BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











miércoles, 26 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (33)

Augusto había llegado a ser muy futbolero. El Atlético de Madrid y su familia fueron los culpables. Se hizo hincha colchonero de la noche a la mañana gracias a un encuentro memorable en que el equipo madrileño remontó tres goles en contra frente al Barça. Fue en la época en que jugadores como Caminero empezaban a destacar haciendo gala de unas habilidades que iban a sacar de más de un apuro al Atlético, que, siendo el tercer equipo de la historia del fútbol español por palmarés, había empezado una mala racha que le llevó a luchar durante varias temporadas seguidas por mantener la posición en la primera división de la liga española.

Augusto vivió estos años deportivos con mucha angustia, pero también con mucha pasión por su equipo y por el fútbol, en general. El virus del balompié se le inoculó, literalmente hablando, y por las venas le fluía su sangre rojiblanca, de la que se enorgullecía con ardor. Y, ciertamente, de ese ardor y de esos intensos años de pasión futbolera le quedaría un poso que jamás le abandonó. De hecho, lo aprendió todo sobre el fútbol y no solo no lo olvidó jamás, sino que, además, le ayudó a apreciar la belleza de este deporte en su justa medida.

Le gustaba, por ejemplo, presenciar por televisión una buena jugada de vez en cuando, aunque ya sin la pasión del gran forofo que había sido. Agradecía haber experimentado esos años de fervor rojiblanco, porque eso le había hecho adquirir cierta cultura deportiva que le permitía mantener una conversación sobre el deporte rey con cualquier persona, si bien el asunto de las plantillas de los equipos y de los jugadores titulares y suplentes es algo que ya se le escapaba de las manos, porque, para estar al día en eso, sí que había que mantener un interés diario por los acontecimientos deportivos. O sea: podía discutir perfectamente si en una determinada jugada se había producido un fuera de juego o un córner, o un penalty, pero si se hablaba de tal o cual jugador, a no ser que fuera muy conocido y se mencionara su nombre continuamente en los medios de comunicación, como lo habían sido Romario, Ronaldo, Zamorano o Zubizarreta durante su época de aficionado, o como actualmente lo eran Messi, Iniesta o Torres, en los demás casos Augusto ya se perdía. Aun así, él se enorgullecía de dominar mínimamente el tema, porque esto le permitía, como hemos comentado, mantener con los demás conversaciones más o menos frívolas o banales, o todo lo trascendente que pudiera llegar a ser una discusión sobre el gol que había marcado David Villa en el último minuto de descuento contra el equipo de turno en tal jornada de la liga.

Y poco más o menos le pasaba a Augusto respecto al golf. Con la única diferencia de que, en la práctica de este deporte, nuestro personaje había durado mucho menos. Dos años, aproximadamente. El golf era otra cosa. Pero Augusto se llevó una gran decepción, porque él pensaba que ese era un deporte tranquilo, que servía para relajarse, y, cuando él empezó a practicarlo, eran más numerosos los motivos y los momentos de estrés que los de relax. Y esto a Augusto le desconcertaba mucho, porque el golf, visto por la televisión, era como un documental de animales emitido por La 2 a la hora de la siesta. Resultaba somnífero y relajante. Pero eso sucedía cuando jugaban los profesionales, que eran los que salían en la televisión.

Evidentemente, Augusto no era ningún profesional. Aunque daba algunos buenos golpes de vez en cuando. Pero, cuando esto no pasaba, le sobrevenía la torpeza y no daba bien ni una sola bola, y entonces se ponía muy, muy nervioso, y lo pasaba mal. Y esto se acentuaba cuando jugaba  con sus hermanos, que eran muy competitivos y se picaban, y se ponían a gritar en cualquier momento por cualquier tontería. Y lo que más rabia le daba a Augusto era que sus hermanos no aceptaban elogios. Más bien, los despreciaban. Ellos jugaban muy bien al golf y, por tanto, daban muy buenos golpes, y cuando él estaba presente y los observaba, de vez en cuando soltaba algún elogio. Pero sus hermanos reaccionaban con enfado y con desprecio, debido a su egolatría y a su afán perfeccionista: ningún golpe era lo suficientemente bueno para ellos, y no podían soportar que llegara el inútil, el ignorante de Augustito a decir "¡qué pedazo de golpe que acabas de dar!", porque ellos sabían muy bien, tan autoexigentes como eran, que había sido un golpe mediocre.¡ Cómo se le ocurría a Augusto proferir semejantes blasfemias tan a menudo, Dios mío...!

Pero, gracias, de nuevo, a esta afición pasajera, también adquirió Augusto unos conocimientos básicos sobre la materia que le permitían seguir mínimamente las constantes conversaciones que su padre y sus hermanos mantenían a todas horas.

Básicamente, ésta había sido la relación de Augusto con los deportes, si bien nos queda por comentar alguna anécdota temprana referente a la práctica de la pesca, que había sido, como siempre, idea y capricho de su hermano mayor, al que se le antojó pescar la madre de ambos decidió comprar sendas cañas de pescar telescópicas. Augusto solo recordaba una vez que fueron a pescar, con un primo suyo, a orillas del río Guadalquivir, y con un sol de justicia. Sería primavera o verano, y se sentaron cerca de un pescador adulto que se hizo con una carpa, que fue objeto de admiración de los tres pequeños aspirantes a pescadores.

De la pesca, sin embargo, a Augusto no le había quedado ningún conocimiento. Pudo ser debido a la poca práctica que realizaron. No obstante, Augusto recordaba todas estas experiencias de forma entrañable y como pasos previos, e, incluso, puede que necesarios, hacia la conquista de su propio espacio, de su propio mundo y de sus propios gustos y aficiones, que, años más tarde, empezarían a apartarse bruscamente de lo que dictaba su hermano mayor, para seguir su propio camino, el que haría de Augusto la persona y el carácter que había acabado siendo: ni mejor ni peor que cualquier otro.

sábado, 22 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (32)

Uno de los problemas de Augusto que habían sido motivo importante de complejos, traumas e inseguridades había sido de orden fisiológico: la incontinencia urinaria. Había sido su terca compañera de viaje hasta más allá de haber rebasado la mayoría de edad, si bien, durante esos uĺtimos años, las vergonzosas humedades se habían producido de forma muy discontinua.

Para Augusto, como seguramente para cualquiera, resultaba penosa y patéticamente embarazoso despertarse mojado. El sentimiento de vergüenza que le invadía, cada vez que esto sucedía, era horrible. Le hacía sentirse inferior, retrasado, inmaduro. Le hacía tener miedo a beber agua, o cualquier tipo de líquido (refrescos, etc.) por la noche, desde que cenaba hasta que se acostaba. Envidiaba mucho a su hermano mayor, que no tenia este problema, y podía permitirse el lujo de beberse todos los vasos de agua, o de Fanta o Cocacola, que quisiera. De hecho, Augusto recordaba una calurosa noche de verano en casa de sus abuelos de Granada. Dormía con su hermano en una de las habitaciones. Y recuerda cómo aquél se llevó una jarra llena hasta arriba de agua y se la puso al lado de su cama después de echar un buen trago para aplacar la sed provocada por esas altas temperaturas. Augusto envidiaba la seguridad y el gustazo con el que su hermano se permitía refrescarse antes de dormir, sin miedo alguno a mojar la cama durante la noche. Porque, además, Augusto tenía la manía de procurar hacer que pasaran dos o tres horas, desde el momento en que había acabado de beber el último vaso de líquido que bebiera esa noche, hasta el instante en que decidiera acostarse. Lógicamente, hacía esto con la intención de concederle a su cuerpo un margen para digerir el líquido y orinar lo que fuera necesario antes de irse a la cama, para quedarse tranquilo.

Pero no siempre era posible mantener ese margen. Y, cuando no podía hacerlo, Augusto lo pasaba mal, y lo que hacía, para conservar un mínimo de tranquilidad, era beber lo menos posible. Pero, entonces, le sobrevenía la sed, y volvía a pasarlo mal. La verdad es que lo suyo era de auténtica mala suerte, aunque fuera un problema más común de lo que Augusto pensaba. Y sus padres se lo decían para consolarle. Aun así, a Augusto le resultaba muy humillante tener que ponerse un pañal con catorce años.

Unas veces, la incontinencia se producía sin más; en otras ocasiones, el causante era un sueño. Y lo peor es que Augusto solía recordar no solo el sueño, sino, además, el  mismísimo pasaje del sueño en que su esfínter había decidido relajarse y dar vía libre a las aguas fecales. Y cuando, al despertarse, lo recordaba, sentía una impotencia tan embarazosa y vergonzante que solía dejarle muy afectado para el resto del día. Como el lector de estas líneas puede suponer, casi siempre los sueños que le provocaban la incontinencia estaban directamente relacionados con el susodicho acto fisiológico. Dicho de otra forma: soñaba que hacía pis, y se hacía pis.

Sin embargo, no siempre su incontinencia se había producido en horario nocturno. Augusto recordaba cómo, siendo muy pequeño, en el comedor del colegio se había orinado en los pantalones durante la comida. Como era demasiado tímido para avisar a los profesores vigilantes de que necesitaba ir al servicio, se había quedado sentado en la silla, aguantando y aguantando, hasta que no pudo aguantar más. Recordaba Augusto cómo, al terminar de comer y levantarse para salir del comedor, caminaba de manera torpe debido a la pesadez de sus pantalones mojados. También es cierto que esta incontinencia no había sido anómala desde el punto de vista cronológico: aunque Augusto no lo recordaba, cuando esto le sucedió no tendría más de siete u ocho años.

Lo que peor había llevado Augusto al respecto era, sin duda, tener que usar pañales por la noche. Esto le humillaba y avergonzaba sobremanera. Como hemos dicho antes, esto le hacía sentir como un niño pequeño, desvalido, dependiente de los demás, inmaduro y retrasado. Esto repercutía directa, grave y profundamente en su autoestima, y era una auténtica prisión para ella, que no podía avanzar y se quedaba estancada, si es que no descendía directamente a los abismos de las inseguridades, los complejos y los autorreproches.

El desorden cotidiano (31)

Entre otras experiencias traumáticas que Augusto arrastraba de su infancia y adolescencia, una de ellas entraba en la definición de acoso escolar. Ocurrió en dos etapas de su vida: una, en el colegio, cuando estudiaba el nivel de educación primaria, y la otra, ya durante sus años de la antigua E. G. B.

En el colegio, un prestigioso centro católico ubicado en una de las mejores zonas de Sevilla, el verdugo fue la señorita María Palomo, una anciana sesentona (al menos, así la recordaba Augusto) que se cebaba constantemente con los pequeños estudiantes de parvulito sometiéndoles a casi todo tipo de agresiones físicas: tirones de oreja, bofetones y otras muestras de dudosa afectividad. En el caso de Augusto, además, se añadía el maltrato psicológico, pues, debido a la extrema timidez que, durante aquella época de su vida, manifestaba nuestro querido personaje, la malvada profesora se mofaba de la conducta del pequeño, hasta el punto de que, un día en que los padres de Augusto se reunieron con ella para hablar de su hijo, ella les dijo que él era autista. En calidad de psicóloga ocasional, basaba la profesora su diagnóstico en los comportamientos de Augusto que ella observaba en el aula. Especialmente, en referencia a una anécdota que se repetía todos los días: el funcionamiento de la clase se basaba en que, al principio de cada sesión, la profesora sacaba los materiales de trabajo para que los niños los cogieran, los utilizaran para, al final de la clase, devolvérselos a la señorita y volver a pedírselos al día siguiente. Resulta que Augusto, por timidez, nunca los devolvía debido al temor que le causaba el hecho de tener que relacionarse con los demás, tanto con sus compañeros como con la profesora. Para devolver los materiales, había que levantarse del asiento, dirigirse a la profesora y hablar con ella, aunque fuera solo para decirle "señorita, ya he terminado", y esto para Augusto era un obstáculo imposible de superar, porque requería la posesión de un mínimo de habilidades sociales que el pobre Augusto aún no tenía. Por esta razón, cada día Augusto les pedía a sus padres unos lápices de colores nuevos, o plastilina nueva, o cualquier tipo de material que estuvieran manejando en la clase. Y sus padres se lo compraban. Y cuando la profesora les explicó lo que pasaba, ellos lo entendieron. Sin embargo, no les gustó nada que ella dijera que su hijo era autista. Entre otras razones, porque ellos sabían que eso no era cierto. Y es que una cosa es ser tímido, por muy tímido que uno sea, y otra, muy distinta, ser autista. Y entre lo uno y lo otro existe un trecho patológico demasiado serio como para ser motivo de las frivolidades pseudofacultativas de una vieja amargada como aquella maltratadora de niños.

Augusto tenía muy claro que jamás perdonaría a la señorita María Palomo. Le guardaba mucho rencor, porque sabía que los maltratos que esa mujer le había producido en el colegio eran la causa evidente de muchos de sus traumas, inseguridades y complejos. Porque, si él era tímido, la señorita María Palomo había acentuado ese carácter, y, si él era inseguro, la señorita María Palomo le habiá hecho elevar su grado de inseguridad.

Pero no acababan ahí los sufrimientos infantiles de Augusto, porque, en ese mismo colegio, pero ya en cursos superiores (Augusto había estado estudiando allí desde preescolar hasta los primeros años de la E.G.B.), algunos compañeros también habían contribuido a que los últimos años de la infancia y los primeros de la adolescencia de nuestro personaje hubieran sido especialmente amargos. De hecho, Augusto recordaba perfectamente cómo, durante un acto de celebración del Día de Andalucía en el patio del colegio, con el himno sonando por la megafonía, acabó llorando debido a las crueles provocaciones de unos cuantos compañeros suyos, que se habían afanado en insultarle y humillarle de varias formas.

En su querido pueblo de Tomares, que había sido su fortaleza y su dominio durante muchos años, también empezó Augusto pasándolo mal con algunos de sus compañeros del nuevo colegio en el que sus padres decidieron matricularle. Aquí no tuvo profesores malvados, pero algunos compañeros siguieron dándole motivos para maldecir a sus semejantes. No recordaba ninguna agresión tan concreta como la que había recibido durante aquel Día de Andalucía en su anterior colegio, pero sí le venían a la mente imágenes sueltas de los recreos (conservaba recuerdos sueltos sobre el agudo y hormigueante escozor que más de una colleja le había provocado en el cuello y en la nuca) y de las salidas, cuando acababa la jornada escolar y tenía que regresar a su casa, que, afortunadamente, no se encontraba lejos de allí.

En definitiva, se puede afirmar que Augusto no había tenido una infancia y una adolescencia demasiado felices, y no por falta de afecto familiar ni comodidades materiales, sino porque, debido a su personalidad introvertida y pasiva, fue una víctima constante del lado más hostil de estas importantes etapas de la vida, ya que fue objeto de toda clase de humillaciones, tanto ajenas como las propias a las que él mismo se sometía debido, una vez más, a sus complejos e inseguridades. Muchos años tardaría en superar, a base de experiencias, terapias, consejos y muchas reflexiones, todos estos problemas. Y, cuando, por fin, estaba empezando a superarlos y a lograr estabilidad en su vida, pensaba que, por nada del mundo, querría revivir aquellos años de amargura y sufrimiento.

viernes, 14 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (30)

Augusto había conocido a Casandra a través de Camila, que era la amiga íntima de Casandra. Ocurrió en una tarde de septiembre de 2007. Resulta que Augusto y Camila coincidían en un curso de la Facultad y se habían conocido allí. Camila propuso a Augusto ir al bar de enfrente a tomarse una cerveza, y allí contempló Augusto por primera vez esos atributos físicos que iba a venerar durante el resto de su vida: los ojillos de Cleopatra, los labios firmes y carnosos, las manos perfectas, con esas uñas tan cuidadas y sin pintar (detalle que era muy del gusto de nuestro personaje) y el pelo de caoba ensortijado.

El acontecimiento que abrió el camino hacia lo que un mes después terminó convirtiéndose en el principio de una relación amorosa se produjo cuando Camila y Casandra propusieron a Augusto participar en una representación teatral de El castigo sin venganza, de Lope de Vega, una obra maestra del teatro barroco español que Casandra y Augusto acabarían haciendo muy suya (teniendo en cuenta que, ya entonces, esa obra era muy de Casandra, debido a una serie de antecedentes).

Por este motivo, Augusto siempre estaría en deuda con Camila, y es que no todos los días uno conoce a la mujer de su vida. Pero Camila, en esta providencial ocasión, lo hizo posible. Sin embargo, la veneración y el cariño que Augusto sentía por Camila no se limitaba a haber sido ella, Camila, la Celestina de su amada Melibea, sino que había más detalles implicados, a cuál más entrañable. El primero de ellos, sin duda, era que Camila siempre se mostraba cómplice de Augusto cada vez que éste decidía hacer gala de su espontaneidad. Por ejemplo, cuando estaban paseando por la calle y, de repente, sonaba una música de fondo, y a Augusto le entraban ganas de bailar, siempre cogía de la mano, o del brazo, o de la cadera o del hombro a Camila, quien se dejaba llevar por los pasos de Augusto, y empezaban a bailar. Augusto agradecía la paciencia y la generosidad de Camila, que jamás le negaba un baile.

Pero Camila tenía más peculiaridades, que podríamos considerar virtudes. Una de ellas era su manera de ver la vida. Aunque Augusto discrepaba en muchos aspectos de algunas opiniones de Camila, especialmente en cuestión de sexos, pues, según Augusto, ella, al igual que Casandra, siempre tendía a exagerar, simplificar y generalizar demasiado, le gustaba la perspectiva que adoptaba Camila en relación con muchas otras cuestiones, y de la cual Augusto aprendía mucho, incluido su patriotismo trianero (Camila era del barrio sevillano de Triana, y lo defendía a capa y espada, con uñas y dientes, a viento y marea...). Y es que ella era una mujer que,  además de ser hermosa y  estar dotada de un carácter entrañable, a la par que intenso, poseía una gran cultura y una considerable experiencia de la vida, y había muchos tópicos que ella pasaba por el tamiz de su curtida personalidad para verter unas opiniones jugosísimas, pintorescas y originales sobre todo lo humano y lo divino.

En definitiva, se puede afirmar que Camila era una persona muy importante en la vida de Augusto: había empezado siendo la gran amiga de su novia para convertirse directamente, también, en su gran amiga. Porque así la llevaba considerando Augusto desde hacía ya muchos años, pues tantas eran las experiencias compartidas, tanto agradables como desagradables, de las que, a las alturas del año 2012, podrían hacer acopio. De hecho, tendrían material de sobra para escribir un libro sobre ello. Y esto reconfortaba a Augusto y le hacía sentir realizado en su relación de amistad con Camila, su amiga trianera, la que nunca le negaba un baile.

martes, 11 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (29)

Augusto había tenido malas experiencias en el mundo laboral, incluso después de haber obtenido su plaza de profesor por oposición. Eran malos tiempos para encontrar un trabajo decente, entendiendo, por "decente", que se ganara un sueldo medianamente digno (por encima de los mil euros) y que el puesto fuera fijo, o, al menos,  que a uno le dieran la esperanza de que pudiera llegar a serlo ofreciéndole un contrato de, al menos, un año completo, y no de tres o de seis meses. En estas condiciones, uno no podía hacer planes de ningún tipo, y, puesto que el perfil mayoritario de trabajador que se hallaba en estas condiciones tan precarias se correspondía con el de la gente más joven con edad de trabajar, esto era causa de que la juventud, en general, y la española, en particular, no pudiera independizarse y tuviera que vivir en casa de sus padres hasta que las condiciones socio-económicas del país mejoraran sustancialmente.

El caso es que Augusto había vivido dos experiencias consecutivas que le habían dejado profundamente traumatizado. Se trataba de sendos despidos de dos academias en las que había sido contratado para dar clases de inglés y francés, en la primera, y de comentario de texto, en la segunda. No llegó a estar ni un mes entero en cada una de ellas. Esto le afectó mucho a su autoestima, y le condujo a pensar que él jamás sería capaz de durar más de un mes en cualquier puesto de trabajo medianamente decente, o lo que es lo mismo: mínimamente serio, estable y bien pagado.

Por esa razón, durante su primer año como funcionario, aún en prácticas, Augusto había vivido con la constante obsesión de que le iban a despedir, porque tenía la impresión de que no estaba haciendo bien su trabajo. Casandra, como siempre, trataba de apoyarle con todo su cariño y en tdo lo que podía, y, cada vez que Augusto le comentaba su miedo a que le despidieran, ella le recordaba que ya no estaba trabajando en una empresa privada, que él tenía su plaza y que no le podían despedir, a menos que cometiera algún error muy, muy grave. Lo que sí podían hacer era suspenderle el año de prácticas si el inspector que debía ir a supervisar su labor docente consideraba que Augusto no la estaba desempeñando correctamente. Pero, aun  así, en el peor de los casos (suponiendo que no aprobara el año de prácticas), tendría otro año para repetir las prácticas y enmendar sus errores haciéndolo mejor para, finalmente, convertirse en funcionario de carrera.

Lo cierto es que, el día en que se cumplió su primer mes de trabajo, al caer en la cuenta de que, efectivamente, no le habían despedido, de que seguía acudiendo a su puesto de trabajo sin que el director o el jefe de estudios le hubiera llamado unos días antes para comunicarle que, sintiéndolo mucho, habían decidido rescindirle el contrato por no haber superado el periodo de prueba, adquirió conciencia de su continuidad como trabajador de su centro educativo, como funcionario que, efectivamente, había superado un examen y se había ganado su plaza fija, quedando a salvo de las contingencias, arbitrariedades y precariedades del mercado laboral. Todas estas ideas pasaron por su cabeza repentinamente, y, ciertamente, le alegraron el día. Entonces sintió una emoción inmensa, y, al entrar en el aula de su grupo de tutoría, que era la que le tocaba durante esa hora, lo hizo con un evidente buen humor que le hizo ver a sus veintisiete fierecillas de una forma distinta a como las había estado viendo hasta entonces: sintió un momentáneo orgullo por la labor profesional que le había tocado desempeñar, y se sintió embargado por un sentimiento de seguridad y confianza de los que hasta el momento había carecido, y que tan necesarios resultan en cualquier faceta de la vida, cuánto más en esa faceta de su profesión para poder afrontarla con solvencia y satisfacción.

Casandra, su novia, se había sacado la plaza, también de profesora de lengua, dos años antes que él. Y, cuando Augusto se convirtió, gracias a ella, en funcionario consorte, se dio cuenta de que acceder a ese estatus, el de empleado público, le cambia a uno la vida, porque, desde ese instante, uno pasa a disfrutar de todas las promesas que hacen los políticos y que, si uno no es funcionario, se quedan en papel mojado: trabajo digno, vivienda digna y acceso a una amplia gama de servicios que a la gran mayoría de los empleados del sector privado le están absolutamente vedados, como el que los bancos te concedan una hipoteca o cualquier tipo de crédito para poder costearse algún caprichito (un coche, un viaje, etc.).

Esta experiencia de Augusto al lado de su Casandra funcionaria le hizo, un día, elaborar una tipología social de las personas: por un lado, estaba el grupo de todos los que son funcionarios, y, por el otro, el grupo de quienes no lo son. Los primeros, al menos en principio, tienen la vida resuelta, mientras que los segundos tienen que resignarse a aceptar trabajos precarios y mal pagados. Afortunadamente, y con la imprescindible ayuda de Casandra, Augusto pasó a engrosar las filas de los primeros dos años después de que lo hubiera logrado ella.

lunes, 10 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (28)

De vez en cuando, Augusto se preguntaba qué habría pasado si su madre no se hubiera muerto. ¿Habría seguido tan apegado a ella? ¿No se habría atrevido a lanzarse al mundo? Esta conducta habría sido muy perjudicial para Augusto. Ya en vida, su madre era la primera que le decía que tenía que salir de casa y relacionarse con la gente. Especialmente, con personas de su edad. Pero, a él, este consejo de su madre le daba pavor. Él no estaba preparado para hacer eso. Dependía demasiado de su madre y de las cuatro paredes de su casa. Él estaba dispuesto a llegar, como mucho, hasta los límites del pueblo sevillano en el que vivían.

A Augusto le aterraba todo lo que supusiera cruzar ese límite. De hecho, recordaba cada vez que había tenido que hacer una excursión con el instituto. Recordaba cuando fueron con la profesora de Latín al Museo Arqueológico de visita. Recordaba la sensación que sintió cuando tuvo que subirse en el autobús, y lo que sintió cuando éste empezó a andar y a alejarse del instituto, del pueblo y de su casa, para adentrarse en territorio urbano. Y desde luego recordaba la sensación que experimentó cuando se bajó del autobús, ya en plena ciudad. En aquel entorno, Augusto se sentía desamparado, desarraigado y perdido. Le daba mucho miedo perder la vista a sus compañeros o a la profesora, porque podía perderse, y él no sabía manejarse en la ciudad. No tenía ni idea. Era demasiado tímido para mostrar una conducta que incluyese el más mínimo indicio de iniciativa.

También recordaba Augusto la grandísima sensación de alivio que sintió durante el viaje de vuelta, que, curiosamente, hizo en el coche de la profesora de Latín. Recordaba la sensación de protección que le embargó cuando llegaron a Tomares, su pueblo, su querido pueblo. Cuando pasaron por el Hipercor de San Juan de Aznalfarache pare regresar al instituto, a Augusto casi se le saltaron las lágrimas de pura emoción por su regreso a casa, que era mucho más que eso: era su casa, pero también era su dominio, lo que él podía controlar. Allí donde jamás se perdería, porque sabía cómo llegar a su casa andando, sin necesidad de preguntar a nadie por el camino de vuelta. Sin necesidad, por tanto, de entablar diálogo con desconocidos, cosa que Augusto no se veía capaz de hacer sin un enorme esfuerzo.

Y eso era lo que le preocupaba a Augusto. El hecho de que, si su madre no se hubiera muerto, es posible que se hubiera enquistado en esa situación de dependencia extrema, tanto de su madre como de su entorno más íntimo y cercano, con el consiguiente peligro para su salud mental, en términos verdaderamente patológicos. Porque, si esto hubiera sido así, por duro que suene decirlo y, aún más, reconocerlo, a Augusto le había venido muy bien la muerte de su madre. Y esto, lógicamente, le hacía sentir culpable. Porque para él era muy duro pensar que, si su madre no hubiera muerto, él no habría espabilado nunca y no habría madurado nunca, y no sabría nada de la vida ni de la gente.

Sin embargo, pensándolo más racionalmente, y con el gran conocimiento de sí mismo que había adquirido con los años y la experiencia, Augusto había llegado a la conclusión, sin ninguna duda, de que los planteamientos anteriormente expuestos eran tan siniestros como absurdos. Porque él sabía perfectamente que su madre no solo no habría supuesto ningún impedimento para desarrollar la independencia y la madurez de Augusto, sino todo lo contrario: ella habría seguido animándole y estimulándole para que saliera de casa y se relacionara, y conociera gente, y tuviera experiencias como los demás, y tomara sus propias decisiones, como los demás, y aprendiera a acertar y a equivocarse por sí mismo, como los demás.

Por lo tanto, Augusto sabía, con certeza absoluta, que no fue la muerte de su madre lo que le había hecho lanzarse definitivamente al exterior para iniciar su proceso de madurez e independencia. El trágico suceso solo había adelantado la decisión de Augusto. Pasado el tiempo, él llegó a saber que, tarde o temprano, con su madre o sin ella, habría sentido la necesidad de romper con todo y volar lejos del nido para conocer el mundo. Ahora, lógicamente, deseaba que su madre estuviera viva para haber sido testigo y espectador de todo aquello, y para darle consejos de madre, y para regañarle y enfadarse con él, y hacer las paces y empezar de nuevo, y, así, sucesivamente. Porque es así como las personas se relacionan y van ganando en humanidad, en carácter y en experiencia.

Definitivamente, Augusto pensaba que ojalá su madre siguiera viva, porque, en ese caso, el sería mejor persona de la que era, y que podía seguir mejorando infinitamente gracias al ejemplo y al cariño de su progenitora.

El desorden cotidiano (27)

Augusto había sido muy religioso hasta pocos años después de que muriera su madre. Había sido ella, precisamente, quien le había inculcado la profunda devoción cristiana de la que había hecho gala hasta que Dios decidió, injustamente, llevarse a su madre antes de tiempo, cuando él ni siquiera había cumplido los veinte años de edad.

El caso es que, pese a que Augusto se había vuelto ateo hacía algunos años, había llegado a sentir, durante la plenitud de sus años de amor materno, un profundo sentimiento de fe católica. Su madre se había encargado, con mucho tesón y perseverancia, de conducir a sus cuatro hijos por la senda de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. De hecho, en el año 1992 viajaron todos a Roma para recibir al papa.

Augusto siempre había pensado que el momento de la comunión era el más solemne, majestuoso y espiritual de la liturgia eucarística, porque, cuando llegaba el momento de comulgar, la gente se levantaba del banco, se dirigía al altar, donde esperaba el sacerdote para dar las comuniones y, después de esto, se volvían todos a sus asientos con mucha seriedad y lentitud en sus pasos. Cuando se sentaban de nuevo, se arrodillaban y parecía entrar en trance místico. Eso, a Augusto, le impresionaba muchísimo, hasta el punto de que llegó a creerse que realmente, en el momento de la comunión, la persona experimentaba un proceso de arrebato espiritual comparable a los efectos psicosomáticos que provocan las drogas. Por esta razón, cuando le llegó el día de estrenarse como partícipe en la recepción del cuerpo de Cristo, al recibir la oblea en su boca se dio cuenta de que no pasaba nada, ya que él no experimentaba ningún efecto sobrenatural de esos que él había creído percibir en los demás feligreses que habían recibido la comunión antes que él. Para Augusto fue una gran decepción aquella experiencia o, mejor dicho, aquella ausencia de experiencia, que echaba por tierra sus expectativas de experiencia mística con la comunión.

Al principio, Augusto pensaba que, si la gente que comulgaba se quedaba igual que antes, esa apariencia de arrobo, de solemne recogimiento mental y corporal que él llevaba observando toda su vida en los adultos que se levantaban del banco para ir a recibir la comunión, no era otra cosa que puro fingimiento. Pero su madre le explicó que no es que aquello fuera fingido, sino que todo era cuestión de fe. Si tú crees que has recibido el cuerpo de Cristo, entonces piensas que ahora formas parte de él, y él, parte de ti, y eso te conduce a una sublimación de ese sentimiento de devoción que te embarga. Pero es todo mental. No se produce ninguna reacción física en tu cuerpo. No es algo objetivo. Si fuera objetivo, no tendría ninguna gracia, porque, entonces, la fe estaría demás. Eso es lo que Augusto opinaba ahora, no sin cierta socarronería. No obstante, él respetaba profundamente a quienes seguían creyendo en la religión católica, aunque él hubiera renegado de ella.

viernes, 7 de septiembre de 2012

El desorden cotidiano (26)

Augusto había sido una persona muy nerviosa.  Ahora ya lo era menos, o no lo era en absoluto, y, si todavía lo era, no solía manifestarlo exteriormente. Más bien, al contrario: como muchas veces le decía Casandra, " a veces parece que todo te importa una mierda." Nada más lejos de la realidad. Lo que ocurre es que, con el tiempo, las experiencias, el alcance de la madurez y todas las terapias psicológicas a las que Augusto se había sometido, estaba empezando a aprender a darle a cada cosa la importancia que tiene. Y esto, a veces, desesperaba a Casandra, que era muy impulsiva.

El caso es que Augusto había sido una persona muy nerviosa,  y este carácter suyo le había hecho desarrollar un conjunto de tics ya desde su infancia. Recordaba nuestro personaje el día de su primera comunión. Durante aquella época, principios de los años noventa, Augusto sufría una serie de recurrentes manías, como la de morderse el labio inferior y, sobre todo, mover hacia atrás los hombros. Éste era el tic que con más exageración manifestaba el pequeño Augusto, quien se pasó toda la ceremonia religiosa de su primera comunión moviendo los hombros hacia atrás y mordiéndose el labio inferior. De hecho, así es como salió en la foto que les hicieron a todos los niños que aquel día se estrenaban en la católica experiencia de recibir el cuerpo de Cristo.

Años después, ya en la adolescencia, Augusto había desarrollado otro tic: en este caso, se trataba de mover el dedo índice de su mano derecha a toda velocidad y acercárselo a unos diez centímetros de su rostro mientras lo movía. Este gesto le relajaba y, muchas veces, le inspiraba para escribir, especialmente si le pillaba leyendo. De hecho, cada vez que Augusto se inspiraba mientras leía, lo primero que hacía, después de coger el cuaderno y el bolígrafo, era mover su dedo índice derecho para relajarse, recapitular, hacer acopio mental de las ideas que le sobrevenían y, finalmente, ponerse a escribir. A veces sustituía su dedo por un bolígrafo, que sostenía con la mano izquierda, y que también movía de arriba a abajo a toda velocidad y a pocos centímetros de su cara. Cuando hacía esto, ya fuera con un bolígrafo en su mano izquierda o con el dedo índice de su mano derecha, su intención era que el movimiento abarcara todo el espectro de su visión. Para Augusto, esto era una especie de ritual que incluía todo tipo de matices irracionales, especialmente de superstición e inspiración. Ese movimiento simbolizaba la satisfacción que sentía Augusto ante un hallazgo intelectual o estético, que, a continuación, plasmaba sobre el papel que tenía junto a sus libros.

En este sentido, un día Augusto descubrió su primer fetiche de escritor: el bolígrafo que llevaba utilizando para llevar a cabo su rito particular desde hacía ya algún tiempo. Era un bolígrafo que se había quedado sin tinta, pero que Augusto había convertido en su amuleto literario. El objeto en cuestión era amarillo negro y blanco. Esta disposición cromática hacía que, cada vez que Augusto lo movía como se ha descrito, formara en el aire un dibujo en forma de abanico negro con el filo blanco, que a Augusto le gustaba mucho y que, por otra parte, contribuía a satisfacer y a acentuar, de forma especial, los elementos irracionales de superstición e inspiración que daban sentido a esa extravagancia de Augusto.

Como hemos dicho al principio, con el tiempo Augusto acabó convirtiéndose en una persona tranquila, meditativa, reflexiva y sedentaria. Lo único que le quedó de su anterior carácter nervioso y físicamente inquieto fueron sus tics, que, seguramente, no solo nunca abandonaría, sino que, además, seguramente iría desarrollando otros con el tiempo, puesto que para Augusto eran formas de relajación, de concentración y de desahogo físico y mental.