BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 11 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (29)

Augusto había tenido malas experiencias en el mundo laboral, incluso después de haber obtenido su plaza de profesor por oposición. Eran malos tiempos para encontrar un trabajo decente, entendiendo, por "decente", que se ganara un sueldo medianamente digno (por encima de los mil euros) y que el puesto fuera fijo, o, al menos,  que a uno le dieran la esperanza de que pudiera llegar a serlo ofreciéndole un contrato de, al menos, un año completo, y no de tres o de seis meses. En estas condiciones, uno no podía hacer planes de ningún tipo, y, puesto que el perfil mayoritario de trabajador que se hallaba en estas condiciones tan precarias se correspondía con el de la gente más joven con edad de trabajar, esto era causa de que la juventud, en general, y la española, en particular, no pudiera independizarse y tuviera que vivir en casa de sus padres hasta que las condiciones socio-económicas del país mejoraran sustancialmente.

El caso es que Augusto había vivido dos experiencias consecutivas que le habían dejado profundamente traumatizado. Se trataba de sendos despidos de dos academias en las que había sido contratado para dar clases de inglés y francés, en la primera, y de comentario de texto, en la segunda. No llegó a estar ni un mes entero en cada una de ellas. Esto le afectó mucho a su autoestima, y le condujo a pensar que él jamás sería capaz de durar más de un mes en cualquier puesto de trabajo medianamente decente, o lo que es lo mismo: mínimamente serio, estable y bien pagado.

Por esa razón, durante su primer año como funcionario, aún en prácticas, Augusto había vivido con la constante obsesión de que le iban a despedir, porque tenía la impresión de que no estaba haciendo bien su trabajo. Casandra, como siempre, trataba de apoyarle con todo su cariño y en tdo lo que podía, y, cada vez que Augusto le comentaba su miedo a que le despidieran, ella le recordaba que ya no estaba trabajando en una empresa privada, que él tenía su plaza y que no le podían despedir, a menos que cometiera algún error muy, muy grave. Lo que sí podían hacer era suspenderle el año de prácticas si el inspector que debía ir a supervisar su labor docente consideraba que Augusto no la estaba desempeñando correctamente. Pero, aun  así, en el peor de los casos (suponiendo que no aprobara el año de prácticas), tendría otro año para repetir las prácticas y enmendar sus errores haciéndolo mejor para, finalmente, convertirse en funcionario de carrera.

Lo cierto es que, el día en que se cumplió su primer mes de trabajo, al caer en la cuenta de que, efectivamente, no le habían despedido, de que seguía acudiendo a su puesto de trabajo sin que el director o el jefe de estudios le hubiera llamado unos días antes para comunicarle que, sintiéndolo mucho, habían decidido rescindirle el contrato por no haber superado el periodo de prueba, adquirió conciencia de su continuidad como trabajador de su centro educativo, como funcionario que, efectivamente, había superado un examen y se había ganado su plaza fija, quedando a salvo de las contingencias, arbitrariedades y precariedades del mercado laboral. Todas estas ideas pasaron por su cabeza repentinamente, y, ciertamente, le alegraron el día. Entonces sintió una emoción inmensa, y, al entrar en el aula de su grupo de tutoría, que era la que le tocaba durante esa hora, lo hizo con un evidente buen humor que le hizo ver a sus veintisiete fierecillas de una forma distinta a como las había estado viendo hasta entonces: sintió un momentáneo orgullo por la labor profesional que le había tocado desempeñar, y se sintió embargado por un sentimiento de seguridad y confianza de los que hasta el momento había carecido, y que tan necesarios resultan en cualquier faceta de la vida, cuánto más en esa faceta de su profesión para poder afrontarla con solvencia y satisfacción.

Casandra, su novia, se había sacado la plaza, también de profesora de lengua, dos años antes que él. Y, cuando Augusto se convirtió, gracias a ella, en funcionario consorte, se dio cuenta de que acceder a ese estatus, el de empleado público, le cambia a uno la vida, porque, desde ese instante, uno pasa a disfrutar de todas las promesas que hacen los políticos y que, si uno no es funcionario, se quedan en papel mojado: trabajo digno, vivienda digna y acceso a una amplia gama de servicios que a la gran mayoría de los empleados del sector privado le están absolutamente vedados, como el que los bancos te concedan una hipoteca o cualquier tipo de crédito para poder costearse algún caprichito (un coche, un viaje, etc.).

Esta experiencia de Augusto al lado de su Casandra funcionaria le hizo, un día, elaborar una tipología social de las personas: por un lado, estaba el grupo de todos los que son funcionarios, y, por el otro, el grupo de quienes no lo son. Los primeros, al menos en principio, tienen la vida resuelta, mientras que los segundos tienen que resignarse a aceptar trabajos precarios y mal pagados. Afortunadamente, y con la imprescindible ayuda de Casandra, Augusto pasó a engrosar las filas de los primeros dos años después de que lo hubiera logrado ella.

1 comentario:

  1. CAS:

    En los tiempos que corren, querido Augusto, nadie es intocable...esperemos seguir siendo funcionarios por los siglos de los siglos, porque la crisis crece y el miedo con ella.
    Aún así, sí, somos la élite de la fortuna laboral (por eso somos envidiados por los que no tienen esa seguridad y puteados por los de arriba, que saben que de aquí no nos moveremos -con nosotros no cuela la fuga de cerebros, estamos atados a este país, y nos hundiremos con él- y juegan a torturarnos, retorciendo sin escrúpulos nuestro cofre del tesoro: la nómina).

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