BLOG DE RAFA PARRA SOLER

De vocación, poeta, ensayista y dramaturgo.











miércoles, 14 de marzo de 2012

El desorden cotidiano (3)

Cuantas más cosas tenemos, más dependemos de ellas. O lo que es lo mismo, el ser humano, cuanto más civilizado, cuanto más evolucionado y cuanto más desarrollado, más vulnerable. Así le gustaba definirlo a Augusto, que, en muchas ocasiones, envidiaba a los animales, que se guían por el instinto, y el instinto es irracional y, por tanto, no está sujeto a los peligros que conllevan los desvíos de la razón, todos ellos formas de maldad que, en mayor o menor grado, son los causantes de que el hombre sea un lobo para el hombre.

El instinto está libre de maldad, porque se rige, única y exclusivamente, por los dictados que marca la naturaleza, y la naturaleza es sabia y, por tanto, buena. Eso pensaban los griegos, ¿no es así, querido Augusto? Por eso, la moral del instinto es superior a la moral de la razón, al menos en términos estrictamente biológicos. Lo malo del instinto es que se limita a satisfacer las necesidades físicas y orgánicas de los seres vivos. Solo mediante el instinto, los seres vivos no son capaces de desarrollar ningún tipo de capacidad o destreza más allá de la que les viene determinada genéticamente para satisfacer sus más inmediatas necesidades. Por eso, el ser humano es el más capacitado de todos los seres vivos: porque, además de instinto, está dotado de inteligencia. Sin embargo, existen muchas razones para poner en cuestión la capacidad del ser humano para hacer un uso correcto de su inteligencia. Y es que, para usar nuestra razón como muchas veces llegamos a emplearla, mejor hubiera hecho la madre naturaleza en no dotarnos de este don tan preciado, porque demasiados son los casos en que el hombre ha hecho un uso tan miserable, cruel y despiadado de su inteligencia, que, en muchas ocasiones, demostramos que el resto de seres vivos se encuentra muy por encima de nosotros si nos medimos por los parámetros de la ética más elemental.

De la revolución neolítica a internet se ha producido una gran cantidad de avances espectaculares que han contribuido a que la vida del hombre sea cada vez más cómoda, satisfactoria y gratificante. Pero, ¿a qué precio, y en qué medida esta situación de comodidad y satisfacción es igual para todos los habitantes de nuestro planeta? Augusto pensaba que algún grado menos de sofisticación material, a cambio de un reparto más equitativo y universal de dichas condiciones de sofisticación, y de que dicho grado de desarrollo hubiera costado menos sufrimiento, menos explotación y menos muertes, habría valido la pena. Porque, además, y como Augusto no dejaba de repetirse, el punto de evolución en que se encontraba el mundo desarrollado hacía de los seres humanos criaturas cada vez más desamparadas, más dependientes de los hábitos de consumo, de los mismos objetos obtenidos mediante la práctica de dicho hábito. Quién podría salir hoy, pensaba Augusto, a la calle sin teléfono móvil, sin tarjetas de crédito, sin el aparato de música, sin la cartera, incluso sin el ordenador portátil, y no sentirse desnudo, desamparado, desprotegido y totalmente dependiente de todo cuanto le rodea. Incluso, sin tener que salir de casa, ¿quién podría vivir sin televisión, sin ordenador, sin lavavajillas, sin microondas y sin DVD? El origen de todo este vacío provocado, precisa y paradójicamente, por la superabudancia, sobresaturación y acumulación de objetos de consumo, no es otra cosa que la consecuencia de la filosofía que sostiene el sistema del que vivimos, y que consiste en crearnos cada vez más necesidades materiales de las que realmente tenemos. Y esto, en el caso del mundo desarrollado, es decir, los países occidentales, con los Estados Unidos, los dueños del sistema, a la cabeza, porque los habitantes de los países del tercer mundo no tienen ni tiempo para preocuparse por esas cuestiones de vacío materialista, ya ellos ni siquiera tienen la oportunidad de disfrutar de esos bienes (¿o males?) de consumo, entre otras razones, porque muchos de ellos mueren de hambre antes de llegar siquiera a conocer la existencia de tales objetos de disfrute que tanto abundan en el lejano, remoto y mítico viejo continente.

Lo peor de todo, pensaba Augusto para sus adentros, es que los que mueven los hilos de nuestros brazos de marionetas ponen el foco en lo puramente material. No se nos estimula en lo intelectual y en lo espiritual. No se nos empuja a tratar de ser mejores personas, más sabias, más cultas, más prudentes, más solidarias, más reflexivas, más generosas... Nada de eso: se nos empuja a consumir objetos materiales, porque eso es lo único que interesa a los que controlan este sistema. Nos animan a gastar dinero en cosas inútiles, innecesarias y superficiales, y nos hacen creer, o lo intentan, que esa es la manera de sentirnos mejor con nosotros mismos, cuando el efecto acaba siendo el contrario: acabamos rodeados de objetos que no nos sirven para nada y, encima, somos tan necios que acabamos dependiendo de ellos, y, gracias a esa nueva dependencia, los dueños del sistema se siguen enriqueciendo a nuestra costa. Ellos hacen que el trabajo, el esfuerzo que hacemos para ganarnos honradamente la vida, valga simplemente lo que ellos deciden pagarnos por hacerlo. No ven más allá. No quieren hacerlo, porque no les conviene. Y el trabajo es mucho más que eso, mucho más que el modo de pagar la hipoteca de la casa, la letra del coche y algún pequeño capricho de vez en cuando. El trabajo es la manera en que se manifiesta la dignidad del hombre, su capacidad para ser independiente, para autorrealizarse, para superarse a sí mismo, para ser mejor persona, para dirigir su vida según sus criterios.

Las conclusiones que Augusto sacaba de todo esto eran que todos los progresos logrados por el ser humano a lo largo de la Historia no son más que apariencia, una cortina de humo provocada por los dueños del sistema para ocultar lo miserables que somos en realidad (mejor dicho: lo miserables que son ellos y que nos hacen ser a nosotros, víctimas inocentes de su codicia). Porque todo lo positivo de la inteligencia humana que nos ha llevado a internet y a la globalización (suponiendo que la globalización tenga algún aspecto positivo, cosa que me permito poner totalmente en duda) debería habernos conducido, en paralelismo espacio- temporal, a terminar con todas las desigualdades y con toda la pobreza de los países subdesarrollados, y aun de las clases más desfavorecidas de las sociedades más avanzadas. En otras palabras, para Augusto, que existiera internet y que, al mismo tiempo, en África muriera un niño de hambre cada diez segundos, era el más vivo reflejo y la más miserable manifestación de la hipocresía del mundo occidental, que era, en opinión de Augusto, el responsable directo de todo aquello.

1 comentario:

  1. Y a Augusto se le olvidó añadir...él también dependía d lo material...incluso para dar formas a sus intangibles pensamientos debía encender una luz, sentarse en un sofá, usar un ordenador...y así en cada latido...

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