BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 26 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (41)

A Augusto había una costumbre que le irritaba muchísimo: la peculiar manera que tienen los españoles de despedirse, que consiste en el arte de no acabar nunca de hacer lo que se supone que uno está acabando de hacer, y que, dada la propia definición del término que se encarga de nombrar esta acción, o sea, "despedida", en forma de sustantivo, o "despedirse", como verbo, debería ser algo breve, conciso, fugaz, y, sin embargo, los españoles somos tan dados a prolongar hasta el infinito cualquier clase de evento que tenga el más mínimo carácter festivo y lúdico, que no queremos o no somos capaces de dar por terminado, sin más, un evento de este tipo.

Ocurre como cuando uno sale de copas con los amigos. Da igual lo tarde que sea; da igual que la noche esté llegando a su fin y al sol le falte una hora escasa para asomar la cabeza y dar la bienvenida a un nuevo día. Siempre hay alguien dentro del grupo que, insatisfecho, con ganas de más juerga, de rebañar los últimos momentos de de diversión nocturna, sugiere acudir a algún bar a "tomar la última", la última copa, se entiende. Pues con las despedidas españolas ocurre exactamente lo mismo: que no terminan nunca. Se prolongan minuto tras minuto, y a veces, hora tras hora, al final de fiestas, de reuniones y de cualquier tipo de encuentro o de acto social.

Y esa costumbre de permanecer, a la salida del restaurante, del cine, del bar, de la discoteca o de la casa de alguien, allí plantados, de pie, sin moverse, sin tomar una determinación, "nos retiramos o nos quedamos un ratito más, pero hagamos algo, por favor, aunque sea sentarnos en el banquito de esa esquina", simplemente hablando y hablando y hablando, habiéndose, por otra parte, dicho las protocolarias fórmulas de despedida, "hasta mañana", "buenas noches", etcétera, una, y otra, y otra vez... A Augusto, esa costumbre le desquiciaba bastante. Sobre todo, cuando él se sentía cansado y lo que le apetecía era volver a su casa y que le dejaran tranquilo de una vez. Puede que hubiera algo de misántropo egoísmo, de acritud antisocial en esa postura suya, sobre todo cuando eran sus deseos de volver a casa lo que le hacía perder la paciencia sin tener en cuenta si a Casandra, su novia, le apetecía seguir allí, charlando agradable y tranquilamente, sin más, con sus amigos, con sus padre o con quien fuera.

A veces, coincidían, y resultaba que a los dos les apetecía perder de vista a todo el mundo y llegar al hogar, dulce hogar, para ponerse la televisión y tumbarse sobre el sofá con la mantita por encima. En otras ocasiones, los deseos de Augusto no coincidían con los de Casandra. Augusto, sin tener en cuenta a nada ni a nadie más que a sí mismo, perdía la paciencia y desconectaba de la situación en señal de que quería marcharse, y rapidito. Y esto, lógicamente, a Casandra no le hacía ninguna gracia, como no debe de resultarle agradable a ninguna persona que su pareja se comporte de manera egoísta. Entonces ella, con toda la razón, se enfadaba con él y discutían.

Augusto reconocía que se había vuelto un poco cascarrabias, y con solo treinta y un añitos que tenía. Él pensaba que, quizá, ello había sido causado por la estabilidad emocional que había alcanzado con los años, con las experiencias vividas, con las terapias realizadas y con la ayuda de Casandra. De hecho, su estabilidad emocional había llegado a adquirir tal grado de solidez, que, a estas alturas, tenía muy claro qué le gustaba y qué no, así como aquello que estaba dispuesto a soportar o a evitar sin que le fuera la vida o el sustento en ello.

 Y esta nueva actitud suya entraba en juego en el tipo de situaciones anteriormente mencionadas. Cuando la situación no requería de su presencia con carácter de urgencia, él pensaba que no tenía por qué estar ahí si no le apetecía. Sucedía como con sus gustos literarios: igual que, si un libro no le aportaba ningún aprendizaje nuevo, no le interesaba leerlo, cuando se hallaba inmerso en una circunstancia que él considerase, de algún modo, banal, que no le aportara nada de emotividad, de afectividad, de diversión, de cariño, de placer estético o de simple pasatiempo, pero siempre que el pasatiempo albergara algún sentido, sencillamente no le interesaba estar allí.

También es cierto que ésta era un actitud muy radical, y que no siempre se manifestaba. Más bien solía darse, en la mayoría de los casos, cuando Augusto estaba de mal humor por la razón que fuera. Es más: en ocasiones, Augusto valoraba el hecho de estar haciendo algo sin más, porque sí, para pasar el tiempo, como coger por sorpresa a Casandra y comérsela a besos.

Al menos, Augusto era consciente de lo egoísta que muchas veces se mostraba en este sentido, y que debía cambiar esa actitud, al menos, por Casandra, pero, también, por las personas que le apreciaban y le querían, y a las que les gustaba compartir sus ratos agradables con él. Eso Augusto tenía que aprender a apreciarlo mucho más de lo que lo hacía, porque resulta injusto e inhumano despreciar a los que te aprecian. Y no es que Augusto mostrara desprecio, pero sí, en ocasiones, cierta arrogante indiferencia, e incluso sentimiento de superioridad, y eso es de ser estúpida y mala persona.


1 comentario:

  1. CAS: Me quedo con el último párrafo, en el que te llamas egoísta, estúpido y mala persona, porque a veces, resultas serlo.
    Sé que no te gustan las despedidas interminables o quedarnos hasta tarde haciendo NADA. Pero quedas falta (y aunque no lo creas, me haces quedar fatal a mí) con actitudes tales como acostarte en el sofá de la persona que te ha invitado a cenar, apartarte mientras yo me despido o charlo con NUESTROS (que no MÍOS) amigos, o exigir que tenemos que sentarnos donde sea, como si fueses a perder las piernas. NO hay que sacrificarse siempre por los demás, igual que no podemos siempre mirar nuestro propio ombligo. La vida en sociedad (especialmente si esa sociedad se limita a tu familia y amigos y no una pandilla de desconocidos que te la soplan) es eso, dar y recibir, no sólo recibir. Y sí, a mí, Cas, me molesta profundamente cuando siento que me acompaña mi hijito caprichoso y no mi pareja, pues siento que tengo que justificar tus actos y no es así.
    ¿Estás cansado y te apetece ver la tele? Pues coge un taxi y me esperas en casa (despierto, claro, pues ya sabes que jamás cojo mis llaves).
    ¿Aprenderás a respetarnos y a no gruñir? Es mejor una despedida temprana que un laaaaargo y malhumorado adiós de los tuyos, enfurruñado, alejado y de brazos cruzados contando y recontando cuántas horas de lectura de la próxima jornada te estamos haciendo perder con nuestra caprichosa manía de querer estar juntos.

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