BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











lunes, 25 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (40)

La primera muerte de la que fue consciente Augusto fue la de su abuelo paterno, acaecida durante uno de los veranos de mediados de los años noventa. Estaba él en la finca familiar de la sierra de Jaén cuando una de sus tías le dio la noticia. A él, en principio, le habían despertado aquella mañana diciéndole que se vistiera y se arreglara rápidamente porque ese día se iban a ir de visita a Granada, que es la ciudad en la que vivía parte de su familia paterna (entre otros miembros de ésta, algunas de las hermanas de su padre y sus dos abuelos).

Todo iba normal hasta que Augusto entró en el cuarto de baño para lavarse los dientes. Entonces entró una de sus tías, que fue quien acabó dándole la noticia: su abuelo había muerto. En un primer momento, el gople fue bastante duro, porque el pequeño Augusto, hasta entonces, no había experimentado lo que significa perder a un ser querido. Por otra parte, nadie desea algo así a un niño de doce, trece o catorce años, que es la edad que tendría Augusto por aquellas fechas.

Se fueron a Granada, él y su hermano mayor, con uno de sus tíos, que les llevaba en coche.  Allí les esperaban sus padres, que habían pasado en la ciudad de la Alhambra los últimos días del abuelo Arturo, que era como se llamaba el padre de su padre. Cuando llegaron a su destino para celebrar el funeral, Augusto encontró a su madre muy afectada, y a su padre, lógicamente, también. Augusto recordaba con infinita tristeza el momento en que el féretro de su difuntoi abuelo fue introducido en su nicho, momento en el cual la madrina de Augusto, una de sus tías paternas, se derrumbó por la pena y emitió un desgarrado grito cargado de lamentos inconsolables. Otra de sus tías paternas trató de consolar a su hermana tratando de hacerle pensar que su padre, el abuelo de Augusto, ya no estaba ahí, que dentro del agujero que los enterradores estaban tapiando con cemento no era el cuerpo del ser querido, del padre, del abuelo, del tío, del amigo y del marido, sino una cosa inerte que permanecería en aquel emplazamiento a partir de ese instante simplemente como símbolo de la figura de la persona ausente, como referencia física que sirviera de sustento para el culto a la memoria del fallecido.

Posteriormente, en casa de los abuelos, en la protocolaria y tradicional prolongación del funeral, Augusto pudo acercarse a su abuela recientemente enviudada para darle el pésame, como lo que tantos otros familiares y amigos allí presentes habían ido a hacer, además de ofrecer todo el cariño y el apoyo a la familia más cercana. Obviamente, su abuela se encontraba, en esos momentos, para pocas alegrías, y, por esa razón, Augusto le dio todo el cariño, toda la ternura y todo el apoyo que pudo darle como nieto y como persona, como niño y como el adolescente incipiente que acababa de adquirir conciencia de que la muerte existe, como el pequeño Buda que acaba de perder la inocencia ante tan terrible y cruda visión de lo que la vida significa en realidad.

A su vuelta de Granada, cuando llegaron a la sierra de Jaén y les sirvieron la cena, Augusto, sentado a la mesa con un plato de sopa delante, no pudo evitar romper a llorar pensando en su abuelo. Sus tíos allí presentes trataron de consolarle con cariño y ternura, igual que él había hecho horas antes en Granada, en la casa de su abuela.

Después de la de su abuelo, la siguiente muerte que le golpearía más de cerca sería la de su madre. Mucho antes, también se había producido una tragedia en su familia. Había sido causada por un accidente de moto en pleno centro de Madrid, y la víctima había sido un tío suyo. El hermano pequeño de su madre. Pero Augusto, cuando esto sucedió, era casi un recién nacido y no se enteró de nada, aunque sí recordaba haber conocido a la novia de su difunto tío, que trabajaba en una pastelería, según alcanzaba a recordar.


domingo, 24 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (39)

Augusto sabía que era un pedante. No solo lo reconocía, sino que, además, le gustaba serlo. Antonio Machado decía que un pedante es un tonto con estudios. Augusto pensaba que tener estudios, poseer conocimientos, lo justifica casi todo en la vida... incluso ser un tonto. Y él no se consideraba tonto, pero sí sabía que ser pedante no es algo bueno, o, al menos, que esté bien visto. Y, sin embargo, él se regodeaba en su pedantería. Le hacía sentir especial, y esto sí que podría llegar a considerarse como una actitud tonta, e incluso rematadamente estúpida.

Sin embargo, y considerando la cuestión desde otro punto de vista, podría considerarse la pedantería de Augusto como una manifestación heroica y audaz de su pasión por el conocimiento. Precisamente, en su proceso de aprendizaje, Augusto era menos pedante cuantos más conocimientos iba adquiriendo, puesto que la pedantería del pedante, y valgan las redundancias, es inversamente proporcional al nivel cultural del sujeto en cuestión. De esta manera, Augusto había empezado queriendo manifestar más conocimientos de los que realmente poseía, y ahí nació su pedantería. Otra forma de manifestarla consistía en hablar sobre asuntos trascendentes en situaciones banales. De hecho, la principal razón de su pedantería radicaba en su lucha contra la banalidad. Trataba de contrarrestarla en todo momento. Augusto consideraba que la banalidad constituía un lastre en su proceso de aprendizaje vital, en general, e intelectual, en particular.

Una de las ocasiones en que su pedantería resultó ser más ridícula y estar más fuera de lugar fue en el entierro de su madre. Estando en el tanatorio, velando el féretro que lucía trágicamente pulcro al otro lado del cristal, Augusto, que acababa de empezar la carrera de Filología Hispánica, se puso a hablar con una tía suya sobre el poema del Cid. La verdad es que aquello había resultado más grotesco que contar un chiste, como se suele decir.

Cuando Augusto empezó a relacionarse con otras personas fuera de su ámbito más íntimo, su pedantería le colocaba en posiciones extremas al no dominar las distintas situaciones en las que se puede encontrar una persona que vive en sociedad. Y esto a partes iguales le hacía sentirse humillado y orgulloso de sí mismo a la vez, aunque casi siempre podía más el primer sentimiento que el segundo, y el pobre, ingenuo y vulnerable Augusto lo acababa pasando bastante mal, porque no sabía desenvolverse al lado de esas personas que, si no eran desconocidas, no estaban acostumbradas a tratar con él, y lo terminaban viendo como a un bicho raro que empleaba unas palabras rarísimas para comunicarse. De este modo, Augusto se sentía muy limitado a la hora de relacionarse con las personas, aunque también se sentía único porque pensaba que era, si no la persona más sabia de su alrededor, sí, al menos, la que mejor se expresaba, la que hacía uso de los resortes del idioma con mayor propiedad y rigor.

Pasado el tiempo, habiendo adquirido más experiencia y más conocimientos del mundo, de los libros, de las relaciones sociales que experimentaba y de cualquier clase de estímulo que su percepción captaba, Augusto acabó dominando mayor número de situaciones sociales, de temas de conversación y de jergas, lo cual le permitió adquirir un mayor y mejor dominio de su pedantería, a la que últimamente ya solo recurría cuando quería expresarse en clave paródica o sarcástica, en una especie de gesto en el que subyacía la intención de ridiculizarse a sí mismo para marcar las distancias en relación con la manera en que él acostumbraba a expresarse habitualmente. Y es que él mismo terminó comprendiendo el hecho de que la banalidad es algo tan necesario en la vida como la trascendencia, porque las personas necesitan desconectar de los asuntos serios y pensar y actuar de manera frívola, precisamente para coger oxígeno durante un rato y después volver a enfrascarse en los asuntos serios hasta llegar a la siguiente ronda de momentos superficiales, para, una vez consumidos estos, vuelta a empezar.

De todos modos, Augusto nunca renegó de su pedantería, entre otras razones, porque creía que ésta formaba parte de su espíritu inquieto, curioso, creativo y devoto de cualquier tipo de erudición, y que el hecho de ser pedante le mantenía siempre alerta en esos términos.

viernes, 22 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (39)

Sergio era el hermano pequeño de Augusto, y le unían a él unas cuantas anécdotas que ambos habían vivido en común. Para empezar, cuando Sergio era pequeño, entre finales de los ochenta y principios de los noventa, les había ocurrido un episodio relativamente dramático en la medida en que llegó a producirse, incluso, derramamiento de sangre. Y es que Augusto, que también era pequeño, que por aquella época no tendría más de ocho o nueve años, se hallaba al cuidado de su hermanito pequeño, y estaban los dos curioseando por el lado exterior de las vallas de una finca que la familia materna de Augusto tenía en la provincia de Jaén, muy cerca de la Sierra de Cazorla.

El terreno que pisaban estaba inclinado hacia abajo, y, en un momento de descuido por parte de Augusto, su hermano Sergio se tropezó y empezó a caer rodando por la pendiente, como si fuera el tronco de un árbol caído al hachazo inmisericorde del leñador, hasta alcanzar una distancia de ocho o nueve metros aproximadamente. El pequeño, lógicamente, lanzaba unos gritos de dolor que inmediatamente fueron oídos por los adultos allí presentes, y un amigo de la familia fue el que acudió inmediatamente a socorrer al pequeño Sergio, de cuya frente, y en su mismísimo centro, había empezado a brotar un hilo de sangre en forma de línea vertical. Pero no se asuste el lector, ya que la cosa, finalmente, no tuvo consecuencias graves, más allá de la cicatriz que le quedó al hermano de Augusto tras los necesarios puntos de sutura que le aplicó el médico de urgencias al que le llevaron inmediatamente.

Otra anécdota, ésta, sin sangre de por medio, ocurrió en casa de sus padres. Y consiste en que una tarde en que Sergio tenía cita con el podólogo, éste le pidió a Augusto que le acompañara a la consulta, y Augusto, en principio, se negó a hacerlo por hallarse sumido en un estado que se encontraba a medio camino entre la pereza y el cansancio, teniendo en cuenta que eran las cuatro o cuatro y media de la tarde y que tenía ganas de echarse una siesta. Estos factores, de naturaleza egoísta, tuvieron, en  un principio, más poder en la voluntad de Augusto que los reiterados ruegos de su hermano. Pocos minutos después de que Sergio, resignado, se marchara solo, a Augusto le entraron los remordimientos, y, sin dudarlo un segundo más, se levantó de la cama, donde se había tumbado para echarse la mencionada siestecilla, y salió corriendo con la intención de alcanzar a su hermanito pequeño sin dejar de culparse por haberle fallado como hermano mayor al que el pequeño acude en busca de ayuda, de compañía, de apoyo.

Afortunadamente, Augusto logró alcanzar a Sergio y llegaron juntitos a la consulta del podólogo, y estuvo a su lado cuando el especialista en la salud de los pies le sacó una larga y afilada uña de uno de los dedos gordos que se le había quedado incrustada bajo la piel. Augusto no recordaba si lo había hecho antes o después de entrar con su hermanito pequeño en la consulta, pero lo que recordaba bien es que le había pedido perdón por no haber querido acompañarle en un primer momento, que no se lo tuviera en cuenta y que, por favor, contara con él para lo que necesitara desde aquel momento en adelante.

Había una anécdota que no dejaba de avergonzar a Augusto, por mucho que pasaran los años, se fueran haciendo todos mayores y se fueran considerando estas historias cada vez con más sentido del humor. Y es que en una ocasión en que viajaban con su padre en coche, Augusto, jugando con una navaja multiusos, a las que había sido aficionado, le hizo una enorme raja a la tapicería trasera de uno de los asientos delanteros del coche. Su padre, creyendo que la travesura había sido obra del más pequeño, le echó la culpa a él, y Augusto cayó en la bajeza y en la cobardía de callarse y permitir que el pobre Sergio cargara con la culpa. Y demasiado tardó Augusto en confesar, así como demasiado blanda fue la reacción de su padre, que fue benevolente con él y ni siquiera le castigó, quedándose reducidas las consecuencias de la autoría del estropicio a una simple regañina.

Y no acaba ahí la cosa, porque, de hecho, Augusto, conforme iban pasando los años, cada vez contemplaba con más claridad y nitidez su viva imagen en la trayectoria vital de su hermano Sergio, porque todas las dudas y las confusiones que había experimentado Augusto entre el final de su adolescencia y el principio de su edad adulta, en cuanto a sus estudios y su futuro profesional entre otras cuestiones, las vio repetidas en Sergio, que había empezado varias carreras, igual que él, y había vivido algunos momentos de confusión existencial, igual que él. Por esta razón, Augusto pensaba que él podía entender, mejor que nadie, mejor, incluso, que su padre y sus otros dos hermanos, aquello por lo que Sergio estaba pasando, especialmente en los momentos más difíciles. Augusto así intentaba hacérselo ver a su padre, al que pedía paciencia en relación con su hermano Sergio, la misma paciencia, el mismo margen de confianza, de maniobra y de flexibilidad que le había concedido a él mismo cuando él, Augusto, se había encontrado en esa misma situación.

Finalmente, Sergio halló su vocación allí donde siempre se había mostrado brillante y prometedor: el deporte. Y, más concretamente, el golf. Años atrás, siendo muy jovencito, lo había intentado con el fútbol, en que también apuntaba maneras, pero donde le había faltado la intensidad y el entusiasmo necesarios para llegar a plantearse en serio el hecho de poder alcanzar una meta importante. Y el fútbol es uno de esos deportes que se caracterizan por la fugacidad de las carreras profesionales de quienes lo practican de ese modo, así que uno no puede relajarse y dejar pasar las oportunidades. Sin embargo, el golf es otra cosa. La carrera de un golfista puede durar muchos años. Y a Sergio se le daba igualmente bien este deporte, así que, finalmente, se encaminó por esos derroteros.

Y esto se produjo, prácticamente, al mismo tiempo en que su hermano Augusto se sacaba la plaza de profesor.

El caso es que Augusto siempre se había sentido especialmente unido a su hermano Sergio, y, visto lo anteriormente narrado, no le faltaban motivos para creer y para sentir que dicho lazo fraternal de especial y entrañable naturaleza realmente existía. Ante todo, le alegraba, le satisfacía y le tranquilizaba mucho el hecho de saber que Sergio había encontrado, por fin, su lugar en el mundo, pues era consciente de que haber alcanzado este importante logro vital le había costado a él, Augusto, tanto como a él, su hermano Sergio.


domingo, 10 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (38)

Augusto, creo que ya lo hemos mencionado en alguna parte, se había convertido en profesor sin ninguna vocación. Tan solo, presionado por las circunstancias. Él nunca había querido dedicarse a la enseñanza. De hecho, uno de sus lemas, que se repetía a sí mismo constantemente desde que había empezado a ejercer decía lo siguiente: "Pero yo, ¿cómo voy a enseñar, si mi vocación es aprender?" Y es que, para empezar, él pensaba, como piensa mucha gente, que para enseñar hay que valer, y que no todo el mundo vale para eso. Y él se incluía entre los que no saben hacerlo. Y muchas veces se escudaba en esa opinión suya para justificar su incompetencia profesional. También es cierto que muchas otras veces dejaba de recurrir al autoengaño y se reprochaba a sí mismo el hecho de no hacer bien su trabajo, o incluso, directamente, no hacerlo, es decir, no cumplir con sus obligaciones.

Este pensamiento le estuvo amargando la vida durante los dos primeros años de su carrera docente, de tal modo y con tal intensidad, que acabó adquiriendo unos perfiles patológicos que su diagnosticada neurosis obsesiva (sin querer ponerla como excusa) contribuía a reforzar. Llegó esta situación al punto de hacer peligrar su relación con Casandra, quien ofrecía todo el amor, todo el cariño, todo el apoyo y toda la comprensión que tenía en sus entrañas y que Augusto necesitaba. Sin embargo, las constantes quejas con que éste volvía del trabajo a casa lamentándose por lo amargado que se sentía en el instituto, donde, según él, los niños le hacían la vida imposible, y a quienes se había descubierto, también según él, definitivamente incapaz de atraer su interés y atención ya no solo por su asignatura, sino por cualquier otra cuestión, una vez consumado su fracaso por hacerse respetar dentro del aula, hacían que la paciencia de Casandra casi llegara a los límites de su capacidad de aguante, llegando, incluso, a plantearse, en momentos de auténtica desesperación, cortar su relación con Augusto. El colmo de esto último se produjo cuando Augusto se planteó cambiar de trabajo. Y no es que Casandra no le apoyara a priori, sino que la alternativa que él le proponía era tan absurda (opositar para convertirse en personal laboral de un comedor universitario en Granada), que ella se enfadó, y mucho, y con toda la razón del mundo.

Una vez pasadas las lógicas peleas y discusiones provocadas por la decisión que había tomado Augusto, Casandra consiguió hacerle ver el error que cometería si hacía lo que tenía pensado y, por supuesto, que no contara con ella si se empeñaba en seguir adelante. Ella, en un alarde de sensatez, le propuso una solución mucho más razonable, que era darse de baja y tomarse un tiempo de reflexión y descanso. Eso es algo que él no había contemplado y a lo que tenía perfecto derecho. Y, finalmente, es lo que hizo. Se dio de baja un 23 de febrero y estuvo sin trabajar hasta final de curso. Durante ese periodo de descanso y reflexión se dedicó a eso, a descansar y a reflexionar. Más, incluso, a lo segundo, pues la baja laboral fue complementada con el comienzo de una psicoterapia a la que sigue yendo para consolidar los logros que entonces empezaron a fraguarse.

Tiempo tuvo para pensar en su situación, en la situación de su novia y en las circunstancias de su entorno y de su trabajo. Tres fueron los factores que determinaron su recuperación: los meses de reposo, la terapia y el ejemplo y el apoyo de Casandra. En qué orden se había producido la correspondiente y beneficiosa repercusión de estos elementos,  es algo que Augusto se recreaba en averiguar. Lo importante es que Augusto no solo había terminado recuperándose, sino que, además, había logrado dar a su vida un giro de trescientos sesenta grados. Había pasado de ser un gris y amargado profesor de instituto a convertirse en un docente vocacional que apreciaba a sus alumnos, que se preocupaba por ellos, que los quería como si fueran sus hijos, pero, a la vez, siendo muy consciente de que su trabajo como profesor no era la panacea, y que la responsabilidad en la educación, formación e incluso protección de los niños era compartida por los padres, por la sociedad y por el centro educativo.

Y la responsabilidad de Augusto como educador se ceñía al ámbito escolar. Esa era una de las ideas que acabó asimilando gracias a la terapia, pues anteriormente sus miedos e inseguridades laborales le habían hecho estar continuamente culpándose de muchos problemas que no le concernían a él. Su psicólogo lo llamaba "la tarta de responsabilidades", y Augusto había aprendido que, de esa tarta, a él solo le correspondía una ración, y no la tarta entera. Él no era el padre ni el amigo. Él era el profesor. Y ni siquiera era el único, sino, tan solo, uno de ellos. Y, como tal, su función consistía en enseñar su asignatura lo mejor posible, y, en ese contexto, tratar de inculcar los valores de respeto, tolerancia, compañerismo y sentido de la responsabilidad. Ahí terminaba su parte de responsabilidad y empezaba la parte de los demás agentes educativos, especialmente, la de los padres. Teniendo muy claro ese hecho y esa idea, Augusto consiguió avanzar en su camino y mejorar en el ejercicio de su profesión.

Y, tan bien estaba yendo durante el nuevo curso, que él mismo notaba cómo estaba empezando a desarrollar ciertas habilidades pedagógicas, como la capacidad de improvisación. Augusto se sentía tan cómodo y relajado en el aula, que, como cuando escribía versos en la soledad de su despacho, le visitaba la musa y se le ocurrían brillantes maneras de explicar la materia que estuviera impartiendo en el momento en que esto sucedía. Sentía cómo su creatividad se desbordaba en un torrente de pintoresca espontaneidad que hacía las delicias de sus alumnos, que eran los espectadores que presenciaban aquel espectáculo montado sobre la marcha por ese profesor chiflado que trataba de hacer inolvidable cada una de sus explicaciones, tratando de conseguir que sus alumnos salieran del aula con un recuerdo agradable y divertido de lo que es una descripción, una narración o un determinante demostrativo.

La nueva situación laboral de Augusto también ayudaba mucho. El ambiente del instituto era muy agradable y los grupos que le habían tocado, también. Eran pocos alumnos, y muy formales, teniendo en cuenta, además, la clase de adolescentes con que había tenido que bregar durante los dos cursos anteriores. De tal modo, se unían las dos circunstancias que todo profesor desea: tener pocos alumnos y que estos sean muy buenos. Era justamente el curso académico que Augusto necesitaba experimentar para consolidar todas las mejorías que había alcanzado gracias a los meses de reposo, la psicoterapia y, cómo no, el cariño, el apoyo y el siempre edificante, instructivo y aleccionador ejemplo de Casandra, su novia, su amante, su amiga, su compañera de profesión y el amor de su vida.

miércoles, 6 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (37)

Entre otros hábitos extravagantes, Augusto tenía uno que consistía en leer algunos libros empezando desde el final. Igual que a algunas personas les daba por empezar por el postre a la hora de comer, Augusto abordaba determinado tipo de obras empezando por el último capítulo, sobre todo si, para él, lo más importante se hallaba en esas páginas. Esto sucedía con los libros de Historia sobre todo, y es que a Augusto le gustaba empezarlos casi siempre por la parte que él sentía más cercana y fácil de entender, para, de ese modo, facilitarse a sí mismo el enganche al ritmo de lectura requerido por el libro en cuestión.

Así, por ejemplo, siempre dejaba la Historia Antigua o la Prehistoria para el final, porque era la parte que más le aburría, que menos entendía o que más densa le parecía. Le costaba mucho situar, en su lugar correspondiente, nociones como paleolítico, neolítico, australopitecus u homo sapiens, así como el hecho de ordenar en su mente la sucesión cronológica de las civilizaciones antiguas, todas las cuales surgieron en el entorno de lo que la terminología historiográfica ha dado en denominar como la zona del Creciente Fértil, Oriente Próximo o Mesopotamia. Por más que lo leía en un libro y en otro, y luego en otro y en otro más, nunca lograba recordar cuál iba primero en el tiempo, si el imperio babilónico, el asirio o el sumerio.  Admiraba y envidaba a esos eruditos que hablaban o escribían con tanta familiaridad y cercanía sobre figuras o personajes como Nabuconodosor, Hammurabi, Jerjes o Darío. Su mente se esforzaba en tratar de moldear esa nebulosa de datos para tratar de convertirlos en conocimientos, pero le costaba mucho hacerlo, tanto como le costaba, por ejemplo, organizar lo que sabía de la Historia Medieval de España, sobre la cual poseía solo algunos datos firmemente asentados, como la batalla de Guadalete (año 711), la de Covadonga (año 718), la conquista de Toledo por Alfonso VI (año 1085) y la de Sevilla por Fernando III El Santo (1248). Pero con Al Andalus volvía a hacerse el lío entre tanto Abderramán, Al Hakem, Hixem, etcétera, etcétera. Lo único que tenía claro era lo de los reinos almorávides y almohades (el recuerdo de las Navas de Tolosa le servía para recordar también lo primero).

Volviendo al asunto de la Historia Antigua, el capítulo de Grecia y Roma le resultaba algo más fácil de asimilar, puesto que la materia, en estos casos, se organizaba cronológica y geográficamente de manera más uniforme (periodo minoico, micénico, clásico y arcaico, por un lado; monarquía, república e imperio, por el otro, y con los grandes protagonistas-personales e institucionales- de ambos lados: Pericles, Solón, Leónidas, Alejandro Magno, las ciudades-estado-Atenas, Esparta-, Roma, Julio César, Augusto, Nerón, el senado, los patricios, los plebeyos, la arquitectura, el derecho...).

Lo que mejor dominaba Augusto, por intereses y por ideología, era la época contemporánea y reciente, especialmente el periodo de la Guerra Fría, con los bloques capitalista y comunista, ámbito, este último, del que había leído tanto y seguía leyendo tanto, que se consideraba como un "experto aficionado" en la materia, si a tal expresión se le puede conceder algún atisbo de validez. Le encantaba recrearse en los desmanes del imperialismo yanki y en la sanguinaria, criminal y totalitaria hipocresía de la Unión Soviética y del mal llamado socialismo real. Todo esto le servía a Augusto como materia para elaborar sus propias teorías y fundamentar sus criterios sobre la teoría filosófica y económica de uno y otro signo. Tampoco podía faltar la era de la globalización (internet, el 11 de septiembre, la guerra de Irak, la matanza de Atocha del 11 de marzo de 2004...), que era lo primero que encontraba Augusto cuando abría el libro por las páginas finales, si la obra en cuestión era reciente, de los últimos quince o veinte años a esta parte, aproximadamente.

Este hábito de leer al revés da buena cuenta de los gustos lectores que cultivaba Augusto, quien, como ya sabemos, tenía el ensayo como uno de sus géneros literarios preferidos, y el cual, dadas sus características de forma y contenido, le permitía, en los casos en los que le interesara, empezar el libro por el último capítulo. Ideas y conocimientos... Ideas y conocimientos... Esa era la diana a la que apuntaba el arma de la voracidad lectora de Augusto.

sábado, 1 de diciembre de 2012

El desorden cotidiano (36)

Augusto no había sido un buen estudiante. Ni siquiera cuando empezaron a gustarle los estudios, ya en época universitaria. Siempre había sido muy flojo a la hora de cumplir por las tardes con sus obligaciones académicas y escolares, lo cual, unido a que, por ser tan tímido, nunca preguntaba las dudas que le surgían ante las explicaciones que daban los profesores en clase, que eran muchas, fue la causa de que, ya desde prácticamente la infancia, su madre le tuviera rodeado de profesores particulares. Especialmente, las asignaturas de Matemáticas y Lengua (quién se lo iba a decir a él, aunque estas cosas pasan) eran las que más se le atragantaban. Y, en general, cualquier cuestión que estuviera remotamente relacionada con números y con operaciones lógicas como aquellas que incluían enunciados en los que se indicaba que un tren que sale de tal sitio a tal hora se tiene que encontrar con otro que sale de tal otro a una hora distinta y con una velocidad de tantos kilómetros por hora, y qué en qué punto del trayecto se debían cruzar teniendo en cuenta la velocidad a la que iban circulando los dos vehículos, etcétera, etcétera...

Augusto lo intentaba de verdad, y se esforzaba mucho para resolver esa clase de problemas. De hecho, en algunos exámenes de Matemáticas, la misma profesora, haciendo la ronda de vigilancia para asegurarse de que los alumnos no se copiaban, de vez en cuando echaba un vistazo a lo que iban haciendo y cómo lo hacían. En una de esas ocasiones, se pasó por el pupitre de Augusto y comprobó que el planteamiento lo tenía bien, pero fallaba en la solución del problema. "Lo haces demasiado complicado", le decía la profesora. O sea, que, supuestamente, la cosa era más fácil de cómo Augusto la concebía, y se complicaba la vida con la operación, y por eso le salía mal el resultado. El sentimiento que las Matemáticas causaban en el ánimo de Augusto era de total y absoluta impotencia, frustración, rabia y, por último, odio, un odio que ya no le abandonaría hasta mucho tiempo después, si bien es cierto que, al llegar al bachillerato y poder darse el gustazo de decirles adiós a los números, a las sumas, restas, ecuaciones, y demás misterios insondables de la naturaleza, a cambio de recibir con los brazos abiertos al latín, al griego, a la filosofía y a la historia del arte, experimentó un principio de reconciliación con la disciplina de Euclides.

Y lo curioso del caso es que el problema era, sobre todo, con las mates, porque las demás asignaturas de ciencias, como Biología o Física y Quiḿica, de vez en cuando las aprobaba, y alguna que otra vez, incluso, con nota. Pero con Matemáticas no había manera. Augusto pensaba, y todavía lo piensa, que de la ESO al Bachillerato le pasaron la mano con las Matemáticas. Y no se avergonzaba de reconocerlo, ni de reconocer que había necesitado la ayuda de profesores particulares y de academias privadas para ir aprobando los cursos, primero de la EGB, luego de la ESO y, finalmente, del Bachillerato, aunque con este último, al elegir la rama de letras puras, le supuso mucha menos dificultad. De hecho, gran parte del ciclo preuniversitario lo estudió sin la ayuda de profesores particulares debido a que, efectivamente, había encontrado su lugar dentro del mundo académico: las letras.

Los idiomas se le daban muy bien. Tenía muchísima facilidad para aprenderse las cosas a la primera, y no solo eso, sino que, además, tenía la capacidad de extrapolar ejemplos y aplicarlos a los diferentes paradigmas y niveles gramaticales, lo cual, por medio de su intuición, le hacía anticiparse mentalmente en algunas materias. Por ejemplo, si en una clase de francés le enseñaban los usos de un verbo, o las desinencias correspondientes, él mentalmente y por deducción lógica, aplicaba esos principios a otros elementos del sistema (en este caso, las terminaciones de un verbo a las raíces de otro verbo de la misma conjugación).

Como le lector habrá adivinado, Augusto tenía, para los idiomas, todas las facilidades que no tenía para los números y las operaciones matemáticas. Estaba muy bien dotado para resolver operaciones lógicas en unas disciplinas, y era infinitamente torpe para llevar a cabo esas mismas operaciones en disciplinas distintas porque se presentaban bajo aspectos distintos: las palabras frente a los números.

Con la asignatura de Lengua, el asunto era peculiar. Esta materia se le estuvo atragantando bastante hasta que una profesora le hizo entender la sintaxis y, por tanto, la diferencia entre el complemento directo y el indirecto, la forma de identificar el sujeto y el predicado y todas esas cuestiones que a los adolescentes les suelen traer de cabeza con esta asignatura. Después de este gran descubrimiento, siguió teniendo problemas con esta disciplina, pero esta vez debido a su flojera para los estudios, porque la parte de literatura era de estudiar y de leer, y a Augusto no le gustaba leer, y siempre se estudiaba los temas la noche antes del examen. De modo que iba al límite del precipicio con las notas. Tan al límite, que fueron muchas, demasiadas, las ocasiones en que se cayó por el acantilado. Cuando no suspendía, muy pocas veces pasaba de un cinco o cinco y medio. Alguna vez obtuvo un seis, y solo una vez, en segundo de bachillerato, cogió una buena racha que le condujo a un notable, pero aquello solo era un espejismo, pues en el siguiente examen volvió a las andadas habituales y sacó un cuatro y medio.

El caso es que llegó a la selectividad, que superó con cierta brillantez (si bien en el examen de Lengua y Literatura no pasó de un cinco y medio), pero fue en la convocatoria de septiembre por controversias habidas con la asignatura de Historia, y no pudo matricularse en Periodismo, que era la carrera que él quería estudiar. Como le gustaba mucho el inglés, decidió intentarlo con Filología Inglesa, pero no tardó en desengañarse y abandonar la licenciatura para ingresar al año siguiente, y de manera definitiva, en Filología Hispánica. Su perspectiva era ya la de hacerse escritor, y se planteaba esos estudios como una escuela de literatos, con la paradoja de que a él la lectura seguía sin entusiasmarle, pero precisamente esa fue una de las razones que le llevaron a esa rama de la filología: quería obligarse (es decir, que los profesores le obligaran) a leer a los clásicos españoles (La Regenta, El Cid, La Celestina, etc.).

Pero su actitud frente a los estudios seguía siendo la misma. Trabajaba muy poco, aunque sí era bastante cumplidor con las lecturas obligatorias. Lo que sí que había empezado a leer con bastante interés era poesía española, del 27 (en la antología del bachillerato) y de Miguel D`Ors, recomendado por sus compañeros de la Facultad. Era el género que mejor encajaba con la personalidad de Augusto, debido a su brevedad, su intensidad y a la importancia que tiene la inspiración a la hora de componer poesía. Todo ello iba mucho con el carácter todavía inestable e inmaduro de Augusto, quien no tenía nada claro, con sus dieciocho o diecinueve años, qué quería hacer con su vida. Y siguió sin tenerlo hasta que se fue a Madrid para aclararse las ideas y, de paso, terminar la carrera. Fue allí donde nació el Augusto estudioso y lector entusiasta cuya vida venimos narrando desde que estas líneas comenzaron a escribirse. En Madrid se configuró su personalidad con una solidez y unos perfiles definitivos, si bien, a su vuelta a Sevilla, le esperaban algunos altibajos emocionales de cierta gravedad, pero que fueron subsanados a tiempo y con las terapias adecuadas.

En la capital de España fue donde Augusto se centró definitivamente y obtuvo su licenciatura, pero el hecho de que él no estaba hecho para estudiar lo confirmaron las tres o cuatro carreras en las que, posteriormente y de forma voluntaria, se matriculó, tan solo para abandonarlas y dejarse el dinero de la matrícula en el intento. Fue entonces cuando Augusto descubrió que lo que a él le gustaba realmente era leer, leer con tranquilidad y reflexionar sobre sus lecturas, y escribir sobre lo que sus lecturas le sugerían. Eso, como decía Casandra, era muy diferente de estudiar, porque el estudio implica una planificación, un orden y una serie de procedimientos que no casaban con la personalidad caótica, dispersa y bohemia de Augusto, a quien le gustaba ponerse a cada momento con la materia que en ese momento le apeteciera.

Augusto llegó a la conclusión de que ser un amante del conocimiento no es lo mismo que ser un estudioso. Él era un amante del conocimiento, pero no se consideraba un estudioso. Ya, no. No quería seguir engañándose a sí mismo. Tampoco tenía ninguna necesidad de hacerlo. Él era algo mejor, según su opinión: era un lector. Un lector vocacional. Decidió que, si quería saber de ciencias políticas, en vez de matricularse en la licenciatura correspondiente, como había hecho, la próxima vez que le entrara el gusanillo se cogería un libro de ciencias políticas y se lo leería. Ese sí que era su terreno. A él le encantaba leerse los tochazos que todo el mundo detestaba. "A dónde vas con ese ladrillo", le decían muchas veces. Le encantaba enfrascarse en la lectura de uno de esos ladrillos de contenido denso, que le hacían pensar y reflexionar, rumiar los asuntos tratados y que, al final de su lectura, le otorgaban una base mínima a partir de la cual enriquecía sus reflexiones y su percepción de la realidad.

En cuanto a esto último, solo tenía un inconveniente: el formato del libro. Hay libros que son intragables solo por su tamaño, tanto en lo relativo al número de las páginas como de las letras. Esto, para Augusto, era fundamental. Odiaba los libros de más de veinte centímetros de largo y de letra excesivamente pequeña, porque los formatos editados en esos tamaños le hacían la lectura excesivamente lenta y cansada, además de transmitirle la impresión de que no había avanzado nada cuando llevaba una hora de lectura y solo veinte o treinta páginas leídas del libro en cuestión. Augusto sentía una gran frustración cada vez que se topaba con un libro cuyo contenido le entusiasmaba, pero cuyo formato excesivamente grande y poco manejable le hacía inaccesible su lectura.

Pero esas eran ya cuestiones menores, porque lo que realmente importa es que Augusto, por fin, se había encontrado a sí mismo y sabía lo que quería hacer con su vida... aunque siguiera siendo un mal estudiante.

sábado, 3 de noviembre de 2012

El desorden cotidiano (34)

Cayo era el mejor amigo de Casandra. Había estudiado la carrera con ella y con Camila. Los tres eran como uña y carne, y así los había conocido Augusto. Así había aparecido él en sus vidas y ellos, en la suya. Y lo cierto es que Cayo no dejaba indiferente a nadie: tal era la peculiaridad de su carácter y de su forma de ser.

Cayo era la personificación de lo políticamente correcto. Jamás se decantaba por ninguna opción. Jamás tomaba partido. En su afán por agradar a todo el mundo, todo le parecía bien. Esto sucedía, muy especialmente, en relación con su trato con las mujeres. En este sentido, siempre le parecía bien lo que dijeran, pensaran o hicieran sus queridas Casandra y Camila. Ellas eran su auténtica debilidad. Y ellas se lo agradecían dándole consejos, especialmente sobre cómo conquistar a otras mujeres, pero también sobre otros muchos asuntos, como estilismo o normas de cortesía. Y, por supuesto, cuando tocaba, le hacían sus regalitos: cuando era su cumpleaños, cuando era su santo, y en cualquier ocasión que ellas consideraran oportuno o les apeteciera. Porque ambas, y especialmente Casandra, eran unas amantes de las sopresas, de los regalos y de las fiestas. Más de darlas que de recibirlas, por cierto. Tal era la generosidad de estas adorables mujeres.

 La gratitud que Augusto sentía por ser el novio de una de ellas estaba más que justificada. También la sentía por la amistad que le unía a Cayo desde que había empezado su relación con Casandra. Augusto admiraba mucho a Cayo. Le consideraba una de las personas más cultas que él conocía. No en vano, el entrañable Cayo tenía dos carreras universitarias en su haber: la común de sus amigos filólogos y, además, la de periodismo, que era la que él había querido estudiar desde el principio, pero en la que no pudo ingresar inicialmente porque no le llegaba la nota de corte. Logró acceder a ella a partir del segundo ciclo, a través de su licenciatura en filología. Y no se puede decir de su caso que se tratara de otro brote de titulitis, pues, como hemos comentado, su cultura estaba a la altura de las titulaciones académicas que había obtenido.

Dentro del conjunto de sus entrañables peculiaridades, había una que era la que mejor le definía, y que estaba relacionada con su manera de hablar. Casandra decía de él que era "un circunloquio con patas". Y no le faltaba razón a la novia de Augusto: Cayo nunca iba al grano cuando tenía que comunicar una noticia. Siempre se andaba con rodeos, cosa que, además, se le daba muy bien. De hecho, era un auténtico virtuoso de la perífrasis, dada la gran riqueza del léxico que él, gracias a a amplitud de sus conocimientos, manejaba, y en la que se recreaba con autentica fruición, como buen amante de las palabras, sobre todo de las más hermosas, pues también han que decir que su sensibilidad se situaba a la altura de todo ese gran refinamiento intelectual del que hacía gala, y con la gran virtud de no resultar pedante: antes bien, divertido, ameno y, una vez más, profundamente entrañable. Y lo más gracioso del caso es que, cuanto más importante era la noticia que tenía que comunicar, más vueltas le daba a ese torbellino de alusiones y de maneras de decir lo que quería decir con cuantas más palabras mejor, porque para eso están las palabras, pensaba él: para usarlas y gozar de su forma, de su sonoridad, de cada letra y de cada sílaba.

A Augusto le encantaba este gusto por el rodeo verbal que tanto practicaba Cayo, porque él también era, como buen filólogo, un gran amante de las palabras, y, en sus conversaciones con Cayo, hacía uso de palabras hermosas que él ya conocía, y, en ocasiones, también aprendía palabras y conceptos nuevos gracias a Cayo, que poseía una labia exquisita. Pero, también, había ocasiones en que estos rodeos de Cayo le sacaban de quicio, sobre todo cuando Augusto se impacientaba por saber lo que Cayo quería decir. A veces, Cayo anunciaba novedades sobre una amiga con la que había quedado o con la que iba a quedar. Y Cayo adornaba de tal modo el verbo y el complemento de la oración, que el meollo de su mensaje se diluía en un tamiz retórico que sacaba de sus casillas a sus tres amigos: Casandra, Camila y Augusto. "¡Al grano, coño!" "¿Qué?, ¿quién, ¿cuándo?, ¿cómo?" "¿Te la has ligado o te la vas a ligar?" "¿Qué tal te fue la cita, campeón?"

Todos querían mucho a Cayo. Querían lo mejor para él. Querían que fuera feliz. Y su felicidad se cifraba en dos objetivos: el primero era encontrar trabajo, y el segundo, echarse una novia. Tal como estaban las cosas, el segundo objetivo se les antojaba mucho más factible que el primero. Y Augusto estaba particularmente empeñado en que lograra esto último. Quería ver a su amigo con pareja lo antes posible. Pensaba que ese podría ser el principio de una larga lista de éxitos consecutivos, el segundo de los cuales sería, obviamente, el de conseguir un empleo. Augusto estaba seguro de ello.