
Anoche terminé mi tercera lectura de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja. Y las lágrimas me acompañaron. Algo bastante lógico teniendo en cuenta la tragedia del desenlace: el niño que esperaban Andrés Hurtado y Lulú nace muerto; a los pocos días, muere ella, y, al día siguiente, el protagonista decide quitarse la vida ingiriendo una sobredosis de medicamentos.
Siendo, como es, tan triste el final de la novela de Pío Baroja, nunca me había afectado tanto como en esta ocasión. Supongo que el motivo de la novedad de mi reacción se debe a que mis circunstancias de ahora son distintas de las otras veces en las que me había enfrascado en esta lectura: ahora estoy con una mujer de la que estoy enamorado, que lo es todo en mi vida. Creo que lo que me pasó anoche es que me vi a mí mismo como Andrés Hurtado, y a Laura, como a Lulú. Eso pudo ser lo que me hizo traspasar mi condición de lector para llegar a identificarme tanto con los personajes hasta el punto de sentirme yo mismo en la situación de ellos.
Y eso mismo es lo que me lleva a reflexionar sobre la importancia y el poder de las relecturas. Si leer es algo hermoso y trascendente, el acto de releer, es decir, de volver a leer lo mismo otra vez (no importa el tiempo que pase entre una primera lectura y las relecturas sucesivas), eleva esa trascendencia y hermosura a unos niveles de enriquecimiento tan elevados, que convierten a la literatura en un universo infinito de belleza, conocimiento y emociones. Eso es lo que hace que las grandes obras nunca agoten sus significados, porque cada lector es distinto, tiene una personalidad distinta y una forma de vida distinta. Esta cuestión ya fue planteada durante los años 70 del siglo pasado por los estetas de la recepción, aquellos que valoraban la literatura en virtud de los lectores, o sea, desde el punto de vista de la recepción. Y yo creo que no iban muy desencaminados al adoptar esta postura, aunque no, desde luego, hasta el punto de algunos exagerados que llegaron a afirmar que la obra literaria no existe mientras que no haya una persona que la esté leyendo. Lo que está claro es que la riqueza de la literatura la generan los lectores en su mente y en su espíritu, en su manera de ver la vida y de asimilar las expeciencias derivadas de ella. Todos estos elementos se articulan como una plataforma de conexiones con la obra lieraria en la mente del lector, y estas conexiones son las llaves que abren las puertas de todas las dimensiones interpretativas posibles que hacen que una novela, un poema o una obra de teatro puedan ser leídas desde todas las perspectivas que dichas conexiones han sido capaces de generar en el espíritu de los lectores, o en el de cada lector en particular.
Yo he experimentado este proceso con El árbol de la ciencia: mi experiencia de esta lectura se ha visto enriquecida debido a la situación en que me encontraba (en que me encuentro) en estos momentos, que es distinta respecto a la segunda vez que leí el libro, y diferente también de la primera, de la que hará unos diez años. Esto es un ejemplo de cómo los valores de una obra literaria no sólo no se pierden con el tiempo, sino que, por el contrario, aumentan y se multiplican.