BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











miércoles, 27 de marzo de 2013

El desorden cotidiano (45)

Cuando se celebró la Exposición Universal de Sevilla, en el año 1992, Augusto tenía once añitos. Se hallaba, pues, y cronológicamente hablando, en la plenitud de su infancia. Él la recordaba con mucho cariño, y de forma bastante pormenorizada, ya que sus padres habían comprado el abono familiar para poder asistir regularmente durante todo el periodo de la celebración del evento: del 20 de abril al 12 de octubre, que fueron, respectivamente, las fechas en que Cristóbal Colón había partido de Palos de la Frontera, y en que, más tarde, había llegado a tierras americanas.

Augusto guardaba un recuerdo espectacular y sobrecogedor de aquellos días durante los cuales Sevilla fue la protagonista del mundo entero en todos los órdenes: cultural, social, histórico, y de cualquier otro. En su inocencia y pequeñez física y mental, a Augusto le impresionaban muchísimo todos aquellos edificios que representaban a tantos países de todo el mundo, al igual que los monumentos, las fuentes, los colores, la música y los desfiles. De manera especial, sentía una especie de vertiginosa admiración hacia esa gigantesca esfera de color azul turquesa que daba la bienvenida a los visitantes exhalando agua pulverizada para paliar los efectos del calor sevillano, y que se erigía monumentalmente sobre tres barrotes metálicos que la sostenían como un trípode a una cámara fotográfica.

Para él, aquella obra de ingeniería futurista y ultramoderna era como un gigante que ejercía sobre él una atracción sobrecogedora y, al mismo tiempo, le causaba temor, esa clase de temor que se siente en presencia de lo extraordinario y que le hace a uno, a la vez, sentirse prácticamente insignificante, y, más aún, siendo Augusto el niño que aún era entonces. Tal era la monumentalidad de aquello, algo comparable a lo que le hizo sentir la Cruz del Valle de los Caídos de Madrid cuando fue a visitarla, siendo también muy pequeño.

Esa misma sensación le causaba la contemplación de edificios tan famosos como el Pabellón de la Navegación, con todas sus dimensiones, sus formas curvadas y su espectacular magnitud,o el del Pabellón de Japón, que era otra gigantesca mole de madera, también en forma de curva. Y qué decir del Pabellón de la Comunidad Europea, con su torre cubierta por los colores de los países que entonces ya pertenecían a la Europa de la moneda única. Y, como esa, todas las demás que se podían admirar por todas partes, porque todo en la Expo fue admirable y espectacular. Incluso las papeleras de las avenidas, con sus diseños ovalados cuya estética de vanguardia hacía presentir el futuro, incluso verlo con los ojos y tocarlo con las manos, dentro de aquel presente plagado de adelantos tecnológicos.

Augusto conservaba vagos recuerdos sobre cómo se accedía al recinto de la exposición. Y sobre esto, lo que sí recordaba bien es que, para entrar, tenía que colocar la yema de uno de los dedos sobre un escáner que leía las huellas dactilares y hacía que se abriera la cancela de la entrada. Resulta que el dedo que él utilizaba para el acceso estaba siempre despellejado, y eso dificultaba la lectura de sus huellas por parte del escáner, lo cual ponía muy nervioso a Augusto, que, cada vez que iba de visita a la Expo, tenía miedo de que el mal estado epidérmico de su dedo le impidiera entrar y le obligara a quedarse fuera. Obviamente, esto nunca llegó a ocurrir. Lo que sí sucedía con bastante frecuencia es que el susodicho escáner tuviera que repetir varias veces la lectura de las huellas dactilares de Augusto antes de dejarle pasar.

Veinte años después de lo que, sin duda alguna, constituyó un desbordante y abrumador ejercicio de lucimiento y brillantez cultural, urbanística, tecnológica, e incluso política (el felipismo socialista, y no se quiera ver ninguna redundancia en la expresión, se hallaba en la cumbre de su desarrollo, aunque poco le faltaba para darse de bruces con la cruda realidad que aquel ambiente festivo y triunfalista ocultaba), Augusto seguía experimentando esos estremecimientos que recordaba de todas esas maravillas de las que había sido testigo durante una época de su infancia.

Cada vez que se adentraba por el recinto de la Isla de la Cartuja (el antiguo emplazamiento de la Expo), que ahora era una especie de conglomerado de empresas públicas y privadas, incluido el espacio de Isla Mágica y  algunos edificios universitarios (la Escuela de Ingeniería y la Facultad de Comunicación), ya fuera en coche o caminando, Augusto experimentaba algo parecido a un soplo de brisa que regresara del pasado, del año 92, para hacerle rememorar a flor de piel la trascendencia de aquel evento en todas sus dimensiones. En esos momentos, paseando por las calles vacías y solitarias, recordando lo que habían llegado a ser, a representar y a acoger en su seno, en sus entrañas de ciudad joven y prometedora, la piel de Augusto se erizaba de emoción, de respeto y de veneración ante la memoria de una magnificencia que fue erigida para perdurar a través del tiempo en el recuerdo de todos los que tuvieron la inmensa fortuna de vivirla.

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