BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











viernes, 28 de junio de 2013

El desorden cotidiano (47)

Augusto tenía veinte años cuando se emborrachó por primera vez. Fue en la Feria de Sevilla, con su padre, y se le abrió un mundo nuevo de sensaciones. Fue, casi, como haber perdido la virginidad, como haber descubierto el orgasmo. Y no por el orgasmo en sí, sino por la importancia que el hecho tenía para Augusto. Era una sensación de dejadez física, de amodorramiento corporal y mental. Uno se sentía flotar en una especie de burbuja de placidez y euforia. Es lo que, al menos en Andalucía, se denomina "el puntito", que consiste, precisamente, en ese estado de bienestar físico que es resultado de una ingestión moderada de bebidas alcohólicas como el vino o la cerveza. En el caso de Augusto, el caldo que le había abierto las puertas de la percepción etílica fue el famoso "rebujito" de la Feria de Sevilla: una mezcla de Seven Up con manzanilla que suele entrar en el cuerpo con tanta suavidad y discreción que, cuando uno quiere darse cuenta, resulta que se ha tomado diez chupitos de la sustancia en cuestión, de manera que, cuando quiere levantarse, normalmente para ir al servicio a descargar el depósito de la entrepierna, repara en la ebriedad que le invade.

Aquella tarde, Augusto compartió con su padre su estreno en esas lides. Si hubiera sido un chico normal, no habría esperado a tener veinte años para emborracharse, y, desde luego, no tendría a su padre, como testigo de la hazaña, sino a sus amigos. Pero Augusto no tenía amigos entonces, ni los había tenido antes, porque era muy tímido. Ahora estaba despertando a la vida. Y a la vida se despierta experimentando uno mismo las cosas que tiene a su alcance. Y, puesto que ya no tenía a su alcance a su madre para protegerle, decidió empezar a experimentar, cosa que, por otra parte y para ser justos, también su madre había querido que él hiciera. En vida, ella le había animado a salir a la calle para relacionarse con gente de su edad, pero a él le daba miedo.

El caso es que, si Augusto se emborrachó por primera vez a los veinte años, fue a los veinticuatro o veinticinco cuando se cogió su gran cogorza, que también le sirvió como gran experiencia aleccionadora, porque fue entonces cuando adquirió conciencia de sus propios límites en este terreno.

Sucedió la noche antes de regresar a Madrid para retomar sus estudios universitarios (año 2004 o 2005). Era septiembre. Había quedado con algunos primos suyos para cenar una pizza y luego tomar unas copas por la zona de su barrio. Augusto recordaba haberse metido, entre pecho y espalda, dos vasos enormes de cerveza (de dos tipos distintos de cerveza, cuyas marcas recordaba: Paulaner, y Murphy) y un vodka con limón. Recordaba haber pagado la cuenta (sí, había invitado él, el muy pardillo), y también recordaba haberse bajado a Sevilla capital con sus primos para seguir con la juerga. También recordaba haberse quedado dormido en un banco después de haber vomitado,y, después de eso, haber regresado al coche con sus primos, y, por último, haberse bajado del coche junto a la puerta de su casa, haber tenido que saltar la valla de la urbanización y haber tenido que llamar al timbre por no encontrar sus llaves, con la consiguiente molestia para su hermano mayor, que fue quien le abrió la puerta.

También recordaba Augusto, esto último con enternecedora evocación, que, al día siguiente, tenía que ir con su padre y sus hermanos a un estudio de fotografía para renovar el carnet de familia numerosa (se puede imaginar el lector con qué pintas salió Augusto en la nueva foto de familia). Y también recordaba que, minutos antes de acudir a ese menester, había vuelto a vomitar, con el consiguiente enfado de su padre, quien le preguntó, en forma de reproche, si, después de aquello, se sentía más hombre, más importante... Y lo curioso es que Augusto respondió, para sus adentros, afirmativamente, porque era la verdad: realmente, después de aquello, se sentía más hombre y más maduro. Y es que había resultado una experiencia sumamente útil... de lo que no se debe hacer si no quiere uno sentirse como un trapo, como un despojo, o, expresado sin ambajes, como una puñetera mierda.

Resulta curioso cómo haber hecho algunas tonterías en algún momento de la vida otorga prestigio ante los demás, aunque se trate de una estupidez. Eso da a entender que a uno le gusta vivir la vida y ponerse al límite de vez en cuando, siempre que estos extremos no perjudiquen a los demás. Y Augusto, puede que, en este sentido, fuera un estúpido, pero se sentía orgulloso de haber rozado esos límites en aquel momento. Porque no era simplemente un orgullo de macho atrevido y temerario que pone a prueba su hombría y sale vivo del experimento, sino que también se trataba, como se ha comentado antes, de experimentar por uno mismo, lo cual conlleva equivocarse uno mismo, cometer tus propios errores y aprender de ellos. Y no existe forma más útil y eficaz de aprendizaje que esa: la que es consecuencia directa del ejercicio de la libertad.

viernes, 29 de marzo de 2013

El desorden cotidiano (46)

Suele decirse que, para ganar unas oposiciones, hay que tener una mitad de buena suerte, y otra mitad de trabajo bien hecho, o sea, haber estudiado y saberse muy bien los temas. El caso de Augusto fue paradigmático en estos términos, pues, en sus circunstancias, se produjo esa conjunción de elementos, los cuales, a partes iguales, le condujeron al éxito.

El examen escrito le salió redondo. Eligió, obviamente, el tema que mejor se sabía de los que habían salido en el sorteo: las vanguardias literarias. El tema daba mucho juego, y Augusto jugó bien. No le faltó de nada: un planteamiento original, con las dosis exactas de erudición, y cuidando bien las formas, respetando los márgenes, los comienzos de los párrafos, y con el índice en la primera página y la bibliografía, en la última. Trató de esmerarse especialmente con la letra, procurando, en todo momento, que se entendiera bien y que fuera legible, ya que Augusto tenía problemas de caligrafía a causa de su mal pulso.

La suerte le vino dada, muy especialmente, del lado del examen práctico, que a él le había tocado, en primer lugar, dos semanas después del escrito, con lo cual tenía tiempo de sobra para prepararlo, y, en segundo lugar, a primera hora de la mañana, cuando los miembros del tribunal están frescos, despejados y más receptivos para captar todos los matices de una buena exposición, y, así, poder valorar y evaluar en las mejores condiciones físicas y mentales. Además, era el primero del día en examinarse, con lo cual, para bien o para mal, los miembros del tribunal no tendrían elementos de comparación respecto a los demás opositores de ese día, que iban detrás de él. Así, si hacía una exposición muy buena, tendría más posibilidades de sacar una nota muy alta. Hay que tener en cuenta que cualquier otra circunstancia habría podido echar por tierra todo el esfuerzo y el trabajo de Augusto. Pero fueron el momento y el lugar idóneos. Se podría decir que la suerte quiso acoger en su seno al trabajo y al esfuerzo, y, como resultado de esa unión, salió lo que salió: una plaza de funcionario.

Y, ciertamente, todo fue a pedir de boca. Augusto sacó a relucir toda la larga y ardua preparación a la que le había sometido Casandra en casa de sus padres y con la pizarra pequeña que habían comprado para ensayar. Durante la exposición, Augusto se sentía como pez en el agua. Acostumbrado a la estrechez de la habitación de Casandra a la hora de intentar explayarse y desplegar todo su repertorio de gestos y de movimientos, cosa que le resultaba muy difícil e incómoda durante los ensayos, cuando se vio con todo el espacio del aula del instituto en el que tuvo lugar el examen, pudo, esta vez sí, desplegarse y hacer gala de toda clase de movimientos, miradas, gestos y, por supuesto, uso de la pizarra para ir escribiendo a medida en que iba desarrollando, primero, las bases de la programación, y, después, la unidad didáctica del texto expositivo, que fue, de los temas que le tocaron en el sorteo, el que eligió para exponer, pues era uno de los que mejor preparados llevaba.

Augusto supo conferir a su exposición las dosis justas de fluidez en el ritmo, en el tono de su voz, en la manera de moverse por todo el espacio del que disponía, en el modo de mirar a los miembros del tribunal y en la manera de transmitir su mensaje, que resultó convincente, sólido y ameno. Fue más que un examen de oposición: aquello constituyó una primera muestra de todo el potencial que Augusto atesoraba en su interior. Resultó ser una gozosa exhibición, una explosión brillante como resultado de haber realizado un esfuerzo muy grande que había sido encauzado por el único camino que podía conducir al triunfo en un caso como éste: el estudio, el ensayo y la repetición. Augusto se regodeó en esa exhibición de oratoria tan ensayada, tan pulida, tan corregida y tan machacada, que al final salió a relucir como una perla de virtud reconcentrada y deslumbrante.

Era su oportunidad, y Augusto la aprovechó, y consiguió subirse al tren de la estabilidad laboral y del proyecto vital compartido con Casandra, a quien había que atribuir una parte importante del mérito. De hecho, Augusto insistía mucho en afirmar que, de no haber sido por la ayuda y el apoyo de Casandra, él no se habría sacado la plaza. Habría aprobado el examen, posiblemente, pero, como mucho, habría entrado en la bolsa de interinos, que no era poco, pero, cuando salió del examen oral, Augusto supo que merecía una de las once plazas de su tribunal.

Y Augusto tenía muy claro hasta dónde había sido Casandra partícipe del esfuerzo y del trabajo realizados, pues fue ella, Casandra, la que le corrigió todos los defectos que él manifestaba en las exposiciones orales. Fue ella la que le obligó a repetir y repetir y repetir hasta que todo saliera perfecto. Incluso le hizo algunos simulacros de exámenes escritos. Augusto recordaba que un día, sábado por la tarde, que fue a casa de los padres de su novia, ésta le sorprendió con unos folios en blanco y un bolígrafo, y le hizo escribir el tema de La Celestina. ¿Qué nota le puso? Un seis.

Casandra impuso a Augusto tan elevado nivel de exigencia, que los frutos no se hicieron esperar, y la manzana cayó madura del árbol y fue a parar a las manos de los dos, y ambos le dieron un buen mordisco. De hecho, se la comieron entera. Se lo merecían. Se lo habían ganado.


miércoles, 27 de marzo de 2013

El desorden cotidiano (45)

Cuando se celebró la Exposición Universal de Sevilla, en el año 1992, Augusto tenía once añitos. Se hallaba, pues, y cronológicamente hablando, en la plenitud de su infancia. Él la recordaba con mucho cariño, y de forma bastante pormenorizada, ya que sus padres habían comprado el abono familiar para poder asistir regularmente durante todo el periodo de la celebración del evento: del 20 de abril al 12 de octubre, que fueron, respectivamente, las fechas en que Cristóbal Colón había partido de Palos de la Frontera, y en que, más tarde, había llegado a tierras americanas.

Augusto guardaba un recuerdo espectacular y sobrecogedor de aquellos días durante los cuales Sevilla fue la protagonista del mundo entero en todos los órdenes: cultural, social, histórico, y de cualquier otro. En su inocencia y pequeñez física y mental, a Augusto le impresionaban muchísimo todos aquellos edificios que representaban a tantos países de todo el mundo, al igual que los monumentos, las fuentes, los colores, la música y los desfiles. De manera especial, sentía una especie de vertiginosa admiración hacia esa gigantesca esfera de color azul turquesa que daba la bienvenida a los visitantes exhalando agua pulverizada para paliar los efectos del calor sevillano, y que se erigía monumentalmente sobre tres barrotes metálicos que la sostenían como un trípode a una cámara fotográfica.

Para él, aquella obra de ingeniería futurista y ultramoderna era como un gigante que ejercía sobre él una atracción sobrecogedora y, al mismo tiempo, le causaba temor, esa clase de temor que se siente en presencia de lo extraordinario y que le hace a uno, a la vez, sentirse prácticamente insignificante, y, más aún, siendo Augusto el niño que aún era entonces. Tal era la monumentalidad de aquello, algo comparable a lo que le hizo sentir la Cruz del Valle de los Caídos de Madrid cuando fue a visitarla, siendo también muy pequeño.

Esa misma sensación le causaba la contemplación de edificios tan famosos como el Pabellón de la Navegación, con todas sus dimensiones, sus formas curvadas y su espectacular magnitud,o el del Pabellón de Japón, que era otra gigantesca mole de madera, también en forma de curva. Y qué decir del Pabellón de la Comunidad Europea, con su torre cubierta por los colores de los países que entonces ya pertenecían a la Europa de la moneda única. Y, como esa, todas las demás que se podían admirar por todas partes, porque todo en la Expo fue admirable y espectacular. Incluso las papeleras de las avenidas, con sus diseños ovalados cuya estética de vanguardia hacía presentir el futuro, incluso verlo con los ojos y tocarlo con las manos, dentro de aquel presente plagado de adelantos tecnológicos.

Augusto conservaba vagos recuerdos sobre cómo se accedía al recinto de la exposición. Y sobre esto, lo que sí recordaba bien es que, para entrar, tenía que colocar la yema de uno de los dedos sobre un escáner que leía las huellas dactilares y hacía que se abriera la cancela de la entrada. Resulta que el dedo que él utilizaba para el acceso estaba siempre despellejado, y eso dificultaba la lectura de sus huellas por parte del escáner, lo cual ponía muy nervioso a Augusto, que, cada vez que iba de visita a la Expo, tenía miedo de que el mal estado epidérmico de su dedo le impidiera entrar y le obligara a quedarse fuera. Obviamente, esto nunca llegó a ocurrir. Lo que sí sucedía con bastante frecuencia es que el susodicho escáner tuviera que repetir varias veces la lectura de las huellas dactilares de Augusto antes de dejarle pasar.

Veinte años después de lo que, sin duda alguna, constituyó un desbordante y abrumador ejercicio de lucimiento y brillantez cultural, urbanística, tecnológica, e incluso política (el felipismo socialista, y no se quiera ver ninguna redundancia en la expresión, se hallaba en la cumbre de su desarrollo, aunque poco le faltaba para darse de bruces con la cruda realidad que aquel ambiente festivo y triunfalista ocultaba), Augusto seguía experimentando esos estremecimientos que recordaba de todas esas maravillas de las que había sido testigo durante una época de su infancia.

Cada vez que se adentraba por el recinto de la Isla de la Cartuja (el antiguo emplazamiento de la Expo), que ahora era una especie de conglomerado de empresas públicas y privadas, incluido el espacio de Isla Mágica y  algunos edificios universitarios (la Escuela de Ingeniería y la Facultad de Comunicación), ya fuera en coche o caminando, Augusto experimentaba algo parecido a un soplo de brisa que regresara del pasado, del año 92, para hacerle rememorar a flor de piel la trascendencia de aquel evento en todas sus dimensiones. En esos momentos, paseando por las calles vacías y solitarias, recordando lo que habían llegado a ser, a representar y a acoger en su seno, en sus entrañas de ciudad joven y prometedora, la piel de Augusto se erizaba de emoción, de respeto y de veneración ante la memoria de una magnificencia que fue erigida para perdurar a través del tiempo en el recuerdo de todos los que tuvieron la inmensa fortuna de vivirla.

martes, 26 de marzo de 2013

El desorden cotidiano (44)

Cuando se produjeron los atentados del 11 de marzo de 2004, Augusto estaba allí mismo, en Madrid, continuando los estudios universitarios que había comenzado en Sevilla. Sin embargo, todos aquellos acontecimientos de los que fue testigo tan cercano, le desbordaron tanto mental como emocionalmente. Lo primero fue debido a que la ignorancia de la que adolecía por aquel entonces le hacía absolutamente incapaz de asimilar todo aquello y, por tanto, incapaz también de comprenderlo y de tomar partido y conciencia de manera firme y sólida.

Quién había sido. Esa era la pregunta más importante que la ciudadanía quería que la clase política fuera capaz de responder. Y, como España es un país de envidias, rencores y reproches mutuos,  sucedió que, en lugar de unir fuerzas, se produjeron los habituales enfrentamientos partidistas, cómo no, entre los mismos de siempre: PSOE y PP, a los que iban unidos los respectivos aledaños mediáticos y parlamentarios.

Augusto, al no poseer aún conocimientos sobre todas las cuestiones que se estaban tratando por aquellos días, tanto en los medios de comunicación como a pie de calle,  se sentía nadar en un mar de confusiones tan proceloso y agitado, que se agarraba a lo que unos u otros le decían en cada momento: cuando estaba en la Facultad, pensaba lo que casi toda la gente y los compañeros comentaban, es decir, que había sido Al Qaeda, el grupo terrorista de Bin Laden, el autor de los atentados, y que lo había hecho para vengarse de la intervención española en el Irak de Sadam Hussein, con motivo de la búsqueda de armas de destrucción masiva alentada por el gobierno estadounidense de George W. Bush. Por lo tanto, dentro de esta postura, todos los ataques iban directamente contra la figura de José María Aznar, a quien muchos consideraban como una marioneta de los norteamericanos. Esa era, y sigue siendo, la postura de la izquierda política y social en España sobre la cuestión.

Cuando Augusto regresaba de la Universidad y entraba en el ambiente familiar, la versión que circulaba sobre los hechos era totalmente distinta: el atentado había sido obra de la banda terrorista ETA, cuyos integrantes pretendían, gracias al atentado, hacer que fueran los socialistas quienes ganaran las elecciones generales del 14 de marzo. Esta teoría dio aliento, posteriormente, a otra de mayor envergadura e iguales despropósitos por parte de los medios de comunicación afines al Partido Popular, y según la cual el atentado de los trenes se había llevado a cabo con la complicidad del PSOE para ganar las elecciones. Esta suposición de la derecha era tan grave como el hecho de culpar al entonces presidente Aznar de las casi doscientas muertes que se produjeron a causa de los atentados que tuvieron sus emplazamientos en las estaciones de Atocha, El Pozo del tío Raimundo y Santa Eugenia.

No era de recibo ni una cosa, ni la otra: ni acusar al PSOE de estar implicado en las matanzas, ni, por el contrario, echarle la culpa de ellas al Presidente del Gobierno, así como tacharle de asesino durante la celebración de las manifestaciones que se organizaron posteriormente y días antes de la fecha de las elecciones.

El caso es que Augusto estaba hecho un lío, porque no sabía a quién creer. Y, puesto que no tenía conocimientos, su sensación de impotencia y frustración intelectual le sumieron en un estado de autohumillación, porque él, dentro de su ignorancia política, simpatizaba con la izquierda y con el PSOE, tendencia que había sido fruto, en parte, de la influencia paterna y , también en gran medida, del propio sentido común, pues no había que ser una persona muy instruida para darse cuenta de que el mundo está muy mal repartido, y de que los que tienen más deben ayudar a los que tienen menos. Y en eso consistía el socialismo.

En aquellos momentos, Augusto estaba viviendo en Madrid, que, a efectos simbolicos de índole familiar, constituía un poderoso foco de pensamiento político conservador, o sea, de derechas. Él quería defender las posturas de la izquierda, que eran las de su padre, pero no tanto por su padre (al que muchas veces había visto ser atacado por la familia de su madre por motivos ideológicos, y de ahí que él quisiera defenderle) como por el hecho de que él creía en ellas sinceramente. Pero, cada vez que lo intentaba, salía escaldado, porque sus tíos y sus primos estaban mucho más informados que él, y ellos eran todos del PP.

Fue entonces, y por el último motivo comentado, cuando Augusto decidió ponerse a remontar y a recuperar el tiempo perdido: si quería ser un escritor y un intelectual, no podía seguir siendo un inculto. Si quería tener ideas políticas propias y ser capaz de defenderlas ante los demás, tenía que empezar a leer libros sobre el tema. Sobre ese y sobre muchos otros, porque las únicas lecturas que había podido atesorar Augusto hasta el momento habían sido de poesía, y no demasiadas. De modo que se propuso convertirse en un lector voraz, y, poco a poco, lo iría consiguiendo.

En cuanto a lo que sucedió después de los atentados del 11 de marzo en Madrid, ya se sabe: ganó Zapatero las elecciones y el PSOE volvió al poder. Mientras, la prensa de derechas, resentida por la derrota del PP, se dedicó, básicamente, a construir la teoría de la conspiración y a estimular la crispación ideológica, social y política en la opinión pública que le era afín y que veía sus programas de televisión, leía sus periódicos y escuchaba sus emisoras de radio.

Y, al tiempo que todo esto ocurría, Augusto iba remontando en su lucha contra la ignorancia, y cada vez aprendía más y se reafirmaba más en sus convicciones socialistas, y también cada vez de manera más autocrítica, porque, al principio, todo lo que se hacía o decía desde las filas del PSOE le parecía que estaba bien. Tenía que estar bien, porque para eso eran ellos los socialistas. Tardó en quitarse de encima esos prejuicios ideológicos, pero, finalmente, lo consiguió.

Así es cómo los horribles acontecimientos del 11 de marzo afectaron en la personalidad de Augusto. Fue el comienzo de su lucha contra su propia ignorancia y el punto de partida de su afán por alcanzar un espacio propio en el terreno de las ideas políticas, y en el de las ideas, en general. Fue el comienzo de su formación política e intelectual. Es cierto que, objetivamente hablando, no tenía mucho que ver una cosa con la otra. Sin embargo, se prometió a sí mismo que nunca volvería a cogerle por sorpresa otro acontecimiento histórico como aquél sin que él tuviera elementos de juicio para intentar valorarlo en su medida exacta y, en consecuencia, poder formarse una opinión propia sobre el asunto. Porque, a fin de cuentas, se trataba de eso: de alcanzar la suficiente cantidad de madurez, de experiencias y de conocimientos para formarse una opinión propia sobre cualquier asunto. Esa, y no otra, es, en esencia, la tarea del intelectual que Augusto se había propuesto llegar a ser.

En el plano puramente humano de la tragedia del 11 de marzo, Augusto fue testigo, también, de cómo todo el pueblo de Madrid se movilizó para ayudar a los supervivientes de la matanza. El día de los atentados, Augusto no había ido a la Facultad porque había huelga de estudiantes, si no lo recordaba mal. Aunque tampoco estaba totalmente seguro de por qué no había ido. El caso es que ese día no hubo clases y Augusto se quedó en casa de su tío Ignacio, en Cobeña, el pueblo de las afueras de la capital donde vivía. A lo largo de la mañana, recibió varias llamadas desde Sevilla. La primera fue de su padre. Hablando con él, Augusto no pudo reprimir las lágrimas y rompió a llorar mientras su padre trataba de calmarle. Luego le llamaron sus amigos sevillanos de la Facultad y le dieron muchos ánimos. Ese mismo día comió con su tío en un restaurante, y a la vuelta, sobre las cuatro de la tarde, Augusto recordaba cómo desde los programas de radio seguían sumándose víctimas mortales a la siniestra lista de fallecidos por el atentado.

Al día siguiente se organizó una manifestación. Augusto acudió a ella con sus amigos de la Facultad. Pero el ambiente estaba demasiado crispado y politizado, y lo que tenía que haber sido un gesto colectivo de solidaridad y apoyo de todos hacia todos, se convirtió en un acto dividido en que cada cual defendía a los suyos por intereses políticos e ideológicos. Una vez más, los españoles, movidos por rencores ancestrales, se defraudaron mutuamente y no supieron estar a la altura de las circunstancias. No supieron ver que el enemigo no era la izquierda ni la derecha. Porque el enemigo no era el adversario político, porque la existencia de este tipo de adversarios se da por sentada y asumida en una democracia. No, ese no era el enemigo. El enemigo eran los que habían matado a 192 personas inocentes que habían ido a trabajar en su tren de todas las mañanas.

Lo que Augusto, pasado el tiempo, pudo sacar en limpio de todo aquello fueron dos conclusiones: la primera fue que Aznar no tuvo la culpa de aquellos atentados, (aunque Augusto sí creía que estos se habían producido como represalia por la intervención española en Irak)  y que había que ser un miserable y un radical para pensar eso. Y la segunda: que el PSOE tampoco tuvo la culpa, y mucho menos fue cómplice, del acto terrorista, por mucho que éste le hubiera favorecido claramente a la hora de ganar las elecciones generales del 14 de marzo. También pensaba Augusto que quienes creían esa teoría de la conspiración eran unos miserables y unos extremistas.


sábado, 2 de marzo de 2013

El desorden cotidiano (43)

Sabino había sido el mejor amigo de Augusto durante muchos años desde que se conocieron en el Aula Magna de la Facultad de Filología, en Sevilla. Sabino era una persona que estaba tan bien dotada por fuera como por dentro. Era, físicamente, muy atractivo, y además contaba con virtudes tan valiosas como la discreción y la modestia, lo cual lo convertía en el confidente ideal de Augusto, a quien tanto gustaba explayarse exteriormente en la expresión de sus sentimientos, sus emociones y sus pensamientos, mientras su amigo Sabino escuchaba paciente y serenamente para, finalizadas las confidencias de aquél, emitir un dictamen sobre lo que, en su opinión, Augusto debía hacer. Era como su psicólogo particular, habida cuenta, por otra parte, de que Sabino tenía ya muchas experiencias de la vida, mientras que Augusto aún era muy inocente (estaba empezando a vivir de verdad), de modo que Sabino podía enseñarle a Augusto muchas cosas, y, al revés, Augusto podía aprender muchas cosas de Sabino.

Y es que la locuacidad de Augusto contrastaba de tal manera con el carácter lacónico de Sabino, que se complementaban muy bien, porque Augusto tampoco se privaba de opinar sobre lo que Sabino le contaba cuando consideraba oportuno hablar, ocasión que se daba, muchas veces, por propia petición y ruego de Augusto, que también quería que Sabino le permitiera aconsejarle y ayudarle, igual que Sabino le ayudaba a él.

En el ejercicio de su modestia, Sabino escondía a un gran poeta al que ahogaba el pudor de darse a conocer. Y la más evidente muestra de esta actitud y este talento era que Sabino, en vez de asistir a las clases, se iba a la biblioteca de la Facultad a devorar libros, que es como realmente se aprende. Eso es justo lo que Augusto también haría en Madrid cuando estuviera terminando la carrera en la Universidad Autónoma.

Claro, que la cosa tenía algún que otro inconveniente, como es el de toparse con algunos profesores de esos que no te aprueban si no te ven asistir a sus clases, o lo que es casi lo mismo, que solo te aprueban si, durante el examen, les sueltas exactamente lo que te han contado en el aula, y que solo estaba en posesión de aquellos compañeros que, en primer lugar, no se habían perdido ninguna lección, y, en segundo, eran unos maestros en el arte de coger apuntes, que también son esos que luego te ven por los pasillos con los brazos llenos de libros y te preguntan que a dónde vas con todo eso, y a ti te dan ganas de ponerte sarcástico y responderles: "Que a dónde voy con tantos libros en una facultad de letras... Pues a limpiarme el culo, si te parece."

 Esa clase de estudiantes tenían un concepto práctico de la carrera, a la que consideraban como un mero trámite burocrático que había que cumplir para obtener una titulación universitaria, y se licenciaban antes que otros que, como Augusto y Sabino, tenían otra idea de lo que era estudiar una carrera como esa, que tenía mucho de vocacional, de amor por los libros, por la literatura y el conocimiento. En opinión de Augusto, esa clase de compañeros, al final, no habrían aprendido una mierda, dicho mal y pronto, más allá de lo que habían plasmado en sus apuntes, tan pulcros y ordenados. También es cierto que él había aprobado unas cuantas asignaturas gracias a que algunos de esos compañeros suyos tan aplicados en clase le habían dejado sus apuntes.


Augusto solo había conocido una época en que Sabino estaba muy creativo y le mandaba mensajes al teléfono móvil enseñándole versos que había escrito para que Augusto opinara sobre ellos. A Augusto le hacía mucha ilusión que su amigo le confiara esos tesoros tan valiosos, en la medida en que sabía que aquellos pertenecían a la intimidad de Sabino, que tan poco dado era a airear esa clase de asuntos.

Esa confianza que Sabino depositaba en él le hacía saborear las mieles de la amistad en su más puro y noble significado. Y es que la amistad era uno de los pocos valores absolutos en los que Augusto creía. No creía en dios, ni en la patria ni en ninguna de esas paparruchas conservadoras... Creía en la amistad, en esa clase de amistad que cultivaban y ponían en práctica, por ejemplo, haciendo escapadas de vez en cuando después de las clases. Se iban a comer y, después, al cine. A veces elegían una película sobre la marcha. En otras ocasiones, planificaban la escapada con antelación para elegir la película que deseaban ver. Y fueron unas cuantas: La Pasión de Cristo, de Mel Gibson; The Ring, entre otras.

En una ocasión, Sabino tuvo un gesto precioso hacia su amigo. Ocurrió durante la celebración de la boda de otro amigo de ambos. Sabino se acercó a Casandra y le dijo: "Cuida bien de él, porque es una de las mejores personas que conozco." A Augusto, esas palabras, ese gesto, ese detalle, le llegaron a lo más profundo de sus entrañas y se quedaron grabadas en su corazón con letras de fuego y de oro.

jueves, 28 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (42)

Augusto tenía sus particulares fetiches del terror, cada uno de los cuales, de alguna manera, había marcado su infancia y su adolescencia, respectivamente. El gran terror de su infancia había sido el cazador de niños de "Chiti-chiti bang-bang", un clásico del cine infantil de la década de los sesenta. Este personaje, que aparecía vestido de negro con una especie de caseta de feria o puesto de chucherías para atraer la atención de los incautos pequeñajos, llegó a protagonizar muchas pesadillas de Augusto, a quien la enorme nariz, el sombrero de copa y la capa del susodicho malvado, hacían temblar de auténtico pánico. Así, cada vez que Augusto veía la película, y fueron muchas, casi tantas como "Mary Poppins", tenía que darle al botón del vídeo que servía para pasar las escenas de forma rápida, porque le daba miedo ver aparecer a este personaje que parecía un cuervo, cuyas siniestras alas llenaban de sombras el alma cándida y vulnerable del pequeño Augusto cada vez que aparecía el cuervo volando, ya fuera en el terreno de la realidad o en el de los sueños que se convertían en pesadillas.

Hacía mucho tiempo que Augusto no veía esa película, pero resulta bastante paradójico que una historia infantil tan tierna causara tanto miedo, al menos, a parte del público al que iba dirigida. Aunque esas emociones tan desagradables fueran provocadas por uno solo personaje de la obra, no era cuestión de que tuvieran que pagar justos por pecadores. Pues hay que recordar que también participaba el entrañable Dick Van Dyke, que había sido Bert en Mary Poppins, esa otra película que había constituido otro gran hito, éste, de agradables recuerdos, en la infancia de Augusto. Y, ciertamente, el pobre personaje de Caractacus Potts no tenía la culpa de compartir protagonismo con el malvado secuestrador infantil protagonizado por Robert Helpmann. Pero así eran las cosas. Tendría Augusto que volver a ver la película para superar el trauma, cosa que esperaba no resultarle demasiado difícil, habida cuenta de la cantidad de años que habían pasado desde aquella época de su más tierna infancia, cuando pasaba sus vacaciones entre Sevilla, Madrid y Granada con abuelos, tíos y primos.

Su otra gran motivo, no ya de terror, sino de auténtico pánico, era Samara Morgan, el siniestro personaje de la película "The Ring". Solo había dos cosas de esa película que a Augusto le causaba casi tanto miedo como Samara: la puñetera cinta de vídeo que condenaba a morir, al término de siete días, a todos aquellos y aquellas incautas que se atrevieran a verla, y la cara descompuesta que se les quedaba a las víctimas a las que, transcurrida la semana correspondiente, Samara visitaba a través de los aparatos de televisión de sus casas.

Augusto había ido a ver esta película al cine con su amigo Sabino en el año 2002, que fue cuando la estrenaron, durante una de las escapadas que hacían algunos días de la semana después de las clases en la Facultad. Se iban a comer una hamburguesa al Nervión Plaza, que es un centro comercial del centro de Sevilla, y, mientras comían, elegían una película de la cartelera para verla después de comer. Y, en una de aquellas ocasiones, le tocó el turno a "The Ring", de la que habían obtenido referencias por boca de otros amigos del grupo de la Universidad, que ya habían ido a verla y les había gustado mucho, que es lo mismo que decir que les había asustado mucho.

Lo que más aterrorizaba a Augusto de Samara era su aspecto cadavérico, con esa piel de un blanco azulado, arrugada por su constante exposición al agua, y esos pelos negros, de un negro espesísimo y opaco que le llegaba a la altura del pecho y que le cubría el rostro para insinuar una mirada que provocaba ese auténtico pánico que dejaba a sus víctimas con la mandíbula desencajada, además de ese camisón blanco que parecía la sábana de un fantasma o el sudario de un muerto. Era como el Cristo de Velázquez, pero, en lugar de provocar piedad y devoción como el cuadro del pintor sevillano, causaba espanto.

Otra característica del personaje que desquiciaba a Augusto era la lentitud con la que se movía Samara, que era una lentitud espesa y torpe, como si le costara moverse, como si estuviera sumida en un charco de arenas movedizas, esa misma lentitud que nos invade cuando estamos soñando, y, sobre todo, cuando estamos viviendo una pesadilla en la que alguien o algo terrible nos está persiguiendo y nosotros no podemos movernos para echar a correr, para poder huir despavoridos, porque las extremidades corporales nos pesan como si fuesen lingotes de acero.

Y, sobre todo, esa primera aparición suya sobre la superficie de ese pozo, también de pesadilla, y esa manera de acabar de superar el obstáculo del brocal del pozo, de bajarse de él y empezar a arrastrarse lentamente, con lentitud diabólica, como regodeándose en el pánico de quien la está observando, hasta llegar a la pantalla del televisor y salir de ella para plantarse en medio de tu propio salón...Para Augusto, esa sería, durante muchos años, la imagen del terror en estado puro.

Con el paso del tiempo, Augusto había conseguido dar los primeros pasos para superar el trauma del miedo que le provocaba el personaje de Samara Morgan, y lo había hecho buscando en Internet información sobre la actiz que había interpretado a tan malvada y siniestra criatura: se llamaba Daveigh Chase, y era una hermosa jovencita que ya había sobrepasado los veinte años de edad. Cuando actuó en la película, la señorita Daveigh contaba con solo doce añitos, o sea, siendo una mocosa aparentemente inofensiva, pero solo en apariencia, pues ya se sabe que la proverbial inocencia de los niños es un arma, o mejor dicho, una excusa de doble filo: puede hacérnoslas ver como las criaturas más adorables, o como las más demoníacas y terroríficas, según las circunstancias. Está claro que el personaje de Samara representa, a la perfección, el lado más oscuro que una niña de doce años puede ser capaz de manifestar.






martes, 26 de febrero de 2013

El desorden cotidiano (41)

A Augusto había una costumbre que le irritaba muchísimo: la peculiar manera que tienen los españoles de despedirse, que consiste en el arte de no acabar nunca de hacer lo que se supone que uno está acabando de hacer, y que, dada la propia definición del término que se encarga de nombrar esta acción, o sea, "despedida", en forma de sustantivo, o "despedirse", como verbo, debería ser algo breve, conciso, fugaz, y, sin embargo, los españoles somos tan dados a prolongar hasta el infinito cualquier clase de evento que tenga el más mínimo carácter festivo y lúdico, que no queremos o no somos capaces de dar por terminado, sin más, un evento de este tipo.

Ocurre como cuando uno sale de copas con los amigos. Da igual lo tarde que sea; da igual que la noche esté llegando a su fin y al sol le falte una hora escasa para asomar la cabeza y dar la bienvenida a un nuevo día. Siempre hay alguien dentro del grupo que, insatisfecho, con ganas de más juerga, de rebañar los últimos momentos de de diversión nocturna, sugiere acudir a algún bar a "tomar la última", la última copa, se entiende. Pues con las despedidas españolas ocurre exactamente lo mismo: que no terminan nunca. Se prolongan minuto tras minuto, y a veces, hora tras hora, al final de fiestas, de reuniones y de cualquier tipo de encuentro o de acto social.

Y esa costumbre de permanecer, a la salida del restaurante, del cine, del bar, de la discoteca o de la casa de alguien, allí plantados, de pie, sin moverse, sin tomar una determinación, "nos retiramos o nos quedamos un ratito más, pero hagamos algo, por favor, aunque sea sentarnos en el banquito de esa esquina", simplemente hablando y hablando y hablando, habiéndose, por otra parte, dicho las protocolarias fórmulas de despedida, "hasta mañana", "buenas noches", etcétera, una, y otra, y otra vez... A Augusto, esa costumbre le desquiciaba bastante. Sobre todo, cuando él se sentía cansado y lo que le apetecía era volver a su casa y que le dejaran tranquilo de una vez. Puede que hubiera algo de misántropo egoísmo, de acritud antisocial en esa postura suya, sobre todo cuando eran sus deseos de volver a casa lo que le hacía perder la paciencia sin tener en cuenta si a Casandra, su novia, le apetecía seguir allí, charlando agradable y tranquilamente, sin más, con sus amigos, con sus padre o con quien fuera.

A veces, coincidían, y resultaba que a los dos les apetecía perder de vista a todo el mundo y llegar al hogar, dulce hogar, para ponerse la televisión y tumbarse sobre el sofá con la mantita por encima. En otras ocasiones, los deseos de Augusto no coincidían con los de Casandra. Augusto, sin tener en cuenta a nada ni a nadie más que a sí mismo, perdía la paciencia y desconectaba de la situación en señal de que quería marcharse, y rapidito. Y esto, lógicamente, a Casandra no le hacía ninguna gracia, como no debe de resultarle agradable a ninguna persona que su pareja se comporte de manera egoísta. Entonces ella, con toda la razón, se enfadaba con él y discutían.

Augusto reconocía que se había vuelto un poco cascarrabias, y con solo treinta y un añitos que tenía. Él pensaba que, quizá, ello había sido causado por la estabilidad emocional que había alcanzado con los años, con las experiencias vividas, con las terapias realizadas y con la ayuda de Casandra. De hecho, su estabilidad emocional había llegado a adquirir tal grado de solidez, que, a estas alturas, tenía muy claro qué le gustaba y qué no, así como aquello que estaba dispuesto a soportar o a evitar sin que le fuera la vida o el sustento en ello.

 Y esta nueva actitud suya entraba en juego en el tipo de situaciones anteriormente mencionadas. Cuando la situación no requería de su presencia con carácter de urgencia, él pensaba que no tenía por qué estar ahí si no le apetecía. Sucedía como con sus gustos literarios: igual que, si un libro no le aportaba ningún aprendizaje nuevo, no le interesaba leerlo, cuando se hallaba inmerso en una circunstancia que él considerase, de algún modo, banal, que no le aportara nada de emotividad, de afectividad, de diversión, de cariño, de placer estético o de simple pasatiempo, pero siempre que el pasatiempo albergara algún sentido, sencillamente no le interesaba estar allí.

También es cierto que ésta era un actitud muy radical, y que no siempre se manifestaba. Más bien solía darse, en la mayoría de los casos, cuando Augusto estaba de mal humor por la razón que fuera. Es más: en ocasiones, Augusto valoraba el hecho de estar haciendo algo sin más, porque sí, para pasar el tiempo, como coger por sorpresa a Casandra y comérsela a besos.

Al menos, Augusto era consciente de lo egoísta que muchas veces se mostraba en este sentido, y que debía cambiar esa actitud, al menos, por Casandra, pero, también, por las personas que le apreciaban y le querían, y a las que les gustaba compartir sus ratos agradables con él. Eso Augusto tenía que aprender a apreciarlo mucho más de lo que lo hacía, porque resulta injusto e inhumano despreciar a los que te aprecian. Y no es que Augusto mostrara desprecio, pero sí, en ocasiones, cierta arrogante indiferencia, e incluso sentimiento de superioridad, y eso es de ser estúpida y mala persona.