excusa de doble filo: puede hacérnoslas ver como las criaturas más adorables, o como las más demoníacas y terroríficas, según las circunstancias. Está claro que el personaje de Samara representa, a la perfección, el lado más oscuro que una niña de doce años puede ser capaz de manifestar.






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