BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











viernes, 29 de marzo de 2013

El desorden cotidiano (46)

Suele decirse que, para ganar unas oposiciones, hay que tener una mitad de buena suerte, y otra mitad de trabajo bien hecho, o sea, haber estudiado y saberse muy bien los temas. El caso de Augusto fue paradigmático en estos términos, pues, en sus circunstancias, se produjo esa conjunción de elementos, los cuales, a partes iguales, le condujeron al éxito.

El examen escrito le salió redondo. Eligió, obviamente, el tema que mejor se sabía de los que habían salido en el sorteo: las vanguardias literarias. El tema daba mucho juego, y Augusto jugó bien. No le faltó de nada: un planteamiento original, con las dosis exactas de erudición, y cuidando bien las formas, respetando los márgenes, los comienzos de los párrafos, y con el índice en la primera página y la bibliografía, en la última. Trató de esmerarse especialmente con la letra, procurando, en todo momento, que se entendiera bien y que fuera legible, ya que Augusto tenía problemas de caligrafía a causa de su mal pulso.

La suerte le vino dada, muy especialmente, del lado del examen práctico, que a él le había tocado, en primer lugar, dos semanas después del escrito, con lo cual tenía tiempo de sobra para prepararlo, y, en segundo lugar, a primera hora de la mañana, cuando los miembros del tribunal están frescos, despejados y más receptivos para captar todos los matices de una buena exposición, y, así, poder valorar y evaluar en las mejores condiciones físicas y mentales. Además, era el primero del día en examinarse, con lo cual, para bien o para mal, los miembros del tribunal no tendrían elementos de comparación respecto a los demás opositores de ese día, que iban detrás de él. Así, si hacía una exposición muy buena, tendría más posibilidades de sacar una nota muy alta. Hay que tener en cuenta que cualquier otra circunstancia habría podido echar por tierra todo el esfuerzo y el trabajo de Augusto. Pero fueron el momento y el lugar idóneos. Se podría decir que la suerte quiso acoger en su seno al trabajo y al esfuerzo, y, como resultado de esa unión, salió lo que salió: una plaza de funcionario.

Y, ciertamente, todo fue a pedir de boca. Augusto sacó a relucir toda la larga y ardua preparación a la que le había sometido Casandra en casa de sus padres y con la pizarra pequeña que habían comprado para ensayar. Durante la exposición, Augusto se sentía como pez en el agua. Acostumbrado a la estrechez de la habitación de Casandra a la hora de intentar explayarse y desplegar todo su repertorio de gestos y de movimientos, cosa que le resultaba muy difícil e incómoda durante los ensayos, cuando se vio con todo el espacio del aula del instituto en el que tuvo lugar el examen, pudo, esta vez sí, desplegarse y hacer gala de toda clase de movimientos, miradas, gestos y, por supuesto, uso de la pizarra para ir escribiendo a medida en que iba desarrollando, primero, las bases de la programación, y, después, la unidad didáctica del texto expositivo, que fue, de los temas que le tocaron en el sorteo, el que eligió para exponer, pues era uno de los que mejor preparados llevaba.

Augusto supo conferir a su exposición las dosis justas de fluidez en el ritmo, en el tono de su voz, en la manera de moverse por todo el espacio del que disponía, en el modo de mirar a los miembros del tribunal y en la manera de transmitir su mensaje, que resultó convincente, sólido y ameno. Fue más que un examen de oposición: aquello constituyó una primera muestra de todo el potencial que Augusto atesoraba en su interior. Resultó ser una gozosa exhibición, una explosión brillante como resultado de haber realizado un esfuerzo muy grande que había sido encauzado por el único camino que podía conducir al triunfo en un caso como éste: el estudio, el ensayo y la repetición. Augusto se regodeó en esa exhibición de oratoria tan ensayada, tan pulida, tan corregida y tan machacada, que al final salió a relucir como una perla de virtud reconcentrada y deslumbrante.

Era su oportunidad, y Augusto la aprovechó, y consiguió subirse al tren de la estabilidad laboral y del proyecto vital compartido con Casandra, a quien había que atribuir una parte importante del mérito. De hecho, Augusto insistía mucho en afirmar que, de no haber sido por la ayuda y el apoyo de Casandra, él no se habría sacado la plaza. Habría aprobado el examen, posiblemente, pero, como mucho, habría entrado en la bolsa de interinos, que no era poco, pero, cuando salió del examen oral, Augusto supo que merecía una de las once plazas de su tribunal.

Y Augusto tenía muy claro hasta dónde había sido Casandra partícipe del esfuerzo y del trabajo realizados, pues fue ella, Casandra, la que le corrigió todos los defectos que él manifestaba en las exposiciones orales. Fue ella la que le obligó a repetir y repetir y repetir hasta que todo saliera perfecto. Incluso le hizo algunos simulacros de exámenes escritos. Augusto recordaba que un día, sábado por la tarde, que fue a casa de los padres de su novia, ésta le sorprendió con unos folios en blanco y un bolígrafo, y le hizo escribir el tema de La Celestina. ¿Qué nota le puso? Un seis.

Casandra impuso a Augusto tan elevado nivel de exigencia, que los frutos no se hicieron esperar, y la manzana cayó madura del árbol y fue a parar a las manos de los dos, y ambos le dieron un buen mordisco. De hecho, se la comieron entera. Se lo merecían. Se lo habían ganado.


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