BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 15 de mayo de 2012

El desorden cotidiano (16)

A los pocos días de que su madre hubiera muerto, Augusto quiso tener un gesto altamente emotivo y entrañable con su padre. Era algo que necesitaba hacer. Un día, el hijo entró en la habitación de sus padres y le pidió a aquél que le hiciera una promesa. "Prométeme que siempre voy a contar con tu cariño y con tu amistad", le dijo Augusto a su padre con los ojos llenos de lágrimas. Éste, naturalmente, le dijo que sí, que por supuesto, mientras le abrazaba. La correspondencia de su padre a las palabras de Augusto llenó a éste de seguridad, confianza y sentimientos reconfortantes.

A partir de entonces, Augusto empezaría a venerar a su padre de un modo muy intenso, y no es que su padre no hubiera dejado de ser, en ningún momento, un hombre cariñoso y cercano con sus hijos: todo lo contrario. De hecho, al igual que su madre, el padre de Augusto siempre había estado atento a los antojos o caprichos materiales de su segundo hijo. Augusto recordaba, a propósito de esto, una mañana de sábado en que su padre fue a su habitación a despertarle para llevarle al Corte Inglés con la intención de comprarle un reloj como regalo de cumpleaños debido a que Augusto quería tener un objeto de esa clase. Al final, su padre le regaló uno muy vistoso, con calculadora y todo.

Otro hermoso detalle del padre de Augusto, que, por cierto, se llamaba Pepe, tuvo lugar durante la época durante la cual a nuestro personaje le había dado por convertirse en un forofo del fútbol a raíz de haber presenciado una remontada histórica del Atlético de Madrid, el equipo familiar, sobre el Barcelona, allá por el año 1993 o 1994. No lo recordaba muy bien. El caso es que venía la selección española a jugar al estadio del Sevilla contra Bélgica, y Augusto quería ir a ver ese partido. ¿Qué sucedió? Pues que al atento y generoso de su padre le faltó tiempo para comprar las entradas y llevar a su hijo al estadio Ramón Sánchez Pizjuán. Cabe añadir que España ganó, pero jugó muy mal. El que lo hizo, una vez más, fenomenal apuntándose otro detalle de padrazo, fue Pepe, el padre de Augusto.

Estas anécdotas dan buena cuenta de la bondad de Pepe para con su hijo Augusto. Pero esta virtud paterna no se detenía en Augusto, ni mucho menos. No olvidemos que éste era el segundo de cuatro hermanos, lo cual daba a su padre la oportunidad de prodigar su generosidad y su cariño detallista hacia sus otros tres retoños. Por ejemplo, al mayor de todos le costeó la práctica de todos los deportes que se le antojaba ejercitar, desde la pesca hasta el esquí, pasando por la caza, cuya afición ambos compartían, aunque a Augusto esto no le hiciera demasiada gracia, dada su mentalidad ecologista.

El caso es que, si bien, como hemos visto, Pepe nunca había dejado de ser un buen padre, desde la muerte de su mujer sabía que, a partir de entonces, su labor iba a verse multiplicada hasta el infinito para cubrir el vacío que había dejado su esposa. Y el vacío, ciertamente, no era precisamente muy fácil de llenar, porque Lola, la madre de Augusto, de sus tres hermanos y esposa de Pepe, había sido una persona ejemplar en todas las facetas de su vida y de su conducta. Aun así, el horizonte que se le presentaba a Pepe , en este sentido, no era, dentro de lo que cabía, demasiado desalentador, porque él quería tanto a sus hijos, que no le importaba ocupar el lugar de su esposa en la medida en que esto suponía la necesidad de fortalecer y estrechar al máximo los lazos afectivos que unían al padre con sus cuatro hijos. Todo lo que fueran oportunidades para demostrar a sus hijos lo mucho que los quería, a Pepe le resultaba muy estimulante y motivador. Efectivamente, el amor por sus hijos era lo que le daba fuerzas para seguir adelante tras el durísimo golpe que la vida acababa de darle en lo más profundo y delicado de sus entrañas. Por esta razón y por otras muchas, concernientes todas ellas al amor que un hijo siente por su padre, Augusto le decía constantemente dos palabras que a muchas personas causa pudor pronunciar, con la excusa de que, cuanto más se dicen, más se desgasta su significado y llegan a no significar nada en realidad. A Augusto este razonamiento le parecía patético, absurdo y cobarde, y, por eso, él se lo tomaba a la inversa: cuanto más se lo decía a su padre, más intensa y profundamente lo sentía. Se trata de dos palabras hermosas y sencillas: "Te quiero".

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