BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











martes, 17 de abril de 2012

El desorden cotidiano (14)

Augusto desconfiaba mucho de ese tipo de personas que van por ahí diciendo que a ellos nadie les ha regalado nada en esta vida y que nunca han necesitado la ayuda de nadie. Y es que, si la ignorancia es atrevida, la arrogancia puede serlo todavía más. Porque no hay nadie que, en algún momento de su vida, no haya sido ayudado o beneficiado, de alguna manera, por otra persona para resolver o encarar cualquier clase de asunto, porque no vivimos aislados, sino que todos nos hallamos conectados unos con otros y nos influimos mutuamente, unas veces para bien, y otras, para mal. Pero, sobre todo, porque recibir la ayuda, el apoyo, o, lo que es más importante, las muestras de afecto y de cariño de alguien ajeno a nosotros no debe ser nunca un motivo de vergüenza, y, desgraciadamente, hay mucha gente que esto lo ve exactamente así por orgullo, por arrogancia o por algún tipo de complejo, ya sea de inferioridad o de superioridad respecto a los demás.

De hecho, muchas personas se niegan a aceptar la ayuda de otras por ese estúpido orgullo de no querer deberles nada a quienes se han ofrecido a mostrarles su apoyo. A Augusto, ésta le parecía una actitud absurdamente defensiva y creía que esta clase de personas, por alguna razón, albergaban en su interior un resentimiento muy intenso hacia los demás o, al menos, hacia determinadas personas que forman parte de sus vidas y respecto a las cuales no estaban dispuestas a rebajarse, porque acudir a ellas sería eso, un acto de humillación y el reconocimiento de una derrota.

Esta actitud podría estar motivada por la envidia que esas personas necesitadas podrían sentir hacia las personas de las que necesitaban la ayuda, o por algún mal trago que alguna de esas dos personas le habría podido hacer pasar a la otra en algún momento de sus vidas. Si la persona afectada era aquella de quien se necesitaba la ayuda, entonces la negativa de acudir a ella por parte de la persona necesitada podría estar, seguramente, causada por la cobardía o la vergüenza. Y si sucedía al revés, o sea, que si la persona afectada era la que necesitaba esa ayuda, el hecho de no querer acudir a la persona que le había causado el daño que fuera estaría claramente motivado por un sentimiento de rencor. O sea, que necesito ayuda y puedo pedírsela a Fulanito, pero no me atrevo porque hace tiempo que tuve un mal gesto con él, me porté mal injustamente y me da vergüenza pedirle ayuda. O bien, Fulanito es un cabrón porque me hizo algo imperdonable el mes pasado y np pienso acudir a él, porque eso sería rebajarme y aceptar que él ha ganado, o que está en una situación mejor que la mía o que ha tenido más suerte que yo por la razón que sea.

A Augusto todo esto le parecían tonterías. Las cosas tenían que ser, de hecho, era necesario que fueran mucho más sencillas de cómo algunas personas las planteaban. Resulta neurótico y retorcido pensar que necesito ayuda y hay una persona que me la puede ofrecer, pero no recurro a esa persona porque puede creer que yo me estoy rebajando, y entonces a mí se me cae la cara de vergüenza, porque a mí, en realidad, esa persona no me cae bien, pero estoy tan desesperado que solo puedo acudir a ella, aunque me haya hecho daño o yo se lo haya hecho. También, pensaba Augusto, están los casos de orgullo puro y simple. O sea, que necesito ayuda pero no se la pido a nadie simplemente porque pienso que puedo sacarme las castaña del fuego yo solito, y así puedo seguir afirmando con orgullo y satisfacción que nadie me ha regalado nada en la vida y que nunca he necesitado la ayuda de nadie.

Augusto pensaba que ambos tipos de personas están equivocadas, y que cuando necesitamos que nos echen un cable y hay alguien ahí para hacerlo, debemos, sencillamente pedírselo y dejar a un lado cualquier clase de orgullos, rencores y vergüenzas, porque son, precisamente, el orgullo, el rencor y la vergüenza una importante parte de los lastres que nos impiden ser auténticos con nuestros semejantes, y ser auténtico consiste en vivir con naturalidad, sin prejuicios ni complejos, y si yo necesito la ayuda de alguien que me la puede prestar, debo acudir a esa persona inmediatamente. Así, no solo saldré yo beneficiado en lo inmediato, en lo que a mí me resulta beneficioso y útil, sino que, además, tendré motivos para estarle agradecido a la persona que me ha ayudado, y habré creado un vínculo positivo con esa persona, y, si resulta que con esa persona he tenido roces desagradables en el pasado, posiblemente el vínculo positivo recién creado desactivará esa antigua situación de incomodidad que había entre esa persona y yo. Y, si sucede al revés, tanto mejor para mí, para mi conciencia y para mi relación con los demás.

De hecho, Augusto no solo no sentía ninguna vergüenza, sino que se consideraba tremendamente afortunado por haber tenido siempre a su lado a personas dispuestas a ayudarle, empezando, claro está, por sus propios padres. Primero en el colegio, a Augusto había asignaturas que se le atragantaban, que se le hacían imposibles de tragar, de deglutir a gusto. Le pasaba con las matemáticas, que para él eran como esos mantecados que uno se mete en la boca y, enseguida, al mezclarse con la saliva, se le hacen en la boca una masa compacta imposible de tragar. A Augusto esto era exactamente lo que le ocurría con las matemáticas, lo cual había llevado a sus padres a ponerle a su hijo un profesor particular. Augusto estuvo con profesores particulares de refuerzo durante toda su etapa en la enseñanza media, hasta el bachillerato, cuando pudo huir de las ciencias para refugiarse en las humanidades, en el maravilloso mundo del latín, el griego y la historia del arte. Pero, hasta entonces, Augusto siempre había tenido las tardes ocupadas con clases particulares, ¿y él se avergonzaba de eso? ¡Pues claro que no, hombre!

Augusto también había estado prácticamente rodeado de psicólogos desde la muerte de su madre. Ya se sabe la mala fama que, en España, tiene esto de ir al psicólogo. Si en otros países, como Estados Unidos, es lo más normal del mundo, hasta el punto de que todos los ciudadanos de este país tienen un psicólogo de cabecera, en España te miran mal si dices que vas al psicólogo, y ya no digamos lo que pasa si, en lugar de "psicólogo", utilizas la palabra "psiquiatra". En tales casos, te llaman loco directamente. Pero esto a Augusto le traía sin cuidado, porque él sabía que, cuando se necesita ayuda, hay que acudir a los expertos, igual que vamos al dentista cuando tenemos una caries.

En definitiva, a Augusto no solo no le avergonzaba, sino que le producía mucha satisfacción y orgullo reconocer que a él sí le habían ayudado mucho en su vida, y se sentía muy afortunado por haber podido contar con todo tipo de apoyos y, no solo por parte de sus padres, sino también de amigos y otras personas más o menos vinculadas a su entorno, como profesores, médicos, etcécera. Augusto sentía mucha pena, sin embargo, por aquellas personas que se empeñan en no querer la ayuda de nadie afirmando con cabezonería que no la necesitan. Augusto pensaba que, precisamente, esa clase de personas, las que afirman que no necesitan que nadie les ayude, son, precisamente, las que más necesitadas están de la ayuda de los demás.

1 comentario:

  1. CAS:

    La primera pregunta, resuelta. No, no va por nadie en concreto.
    Sé que Espe, cuando lea esto, pensará "qué equivocado está Augusto", pues nosotras somos más de, al menos como primera opción, intentar sacarnos las castañas del fuego y no deber favores.
    Y no sé ella, pero para mí supondría un enorme sacrificio tener que pedir un favor a ciertas personas, y en mi inconsciente fantaseo con la idea de denegarle un favor a ciertas personas, así de mala soy.
    ¿Que tengo que hacerlo? Sí, a diario, pero no me gusta, créeme.

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