BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











sábado, 2 de marzo de 2013

El desorden cotidiano (43)

Sabino había sido el mejor amigo de Augusto durante muchos años desde que se conocieron en el Aula Magna de la Facultad de Filología, en Sevilla. Sabino era una persona que estaba tan bien dotada por fuera como por dentro. Era, físicamente, muy atractivo, y además contaba con virtudes tan valiosas como la discreción y la modestia, lo cual lo convertía en el confidente ideal de Augusto, a quien tanto gustaba explayarse exteriormente en la expresión de sus sentimientos, sus emociones y sus pensamientos, mientras su amigo Sabino escuchaba paciente y serenamente para, finalizadas las confidencias de aquél, emitir un dictamen sobre lo que, en su opinión, Augusto debía hacer. Era como su psicólogo particular, habida cuenta, por otra parte, de que Sabino tenía ya muchas experiencias de la vida, mientras que Augusto aún era muy inocente (estaba empezando a vivir de verdad), de modo que Sabino podía enseñarle a Augusto muchas cosas, y, al revés, Augusto podía aprender muchas cosas de Sabino.

Y es que la locuacidad de Augusto contrastaba de tal manera con el carácter lacónico de Sabino, que se complementaban muy bien, porque Augusto tampoco se privaba de opinar sobre lo que Sabino le contaba cuando consideraba oportuno hablar, ocasión que se daba, muchas veces, por propia petición y ruego de Augusto, que también quería que Sabino le permitiera aconsejarle y ayudarle, igual que Sabino le ayudaba a él.

En el ejercicio de su modestia, Sabino escondía a un gran poeta al que ahogaba el pudor de darse a conocer. Y la más evidente muestra de esta actitud y este talento era que Sabino, en vez de asistir a las clases, se iba a la biblioteca de la Facultad a devorar libros, que es como realmente se aprende. Eso es justo lo que Augusto también haría en Madrid cuando estuviera terminando la carrera en la Universidad Autónoma.

Claro, que la cosa tenía algún que otro inconveniente, como es el de toparse con algunos profesores de esos que no te aprueban si no te ven asistir a sus clases, o lo que es casi lo mismo, que solo te aprueban si, durante el examen, les sueltas exactamente lo que te han contado en el aula, y que solo estaba en posesión de aquellos compañeros que, en primer lugar, no se habían perdido ninguna lección, y, en segundo, eran unos maestros en el arte de coger apuntes, que también son esos que luego te ven por los pasillos con los brazos llenos de libros y te preguntan que a dónde vas con todo eso, y a ti te dan ganas de ponerte sarcástico y responderles: "Que a dónde voy con tantos libros en una facultad de letras... Pues a limpiarme el culo, si te parece."

 Esa clase de estudiantes tenían un concepto práctico de la carrera, a la que consideraban como un mero trámite burocrático que había que cumplir para obtener una titulación universitaria, y se licenciaban antes que otros que, como Augusto y Sabino, tenían otra idea de lo que era estudiar una carrera como esa, que tenía mucho de vocacional, de amor por los libros, por la literatura y el conocimiento. En opinión de Augusto, esa clase de compañeros, al final, no habrían aprendido una mierda, dicho mal y pronto, más allá de lo que habían plasmado en sus apuntes, tan pulcros y ordenados. También es cierto que él había aprobado unas cuantas asignaturas gracias a que algunos de esos compañeros suyos tan aplicados en clase le habían dejado sus apuntes.


Augusto solo había conocido una época en que Sabino estaba muy creativo y le mandaba mensajes al teléfono móvil enseñándole versos que había escrito para que Augusto opinara sobre ellos. A Augusto le hacía mucha ilusión que su amigo le confiara esos tesoros tan valiosos, en la medida en que sabía que aquellos pertenecían a la intimidad de Sabino, que tan poco dado era a airear esa clase de asuntos.

Esa confianza que Sabino depositaba en él le hacía saborear las mieles de la amistad en su más puro y noble significado. Y es que la amistad era uno de los pocos valores absolutos en los que Augusto creía. No creía en dios, ni en la patria ni en ninguna de esas paparruchas conservadoras... Creía en la amistad, en esa clase de amistad que cultivaban y ponían en práctica, por ejemplo, haciendo escapadas de vez en cuando después de las clases. Se iban a comer y, después, al cine. A veces elegían una película sobre la marcha. En otras ocasiones, planificaban la escapada con antelación para elegir la película que deseaban ver. Y fueron unas cuantas: La Pasión de Cristo, de Mel Gibson; The Ring, entre otras.

En una ocasión, Sabino tuvo un gesto precioso hacia su amigo. Ocurrió durante la celebración de la boda de otro amigo de ambos. Sabino se acercó a Casandra y le dijo: "Cuida bien de él, porque es una de las mejores personas que conozco." A Augusto, esas palabras, ese gesto, ese detalle, le llegaron a lo más profundo de sus entrañas y se quedaron grabadas en su corazón con letras de fuego y de oro.

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