BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 10 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (28)

De vez en cuando, Augusto se preguntaba qué habría pasado si su madre no se hubiera muerto. ¿Habría seguido tan apegado a ella? ¿No se habría atrevido a lanzarse al mundo? Esta conducta habría sido muy perjudicial para Augusto. Ya en vida, su madre era la primera que le decía que tenía que salir de casa y relacionarse con la gente. Especialmente, con personas de su edad. Pero, a él, este consejo de su madre le daba pavor. Él no estaba preparado para hacer eso. Dependía demasiado de su madre y de las cuatro paredes de su casa. Él estaba dispuesto a llegar, como mucho, hasta los límites del pueblo sevillano en el que vivían.

A Augusto le aterraba todo lo que supusiera cruzar ese límite. De hecho, recordaba cada vez que había tenido que hacer una excursión con el instituto. Recordaba cuando fueron con la profesora de Latín al Museo Arqueológico de visita. Recordaba la sensación que sintió cuando tuvo que subirse en el autobús, y lo que sintió cuando éste empezó a andar y a alejarse del instituto, del pueblo y de su casa, para adentrarse en territorio urbano. Y desde luego recordaba la sensación que experimentó cuando se bajó del autobús, ya en plena ciudad. En aquel entorno, Augusto se sentía desamparado, desarraigado y perdido. Le daba mucho miedo perder la vista a sus compañeros o a la profesora, porque podía perderse, y él no sabía manejarse en la ciudad. No tenía ni idea. Era demasiado tímido para mostrar una conducta que incluyese el más mínimo indicio de iniciativa.

También recordaba Augusto la grandísima sensación de alivio que sintió durante el viaje de vuelta, que, curiosamente, hizo en el coche de la profesora de Latín. Recordaba la sensación de protección que le embargó cuando llegaron a Tomares, su pueblo, su querido pueblo. Cuando pasaron por el Hipercor de San Juan de Aznalfarache pare regresar al instituto, a Augusto casi se le saltaron las lágrimas de pura emoción por su regreso a casa, que era mucho más que eso: era su casa, pero también era su dominio, lo que él podía controlar. Allí donde jamás se perdería, porque sabía cómo llegar a su casa andando, sin necesidad de preguntar a nadie por el camino de vuelta. Sin necesidad, por tanto, de entablar diálogo con desconocidos, cosa que Augusto no se veía capaz de hacer sin un enorme esfuerzo.

Y eso era lo que le preocupaba a Augusto. El hecho de que, si su madre no se hubiera muerto, es posible que se hubiera enquistado en esa situación de dependencia extrema, tanto de su madre como de su entorno más íntimo y cercano, con el consiguiente peligro para su salud mental, en términos verdaderamente patológicos. Porque, si esto hubiera sido así, por duro que suene decirlo y, aún más, reconocerlo, a Augusto le había venido muy bien la muerte de su madre. Y esto, lógicamente, le hacía sentir culpable. Porque para él era muy duro pensar que, si su madre no hubiera muerto, él no habría espabilado nunca y no habría madurado nunca, y no sabría nada de la vida ni de la gente.

Sin embargo, pensándolo más racionalmente, y con el gran conocimiento de sí mismo que había adquirido con los años y la experiencia, Augusto había llegado a la conclusión, sin ninguna duda, de que los planteamientos anteriormente expuestos eran tan siniestros como absurdos. Porque él sabía perfectamente que su madre no solo no habría supuesto ningún impedimento para desarrollar la independencia y la madurez de Augusto, sino todo lo contrario: ella habría seguido animándole y estimulándole para que saliera de casa y se relacionara, y conociera gente, y tuviera experiencias como los demás, y tomara sus propias decisiones, como los demás, y aprendiera a acertar y a equivocarse por sí mismo, como los demás.

Por lo tanto, Augusto sabía, con certeza absoluta, que no fue la muerte de su madre lo que le había hecho lanzarse definitivamente al exterior para iniciar su proceso de madurez e independencia. El trágico suceso solo había adelantado la decisión de Augusto. Pasado el tiempo, él llegó a saber que, tarde o temprano, con su madre o sin ella, habría sentido la necesidad de romper con todo y volar lejos del nido para conocer el mundo. Ahora, lógicamente, deseaba que su madre estuviera viva para haber sido testigo y espectador de todo aquello, y para darle consejos de madre, y para regañarle y enfadarse con él, y hacer las paces y empezar de nuevo, y, así, sucesivamente. Porque es así como las personas se relacionan y van ganando en humanidad, en carácter y en experiencia.

Definitivamente, Augusto pensaba que ojalá su madre siguiera viva, porque, en ese caso, el sería mejor persona de la que era, y que podía seguir mejorando infinitamente gracias al ejemplo y al cariño de su progenitora.

1 comentario:

  1. Qué preciosidad de entrada, peque. ¿Ves? Cuando esperas a tener un sentimiento y entonces, sólo entonces, darle forma, creas algo bello e irrepetible. Deja lo banal para los banales.

    Respecto al contenido, claro que es siniestro y absurdo, ¿qué dices? Tu madre te hubiese cogido por los pelos, te hubiese pateado el culo y te hubiese obligado a hacer todas las cosas a las que yo te obligo, y algunas más que te perdono ;)

    Ojalá estuviese...

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